Aquella mañana, Arturo llamó a Carlos, le pidió disculpas y le dijo que había pensado pasarse por la editorial para almorzar juntos, ya que disponía del resto de la mañana. Todos los asuntos pendientes los había solucionado el día anterior. Carlos aceptó. A la una del mediodía los dos hombres conversaban en el despacho del editor sobre cómo habían cambiado sus vidas en tan poco tiempo. La línea interna de teléfono sonó.
–Será Rosa. Le dije que nos reservara mesa para las tres. Te llevaré a un restaurante japonés que es una auténtica maravilla. El Suntory, ¿lo conoces? – dijo Carlos con el teléfono descolgado.
–Don Carlos, su mujer por la uno -dijo la secretaría.
–Bien, pásamela -contestó el editor.
–¡Dime, cariño! ¿Te encuentras bien?
–¡Han matado a Goyo! Lo acabo de oír por la radio. ¡Es horrible! Dicen que le han cortado los dedos. Están hablando de que le han asesinado como a Teresa, a Eugenia, a Cosme y al ladrón y la chica. Los medios de comunicación dicen que la policía ha informado de la evidente relación con ellos. Señalan que tiene las mismas características. ¡Dios mío, pobre Goyo! ¡Él estaba en lo cierto, Abelardo no era el asesino! – gritó María.
–Cálmate. Ahora mismo voy para casa, creo que debemos llamar a su mujer. Imagino que estará destrozada -dijo Carlos con voz apagada-. ¿Sabes algo más?
–Sí. El portero de la finca recibió la orden de Goyo de dejar subir a un hombre que estaba esperando. El portero describió al sujeto como un homosexual que no intentaba ocultar su condición sino todo lo contrario. Se pavoneaba en exceso, como si quisiera que ésta resaltase sobre cualquiera de sus rasgos. Como si su único fin fuese llamar la atención sobre ello.
–Está bien, no te muevas de casa. Arturo está aquí. Íbamos a almorzar juntos. Anularemos la reserva. Vamos a casa ahora mismo.
–¿Qué ha pasado? ¿María está bien? – preguntó Arturo alarmado.
–Ha escuchado por la radio que Goyo ha sido asesinado.
–¡No lo puedo creer! – dijo Arturo con expresión de horror-. ¿Han matado a Goyo? ¿Por qué?
–No lo sé. Creo que fue anoche. Imagino que el personal habrá descubierto el cadáver esta mañana. Los medios de comunicación han revelado que las características del crimen son similares a las de los anteriores asesinatos.
–¿Qué asesinatos? ¿Han matado a más gente?
–Quiero decir que tienen las mismas características que los asesinatos de los que fue acusado Abelardo. A Goyo le han cortado los dedos.
–¡No me jodas! ¡No puede ser! ¡Debe haber un error! – exclamó Arturo.
–Puede ser. Ojalá sea así, porque eso significaría que el asesino de las otras personas era realmente Abelardo, y que toda esta pesadilla ya habría acabado. Pero si no hay ningún error, y el asesinato de Goyo es de las mismas características que los otros, sólo cabe deducir que él estaba en lo cierto y que podemos estar todos en peligro. Todos estuvimos relacionados con Abelardo de alguna manera, y hasta el momento está muriendo gente que se relacionaba con él. A excepción de ese pobre ladrón -dijo Carlos mientras cogía su chaqueta-. ¿Me acompañas? Voy a recoger a mi mujer. Vamos a casa de Goyo. Lo único que podemos hacer por él es atender a su familia.
–¡Todo esto es una locura! – exclamó Arturo.
–Cierto. ¿Sabes que Goyo y su mujer me ofrecieron su casa de Ibiza? No han sido capaces de volver allí desde que asesinaron a Eugenia. ¡Esta vida es una mierda! ¡Una jodida mierda!
–Estás diciendo estupideces llevado por los nervios. Debes tranquilizarte. Te acompañaré a tu casa, pero si no te importa prefiero no ir a casa de Goyo -dijo Arturo entrando en el ascensor.
–Deberías hacerlo. Él sólo buscaba nuestra seguridad. Tal vez, por eso, por intentar protegernos, le han matado. Quizá llegó a descubrir al asesino.
–Ana podría sentirse mal al verme. Entiende que la discusión que tuve con Goyo fue muy fuerte. Me resulta violento aparecer allí después de lo que pasó. Además, quiero llamar a Adela. Debo decírselo.
–Está bien, como quieras. ¿Imagino que asistiréis al funeral? – dijo Carlos.
–Por supuesto. Te agradecería que me informaras de todo lo que suceda.
–Pues entonces, hasta pronto. No es necesario que me acompañes a casa. María y yo nos iremos inmediatamente a casa de Goyo.
–Te llamo en unas horas, si no te importa -dijo Arturo.
–No, claro que no. Tal vez estés en lo cierto y lo mejor sea que Ana no te vea ahora -dijo Carlos pensativo.
–¡Te juro que no me siento con fuerzas! Es una sensación extraña. Cuando me has dicho que le habían asesinado, me he sentido un poco culpable… Tal vez si le hubiese hecho caso, si Adela y yo le hubiésemos prestado más atención en vez de sentirnos ofendidos; quizás ahora estaría vivo.
–Lo mejor será que no pensemos más en ello. ¡Llámame! – dijo Carlos subiendo al coche.
–Lo haré.
–Saluda a Adela de mi parte.
Arturo levantó la mano en señal de despedida mientras el coche de Carlos salía del garaje.
El editor se hizo cargo de todo lo concerniente al sepelio de su gran amigo. Adela hizo la reserva del vuelo nada más recibir la llamada de Arturo y viajó desde Ibiza a Madrid para encontrarse con su esposo en la capital.
La autopsia reveló que Goyo había sido sedado antes de ser asesinado. El letrado, al igual que las víctimas anteriores, fue degollado. Esta vez en el lugar del crimen no había guantes de goma. El único objeto que el asesino dejó fue una espada. Los dedos de la mano derecha de Goyo habían sido seccionados a excepción del pulgar, que tenía en su yema el dibujo de una cara sonriente, hecho con rotulador negro. Con el resto de los dedos el asesino había formado la letra «N». Encima de la mesa había un sobre de color rojo que contenía una nota. Su texto decía:
Todo está escrito.
Apocalipsis 6
«Cuando el Cordero abrió el segundo sello, oí al segundo Animal que decía:
“Ven” Y salió otro caballo de color rojo; al que lo montaba se le dio el poder de quitar la paz de la Tierra, de hacer que los hombres se degollaran unos a otros; y se le entregó una espada grande.»
La prensa se hizo eco del contenido de la nota y bautizó al asesino con el apodo de «el Octavo Jinete del Apocalipsis».
Las fotos del cuerpo inerte de Goyo fueron publicadas en la primera página de una de las revistas más sensacionalistas del país. Alguien las mandó a la redacción guardando el anonimato. La policía tuvo conocimiento a través de sus investigadores del anuncio que Goyo publicó en la prensa nacional una semana antes de ser asesinado. El texto decía:
Es importante que me llame. Debemos intentar esclarecer lo sucedido. ¡Juro ante Dios no desvelar nunca la identidad de esa persona!
Se dio por hecho que el asesino leyó en la prensa el mensaje, se puso en contacto con el abogado y, tras asesinarle y salir del edificio, hizo una llamada al número de teléfono que aparecía en la nota que Goyo había publicado en el periódico. La policía judicial consideró que se trataba de una pista falsa dejada por el asesino, ya que la llamada fue realizada dos horas después de haber muerto Goyo. El contestador automático grabó el mensaje que nunca llegó a ser escuchado por el letrado. En él, una voz distorsionada, que según los registros parecía varonil, decía: «¡Haga usted caso de mis palabras, señor letrado! Guarde sus investigaciones y espere a que pase el tiempo. ¡Todo está escrito! Tenga fe. Yo soy el creador».
Al investigar la procedencia de la llamada se averiguó que había sido efectuada desde una cabina de la zona de Argüelles. Las investigaciones estaban en el mismo punto que cuando se cometió el primer asesinato, el de Teresa, el ama de llaves de Abelardo.
El caso se reabrió. La policía de investigación citó una vez más a los testigos anteriores y se confeccionó un retrato robot del presunto homicida que fue publicado en todos los medios de comunicación. La característica más importante que se daba a conocer, era la de su condición homosexual y la descripción del coche que había utilizado en los asesinatos anteriores al del abogado: un BMW azul metalizado con luces de xenón. Asimismo se dio a conocer su cualidad de buen rotulista y se rogaba a cualquier empresario que tuviese a su servicio a una persona con aquellas características que se pusiese en contacto con la policía. Lo mismo se pedía a los ciudadanos, que ahora, indignados por la injusticia que se había cometido con Abelardo Rueda, clamaban justicia, y de este clamor popular se hicieron eco todos los debates televisivos y radiofónicos.
Dado el gran interés que, para la opinión pública, suscitó el tema, los medios de información dieron prioridad al hecho. Nadie entendía cómo se podía haber cometido semejante aberración. El alcance de la noticia llegó a extremos tan aberrantes que personas que habían pedido la pena capital para el escritor exigían ahora la ejecución del juez que le había condenado, así como la destitución del equipo policial que había intervenido en el caso.
La relación que la gente estableció entre el homicidio del letrado y lo que le había sucedido a Abelardo Rueda hizo que la prensa volviera a interesarse por la viuda de éste y tomara posesión de la finca de Santa Eulalia, ya que Adela afectada por el asesinato había vuelto a Ibiza con Arturo.
Un hervidero de periodistas hacía guardia día y noche frente a la mansión, intentando conseguir alguna declaración de Adela. Los ciudadanos reclamaban venganza y esperaban que ella les ayudará a hacerla realidad. Desde los medios de comunicación la gente le pedía que tomase medidas contra los que habían acusado al que fue su marido, exigiendo que la memoria del difunto fuese lavada. Sin embargo, ella permaneció recluida. No quería saber ningún detalle de la muerte de Goyo. No quería pensar en nada. Desde que tuvo conocimiento de la relación que había entre la muerte de Goyo y los anteriores crímenes se sintió presa del pánico. La angustia la obligó a someterse a un tratamiento con ansiolíticos. Sus pensamientos contradictorios la atormentaban. Había declarado en contra de su marido, había permitido que se le juzgara y se le encausara sin hacer nada, sin dudar ni un momento de su culpabilidad. Ella había creído firmemente que Abelardo había sido el asesino, que los crímenes habían sido producto de su locura…
Pero ahora, en aquellos momentos, se preguntaba cuál había sido el verdadero motivo de que hubiera declarado en contra de su esposo. Había antepuesto su vida, su seguridad a la de Abelardo. Si hubiera declarado la verdad, la policía habría descubierto que había ocultado pruebas y hubiera sido tan sospechosa como lo había sido él en aquel entonces. Su actuación ahora le pasaba factura.
Adela recordó, nada más conocer el homicidio de Goyo, la última conversación que había mantenido con el abogado, y este recuerdo le llevó hasta Abelardo. Parecía que ambos tenían razón… Y si Abelardo no había sido el responsable de los crímenes, ella estaba en peligro. Se había equivocado. Tomó una decisión desafortunada y ahora estaba en un callejón sin salida, dentro de una cárcel que ella misma había ido forjando con sus palabras, con sus actos, con su indiferencia. Una cárcel invisible para los que la rodeaban; una prisión que no sólo la tenía atrapada, sino que la había enmudecido. Adela seguía sin poder contarle a nadie que había mentido, y ahora menos que nunca. La sensación de agobio, la agorafobia que empezó a manifestar hicieron que su aislamiento fuese necesario y recomendado por el facultativo que la trataba desde su primera crisis de ansiedad, surgida tras el conocimiento de la muerte de Goyo.
La insistencia de la prensa obligó a Arturo a convencer a su mujer de que hiciese una exposición tajante de lo acontecido que acabase con aquel insoportable acoso. El uno de diciembre Arturo citó a los medios de comunicación y les informó de que su mujer había tomado la decisión de hacer una declaración, que calificó como el primer y el último comunicado que Adela haría sobre el tema. Explicó el gran esfuerzo que suponía para ella, ya que su estado anímico desde la muerte de Goyo era muy delicado y éste le había llevado a someterse a tratamiento médico.
Dos días después Adela se encontró con los periodistas en el jardín que daba entrada a la gran mansión. Vestida de negro, con el pelo recogido, con un maquillaje discreto, parecía una mujer que acabara de enviudar. Saludó cabizbaja a los presentes levantando su mano, mientras que Arturo se encargaba de mantener a los periodistas a una distancia prudente. El odontólogo le dio un folio y ella comenzó a leer lo que había escrito en el papel:
–Siento enormemente todo lo que ha sucedido ¡Lo siento en lo más profundo de mi alma! He sufrido demasiado. Sufrí en mi vida pasada y ahora estoy sufriendo con este injusto presente. Todos nos equivocamos. Yo fui la primera en hacerlo: condené a Abelardo. Desconfié de la persona que entonces más quería, del hombre que más me quiso. Ahora está muerto. Murió injustamente. Le pido a Dios que me perdone por ello. Lo único que quiero es pagar mi culpa, por ello les pido que me dejen vivir con mi remordimiento. Creo que ésta es mi condena, viviré con la carga de su muerte sobre mí. Para las demás personas que intervinieron en su proceso y que se equivocaron, al igual que lo hicimos todos, no quiero nada. No pienso interponer ninguna demanda; nada hará que Abelardo vuelva a la vida. ¡Qué Dios les ayude a todos! Sólo deseo que no se cometan más injusticias, y les suplico que me dejen a solas con mi pena. Buenas tardes.
Adela se retiró a toda prisa, mirando de soslayo al grupo de periodistas que Arturo y el personal de servicio intentaba controlar. Los gritos eran ensordecedores; todos querían que Adela respondiera a algunas preguntas. No les bastaba con una declaración. Además, los periodistas habían esperado otro tipo de declaración por parte de Adela y ahora se proponían llegar hasta ella para cumplir con su trabajo. Querían hacerle preguntas sobre todo lo que sucedió durante el proceso del escritor, ya que Adela había sido un testigo de excepción. Cuando ella entró en la casa, Arturo tuvo que permanecer varios minutos pidiendo a los periodistas que abandonasen la finca, explicándoles y asegurándoles que su esposa no haría más declaraciones y menos aún contestaría a pregunta alguna.
Adela siguió recluida en la finca de Santa Eulalia, presa del pánico que sentía; enterrada bajo sus temores que cada día eran más reales y le sumergían en un sinfín de preguntas, de dudas…, de miedos.
Días después del comunicado de prensa, Adela comenzó a escribir todo lo que recordaba de los acontecimientos pasados que pudiera relacionarse con el asesinato de Goyo y formó con todos sus recuerdos algo parecido a un sumario judicial. Buscó información de aquellos días en la hemeroteca y recopiló todo lo que se había publicado sobre los crímenes que le fueron imputados a Abelardo. Intentaba relacionar todo lo que había pasado entonces con el asesinato de Goyo. Se compró un ejemplar de la Biblia e investigó los textos sagrados tratando de hallar en ellos la respuesta que la llevase a conocer las intenciones reales del asesino. Quería averiguar cuál sería su siguiente movimiento. Ella tenía ventaja: conocía la novela de Abelardo. Y si el asesino seguía comportándose como lo había hecho hasta la fecha, siguiendo al pie de la letra la obra, sabía que sólo la podía matar si en alguna ocasión llegaba a encontrarse a solas con él.
A pesar de lo angustiada que seguía sintiéndose, ocultó sus intenciones a su marido y continuó con sus quehaceres como si ya estuviese completamente recuperada. Pero sus investigaciones no le condujeron a ningún sitio. Nada, a excepción del asesinato del letrado, le hacía creer que hubiese otra persona detrás de los anteriores crímenes.
Carlota, la hermana del cirujano maxilofacial, y ella habían entablado una buena relación profesional. La mujer demostró estar capacitada para ser la segunda de abordo dentro de la agencia literaria que estaban montando. En un principio, Adela desconfió de su valía, pero poco a poco comprobó que Carlota era una mujer con grandes capacidades, por lo que fue dándole responsabilidades y le ofreció la posibilidad de participar en la toma de algunas decisiones. Sin embargo, Carlota desconfiaba de su jefa. No le gustaba su carácter, su soberbia. Los días trascurridos a su lado, unidos a los recientes y desgraciados acontecimientos, le habían proporcionado la oportunidad de conocerla bien. Supo que era una persona que reconocía el trabajo ajeno, que tenía en cuenta todos los esfuerzos habidos y por haber de sus empleados, pero también se había percatado de que, de la misma forma, no perdonaba un error por muy pequeño o inconsciente que éste fuera, y eso hacía que los que trabajaban para ella siempre se sintiesen en la cuerda floja.
Adela seguía investigando por su cuenta la muerte de Goyo, buscando posibles conexiones entre su asesinato y los anteriores crímenes. Estaba obsesionada con ello, y si en algún momento conseguía olvidarse de todo lo sucedido, la prensa se lo recordaba insistentemente; la noticia seguía apareciendo en titulares. Las especulaciones sobre la autoría del crimen de Goyo seguían siendo de interés para la opinión pública:
–Esto no acabará nunca. El asesino de Goyo debe estar encantado con la repercusión que su crimen está teniendo en los medios de comunicación. Es escalofriante la importancia que están dando a esta noticia. Si Abelardo levantara la cabeza, sonreiría sarcástico, se sentiría feliz. Como todo continúe así, acabaré perdiendo el control; parece que aún viva en el pasado… No puedo soportarlo -dijo visiblemente enfadada y golpeando una foto de Abelardo Rueda que aparecía en un periódico y en cuyo pie se cuestionaba la culpabilidad del escritor-. Acabaré creyendo que él no era el asesino. Van a conseguir que me vuelva loca. ¡Esto es insoportable!
–Creo que debería descansar algunos días más -dijo Carlota, que, sentada a su lado, observaba la manifiesta desesperación de Adela-. Yo puedo encargarme de todo. Quédese en la isla, podemos seguir como hasta ahora. No tengo problemas en desplazarme desde Madrid hasta aquí las veces que sean necesarias, hasta que se encuentre del todo bien, como hemos estado haciendo. No le dé más vueltas al asesinato del abogado. Quizá su asesino se ha limitado a imitar lo que hizo Abelardo Rueda cuando cometió los crímenes valiéndose de la información publicada en los periódicos… -Carlota se interrumpió al darse cuenta de que sin querer había entrado en un tema que no era de su incumbencia, un tema que le podía costar el puesto-. Perdón…
–¿Qué ha dicho? – preguntó Adela mirando fijamente a Carlota.
–Perdone mi indiscreción. Sé que ahora se está hablando de la posibilidad de que su marido fuera inocente… Perdóneme -repitió.
–Carlota, tranquilícese. Sólo quiero que repita todo lo que ha dicho sobre los crímenes.
–No he querido ofenderla, no ha sido mi intención -insistió Carlota azorada.
–En ningún momento me ha ofendido. ¡Repita lo que ha dicho!
–Que creo que debe descansar unos días más. Y que, personalmente, creo que este crimen no está relacionado con los anteriores, aunque presenta las mismas características. El asesino ha podido imitar la forma de matar de Abelardo Rueda. No sería nada extraño; los asesinos se copian unos a otros, siguen las mismas pautas. En estos casos, los medios de comunicación les resultan de gran ayuda al dar publicidad a este tipo de crímenes. La gente no tiene imaginación ni para matar. Sé el alcance que mis palabras pueden tener para usted, pero es demasiado extraño lo que ha sucedido; diría que demasiado previsible y vulgar.
Adela analizó las palabras de Carlota y pensó que estaba en lo cierto: la mayoría de los asesinos seguían unas pautas de conducta similares y sus crímenes solían tener muchas cosas en común unos con otros… ¿Por qué el asesinato de Goyo no podía ser uno de tantos, con características coincidentes con otros crímenes? Quizás había copiado la forma de actuar en los anteriores crímenes. Los datos habían sido publicados en la prensa; era una posibilidad que tener en cuenta. Respiró aliviada y sonrió a la mujer.
–Tiene usted toda la razón. Debí tenerlo en cuenta y no lo hice. Retomaré de inmediato el trabajo. La agencia tiene que estar en marcha para el próximo ejercicio.
Confiada, reemprendió sus planes sin someter a análisis ni un solo detalle más del asesinato de Goyo. Su ansiedad le había pasado factura; lo inesperado del crimen la había bloqueado y había olvidado que quizás detrás de todo aquello podría haber más gente implicada. Adela no lo sabía, ni tan siquiera intuía que había dos personas más aparte del asesino que formaban parte de su destino, dos personas que se encargarían de remover el pasado y alterar su presente. Igualmente, olvidó de nuevo que la novela existía y la importancia que esta obra tenía en todo lo que había ocurrido. Al hacerlo cometió el mayor de sus errores, ya que el homicidio del abogado se diferenciaba de los anteriores asesinatos en detalles que eran trascendentales. Y era porque así estaba descrito en la novela de Abelardo, lo que demostraba, sin lugar a dudas, que la culpabilidad de Abelardo era dudosa y que posiblemente otra persona era responsable de los asesinatos, lo que hacía que su vida estuviera realmente en peligro.
–Mi intención no es molestarla. Por el momento, sólo quiero hacerle unas preguntas sin mucha trascendencia sobre el que fuera abogado de su marido…
–No tengo nada que ver en lo que ha sucedido. Mi relación con el letrado no existía. Tuvimos desavenencias.
–Lo sé, la mujer del fallecido me contó la discusión que ustedes tuvieron el día que el señor Depoter y usted anunciaron su compromiso. Pero no pudo decirme de qué hablaron, cuáles fueron los motivos de la discusión que acabó con una agresión por parte de su actual marido al letrado. Agresión que no fue denunciada.
–No tengo por qué hacer ninguna declaración sin antes saber si tiene alguna acusación contra mí. Debe comprender que si es así, estoy en mi derecho de ser asistida por un letrado.
–No, señora, no tengo ninguna acusación contra usted, sólo estoy siguiendo una investigación que se remonta al asesinato de Teresa, primera víctima y en aquel momento su ama de llaves. Usted es una testigo de excepción en todo esto, y da la casualidad, tal vez, la desafortunada casualidad, de que estuvo relacionada con todas las víctimas.
–¿Supongo que ha querido decir que conocía a todas las víctimas? – El comisario asintió, mirándola expectante-. ¡Como mucha gente de mi ámbito! ¿O es que no recuerda que todas las víctimas eran personas cercanas a mi primer marido? Explíqueme cómo en ese caso no iba a conocerlas. Lo ilógico hubiera sido que no conociese a ninguna de ellas. Fue usted el que recopiló las pruebas que condujeron a Abelardo a presidio. Recuerdo haberle escuchado afirmar que estaba convencido de que mi marido era el autor material de los crímenes -dijo Adela-. ¿Me va a decir ahora que se equivocó?, ¿que el asesinato de Goyo es la prueba de su ineptitud? ¿Es eso lo que ha venido a decirme? – preguntó retando con su mirada oscura y profunda al comisario.
–No. Contrariamente a lo que se está especulando en los medios de comunicación, yo sigo afirmando que su marido era el autor material de los crímenes. Sin embargo, dados los acontecimientos, me replanteo la posibilidad de que tuviese un cómplice que ahora está acabando el trabajo. Aunque tal vez tenga usted razón y mis investigaciones no fueran acertadas, o por lo menos no todo lo acertadas que deberían haber sido.
–¿Un cómplice? Deje que me ría. Abelardo estaba loco, sufría un desdoblamiento de personalidad. Nunca tuvo más amigo que su otro yo. Era una especie de anacoreta que se recluía dentro de sí mismo, dentro de la fantasía que engendraban sus obras, y eso fue lo que le llevó a la locura…
–Permítame -la interrumpió el comisario-, antes de explicarle mi hipótesis, preguntarle el motivo de la disputa entre la última víctima y usted, que a fin de cuentas era el motivo primordial de mi visita.
–No entiendo nada de lo que está diciendo. Quiere decir que da por hecho que el asesinato de Goyo está directamente relacionado con los anteriores.
–Por supuesto. Desgraciadamente ése es un hecho del dominio público. Hay demasiados datos que lo confirman -contestó Armando López-. Y, dígame, ¿qué fue lo que motivó su discusión con el abogado? – volvió a preguntar el policía.
–Fue algo sin importancia, y creo que nada me obliga a contárselo -contestó Adela haciendo ademán de levantarse y dar por finalizada la conversación.
–Si no quiere darme detalles, tendré que considerar su negativa como una ocultación premeditada de información, información que podría conducir a la detención del culpable -le advirtió-. Pero si usted no tiene nada que ver con la muerte del abogado, no tendría por qué negarse a comentar aquel incidente que, como usted dice, carecía de importancia… Al decir esto me refiero a lo que todos entendemos en estos momentos como importante -dijo mirándola con un brillo de suspicacia en sus ojos, mientras esperaba una respuesta…
La muerte de Goyo dejó a Adela en estado de shock. Fue para ella un extraño e inesperado acontecimiento que le hizo recordar las palabras de Abelardo, sus amenazas, su implicación en todo lo que ocurrió, el proceso al que se vio sometido, las acusaciones de Goyo, la línea de investigación que éste seguía y su obcecación en demostrar la inocencia de su marido. El asesinato de Goyo la condujo por caminos inesperados donde perdió la noción de lo que pasaba a su alrededor. Sus pensamientos estuvieron pendientes sólo de la posibilidad, la remota posibilidad, de que el asesino no fuese Abelardo y ella estuviera realmente en peligro. Por ello, cuando recibió la visita del comisario, se asustó. En un principio su actitud fue situarse en la retaguardia, dejar que él hablase, mientras ella ponía en orden sus pensamientos, sus recuerdos, los temores que la asaltaban y no le dejaban razonar.
Adela no había pensado que aquella discusión con Goyo trascendiera nunca más allá de su círculo. Tampoco se había planteado aquella visita, ni que la policía se interesase por el incidente y menos aún que tuviese conocimiento de su existencia. No lo había hecho porque desde la muerte del escritor creyó que todo había terminado, contrariamente a lo que Goyo le manifestó días antes de ser asesinado. Una vez más, estaba atrapada en la telaraña, presa entre las fibras que ella misma había ido tejiendo; aunque esta vez todo era diferente. Alguien más iba lanzando hilos transparentes que se entremezclaban con los suyos… Algo no funcionaba bien.
Ana no conocía el motivo por el que ella y Goyo habían discutido. Ignoraba lo que ambos hablaron durante el transcurso de la discusión, tal como acababa de decir el comisario. Pero cabía la posibilidad de que Ana estuviera informada de todo, de que Goyo le hubiera comentado la desconfianza que sentía hacia ella, y en ese caso era probable que también supiese que Adela había ocultado pruebas. Adela tomó conciencia de que su situación era comprometida. Supo que si la policía se enteraba de lo que Goyo había averiguado, no se lo plantearía, ni tan siquiera le dejaría tiempo para la defensa; en el momento que enlazasen todos los datos, sería considerada una encubridora.
Los acontecimientos anteriores y posteriores a la muerte del abogado se agolpaban en su cabeza aturullándola. Sabía que no tenía el control y eso era lo que más le preocupaba. Mientras, Armando López la contemplaba dando claras muestras de su impaciencia ante la falta de respuesta. Adela miraba al policía pensativa, sin saber por donde retomar la conversación. Sus palabras podían perjudicarla o beneficiarla, por ello decidió no arriesgarse y decir una verdad a medias. Se levantó y se acercó a la chimenea para apoyarse contra el muro de ladrillo visto. Miró al comisario con actitud despreocupada, encendió un cigarrillo y dijo con aparente calma:
–Antes de responderle quiero que me garantice que no desvelará nada de lo que le diga.
–No puedo garantizárselo, usted lo sabe, a no ser que lo que me diga no tenga nada que ver con el crimen, que sea un tema privado.
–Lo es, si no fuese así no se lo habría pedido. El caso es que a Goyo no le pareció nada bien que yo volviese a contraer matrimonio y tuvo unas palabras desafortunadas refiriéndose a mi futuro enlace. Arturo, naturalmente, se sintió ofendido y no pudo contenerse; imagino que a usted le hubiera pasado lo mismo. No creo que sea necesario que le repita la conversación completa.
–Entiendo -dijo el inspector mirándola con desconfianza-. ¿Su marido ratificará sus palabras?
–Por supuesto -contestó ella altiva.
–Lo imaginaba. Bien, entonces le diré que la mujer del abogado me ha contado lo mucho que su marido desconfiaba de usted a raíz de cómo actuó durante el proceso de don Abelardo Rueda. – Adela le miró desafiante como si el comisario no hubiera dicho nada de relevancia. Abrió sus ojos más de lo normal, significando con su gesto que esperaba más información, y sin moverse del sitio encogió los hombros mostrando indiferencia. Sin embargo, tras las palabras del comisario se agazapaba la sombra de Abelardo. Adela, en ese instante supo que todo volvía a comenzar-. Veo que no muestra sorpresa ante las declaraciones de la mujer del letrado -dijo finalmente Armando López.
–En absoluto, son del dominio público, como usted dice. Ya le he dicho que a Goyo no pareció gustarle la idea de que yo volviera a casarme. Quizá hubiera querido que fuese la eterna viuda de su amigo -volvió a explicar Adela-. Además, ya había demostrado su desacuerdo conmigo durante el proceso de Abelardo. Me exigió que mintiese en el juicio. Quiso que cometiera perjurio. Nunca me perdonó que no le ayudase a ganar el que hubiera sido el pleito de su vida. Ganar ese caso le habría dado un gran prestigio.
–Si eso es cierto, debería haberlo denunciado en su momento.
–Sí, tiene usted razón, pero ¿cree que yo estaba entonces para esas cosas? Aquellos fueron momentos muy duros para mí, más de lo que nadie pueda imaginarse, y parece que ahora la pesadilla vuelve a empezar. Miré, señor López, no tengo nada que ver con el asesinato de Goyo, ni con ninguno de los crímenes. Creo que estoy en mi derecho de que se me deje vivir tranquila. Abelardo Rueda fue… -dijo poniendo énfasis en esta última palabra-, fue mi marido y Goyo fue su abogado. No sé si entiende a lo que me refiero. Para mí son personas que forman parte de mi pasado.
–No creo que deba alterarse, no tiene motivos para ello…, al menos por el momento -contestó el hombre sonriendo-. ¿O tal vez me equivoco y sí los tiene?
–No le voy a permitir que insinúe nada más. Me gusta la gente que habla claro, las afirmaciones directas. ¿Cree que no sé a qué ha venido? – preguntó-. Le ruego que abandone mi casa. Le exijo que no vuelva a molestarme si no es con una citación judicial para declarar en un juicio.
–No me sorprende demasiado su reacción. Si le soy sincero, había sopesado la posibilidad de que usted estuviera ocultando algo. Tal vez que tenía conocimiento de las visitas que su marido en aquel entonces, Abelardo Rueda, hacía a un bar de la sierra… Quizá también sabía que había adquirido un libro que, según mis datos, fue robado del Monasterio de El Escorial; un libro que pertenece al Patrimonio Nacional y que días después de que Abelardo Rueda falleciera, en circunstancias no muy heterodoxas bajo mi punto de vista, misteriosamente y para sorpresa de todos se encontró de nuevo en su sitio.
–Quizá, señor López, usted esté mal informado y el libro no fuese robado, sino prestado y no fuese ese libro sino otro. ¿No cree que eso justificaría su devolución? Pedir libros en préstamo para escribir sus obras era algo que Abelardo hacía habitualmente cuando trabajaba. Imagine el tamaño de nuestra biblioteca personal si toda la información que recopilaba estuviera en nuestras estanterías. Además, no creo que sea cierto lo que dice. La información de la que dispone no puede ser fidedigna si como usted dice el libro es Patrimonio Nacional -dijo sonriendo, y añadió-: Por otra parte, sí es verdad que sabía que Abelardo iba a ese bar, por llamarlo de alguna forma. Era un excéntrico, ya sabe que, desgraciadamente, su salud mental dejaba mucho que desear. Sus visitas a ese bar no eran más que una forma de evasión. Era un lugar inadecuado dada nuestra condición social, pero en sus condiciones mentales, ¿cómo cree que me podía sorprender? En aquellos momentos no me sorprendía nada de él. Créame, Abelardo era como un bólido de fórmula uno sin piloto; no se molestaba en entrar en los boxes aunque el motor estuviese en llamas y, desgraciadamente para él, ése era el caso. No paró hasta que su motor dejó de funcionar por completo -dijo en tono de mofa-. Llegó un momento que nada de lo que hacía me sorprendía. Durante los últimos años nuestra vida estuvo completa y absolutamente descabalada. Pero uno se acostumbra a todo. La madre naturaleza es sabia y el instinto de supervivencia nos hace adaptarnos a todo, incluso a convivir con un loco.
–Me habían dicho que era usted tan inteligente como hermosa, y desde luego estaban en lo cierto -dijo Armando López impresionado por la erudición de Adela-. Pero no se deje llevar por su soberbia, no vaya a ser que ésta le anule la razón. Tenga en cuenta que siempre se nos escapan detalles. Cuando creemos que todo está controlado, es cuando menos control poseemos.
–Y no lo dudo porque a usted parece que es eso precisamente lo que le ocurrió. Desde que ha entrado en mi casa está dejando entrever que se le escapó información en el caso de Abelardo -contestó ella-. Y si eso es así, debe admitir que el trabajo que hizo entonces deja mucho que desear.
–Sigue sin entender los motivos de mi visita -dijo el comisario-. Si sabía que su marido iba a ese bar, ¿por qué no lo comunicó a la policía en su momento? Quizá la persona con la que se veía allí tenía la clave de todo. ¿Es probable que usted nos ocultara ese detalle, que como acaba de manifestar conocía, porque de no haberlo hecho las investigaciones hubieran ido por unos derroteros que le hubieran resultado poco propicios? – La miró fijamente y añadió-: Creo que usted tenía unos motivos concretos para ocultar esas visitas, ¿no es así señora Depoter?
–¡Ya está bien! ¿Cree que soy estúpida? Le ruego, una vez más, que tenga la amabilidad de salir de mi casa. No tendré ningún problema en presentarme a declarar en el momento que un juez lo solicite.
El comisario Armando López se levantó sin decir una palabra más y salió de la mansión. Sus investigaciones habían tomado otro rumbo… Ahora estaban centradas en Adela Cierzo.
No había esperado que la mujer le dijera nada nuevo; sin embargo, el hecho de que se hubiera mostrado tan exaltada confirmó sus presunciones: Adela ocultaba algo de su pasado con el escritor. Armando López decidió no perderla de vista y situarla en la lista de posibles sospechosos.
En el momento que el policía salió de la mansión, Adela llamó a Arturo y le comentó preocupada la visita.
–No debes inquietarte -le dijo él-. Imaginé que esto sucedería. Has estado muy bien. Le has dicho la verdad. No entiendo de qué puedes tener miedo. Goyo era un impresentable, un bocazas. Aunque es cierto lo que te dijo el inspector: en su momento deberías haberle denunciado. Yo tampoco entiendo por qué no lo hiciste.
–No lo encontré oportuno. Hubiera sido una forma de alargar el proceso; estaba aturdida, harta de todo aquello. Lo único que quería era que todo acabase. Sabes que creía en la culpabilidad de Abelardo. Sólo me interesaba que el proceso terminase de una vez.
–¿Creías…? ¿Quieres decir que ahora ya no estás tan segura de su culpabilidad? – preguntó Arturo.
–Pues si quieres que te sea sincera, tengo mis dudas. No estoy arrepentida de nada de lo que dije o hice, pero las dudas me asaltan. Después del asesinato de Goyo no puedo quitarme de la cabeza sus amenazas y tampoco las amenazas de Abelardo. Pienso que había alguien más implicado.
–Es posible. Abelardo era cortito, con una gran imaginación, eso no puedo negarlo, pero era débil y no demasiado inteligente -dijo Arturo -. Siempre pensé que era un cobarde. Supo desde el primer momento que le habías sido infiel conmigo y no tuvo cojones para enfrentarse a mí o para dejarte. Es evidente que tampoco los tenía para matar, y menos de esa forma… -Abelardo se interrumpió y le preguntó a Adela-: ¿Tienes miedo, verdad?
–Por supuesto. Ya te he dicho que no tengo remordimientos, pero estoy asustada. Arturo, estoy muy asustada. Si Abelardo era inocente o no lo era pero tenía un cómplice, estoy en peligro, tal como él decía y Goyo ratificaba.
–No creo que debas tener miedo. La novela de tu marido no existe… ¿o sí? – Adela no respondió-. Veo que estás demasiado nerviosa -dijo cambiando de tema-. Tranquilízate. No te pasará nada, te doy mi palabra. Mañana, cuando regrese a Santa Eulalia, hablaremos con calma. Estoy seguro de que el comisario también me hará la visita reglamentaria. Le daré unas cuantas indicaciones de cómo se llevan los temas legales, de cómo debe llevarlos para salvaguardar su profesionalidad.
Adela, aquella noche, no pudo conciliar el sueño. Estuvo reconstruyendo, una vez más, todo lo que había sucedido. Se preguntó cómo no se había dado cuenta de la importancia que podían tener las visitas de Abelardo a La Caña Vieja. Éste era el único detalle que no había omitido conscientemente. No habló de ello porque nunca le dio importancia. Tras el interrogatorio del comisario sus suposiciones cambiaron; todo se tambaleó. Si era cierto que Abelardo mantenía una relación con alguien, esa persona en cuestión podía estar informada de la existencia de la obra, incluso tener documentación que la demostrase. Pero también cabía la posibilidad de que fuese el cómplice de Abelardo o el mismo asesino. Sabía que su marido escondía algo tras aquellos desplazamientos, pero lo había achacado a una aventura que para ella no transcendería ni repercutiría en su vida si no se hacía pública. No lo tuvo en consideración porque el hecho de que Abelardo pudiera serle infiel nunca le había importado demasiado; lo único que le había preocupado siempre era que las posibles infidelidades de su marido no fuesen conocidas por su círculo de amistades. Pero nunca creyó que Abelardo le fuera infiel, a excepción del día en que Constantino, el primo y novio de Teresa, afirmó que tenía una aventura.
Adela sintió ahora la necesidad de saber qué se escondía dentro de las paredes de aquel bar. Incluso sopesó la posibilidad de ponerse en contacto con Constantino, de preguntarle qué sabía en realidad sobre Abelardo, ya que ahora las declaraciones de aquel hombre ya no le parecían tan increíbles como se lo parecieron en su momento, tras el asesinato del ama de llaves.
Miró el reloj de la mesilla y cerró los ojos al tiempo que planificaba el viaje que realizaría a Madrid al día siguiente sin tener en cuenta que Arturo regresaba el mismo día que ella se marcharía. Había tomado la decisión de visitar La Caña Vieja.
El recuerdo de las palabras de Abelardo le hizo replantearse su recorrido. Pensó que tal vez la clandestinidad de las visitas de su marido estuviera allí, dentro de aquel monumento cuya historia había sido la que motivó su locura. Sopesó la posibilidad de que en realidad las visitas de Abelardo a La Caña Vieja fuesen sólo lo que ella había supuesto, una forma de evasión, y que el verdadero enigma estuviese enclavado en la ladera del Abantos, ante sus ojos.
Como solía decir Abelardo: «La mejor forma de esconder algo es dejarlo a la vista de todos».
Cuando su marido le hizo aquellos comentarios, ella pensó que formaban parte de la obsesión que tenía en que sus textos fuesen verosímiles. Creyó que con aquellas hipótesis, un tanto desproporcionadas, intentaba conseguirlo. Por ello no le prestó mucha atención y le tachó de metafísico de mercadillo. Le dijo, una vez más, que ese tipo de literatura no daba ni dinero ni prestigio. Le avisó de que con sus teorías se estaba desviando de lo que en realidad era la novela histórica y que sus afirmaciones podían ser puestas en cuestión por más de uno. «No eres don Quijote -le había dicho-, y si te metes con la Iglesia, puede que salgas más que escaldado. Ten cuidado con lo que escribes, ten mucho cuidado.»
Aquellas conversaciones que había mantenido con Abelardo, en un tiempo lejano; aquellas deducciones de su marido que le habían parecido descabelladas y peligrosas ahora tomaban sentido para ella. Tenían más de tesis que de hipótesis. Sin pararse a meditar su cambio de rumbo, buscó el primer desvío y se dirigió a San Lorenzo de El Escorial.
Cuando llegó al término municipal buscó el lugar más idóneo dentro del casco urbano y estacionó el vehículo. Caminó por las calles empedradas, que a pesar del sol estaban excesivamente húmedas, hasta llegar al monasterio. Ya en el patio que daba acceso al monumento un hombre vestido de negro, que sujetaba una cadena de eslabones de acero a la que se asía un perro negro, se paró frente a ella interrumpiendo su camino. Adela lo reconoció al instante. Supo, nada más verlo, que era el ciego que vieron caminado por la urbanización la noche en que se publicaron las declaraciones de Constantino en la prensa. Adela relacionó en décimas de segundo toda la información de los últimos meses. Sabía que el ciego vivía en el pueblo, que lo llamaban trashumante, pero también recordó la obsesión que tenía Abelardo con aquel personaje, que para ella no dejaba de ser un invidente con aspecto novelesco.
Ambos permanecieron uno frente al otro, separados por una distancia de apenas un metro, en silencio. El perro sentado en posición de espera, a los pies del ciego. Adela no sabía si pedirle que se retirase o apartarse hacia uno de los lados para que el hombre pasara. Le extrañó la actitud del perro, ya que sabía que los perros lazarillo sortean los obstáculos; por eso no entendió por qué se había parado frente a ella y se había sentado. Sólo cabía la posibilidad de que el ciego hubiese tensado la cadena, por lo que Adela decidió retirarse hacia la derecha para continuar su camino. Al hacerlo el hombre levantó la mano y se quitó las gafas de cristales oscuros dejando al descubierto el verde intenso de sus ojos.
–¿Encontró su marido lo que andaba buscando en el libro que me pidió? – le preguntó-. No he vuelto a tener noticias suyas. Ya le dije que el texto no era lo suficientemente antiguo y que en él no encontraría lo que estaba buscando.
Adela se detuvo estremecida por las palabras del ciego que seguía en la misma posición. En un instante el miedo se apoderó de ella. No entendía cómo aquel hombre la había reconocido, cómo sabía quién era y la existencia de aquel libro. Sin pensarlo fue hacia él, pero una voz femenina que venía de atrás le hizo detenerse de nuevo.
–Ya sabe usted cómo es Sebastián, a pesar de sus recomendaciones sigue manteniendo que debajo de la casa está el verdadero enclave de esa capilla que no existe en registro alguno, que sólo forma parte de su imaginación. No hay forma de que venda la propiedad. Nos hace falta el dinero, pero debido a su obstinación acabaremos perdiéndolo todo. ¡Por supuesto que consultó el libro! Pero los planos no son lo antiguos que él quisiera… -decía una mujer que hablaba en tono familiar con el ciego.
En ese instante Adela entendió su confusión. La mujer venía caminando tras ella, el perro debió conocerla y por eso se había parado. Ambos seguían hablando, mientras ella, sobrecogida, los miraba con descaro. Aquello no había sido una simple coincidencia. La actitud del ciego le había parecido muy extraña y estaba segura de que sus palabras habían ido dirigidas a ella. Tenía el presentimiento de que el invidente había medido su pregunta: «¿Encontró su marido lo que andaba buscando en el libro que me pidió?» Pensó que el hombre había elegido muy bien sus palabras para que éstas tuvieran sentido para la mujer con la que estaba hablando ahora y al mismo tiempo llamaran su atención.
A pesar de no estar hablando con Adela, el ciego no dejaba de mirarla. Su cabeza permanecía girada hacia donde estaba ella, como si esperara que le diera una respuesta.
El hombre concluyó la conversación con la mujer y emprendió su camino. Adela, que seguía atenta sus movimientos, lo llamó entonces:
–¡Oiga! Perdone. – El ciego se paró y esperó a que Adela se acercase-. Me gustaría saber si conoce el monasterio. Verá, vengo buscando el rastro de un escritor que anduvo recopilando información sobre este enclave. En concreto buscaba un libro por el que estuvo interesado y que por lo visto desapareció de la biblioteca del monasterio durante un tiempo… Al oír su comentario de hace un momento, he creído que tal vez usted sepa algo sobre ello.
–Claro que conozco el monasterio. Conozco todos y cada uno de sus rincones, los de abajo y los de arriba. Me refiero a la parte del panteón, también a los pasadizos y corredores subterráneos que lo atraviesan. Llevo aquí una eternidad. – Adela se sobrecogió ante aquella manifestación-. Es una forma de hablar, no se asuste. Soy muy viejo y el tiempo trascurrido en este mundo me parece eterno. Tendrá que darme algún detalle más. Estos treinta y cinco mil metros cuadrados tienen demasiados visitantes y muchos misterios escondidos dentro de sus muros, incluso bajo su suelo. Sabrá que se ha escrito largo sobre la magia que rodea este lugar. Ya sabe usted que el hombre siempre anda a la caza y la captura de un Dios, de una respuesta, de algo que le dé muestras de que no es un animal más, que verifique que el adjetivo humano no es sólo una palabra con la que él mismo se ha condecorado. He conocido a varios escritores, nacionales y extranjeros. Todos venían en busca de lo mismo: la magia, el origen de la vida, la inmortalidad.
–Verá, éste se llamaba Abelardo Rueda y estuvo buscando un libro, al menos ésa es la información de la que dispongo, un libro que desapareció y volvió a encontrarse en su sitio de una forma extraña, según me han dicho.
–¿El escritor asesino?, ¿el que murió?
–¿Le conoció?
–Usted sabe de sobra que mi respuesta es afirmativa.
–No entiendo -dijo Adela azorada.
–¿No es usted su mujer?
Adela se quedó sin fuerzas para vocalizar. Como pudo intentó salir de aquella encrucijada.
–Lo era. Después de su muerte volví a contraer matrimonio.
–Decisión acertada. Es usted hermosa y joven… Aparentemente con mucha vida por delante -dijo irónico.
–¿Cómo ha sabido que era su esposa? – preguntó Adela-. ¿Cómo puede saber que soy hermosa? Usted no me conoce y además es ciego, ¿o no lo es?
–Depende de lo que usted entienda por ciego -contestó él-. Conocí a su marido hace bastante tiempo. Cuando era un escritor de novela histórica, vino buscando un libro que está en la biblioteca del monasterio, como bien apuntó usted. Un libro que, contrariamente a lo que se ha dicho, nunca fue robado. Como debería saber, los libros de la biblioteca son para consultarlos en ella. Nada puede salir de las instalaciones. Al menos nada que tenga registro de entrada -dijo con ironía-. Usted no sabe lo serios que son los monjes agustinos para estas cosas. Es imposible que un visitante saque un libro o cualquier tipo de documento de la biblioteca. Jamás ha sucedido. Lo curioso es que el libro del que hablamos, según los registros, no se encontraba en la biblioteca. Así pues, lo extraño no fue su desaparición, sino su aparición. Algo en lo que nadie ha caído, porque evidentemente nadie sabe cuál era el libro que le hicieron llegar a su marido de estraperlo; se le dio en préstamo y él devolvió el libro antes de lo previsto, ya que así se lo exigieron los acontecimientos.
–Me está diciendo que todo fue un engaño; que la desaparición del libro no fue real.
–No se engañó a nadie, simplemente se omitieron detalles. Ese texto a todos los efectos no existe. Cuando se hizo pública su desaparición, el título no fue dado a conocer, sólo se dijo que pertenecía a la colección de libros herméticos de Juan de Herrera, cosa cierta, pero, como ya sabe, sólo en parte. Se dio a conocer un título perteneciente a otro volumen que sí está considerado material de consulta para los investigadores que acceden a la biblioteca. Pero en realidad el libro que tuvo en sus manos su marido a todos los efectos desapareció, como otros muchos, en el incendio que hubo en 1617. Por lo que no figura en ningún registro posterior al incendio, y sí consta como destruido. Estará conmigo en que sólo cabe pensar que alguien está mintiendo. El libro que su marido andaba buscando contenía una tesis que no interesa desvelar, y por ello, al igual que las otras obras que forman parte de la colección, no puede salir del monasterio.
Adela permanecía frente al hombre impresionada por la información de la que disponía.
–Si quiere comprobarlo usted misma, entre y pregunte a los monjes. Si consigue acceder a la biblioteca, diríjase a los libros que están en las estanterías del revés, los que no muestran su lomo, sino el canto de sus hojas, y pregunte. ¡Hágalo! El bibliotecario le dará una respuesta de lo más convincente. Siempre dicen que es una forma de airear las páginas. Pero seguramente usted, al escuchar sus explicaciones, sacará otras conclusiones. Seguramente se dará cuenta de que lo que se intenta ocultar son los títulos de esas obras y el nombre de su autor.
–No entiendo qué quiere decir. Si la existencia del libro es un secreto, quiero decir, si no quieren que se sepa que el libro existe, ¿por qué dieron a conocer su desaparición?
–La mejor manera de recuperar una cosa es hacer pública su desaparición, hacerle saber al supuesto ladrón que se ha percibido la ausencia del objeto y, de paso, decirle que se anda tras él. Si el objeto es «especial», es decir, si se trata de algo que los otros poderes del Estado desconocen, el resultado es aún más satisfactorio. Piense que el ladrón de un objeto de estas características se ampara en que su desaparición no es denunciable a efectos policiales, ya que el libro supuestamente no existe y, por tanto, lo que menos espera es que se dé a conocer públicamente su robo. Por eso, al publicarse que ese libro había desaparecido del monasterio, se le estaba diciendo al ladrón que su recuperación era más importante que seguir manteniendo oculta su existencia, y que nada impediría que la obra fuera restituida a su lugar de origen. Fue un golpe de mano, un jaque mate en toda regla; inteligencia analítica del más alto nivel eclesiástico.
–¡Increíble! – exclamó Adela impresionada-. Toda una trama literaria -dijo mirando el intenso verde de los ojos del ciego. Había observado cómo éste, mientras hablaba, acariciaba el lomo del perro despreocupado, como si sus palabras no tuvieran la menor trascendencia-. Es usted todo un erudito. Puede que sepa lo que mi marido andaba buscando y cuento con que quiera compartirlo conmigo.
–¡Qué barbaridad! Lo que acaba de decir es una tremenda blasfemia -dijo Adela sobrecogida por las palabras del ciego que le habían recordado la hipótesis que Abelardo mantenía mientras escribía aquella novela sobre el monasterio: «Dios, Adela, no desterró al diablo porque él fuese el portador del mal, sino porque Luzbel se había convertido en un igual, en otro dios que ponía en peligro su reinado. Lo echó de su lado porque desconfió de él. Adela, nos han estado engañando, lo han hecho durante siglos».
Adela, al escuchar las palabras del ciego, pensó que las teorías de Abelardo no eran fruto de sus deducciones personales, sino que pertenecían a la información que había sacado de aquel misterioso libro. Dedujo que su texto era complejo y de un alto contenido filosófico y que esto fue lo que hizo que Abelardo entrara en un mundo complejo. No le cabía duda de que en ese libro su marido había encontrado unas afirmaciones que desmoronaban los cimientos de la sociedad y se las creyó. Adela pensó que, tal vez, comprender las teorías que contenía esa obra fue el motivo de que Abelardo perdiera el juicio y dejara de mantener el contacto con una realidad que ya no sentía como suya, que se derrumbaba ante sus ojos.
–No he hablado mal de Dios, por lo tanto no he blasfemado -respondió el ciego alzando el tono de voz y sacando a Adela de su ensimismamiento-. Me he limitado a decir la verdad, a interpretar correctamente los textos escritos, los textos de todas las religiones. En todas las doctrinas hay que ponerse de un lado o de otro, se le exige al creyente decantarse. Blanco o negro, bueno o malo, dios o el diablo -dijo sonriendo con ironía-. ¿No le parece a usted que es algo extraño? Si verdaderamente Dios fuese como dicen que es, si en realidad nos amara como dicen que nos ama, no cree que evitaría darnos a elegir. El que ama no da a elegir. El que ama une. Y por otro lado están esas estúpidas afirmaciones. Cuando alguien muere se dice que es voluntad de Dios, incluso cuando la muerte llega por mediación de un criminal, incluso cuando el malvado sobrevive y se alza victorioso, se dice que es voluntad de Dios. Todo es voluntad de Dios, lo bueno y lo malo. ¿Contradicciones o falta de conocimiento?
–Creo que usted le está dando al diablo el lugar que ocupa Dios. Se confunde. Dios no es responsable de las desgracias, tampoco de los actos malvados que cometemos. Sabemos de sobra qué es bueno y qué es malo. No hace falta leer ningún catecismo para darse cuenta de ello. La culpa de las desgracias no es de Dios, es del diablo.
–¿De veras piensa eso? Quizás estén todos equivocados. Tal vez fue el hombre quien le cambió el nombre al verdadero dios de la Tierra. El ser humano siempre se ha empeñado en demostrar su parentesco con el supremo, en atribuirse características y rasgos divinos… ¿Por qué ese afán? ¿No se lo ha preguntado nunca? – preguntó-. ¿No cree que el hombre tiene más de diablo que de dios? Basta con que le eche un vistazo a lo que está ocurriendo en el mundo, ¿de quién piensa que es este reino?, ¿a quién cree que se parece más el ser humano según rezan sus libros de teología? – dijo carcajeándose-. Es sabido que uno siempre se avergüenza de sus orígenes. Eso no es algo que se desconozca.
Adela, en aquellos momentos, ya estaba incómoda.
–Está claro que sabe mucho sobre teología, y le agradezco que comparta sus conocimientos conmigo, pero no es de mi interés. Además, la profundidad y la intención de sus palabras me están revolviendo el estómago. Le agradecería que dejásemos el tema y me dijese cuál era el libro que mi marido sacó del monasterio y qué contenían sus páginas, que es lo que a fin de cuentas me interesa.
–Ya se lo he dicho. Acabo de hacerlo. Le he dado todos los detalles sobre el texto que su marido leyó. El origen del ser humano se desvela en sus páginas y éstas van más allá de la ciencia, de los misterios del cosmos. Su información muestra la otra dimensión, la que se nos ha ocultado. Saber es peligroso, muy peligroso; la imaginación y el conocimiento son la clave de la existencia de esta especie. Eso contiene el libro, conocimiento. Pero no creo que usted llegue a ver esa obra, ya le he dicho que no existe. El agustino que hizo posible que saliese del monasterio está muerto. Ya no quedan contactos con el exterior. Con su muerte la existencia de esos textos ha quedado sepultada. Murió el topo y se cerró el acceso a los túneles.
–¿Qué quiere decir? ¿No estará insinuando que ese monje fue asesinado?
–Murió del mismo modo que los personajes de la novela que escribió su marido. Novela que, como sabe, no vio la luz de la imprenta, pero que fue igualmente alumbrada, convertida en una realidad. Usted olvidó la existencia del fraile, ¿o no conoce la primera versión, la original de la novela de su marido?, ¿o es que tal vez su esposo lo sacó de la trama de Epitafio de un asesino por seguridad?
–Mi marido no escribió más obras que las que están publicadas. La novela de la que usted habla no existió nunca. Formaba parte de su imaginación, de su locura. Creo que usted y todas esas patrañas que cuenta le hicieron perder la razón. ¿Sabe?, pienso que usted es un embaucador, un timador de poca monta, un ilusionista profesional. Es probable que ni tan siquiera esté ciego. Todo lo que me ha contado son mentiras adornadas con información que ha sacado de la prensa. De no ser así, no entiendo cómo me ha reconocido, cómo ha sabido quién era yo. ¿Estaba esperándome? Quizá sabía que vendría en busca de información, pidiendo el libro. ¿Qué se cree? Yo no soy tan ingenua como lo era Abelardo.
–Creo que después de lo que ha dicho dejaré que siga su búsqueda sola, aunque es seguro que volveremos a encontrarnos. No olvide cambiar de perfume y de gel, de lo contrarío seguirá sin conseguir pasar desapercibida -dijo el hombre y, dándose la vuelta, emprendió el camino que conducía fuera del recinto.
En aquellos momentos, Adela se dio cuenta de que era evidente que su marido había hablado con más gente sobre la obra. Todos los acontecimientos la conducían a esa maldita novela. Sintió como si su vida estuviera en el centro de un carrusel y éste girara en torno de una misma cosa, una y otra vez sin detenerse. Comprendió que nada había de casualidad en todo lo acontecido, ni tan siquiera el encuentro con el ciego se lo parecía. Se percató de que Epitafio de un asesino había pasado irremediablemente a formar parte de su destino.
Los recuerdos se agolpaban con rapidez en su mente. Todo le llevaba a lo mismo: el libro que supuestamente Abelardo sacó del Monasterio de El Escorial era el hilo conductor de todos los acontecimientos. Y si era así, aquella obra histórica que su marido no llegó a concluir por prescripción facultativa y de la que ella no había encontrado rastro alguno, podía ser el origen de todos los crímenes. Tras aquella escalofriante conclusión tomó conciencia de su error, el gran error de su vida: creer que Abelardo era un asesino, que estaba llevando a la realidad su propia obra, y anteponer su estabilidad económica y social a todo. Ahora todo eso podía costarle la vida. Adela entendió la magnitud de su error y esto le angustió más que la inesperada visita del comisario la noche anterior.
Hasta aquel momento, aquellos crímenes le habían parecido obra de mentes enfermas, pero ahora, para Adela, la visión de los acontecimientos había alcanzado otras cotas más elevadas, menos comunes. Tras ellos parecía haber una intención premeditada que tenía un objetivo concreto, y éste podía ser evitar que Abelardo diese a conocer lo que había descubierto en aquel libro.
De pie, mirando la entrada del edificio, seguía relacionando datos, detalles que no había tenido en cuenta, y así llegó hasta el psiquiátrico. Recordó que no había querido llevarse el trabajo que Abelardo había hecho durante sus últimos días de vida en el hospital y comprendió que, una vez más, se había vuelto a equivocar, porque en esos papeles podía encontrarse la clave, el comienzo de toda la historia.
De repente, sus juicios sobre su marido dieron un giro tan espectacular que le hicieron tambalearse. Ahora sus recuerdos no le mostraban al mismo hombre. Se dio cuenta que lo que había ocurrido era que Abelardo se convirtió en la última época en un loco con demasiada información, un demente que tal vez hubiera hallado la única verdad que importa: el conocimiento de la verdadera naturaleza de Dios y que esto le hubiera llevado a ser el blanco de un chantaje. Sopesó la posibilidad de que los crímenes que se describían en Epitafio de un asesino hubieran sido llevados a la realidad como forma de presión o destrucción dirigida a Abelardo.
Los turistas caminaban a su alrededor mientras ella seguía inmóvil sin percatarse de que se había quedado parada frente a la entrada del edificio obstaculizando parte del recorrido de los visitantes.
–Señora, ¿le ocurre algo?, ¿se encuentra bien? – le preguntó un fraile apoyando su mano en el hombro derecho de Adela.
–Sí, padre, me encuentro bien. Un poco desorientada, pero bien, gracias… -dijo mirando con expresión de sorpresa al sacerdote que estaba ante ella-. Estaba absorta en mis pensamientos, tal vez usted pueda ayudarme.
–Dígame. ¿Qué necesita?
–Estoy buscando el camino para acceder a la biblioteca del monasterio.
–La Real Biblioteca -contestó el fraile remarcando el adjetivo de «real»-. Está en el segundo piso de la fachada oeste.
–No conozco bien las instalaciones, si fuese tan amable de explicármelo de una forma más clara. Ni tan siquiera sé cómo acceder al monasterio.
–Pues me parece muy mal -dijo el fraile en tono de broma-. Sepa usted que este monumento es la meca española; todo español debería conocerlo, al menos visitarlo una vez en su vida. – Adela dejó entrever con su expresión lo mucho que le sorprendía aquella afirmación-. ¿O es que usted no es española? – le preguntó el monje al percatarse de su desconcierto.
–Sí lo soy, pero no tenía ni idea de que el Monasterio de El Escorial estuviera considerado un lugar de peregrinación obligado.
–No es ése el concepto exacto, pero se aproxima. Si quiere, puede acompañarme. Precisamente me dirigía a la Real Biblioteca cuando la he visto parada como si fuera una estatua de sal. La verdad es que su inmovilidad era preocupante, llamaba la atención.
–Sí, puede ser. No sé por qué se me fue el santo al cielo… -contestó Adela-. Le agradezco mucho que me permita acompañarle.
–Si no lo considera una indiscreción -dijo el fraile mientras echaban a andar-, ¿podría decirme cómo es que sin conocer el real sitio del monasterio está interesada en visitar la biblioteca?
–Vengo buscando información sobre unos libros, en concreto sobre los libros herméticos de Juan de Herrera.
El sacerdote dejó de caminar y poniéndose frente a ella dijo en tono secó y cortante:
–Imagino que traerá la documentación necesaria para efectuar las consultas.
–¿Documentación? No entiendo, ¿qué documentación? – preguntó Adela contrariada.
–Señora mía, la Real Biblioteca es un centro de investigación especializado y por eso se requiere que todas las personas que consultan las obras que hay en ella justifiquen debidamente cuál es el objetivo de sus investigaciones. Creo que es algo que usted debería haber supuesto. La naturaleza e importancia de los fondos de nuestra biblioteca hacen necesario que se cuide en extremo su seguridad y conservación. No pensará que cualquiera puede consultar nuestros textos. Eso sería una barbaridad, aparte de un manifiesto peligro.
Adela contemplaba al monje en silencio.
–No pensé que fuese para tanto -dijo sarcástica-, a fin de cuentas no es más que una biblioteca. Con presentar el documento nacional de identidad debería ser suficiente, ¿no?
–Pues no. Si el motivo de su consulta no está acreditado no puede hacer uso del material que hay en la biblioteca.
–¿Me está diciendo que tendré que volver otro día?
–Yo no estoy diciendo nada, lo dicen las normas. ¿Se puede saber qué información está buscando?
–No creo que sea de su incumbencia -respondió Adela al darse cuenta de que el monje parecía tener demasiado interés en saber qué era lo que andaba buscando.
–Respondiendo de esa forma demuestra que su visita no esconde un interés demasiado bueno. Lo que se oculta siempre tiene un motivo pecaminoso.
–Oiga -exclamó Adela mirándole de frente-, ¿quién se cree que es para hablarme de esa manera?
–Un curioso, igual que usted -respondió el monje con ironía-. Imagino que está interesada en los libros de magia y de alquimia, en esas historias que carecen de valor testimonial. La mayoría de esos textos son cuentos chinos que pretendían llenar la cabeza de fantasías a los hombres. Novelas de ficción, no son nada más que eso, pura invención. Fueron concebidas en su mayor parte por paletos. Y lo que se cuenta sobre este lugar no deja de ser anecdótico y fruto de la superchería popular de la época, que ha llegado a nuestros días gracias a la infinidad de herejes que hay repartidos por la Tierra. Si está interesada en los libros herméticos de Juan de Herrera, es seguro que viene encaminada en esa dirección, y si es así, imagino que sabrá quién era Hermes Trismegistos o Raimundo Lulio.
–Hermes era un alquimista egipcio y Lulio un filósofo -dijo desafiante-. Y Herrera, el arquitecto de Felipe II. Pero mi interés no es que usted sepa hasta dónde llegan mis conocimientos, y tampoco, contrariamente a lo que usted piensa, quiero conocer el texto de esos libros, ni verificar si lo único que contienen son mentiras. Sólo estoy interesada en uno de ellos. Para localizarlo, necesito saber qué libros consultó en su labor de investigación el escritor Abelardo Rueda, que fue mi esposo y antes de morir estuvo realizando un trabajo sobre el monasterio que no llegó a concluir. Voy a escribir su biografía.
–No puedo ayudarle; es más, creo que no podrá hacerse con esa información, es confidencial. Las fichas y los datos de los investigadores no pueden darse a conocer a personas ajenas al centro. Sería violar el derecho a la intimidad. Pero si me da algún detalle sobre el libro que busca, quizá pueda orientarla y ayudarle a que lo encuentre en el caso de que le permitan entrar en la biblioteca.
A Adela le extrañó el repentino cambio de actitud del monje. Primero se había mostrado receloso y arisco, casi insultante, y ahora, tras dar el nombre de Abelardo, daba muestras de estar interesado en ayudarla. El evidente cambio en las maneras y las formas del agustino la llevó a la conclusión de que tras las paredes del monasterio se ocultaba algo que Abelardo había localizado. Sus pasos no iban mal encaminados.
–Lo único de lo que dispongo es de algún recuerdo vago e inexacto de las conversaciones que mantuvimos mi marido y yo -dijo Adela sonriente-. Debía tratarse de un libro sobre teología, un ensayo, y por los comentarios de mi difunto esposo, qué Dios lo tenga en su gloria -dijo dando a su voz un tono de falsa aflicción-, creo que su contenido era un tanto heterodoxo. Abelardo hablaba por aquel entonces de que la verdadera naturaleza de Dios no es la que conocemos…
El fraile no la dejó continuar.
–Debe disculparme, mis obligaciones me reclaman -dijo mirando el reloj de pulsera que no llevaba, detalle que Adela percibió inmediatamente-. La Real Biblioteca está allí -añadió, señalando un corredor, y sin decir nada más comenzó a caminar apresurado por el gran pasillo abovedado.
Adela no dijo nada, había previsto la reacción del eclesiástico. La mujer se decantó por la segunda hipótesis y caminó decidida a intentar encontrar una respuesta.
Como había supuesto y como le había dicho el agustino, no le permitieron ver la documentación que Abelardo había utilizado. Tampoco le dejaron consultar ninguno de los libros de la biblioteca.
–Deben respetarse las reglas; incluso los miembros de la congregación deben hacerlo. Nadie tiene aquí un trato de favor. Puede solicitar el carné que tendrá que renovar anualmente -dijo el monje dándole un impreso-. En relación con su solicitud sobre el material de consulta que utilizó su marido, tiene que pedir un permiso por escrito y aportar documentación que justifique el motivo por el que solicita esos ficheros. Creo que para ello es necesaria una orden judicial. Por otra parte, estamos a su disposición para ayudarle en sus investigaciones. Sobra decir que siempre que sea cumpliendo escrupulosamente la legalidad -concluyó el bibliotecario.
–¿Y ni siquiera puede darme el título del libro que se dijo que había desaparecido o el del último que consultó mi marido? Me bastaría con hojearlos un poco. Nadie a excepción de nosotros sabría que lo hemos hecho -dijo en tono suplicante.
–¡Por Dios!, ¿cómo puede pensar que haré semejante cosa? – preguntó ofendido el monje-. Sepa usted que de aquí no desaparece nada, jamás ha pasado tal cosa.
–Pues eso no fue lo que salió publicado en la prensa.
–¡Ah! Se refiere al libro que se dio por desaparecido… Estaba colocado en un lugar que no era el suyo; nunca salió de la biblioteca. Cundió el pánico. Imagine si hubiera sido cierto. La responsabilidad de semejante pérdida. Pero, gracias a Dios, ese libro en realidad nunca desapareció.
–De acuerdo; entonces, ¿podría decirme el título del libro que supuestamente se cambió de sitio?
–Nada de «supuestamente». Su ironía es de muy mal gusto. Si dice que sabe lo que dijo la prensa en relación con la desaparición del libro, ¿cómo no conoce el título? – preguntó el bibliotecario-. Vuelva a consultar los periódicos donde vio publicada la noticia.
–El problema es que tengo la certeza de que el título que figuraba en la prensa nada tiene que ver con el real, el que correspondía con el verdadero libro.
–No tengo ni idea de dónde ha sacado tal teoría, pero es del todo incorrecto, una mentira. ¡Con la de cosas importantes que quedan por hacer en el mundo! – exclamó mirando al hombre que permanecía detrás de Adela, esperando para ser atendido-. Si me disculpa, tengo que seguir con mi trabajo. No olvide que estamos para atenderla. Rellene el impreso y adjunte la documentación que se solicita. Encantado de haber resuelto sus dudas -concluyó haciendo un gesto a la persona que permanecía a la espera para que le entregase el carné.
Adela tomó el impreso y se retiró dejando paso al hombre que esperaba. Abstraída en sus divagaciones, miraba el papel sin moverse del recinto.
La reacción del monje bibliotecario no hacía más que demostrar la importancia que habían tenido las investigaciones de Abelardo y lo valioso que debía ser el libro que había consultado. Era evidente que allí no le iban a dar facilidades, que no encontraría respuestas a sus preguntas, porque el contenido de esa misteriosa obra consultada por Abelardo hacía tambalear los cimientos de la Iglesia. Ahora se daba cuenta de que el ciego tenía razón.
Por otra parte, ahora veía con claridad que Epitafio de un asesino y el hecho de que los crímenes narrados en sus páginas hubieran sido llevados a la realidad estaban relacionados con la obra sobre el monasterio, y ésta a su vez con la adquisición del códice por parte de Abelardo.
Adela pensó que todo lo acontecido hasta la fecha era una trama bien urdida en la que ella estaba inmersa y en la que había participado sin darse cuenta, beneficiando con su actitud al asesino. Y ahora, al investigar por su cuenta, presa una vez más de su codicia, de su egoísmo, se había situado en el punto de mira de ese criminal. Si su hipótesis estaba bien encaminada, el asesino sopesaría la posibilidad de que ella conociera la existencia del códice o que hubiese tenido acceso a su contenido, y en ese caso su vida corría verdadero peligro. Si los crímenes tuvieron como objetivo dejar fuera de juego a su marido, restar credibilidad a sus palabras, convertirlo en un apestado de la sociedad, si ésa había sido su intención real, era evidente que lo que Abelardo había averiguado al leer aquel libro era excesivamente peligroso. El asesino debió considerar la posibilidad de que Abelardo decidiese hacer públicos sus conocimientos, y llegó a la conclusión de que la mejor forma de desvirtuarlos ante la opinión pública era, sin lugar a dudas, convertir al escritor en un asesino o en un desequilibrado, algo a lo que ella contribuyó y que ahora le hacía sentir tremendamente culpable.
No podía olvidar las palabras de advertencia de Abelardo: «Cuando te des cuenta de que yo no soy el asesino, será demasiado tarde, porque estaré muerto y no podré ayudarte».
Adela, por un momento, tuvo la sensación de que había perdido el control de su vida. Sus pensamientos la traicionaban llevándola de un recuerdo a otro. Recordó una de las preguntas que el ciego le había formulado momentos antes: «Usted olvidó la existencia del fraile, ¿o es que su esposo lo quitó de la trama de Epitafio de un asesino por seguridad?»
Adela se dio cuenta de que el fallo más grande que había cometido había sido quemar las copias del Epitafio y despreocuparse de las rectificaciones que Abelardo realizó en la obra. No haberlas leído la situaba en la cuerda floja. No sabía si el fraile del que le había hablado el ciego formaba parte de la historia antes de que ella leyera la obra o si Abelardo lo incluyó o lo quitó antes de su lectura. Si era así, si el eclesiástico al que se refirió el ciego formaba parte de la trama antes de haberla leído o después de rectificarla, Abelardo lo mantuvo oculto desde el primer momento, y lo que ahora temía Adela era que ése fuese el primer asesinato descrito en la obra que el criminal llevó a la realidad, algo que ella desconocía. Pero también cabía la posibilidad de que ese crimen no hubiese sucedido nunca y que el ciego hubiese mentido.
Siguiendo la misma línea de pensamiento llegó a la más terrible de las conclusiones: Abelardo la había utilizado. Ella estaba en lo cierto. Él también ocultaba algo, algo que ella había sospechado en su momento y que manifestó a su marido durante más de una de sus disputas. El hecho de que Abelardo acatara sin más las primeras decisiones que ella tomó después del asesinato de Teresa siempre le había parecido extraño. Quizá detrás de esa actitud se escondía el oscuro secreto de la muerte del monje. Tal vez, cuando asesinaron a Teresa, Abelardo ya sabía que aquel crimen no era el primero que se inspiraba en su obra, y por eso pensó, igual que ella, que era más seguro ocultar la existencia de la novela, a fin de que no se les relacionara con los lamentables hechos que estaban ocurriendo.
Llegada a este punto de reflexión, Adela se sintió como un actor consolidado y reconocido al que de repente le dicen que no sabe interpretar. Se sentía perdida en un mundo que se le antojaba hostil, peligroso y desconocido.
Reflexionó sobre ello intentando mantener la calma mientras salía del edificio bajo la mirada atenta y desconfiada del bibliotecario, que hablaba por teléfono sin perderla de vista, observando cómo las manos de la mujer apretaban el impreso descargando en él su furia interior, haciendo del papel una especie de gurullo blanco que perdía a cada apretón su volumen.
Cuando estaba en el exterior, el agustino que la condujo hasta la biblioteca se acercó a ella.
–He comentado sus preguntas con mis superiores y me han rogado que le manifieste nuestro deseo de que sus investigaciones lleguen a buen término. Asimismo, le rogamos que no involucre al monasterio en ellas. También, y esto es a título confidencial, queremos hacerle saber que hemos consultado la bibliografía que utilizó su marido durante las investigaciones que realizó aquí y el libro del que me habló y del cual solicitó información al bibliotecario no estaba entre sus consultas -dijo el monje-. Es posible que no le hayan informado bien. Confío en que sepa encauzar correctamente sus investigaciones y que éstas no le conduzcan por caminos empedrados donde el mal se agazapa fácilmente. En nombre de la congregación, le aconsejo, porque así nos lo exige nuestro deber evangelizador, que no se aparte de la senda del bien. Todo no es conocimiento. Sin el raciocinio no es posible adquirir conocimientos, por eso debe tener presente que todo lo que se dice, todo lo que se escucha, incluso todo lo que está escrito -dijo enfatizando esta palabra-, tiene tanto de cierto como de incierto. El mal está esperando siempre para tentarnos -concluyó cambiando su expresión y mirándola maliciosamente.
–No diga usted tonterías -contestó llevada por la indignación que le produjo la amenaza solapada tras la fingida amabilidad del monje-, el conocimiento siempre es conocimiento. Y parece que ustedes se niegan a facilitarlo, que quiera ocultárnoslo.
–Veo que aún no entiende nada de lo que le digo, de lo que he intentado decirle. En ese caso tendré que ser más claro. Olvídese del libro que venía buscando. No existe. Y ya que veo que no respeta nada y que nada le importa, sólo me queda pedirle que tenga en cuenta mis recomendaciones por su propia seguridad. Ese libro no existe y por ello es imposible que en algún momento saliera de aquí -concluyó, y dándose la vuelta comenzó a andar.
–¡Pero, bueno!, ¿me amenaza y se queda tan tranquilo? ¡Será posible! – gritó Adela mirando al monje que se alejaba de ella indiferente como si sus palabras no fuesen con él-. Ya sabía yo que el libro existía. El ciego me lo dijo antes de entrar -grito con fuerza.
El monje se detuvo y mirándola fijamente contestó:
–El ciego es Mefistófeles, el mismísimo diablo en persona. ¿Qué va a decir el señor del mal de su propia obra? – dijo tajante y dándole de nuevo la espalda a la mujer reemprendió su camino.
–Sí, hombre, y yo soy María Magdalena -respondió Adela carcajeándose.
–Nunca se sabe -respondió el clérigo, que ya se encontraba lejos de ella, por lo que Adela no oyó sus últimas palabras.
En aquel momento las dudas sobre la importancia del libro se disiparon. Adela pensó que debía tratarse de un incunable que por motivos de peso no formaba parte del registro de la biblioteca, tal como le había dicho el ciego.
Era evidente que en el monasterio no tenían la más mínima intención de echarle una mano en sus investigaciones; al contrario, le avisaban, en un tono amenazante, del peligro que corría si continuaba con sus indagaciones. Aquel texto no tenía sólo un valor físico o monetario, parecía ser la clave de la sabiduría y la gnosis que por lo visto contenía sus páginas había costado la vida a demasiadas personas.
Recordó lo que Goyo había dicho sobre la existencia de ese texto y pensó que lo más probable fuera que él también conociese su contenido y que eso fuera el verdadero motivo de que se hubiera convertido en la última víctima. «Si Goyo no hubiera seguido removiendo papeles, ahora estaría vivo», pensó
Del mismo modo llegó a la conclusión de que sus investigaciones también la habían puesto a ella en peligro. Había llegado hasta el Monasterio de El Escorial buscando una respuesta a las incógnitas que le había planteado el comisario de policía. Su intención había sido obtener datos que la sacasen de un apuro ante la justicia; quería saber lo que estaba haciendo Abelardo antes de que un juez la llamase a declarar: preparar el terreno para la siembra, como siempre hacía. Pero se encontró un terreno que ya había sido sembrado y cuya cosecha ya había sido recolectada, un terreno que en aquellos momentos era baldío.
Estaba en un callejón sin salida, y pensó que lo más prudente era desaparecer. Sin embargo, llevada por el miedo y la rabia se planteó que quizá lo único que podía ponerla realmente a salvo era dar con el asesino. Adela había decidido llegar hasta el final.
Se dirigió a paso ligero a su vehículo. Ya en el interior consultó la guía de carreteras y emprendió el camino hacia La Caña Vieja.
La Caña Vieja se había convertido en un complejo turístico donde todo, a excepción del nombre, había cambiado. A la derecha de la entrada principal, lo que fue el bar en sus orígenes se había convertido en un restaurante que pretendía ser considerado por los críticos gastronómicos un lugar de visita obligada. Todas las paredes eran de ladrillo visto, sin esmaltar, ni pulir. La casona, de una sola planta, conservaba su estructura original. La buhardilla había sido derribada dejando a la vista de los comensales el armazón de la cubierta hecho en madera de pino, así como la disposición y belleza de sus grandes vigas donde se asentaba la techumbre a dos aguas, recubierta de tejas acanaladas. Esto, junto a la sobriedad de sus paredes altas, decoradas con austeridad, y la amplitud de su estructura, daba al primer comedor, lugar original del antiguo bar de carretera, la apariencia de una pequeña capilla privada que parecía haber sido habilitada para el sagrado menester de la elaboración y el disfrute de las cuidadas viandas que allí se ofrecían.
Sin embargo, a pesar de su apariencia eclesiástica, aquella construcción, en origen, fue la casa donde habitaron los guardeses del vasto campo ganadero que se extendía cubriendo más de ciento cincuenta hectáreas del municipio al que pertenecía, y donde aún seguían pastando reses bravas.
Incrustado en la parte más alta del frontal que se orientaba al monte Abantos, había un dibujo realizado en cerámica de Talavera que representaba a la Virgen del Buen Camino.
El segundo comedor era un anexo del primer salón, de construcción nueva pero de idéntica línea. La decoración interior, en los dos salones, era de estilo rústico con toques provenzales. Una gran puerta elaborada con un grueso cristal, cuyo sustentáculo estaba compuesto de dos vigas de madera sin tratar, permitía admirar la parte posterior de la finca, haciendo que al placer del buen comer se uniese el éxtasis producido por la contemplación de una parte de la belleza que rezuman todos los recodos de la sierra del Guadarrama.
Adela no pudo disimular su sorpresa ante aquel cambio. El lugar le resultó tan hermoso y tranquilo que decidió almorzar antes de hacer indagaciones entre el personal.
–Es espectacular cómo ha quedado todo. ¿Ha cambiado de propietario? – preguntó impresionada por la calidad gastronómica de los productos que había consumido y lo apacible del lugar, mientras el camarero le servía un licor.
–No, señora, ha sido el terreno lo que ha cambiado. Se hizo una recalificación de los terrenos y ello hizo posible esta transformación. Se va a construir un hotel en la parte más baja de la finca, cerca del arroyo que la atraviesa, y un picadero. La mayor parte de la propiedad estará dedicada al turismo rural. Ya sabe usted cómo son los bancos, por un terreno rústico no dan un duro, pero cuando éste es recalificado vale su precio en oro. El dueño decidió invertir y transformarlo todo, incluido el bar antiguo, que como veo ya conocía -dijo sonriendo con socarronería.
–Sólo estuve un día, pero fue suficiente. Aún recuerdo aquellos caracoles -respondió dejando escapar un gesto de desagrado.
–El bar que usted conoció no estaba regentado por el propietario de la finca, sino por un familiar cercano que le ha cedido la regencia a cambio de una parte de la explotación. Ambos, siendo hermanos, no heredaron lo mismo, ni en patrimonio inmobiliario ni en bienes efectivos. Uno se quedó con el bar que usted conoció, la vivienda de los antiguos guardeses de los padres, y el otro heredó todo el terreno y el ganado… ¡Imagine qué injusticia! El viejo repartió como en el cuento de El gato con botas. Según el padre, el más inteligente y culto menos tierras y ganado necesitaba, por lo que dejó al que consideró más listo el viejo bar. Del mismo modo, el catalogado como tonto heredó la finca entera y el ganado que le ha dado más beneficios que la recalificación. Para que luego digan que en este país no se lee, y hasta los testamentos los redactan siguiendo obras literarias… -Adela no pudo contener la risa ante el comentario-. Diga usted que sí, que la vida hay que tomarla con alegría -dijo el camarero satisfecho de estar interesando a la señora-. Pues como le iba diciendo, no vaya a creer que hubo disputas. No hubo ni una sola refriega por las propiedades. Un hermano se dedicó a la explotación ganadera y el otro dejó el bar en manos de un individuo, por llamarlo de alguna manera y no perder la buena educación, porque el tipo convirtió ese bar en un… Pero ¿qué le voy a decir si usted ya lo conoció en su momento? El caso es que se olvidó del negocio y sólo venía para cobrar. Ya sabe eso de que los hermanos a veces son tan diferentes que ni el apellido les casa. Pues algo parecido ocurrió con esto: uno obsesionado con las letras y otro con el ganado y la hostelería, sufriendo al ver cómo poco a poco el bar que había sido el origen del patrimonio de la familia se convertía en un lugar «inapropiado».
–¿Con las letras? – preguntó Adela sonriendo-. ¡Qué casualidad! Yo soy viuda de un escritor, precisamente eso me trajo aquí. Mi marido solía venir a La Caña Vieja de vez en cuando. – El camarero pareció mostrase incómodo y miró a su alrededor buscando alguna llamada de las mesas que le obligase a terminar la conversación-. Y como veo que está bien informado de todo lo relacionado con este lugar, tal vez pueda ayudarme.
–No crea que uno sabe tanto -dijo sin mirarla-. Todo lo que le he comentado son habladurías del personal; apenas si llevo trabajando en el restaurante un mes.
Adela ignoró estas últimas palabras del hombre que, nervioso y angustiado, parecía temer la pregunta que intuía que le iba a hacer ella.
–Las habladurías tienen mucho de verdad, sólo hay que saber desbrozarlas. Mi marido era Abelardo Rueda, y creo que se reunía aquí con un hombre con el que parecía mantener una relación, digamos…, profesional.
–Ya le he dicho que llevo poco tiempo trabajando aquí. No conocí a su marido. Si me disculpa -respondió en tono seco y cortante. Sin mirarla se dio la vuelta y se retiró al reservado.
Adela se quedó perpleja ante la reacción. A los pocos instantes el encargado se aproximó a su mesa y amablemente le preguntó:
–¿Ha quedado la señora satisfecha con el servicio?
–Encantada, estaba todo perfecto, ya se lo he hecho saber al camarero que me ha atendido.
–Ése es el otro motivo que me trae hasta su mesa -dijo el hombre en tono discreto.
–Pues usted dirá.
–Como le decía, Ernes me ha comentado que usted es la viuda del escritor Abelardo Rueda, triste y desgraciadamente desaparecido. Aquí le admirábamos, mucho, créame. Permítame que aunque haya pasado un tiempo desde su fallecimiento le dé mi más sincero pésame.
–Se lo agradezco -respondió Adela sonriendo con recato, mientras esperaba ansiosa el comentario del encargado que imaginaba y deseaba fuese de interés para su investigación.
–No es usted la primera persona que viene solicitando información sobre las visitas de su marido a este establecimiento, como me imagino que sabrá. – Adela asintió-. Cuando fue acusado de esos horribles crímenes, vino un inspector de policía y hace poco tiempo otro inspector repitió la visita y las preguntas. Pero también vino su abogado, el que asesinaron hace poco, la última víctima -concluyó el encargado bajando aún más el tono de voz.
–¿Y? – preguntó Adela expectante.
–Pues que su marido era habitual del local, pero la persona que se veía con él no entraba nunca. No sabemos quién es, pero sí le puedo decir que hace unos días nos dejó un paquete para usted. Debía saber que usted vendría.
–¿Cómo dice? – preguntó Adela desconcertada-. ¿Un paquete para mí? Tiene que haber un error. Yo no conozco a la persona que se veía con mi esposo. Ni tan siquiera sabía que esa relación existía hasta que me lo dijo Goyo, el abogado de mi marido.
–Pues él debía de conocerla, porque ya le digo que nos dejó el paquete y aseguró que usted vendría preguntado por él y por la relación que tenía con su marido. Ahora bien, si no quiere que se lo entregue, lo daremos por olvidado.
–¡No!, ni pensarlo. Démelo inmediatamente y también descríbame al sujeto.
–Permítame que le diga que eso es imposible. La confidencialidad es la base de nuestra profesión -dijo tajante el hombre.
–Ya lo he visto, su camarero me ha puesto al día de todo lo concerniente a la finca.
–Lo que Ernes le ha contado puede oírlo en cualquier comercio de la zona, ya sabe cómo son los pueblos. España no ha perdido la silla de anea, sólo las aceras para sentarse a cotillear. Créame si le digo que todo lo que le ha contado Ernes tiene más de leyenda que de realidad. Ahora bien, en lo que a los clientes se refiere, eso es harina de otro costal. De nuestro personal no sale ni una palabra sobre ellos a no ser que sea mediante una citación judicial para declarar. Le daré el paquete, pero sepa que si alguna vez usted me llega a poner en el aprieto de tener que confirmar esta entrega, negaré que yo le haya dado algo alguna vez, y también que usted y yo hayamos mantenido esta conversación… -Adela le miró desconcertada, sin decir palabra ni hacer gesto alguno se levantó-. Entonces parece que estamos de acuerdo. – Adela asintió-. En ese caso acompáñeme.
El paquete estaba envuelto en papel cromado azul celeste. A simple vista parecía un regalo. El encargado, antes de dárselo, le rogó que no lo abriese dentro del local ya que ni sabía cuál era el contenido ni quería conocerlo. También le hizo saber que, además de que él prefería que lo hiciera así, el hombre que se lo entregó había solicitado que Adela abriera el paquete una vez que estuviera fuera del restaurante.
Adela cogió el paquete y, sin decir nada, se dirigió a la barra para abonar su almuerzo, pero el encargado, amable y discreto, le indicó que estaba invitada. Ella se despidió y, aún impresionada por el misterio que rodeaba a todo aquello, subió al coche. Se puso el paquete sobre los muslos y lo observó ansiosa.
A simple vista, todo indicaba que se trataba de un libro; su forma, tamaño y textura así lo evidenciaba. Adela miraba el papel celeste sopesando la posibilidad de que lo que se ocultaba bajo él fuese el libro que su marido había sacado del monasterio o, en su defecto, una copia que hubiera realizado de él. Por unos momentos se sintió aterrada. Si era así, la entrega de aquella copia o del ejemplar original podía ponerla en un peligro aún más patente y real. Pero también podía ser la clave para encontrar al asesino. Quizás aquello no era más que un favor que le estaba haciendo el hombre con el que se veía Abelardo. Fuera lo que fuese ya no había marcha atrás.
«No olvide que usted sólo ha estado aquí almorzando. Cuando abra el paquete no regrese al local, aquí tenemos muy mala memoria y usted ni tan siquiera ha pagado su comida. Así que es como si nunca hubiera estado en nuestro establecimiento», le había dicho el encargado desde la puerta y sin esperar respuesta de Adela se había metido de nuevo en el restaurante.
Haciendo caso omiso de las palabras del hombre, ella siguió a lo suyo y rompió el papel con brusquedad.
Adela no se había equivocado, se trataba de un libro. Era un ejemplar escrito a máquina y encuadernado en canutillo negro.
Presa del pánico, lo dejó caer y abrió la puerta del coche para salir fuera. Parecía que hubiera visto a un fantasma, o que el aire del habitáculo se hubiese consumido al tiempo que había desgarrado el papel y ello le hubiera hecho salir precipitadamente fuera.
El manuscrito cayó en el suelo del vehículo dejando a la vista su primera hoja. En ella estaban escritos el título y el nombre de su autor: «EPITAFIO DE UN ASESINO. Abelardo Rueda».
Por el gran ventanal que daba a la terraza entraba la luz del sol cálido pero débil de aquel mes de diciembre y descubría, indiscreto, el polvo acumulado en las estanterías. Miró los dos montones de cuartillas y puso uno a la derecha y otro a la izquierda, siguiendo las pautas que Abelardo Rueda mantuvo al colocarlos en los muros de la habitación donde permaneció sus últimos días de vida.
Antes de comenzar su estudio puso un disco de vinilo -Los nocturnos de Chopin- en el tocadiscos y se dirigió, llevándose uno de los dibujos y la lupa, a la parte del salón donde estaba ubicado el espacio que pertenecía a la cocina. Puso la cafetera sobre el fuego y contempló la primera lámina que pertenecía a la primera estación del calvario de Cristo. Miró después la que se correspondía con ella, la réplica del paso en la que el escritor aparecía como protagonista. Inclinó la lupa sobre el libro donde Abelardo se había crucificado y leyó el texto diminuto que había escrito a plumilla sobre las páginas del dibujo:
«Yo soy inocente de esta sangre, allá vosotros… (Mt 27, 24-25).»
Sin esperar a que la cafetera comenzase a dar el aviso de que la temperatura del agua que había en su interior estaba subiendo, se dirigió a la mesa y tomó nota en un folio del párrafo. Cogió el siguiente e hizo lo mismo:
«Convocaron a toda la cohorte. Le pusieron un manto púrpura, le ciñeron una corona de espinas y se pusieron a saludarle…(Me 15, 16-18).»
Aquello parecía ir tomando más sentido de lo que el estudiante había supuesto. Era evidente que Abelardo había hecho un paralelismo entre el calvario de Cristo y el linchamiento popular, condena y castigo que él sufrió. Incluso se había tomado la molestia de ir desgranando parte de los Evangelios, extrayendo de cada uno de ellos la porción literaria que le interesaba. Esto, que podía parecer algo extraordinario, laborioso y confuso, no era más que el proceder natural de un enfermo mental, de un paranoico, y Raimundo lo sabía. Pero incluso si lo hubiera hecho una persona sin problemas mentales, podría considerarse una simple manifestación de su agonía, un intento de no sentirse sola en el dolor, buscando verse reflejada en una situación igual a la suya.
Raimundo consideraba todas las obras literarias, incluidos los textos sagrados, alegorías claras de la realidad del momento. Para el estudiante, la Biblia no era más que una obra literaria con tintes costumbristas. Sus contenidos reflejaban la sociedad de aquel tiempo, daban a conocer el miedo del varón a que la mujer se rebelase al conocer el poder que tenía sobre él a través del sexo. Contrariamente a lo que se solía debatir, Raimundo no lo consideraba un texto machista o excluyente. En él se reflejaba la guerra encarnizada de la palabra escrita contra el conocimiento y la aceptación de la debilidad del varón frente a la mujer. Raimundo estaba seguro de que Dios desterró a Eva porque ella se convirtió en una igual, en una creadora de vida, lo que en realidad significaba su nombre: «vida». La existencia para Raimundo no era más que la lucha por hacerse con el poder, y esta hipótesis la trasladaba a todos los ámbitos de la vida.
En contra de lo que pregonaba la doctrina católica, él veía en aquellos textos un reconocido y marcado carácter represivo de la verdadera naturaleza humana. Eran una forma de esclavizar el pensamiento y por ende el raciocinio. Para él, la verdadera esclavitud no era física sino psíquica. Afirmaba que la verdadera libertad era la que permitía el libre pensamiento, y los textos de la Biblia, obsoletos en esos momentos, dictados según la palabra de Dios, del Padre, del Creador, censuraban todos los atributos con los que el mismo Dios nos había creado, los que hacían que los humanos se sintieran diferentes del resto de las criaturas con las que compartían la Tierra. Para Raimundo los textos bíblicos carecían de veracidad argumental y eran contradictorios. Decía que la Biblia era «la apología más famosa de la esclavitud del pensamiento».
Sin embargo, los dibujos de Abelardo iban más allá y él lo sabía. Sabía que el escritor había sido víctima de una trama urdida contra él que enlazaba con el libro sobre teología que Abelardo sacó de El Monasterio de El Escorial. Lo sabía y estaba dispuesto a demostrar su hipótesis.
Apagó el fuego y levantó la cafetera. Ya con la taza en sus manos, se dirigió a la mesita y retomó su búsqueda. En el tercer dibujo, el texto decía:
«Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros… (Jn 15, 20).»
En el cuarto se leía:
«Al cabo de tres días, le hallaron en el Templo sentado en medio de los doctores, oyéndolos y haciéndoles preguntas… (Le 2, 46-47).»
Leyó en el quinto dibujo:
«Después de haberse burlado bien de Él, le quitaron el manto de púrpura y le pusieron sus ropas. Cuando le sacaban para crucificarle, obligaron a llevar su cruz a un transeúnte, Simón de Cirene,… (Me 15, 20-21).»
En el sexto:
«Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me alojasteis; estaba desnudo y me vestísteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y fuisteis a verme. (Mt 25, 35-37).»
En el séptimo:
«Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. (Mt 5,10).»
En el octavo:
«Quien os recibe a vosotros me recibe a mí, y quien me recibe a mí recibe al que me envió. (Mt 10, 40).»
Raimundo tomó la octava lámina y la puso junto a los dibujos que representaban al ciego con el perro y prosiguió la lectura. En el noveno dibujo leyó:
«Por segunda vez, volvió a orar así: “Padre mío, si no es posible que pase esto sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” (Mt 26, 42-43).»
En el décimo:
«Los que le crucificaron se repartieron sus vestidos a suertes (Mt 27, 35).»
En el undécimo:
«Muchos judíos leyeron la inscripción, porque, donde Cristo fue crucificado, era un sitio cerca de la ciudad y estaba escrito en hebreo, en latín y en griego (Jn 19, 20).»
Raimundo separó la undécima lámina y también la colocó con las representaciones del ciego y el perro.
En el duodécimo dibujo leyó:
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu…(Le 23,45).»
En el decimotercero:
«Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque oculto por miedo a los judíos, pidió a Pilato llevarse el cuerpo de Jesús, y Pilato se lo permitió. Vino y se llevó el cuerpo de Jesús (Jn l9,38).»
En el decimocuarto:
«María Magdalena y María, la de José, se fijaron bien dónde estaba sepultado (Mc 15, 47).»
Acabado el recorrido por las láminas que representaban el calvario de Abelardo sobre un libro, tomó las que había separado y miró la número once que representaba el momento de la crucifixión del escritor. Leyó el texto una vez más: «Y estaba escrito en hebreo, en latín y en griego…». Tras hacerlo buscó entre los dibujos del ciego y el perro y separó la lámina que representaba al ciego sentado al lado de un río arrancando las hojas de un libro y dándoselas a comer al perro. Las babas del animal al caer iban formando la palabra «imaginación», pero dentro del doble contorno de cada una de las letras había otra letra. Raimundo cogió una vez más la lupa y fue leyendo al tiempo que apuntaba las letras que iba descubriendo en una hoja.
Así, dentro del doble relieve de la letra «I» estaba la letra «H»; dentro del doble relieve de la letra «M» estaba la «L»; dentro del doble, relieve de la letra «A» estaba la «G»… Al llegar a esta tercera letra se dio cuenta de que las siguientes no estaban escritas en negro sino en rojo, y que las tres primeras letras se correspondían con las iniciales de las lenguas que citaba el pasaje evangélico siguiendo el mismo orden: hebreo, latín y griego.
Raimundo estaba seguro de que aquello, lejos de ser una coincidencia, era la clave que Abelardo, en sus momentos de lucidez, dejó impresa en sus dibujos. Había encontrado la llave que abría la puerta tras la que se encontraba oculto, agazapado, el asesino. Sus hipótesis habían dejado de serlo. Ansioso, siguió extrayendo letras en el orden que estaban escritas y trascribiéndolas en la misma disposición sobre el folio en blanco. El resultado de lo que transcribió fue el siguiente:
–Ya le dije que no volviera. Vuelva a su casa y olvide que ha estado aquí. No podemos ayudarla, y si sigue usted aquí, lo único que conseguirá es ponernos en un aprieto. Si es necesario llamaré a la policía para que la convenza de que debe abandonar el restaurante.
–No entiendo por qué se niega a decirme nada. No tiene ni idea, no sabe dónde se ha metido al entregarme ese paquete -dijo Adela señalando el vehículo.
–Mire, señora, vamos a ver si nos entendemos -dijo en tono amenazante el encargado-. Yo no le he entregado nada. Ese paquete lo traía usted. Cualquiera de los empleados puede ratificar lo que digo.
Adela, impotente, contempló cómo el hombre volvía dentro y cerraba la puerta. Los clientes al salir la miraban con extrañeza, como si también supieran lo que había pasado antes dentro del local. Una vez que estuvo de nuevo en el coche, tomó el ejemplar de la obra y sin mirarlo lo puso en los asientos traseros y emprendió el camino hacia el aeropuerto de Barajas.
Aún estaba aturdida por la impresión que le produjo reconocer el ejemplar. ¿Quién más, aparte del asesino, podía tener una copia del Epitafio? La respuesta le aterraba. Sabía que nadie, que aquélla era una de las dos copias que tenía el criminal, las únicas copias que no estaban en su poder cuando ella y Abelardo procedieron a quemar los textos. Recordó que sólo faltaban dos: el ejemplar que su marido echó en falta, y el que el homicida le robó a Tomás después de asesinarlo. Aquélla copia tenía que ser una de ellas, y era la clara evidencia de que el criminal andaba tras sus pasos, como anduvo tras los de Goyo después de sus indagaciones. Pensó que había caído en la trampa como un corderito.
En aquellos momentos, Adela sopesó la posibilidad de que el verdadero autor de los homicidios fuese la persona con la que Abelardo se veía en La Caña Vieja y que esa relación, a su vez, tuviera que ver con el monasterio y el libro que su marido supuestamente había leído.
Mientras esperaba su vuelo en el aeropuerto le echó un vistazo al texto, con manos temblorosas. Luego, durante el viaje, examinó la obra con más detenimiento. Y fue así como, tras leer pasajes cortos y salteados, cerrándola con terror una y otra vez y retomando al poco rato la lectura, se dio cuenta de que aquel ejemplar no era uno de los que el asesino había robado; tampoco era el que le quitó a Tomas tras asesinarlo en la editorial. Aquellas hojas estaban escritas en un cuerpo diferente, en verdana, y la obra original de Abelardo fue escrita con una máquina de escribir.
Adela cerró el manuscrito de golpe, había comprendió que nadie más que ella podía sacarla de donde estaba. Volvió a repasar todos los acontecimientos y llegó a la conclusión de que tenía que encontrar dentro del material que aún conservaba de Abelardo un indicio, por muy pequeño que fuese, de lo que estaba pasando, algo que le sirviese de guía y la condujese a una salida. Era evidente que su marido estuvo metido en el estraperlo y tal vez en la venta de material literario cuyo contenido no era del agrado de la Iglesia católica. Quizá su hipótesis sobre el contenido del texto era cierta; tal vez aquel incunable contenía una información que haría caer en picado los cimientos de la sociedad actual. Si era así, ella sabía que los primeros cimientos que se desmoronarían serían los de la Iglesia, y aquello le parecía mucho más peligroso que estar en el punto de mira de un asesino en serie. Para Adela, el fanatismo religioso era el origen de las demencias más peligrosas.
Cerró los ojos y guardó la copia en el bolso de mano, pero al instante volvió a abrirlo y sacó el texto. Nerviosa buscó el comienzo de la obra y leyó el primer asesinato cometido en sus páginas: «La única forma de llegar al ejemplar era dar con el prior y así lo hizo…»
Adela estaba segura de que ese texto no se correspondía con la obra que ella había leído. Esa obra no era Epitafio de un asesino, al menos no en su totalidad. Continuó con la lectura del primer capítulo y se dio cuenta de que se trataba de una novela histórica, la novela que Abelardo estaba escribiendo sobre el Monasterio de El Escorial. La muerte que se relataba era la de un clérigo. En aquel instante, una vez más, las palabras del ciego volvieron a sus pensamientos: «Usted olvidó la existencia del fraile, ¿o es que su esposo lo quitó de la trama de Epitafio de un asesino por seguridad?»
Aquel recuerdo le taladró el alma. Comprendió que ocultar la obra de Abelardo fue la firma de su condena, lo que la llevó por sendas desconocidas y desvíos imprevistos. El destino le tendió una trampa y ella cayó llevada por la avaricia. Sumergida en sus intereses, en aquel momento, después de que encontrasen el cadáver de su ama de llaves, no pensó que la ocultación de la existencia de la obra llegara a acarrearle consecuencias tan imprevisibles y graves.
Podía dar a conocer la existencia de la obra, pero, teniendo en cuenta las indagaciones que había hecho, pensó que no era lo más adecuado, no en aquellos momentos en que la policía andaba comprobando toda la información que tenía. Sopesando que ella siempre había manifestado que la novela no existía, desdecirse era reconocer que había cometido perjurio y eso la ponía aún más en la cuerda floja dentro de las investigaciones policiales, por lo que decidió callar una vez más, ocultar todo lo que estaba averiguando. Levantó la cabeza con gesto soberbio y miró al frente mientras cerraba el ejemplar.