20 de diciembre de 1997
Eugenia esperaba la llegada de Abelardo y de Adela sentada en el jardín delantero de la casa. En la entrada, junto al primer escalón de madera, había una gran cesta de mimbre que contenía aguacates y pepinos que más tarde se utilizaría para preparar una copiosa ensalada compuesta de todo tipo de frutas y alguna que otra exquisita hortaliza. Cuando Abelardo y Adela llegaron a la casa, la mujer les recibió con una sonrisa:
–Sean ustedes bienvenidos. Mire, señor Abelardo, estos pepinos son de la huerta de un amigo; están recién cogidos. Me dijo don Goyo que a usted le gusta mucho la verdura y la fruta…
Desde el primer momento el matrimonio se sintió como en su casa; la compañía de Eugenia fue para ellos el antídoto perfecto contra los recuerdos indeseados.
Arturo Depoter era amigo de Goyo. Odontólogo de profesión, residía en Santa Eulalia donde tenía tres clínicas en propiedad. Él no ejercía: contaba con una plantilla que iba en aumento constante al igual que sus ingresos. No obstante, a pesar del evidente éxito económico del que ya gozaba, quería hacerse con la franquicia de una firma de prótesis alemanas. Quería ser el único proveedor de aquellas maravillosas prótesis diseñadas para una implantación fija y que sus clínicas fuesen las únicas donde se hiciesen los implantes, no sólo en las Baleares, sino en toda la península y el archipiélago canario. Quería el monopolio. Desde hacía algunos años, Goyo era el abogado del padre de Arturo. Por eso, cuando éste comenzó su aventura profesional, su progenitor le recomendó al letrado como la persona más indicada para hacerse cargo de todos los temas jurídicos de su recién creado negocio. Arturo así lo hizo, y con el tiempo surgió entre ellos una gran amistad que culminó con la adquisición, por parte de Goyo, de la casa de verano en Ibiza. Arturo fue el primero en saber que Abelardo y Adela pasarían allí las navidades, y que el deseo de Goyo era que fuesen las mejores vacaciones de las que el matrimonio había disfrutado hasta la fecha. Para ello, el letrado puso al tanto al odontólogo de las circunstancias adversas que había vivido la pareja en los últimos días. Arturo se mostró encantado con la solicitud de su amigo. El mismo día que el matrimonio llegó a la isla, ya entrada la tarde, viajó desde Santa Eulalia para presentarles sus respetos.
–Teníamos ganas de conocerte. Goyo habla maravillosamente bien de ti. Creo que hasta es posible que necesitemos tus servicios -dijo Abelardo al tiempo que los dos hombres se abrazaban.
–Yo también tenía ganas de conoceros. Soy un fiel admirador de tu literatura -dijo Arturo.
–¿Conoces mis obras históricas?
–No. Me he referido a las novelas de suspense. Me apasiona ese género. Estoy encantado de teneros en la isla. ¡Todo lo que deseéis os será concedido! – dijo chasqueando los dedos con elegancia.
Adela sonreía. Arturo le parecía un hombre encantador. Su forma de expresarse, su elegante indumentaria, su mirada oscura, profunda, su apariencia de hombre inaccesible; todo en él la seducía. El profuso pelo cano que cubría su cabeza. Su voz grave se clavaba en sus oídos haciendo cosquillas en sus vísceras, despertando sus deseos carnales. Adela se movía inquieta, perturbada, mientras Arturo la observaba con quietud, recorriendo con sapiencia, con deleite, con exactitud topográfica su cuerpo. Los ojos negros del odontólogo ahondaban en sus pechos, imaginando sus deseos de caricias, haciendo que la mujer sintiese su mirada como el rastro de un sueño perdido, de un sueño de sexo del que nunca se quiere despertar. Arturo dejaba caer sus párpados al tiempo que esbozaba una sonrisa. Cada una de sus miradas parecía un disparo silencioso dentro de una cacería furtiva, en donde la víctima moría de deseo, plena de placer, dejándose atrapar en la más absoluta quietud. Adela percibía las caricias visuales del odontólogo demandando que no acabasen nunca. Que aquel instante, que aquellos pensamientos inquietantes se hiciesen realidad.
Arturo se dirigió a Adela e inclinándose le tomó la mano y la besó diciendo:
–Goyo me dijo que eras muy hermosa. Sin embargo, creo que su léxico fue un tanto escueto, demasiado reglado para describir tu belleza como se merece. ¡Eres un soplo de beldad! ¡A tus pies, querida Adela! Recibe mis respetos.
Abelardo miraba a Arturo con estupor. Estaba molesto, irritado. El comentario del odontólogo le había parecido excesivo. La retórica que había utilizado para decir que la belleza de Adela le había conmovido evocaba un galanteo aparatoso que, a su juicio, sólo se daba en un donjuán callejero. En ese tipo de chulo ligón, anodino e inculto que es incapaz de decir una oración con sentido sin haberla plagiado con anterioridad. El elogio de Arturo le resultó falto de escrúpulos, demasiado perfecto para no haber sido ensayado con más de una mujer. Sin embargo, Abelardo sonrió, llevado por la obviedad del ridículo que evidentemente haría si demostrara ingratitud ante un halago dirigido a su mujer, y se guardó para sí sus pensamientos y la sensación de haber sido ofendido.
–¡Gracias, Arturo! Eres todo un caballero -dijo el escritor en tono irónico-. Tal como dijo Goyo, ¡todo un señor de los adjetivos!
–Soy sincero. Tu mujer es preciosa, francamente, es demasiado hermosa. Esta isla se sentirá honrada si una flor como ella la embellece aún más con su presencia…
El tiempo trascurría deprisa, llevado por la mano inquisitoria de Arturo. Nada de lo que acontecía se asemejaba a los planes que el escritor había hecho. Los días estuvieron llenos de almuerzos y las noches de cenas en grupo, a las que el odontólogo siempre invitaba a una nueva adquisición femenina, que utilizaba para entretener a Abelardo, mientras Adela y él se perdían en la cálida penumbra que precede al atardecer y que allí estaba preñada del ruido que el mar provoca al abrazar la isla con mansedumbre.
Él no permanecía ajeno al alejamiento de su mujer, a la atracción que Arturo ejercía sobre ella. Poco a poco se fue aislando del círculo de amigos del odontólogo. Ansioso, lleno de inseguridad, contaba los días, las horas que faltaban para regresar a Madrid.
31 de diciembre de 1997
Arturo organizó una gran fiesta para celebrar la Nochevieja que daría paso al año 1998. Con ella uniría la celebración de la entrada en el nuevo año y del éxito de sus logros profesionales. Al fin había conseguido hacerse casi con la totalidad del accionariado de la empresa de prótesis alemanas. El monopolio era suyo. Por este motivo no escatimó en gastos. Aquella Nochevieja debía ser inolvidable, para él y sus invitados. Todos los preparativos fueron organizados con la ayuda de Adela. Abelardo no mostró ningún tipo de entusiasmo, pero aceptó la invitación que Arturo le hizo de participar en la confección del menú. El odontólogo le pidió que fuese él quien se encargase de organizar las variedades vegetarianas que se incluirían. El escritor se vio forzado a ello por la desconfianza que sentía hacia Arturo. Desde el primer momento en que conoció al odontólogo supo que éste haría todo lo posible para conseguir a su mujer. Por eso Abelardo decidió no separarse de su esposa aunque eso le costase tener que cambiar su forma de vida, y ante todo se obligó a no exteriorizar los sentimientos de repulsa que sentía hacia Arturo.
Eugenia pasaría aquella noche en soledad. La orfandad de familia la obligaba a un retiro en apariencia forzado. Abelardo y Adela, casi en una exigencia, la ofrecieron asistir a la fiesta con ellos:
–Señor Abelardo, yo sólo soy el ama de llaves. Lo único que podría hacer con ustedes, sin sentirme mal, sería servir canapés. Prefiero estar sola. A mí esta noche sólo me trae el recuerdo de todos los que se han ido. Ustedes deben entender que no es un desprecio, comprendan que yo estaré más a gusto aquí. Les esperaré levantada. Para cuando vuelvan les tendré preparadas unas rosquillas de anís y un buen chocolate caliente que cure la resaca que seguro traerán. Son ustedes muy amables. Permítanme que les diga que me hubiera gustado que fuesen los hijos que nunca tuve.
–Eugenia, es usted maravillosa. ¡Tan de verdad! – dijo Adela emocionada-. Si no fuésemos amigos de Goyo, le propondríamos que se viniese con nosotros a Madrid.
–Y si yo no quisiese tanto a ese abogado para el que trabajo desde hace tantos años, seguramente aceptaría y me marcharía con ustedes. Bueno, querida, creo que deben aligerar. Se les echa la hora encima. Tienen todo preparado sobre la cama. Me he tomado la libertad de comprarle una orquídea. Póngasela. Es una flor tan hermosa como usted…
Eran las ocho de la tarde y Abelardo aún estaba a medio vestir. En apariencia el escritor no tenía ninguna prisa en salir.
–Abelardo, a este ritmo no llegamos ni a las uvas.
–Eres muy exagerada. Nos sobra tiempo. Son las ocho. Tienes demasiado interés. ¡Demasiado!
–Sí. Lo tengo. Estas vacaciones están siendo ideales. Entiendo que no son de tu estilo, que tu forma de vida es otra. Pero tampoco es para tanto. Pasado mañana volvemos. Ya queda menos para que vuelvas a ser un anacoreta -contestó Adela enfadada.
–¿Me pones la pajarita?-inquirió Abelardo sujetando las gomas que rodeaban el cuello de la camisa.
Adela enganchó los dos extremos de la pajarita y después hizo que su marido se girara hacia ella para darle el último toque a la solapa del esmoquin.
–¡Hay que ver lo guapo que estás! Deberías vestirte así todos los días…
La fiesta trascurrió de acuerdo con los planes que Arturo había trazado desde el primer momento. Sobre las dos de la madrugada el exceso de alcohol había hecho estragos en todos los invitados. Abelardo pasó la mayor parte de la velada junto a una preciosa mujer y su marido. Éste era un antropólogo que se empeñaba en demostrar que las personas que tenían el frontal estrecho eran menos inteligentes que las que lo tenían ancho. Al comienzo de la conversación, Abelardo se había mostrado entusiasmado con la hipótesis del hombre, pero trascurrida la primera hora de monólogo científico, a cargo del antropólogo, se vio enfrascado en una encarnizada, estúpida y reiterativa discusión, cuyo final parecía no existir.
Arturo llevó a Adela al estanque de las ranas que estaba ubicado en la parte trasera de la gran finca, bastante alejado de la mansión. Allí había una pequeña casa que tiempo atrás ocuparon los guardeses de los padres del odontólogo. La chimenea dejaba salir un humo que, por su olor, parecía proceder de una quema de barritas de incienso. La pareja entró en el interior. Todo estaba preparado para ellos -así se lo había exigido Arturo al personal de servicio-. Adela se dio cuenta, pero no se sintió incómoda por ello. Ella había deseado que aquel momento llegase. Desde el primer día que conoció al odontólogo, desde el instante en el que los ojos de Arturo se clavaron en sus labios, anheló hacer el amor con él. Arturo cerró la puerta, le quitó el echarpe de los hombros y le acarició los omóplatos. Seguidamente, con descaro, le bajó los tirantes. Adela se estremecía de placer. Inclinó el cuello y rozó con su barbilla una de las manos de Arturo. Él la miró durante unos minutos en silencio y después dijo:
–¡Quiero que te desnudes! ¡Quiero que te tumbes en la alfombra! Voy a hacerte el amor como nunca nadie te lo ha hecho. Conseguiré que mueras de placer. Haré que nunca te olvides de lo que vas a sentir. El placer que percibirán tus sentidos, hará que cada día que pases sin mí, sin mi sexo, sea insoportable.
Adela no dijo nada, se desnudó y dejó que Arturo diera rienda suelta a sus deseos más profundos, los mismos deseos que ella sentía. Cuando los dos volvieron a la mansión todo continuaba como lo habían dejado. Abelardo seguía su encarnizada discusión con el antropólogo, mientras la mujer de éste dormía profundamente sobre las rodillas de su marido.
Adela miró a Arturo. Él inclinó la cabeza y le susurró al oído:
–¡Aún necesito más de ti! Sé que tú también. Sé que ya no podrás olvidarme.
Adela sonrió y con disimulo murmuró:
–Nunca dejaré a mi marido. ¡Nunca!
–No quiero que le dejes. Sólo quiero que tus deseos carnales sean míos; tus deseos y tus pensamientos. ¡Sé que lo serán! – Arturo hizo una pausa y, tras ella, levantó el tono de voz-. Voy a llevar al servicio a Ibiza. Se lo prometí. ¿Te encargas de lo que pueda hacer falta?
–¡Por supuesto! – contestó Adela.-Lo sé -dijo Arturo.
Sobre las cinco de la madrugada Abelardo y Adela se despidieron del odontólogo. Minutos más tarde, ya en el coche, él le preguntó:
–¿Dónde has estado?
–No te entiendo -contestó Adela sin mirarle.
–¿Dónde habéis ido tú y el engreído de Arturo?
–Ah, no entendía lo que me preguntabas. Me enseñó el estanque. Un maravilloso estanque lleno de plantas acuáticas. Ya sabes que una de mis pasiones son las plantas, y créeme ésas son especiales.
–Os habéis liado -dijo Abelardo.
–¿Cómo puedes insinuar que me he acostado con él?
–No lo insinúo. Lo afirmo. No hay que ser muy listo para darse cuenta. ¡Está loco por follar contigo! Pero eso no es lo que me preocupa. Lo que me inquieta es que parece que a ti te gusta.
–¡Vete a la mierda! No me dirijas la palabra en lo que queda de noche -contestó Adela.
–Sé que os habéis liado, ¡lo sé!
Adela levantó la mano y le dio un bofetón a su marido. Él no pareció sentir la mano de su mujer. Paró el coche en la cuneta y dijo:
–Si no has estado con él, lo harás ahora conmigo. Sé que el alcohol te pone muy a tono.
–Estás borracho, ¡estás completamente ebrio! Me das miedo. Nunca te había visto así -dijo Adela temblorosa.
Abelardo se bajó del coche. Dirigiéndose a la puerta de su mujer la abrió invitándola a salir y a pasar a la parte trasera del vehículo. Después de haber mantenido relaciones sexuales, Abelardo preguntó:
–¿Qué hora es?
–¿Eso es todo? – dijo Adela-. ¿No tienes nada que decirme?
–¡Por supuesto! Sé que te has acostado con Arturo. No quiero que me digas nada. ¡No me importa! No me importa porque sé que aún me quieres. Pero… ¡te pido que no lo repitas! Si vuelves a liarte con él, te dejaré -dijo tajante Abelardo.
–No lo he hecho.
–Nos vamos. No quiero volver a hablar de este tema. Eugenia debe estar esperándonos.
Los dos pasaron a la parte delantera del vehículo y regresaron a la casa en silencio. Cuando llegaron, tras dejar el coche en el garaje, caminaron por el jardín hacia la entrada. El ruido de las olas se oía lejano, casi perdido en el amanecer de aquella noche invernal que se iba llena de nostalgia sobre el horizonte balear.
–Eugenia no debe saber que hemos discutido -dijo Adela.
–¡Está bien! – contestó Abelardo sin mirar a su esposa.
La puerta estaba entreabierta. El exquisito olor de las rosquillas de anís recién hechas embargaba el vestíbulo, y eso hizo que ambos sonriesen con agrado. Caminaron presurosos hasta la cocina sintiendo, con anticipación, el sabor de las rosquillas caseras en su paladar. Adela se llevó el índice de la mano derecha a los labios indicando a su marido que guardase silencio, mientras que con la otra mano se descalzaba unos metros antes de aproximarse a la cocina.
–No hagas ruido. Vamos a darle una sorpresa. Le diremos: «¡Sorpresa! ¡Feliz año nuevo!» ¿Vale? – dijo Adela llena de entusiasmo.
Abelardo asintió conteniendo la risa. La pareja entró de sopetón en la cocina.
–¡Sorpresa! – gritaron al unísono.
No dijeron una palabra más. Sus bocas enmudecieron al contemplar una escena, nada extraña, que les hizo evocar el horror sentido días atrás…
Eugenia estaba sentada. Su cabeza reposaba encima de la mesa. Tenía la cara ladeada y cubierta casi en su totalidad de sangre. A simple vista se podía apreciar que la sangre procedía del corte profundo que tenía en el cuello. Las dos manos de la mujer reposaban encima de sus muslos; en la derecha, todos los dedos, a excepción del pulgar, habían sido amputados. El cuerpo estaba inclinado hacia delante y parecía que en cualquier momento iba a precipitarse al suelo. Al lado de sus pies había un bisturí.
En el tablón de corcho que colgaba de la pared, junto al teléfono, estaban los dedos de la víctima sujetos con clavos. En el suelo el martillo con el que habían sido machacados. La fuerza de los martillazos había sido de tal magnitud que el tablón estaba adherido a los azulejos, y éstos se habían resquebrajado a causa de los impactos. La colocación de los dedos formaba la letra «M». El grifo de la pila estaba abierto, y parte del agua caía al exterior salpicando el suelo de la cocina. Esto era debido al excesivo caudal que salía por el difusor, lo que hacía que el choque del líquido incoloro, con los gruesos guantes de plástico negro que había en el interior de la pila, desplazase el agua fuera del seno de aluminio. En el centro de la mesa había dos tazas de chocolate y un plato de rosquillas; junto a la bandeja de repostería, una botella de anís y una copa vacía.
Adela gritó y, presa del pánico, corrió hacia el garaje. Abelardo permaneció inmóvil frente al tablón de corcho sin decir palabra. Cuando estuvo en el coche, sacó el teléfono móvil y marcó el número de Arturo. Nadie contestó. Angustiada, lo intentó varias veces, agotando el tiempo de llamada hasta que el buzón de voz saltaba confirmando la exactitud del número que había marcado. Adela colgaba y volvía a llamar una y otra vez. Por fin una voz somnolienta contestó al otro lado:
–¿Sí?, ¿quién es?
–Soy yo. ¡Tienes que venir! ¡Tienes que venir enseguida! ¡Por favor! ¡Por favor, Arturo! ¡Han matado a Eugenia! ¡Está muerta! ¡Eugenia está muerta!
–¿Qué dices? ¡Es imposible! ¡No puede ser!
–¡Te lo juro! Está muerta -contestó Adela sollozando.
–¿Habéis llamado a la policía? – preguntó Arturo.
–No. Acabamos de llegar. No he pensado en nadie. ¡Sólo en ti! ¡Por favor, Arturo! ¡Te lo suplico! ¡Ven! Estoy asustada, ¡tengo miedo! ¡Demasiado miedo!
–¡Tranquilízate! Salgo inmediatamente. Cuando cuelgues llama a la policía. ¿Dónde está Abelardo? – preguntó Arturo.
–Sigue dentro de la casa. Creo que esta vez no se va a recuperar. La han asesinado igual que a Teresa. ¿Sabes cómo mataron a Teresa, a nuestra ama de llaves? ¡Fue terrible!
–Goyo me puso al corriente de su muerte. Tranquilízate, estoy seguro de que no tiene nada que ver un incidente con el otro. Ahora quiero que me escuches. Cuelga y entra a buscar a tu marido. No dejes que toque nada. Intenta controlarte. Sé que es difícil, pero debes hacerlo… Ya estoy en el coche. Voy hacia allí. ¡Llama a la policía! – repitió Arturo.
Adela llamó a la policía y se dirigió a la casa. Entró en la cocina. El escritor permanecía inmóvil en el mismo lugar.
–¡Abelardo! – dijo Adela poniendo su mano encima de la espalda de su marido. Él no se movió-. Abelardo, reacciona. He llamado a Arturo; viene de camino y la policía también. No debes preocuparte. Todo se solucionará
Adela hablaba mirando hacia el suelo. Quería evitar la vista del rostro de Eugenia. El agua del grifo seguía corriendo y resbalaba por la encimera hasta el suelo, mezclándose con la sangre que la víctima había perdido.
–Salgamos fuera. ¡No puedo seguir aquí más tiempo! – dijo Adela entre sollozos.
–¿Has visto? – inquirió su marido con los ojos clavados en el tablón de corcho.
–¿El qué?
–Los dedos. Los dedos de la pobre Eugenia. ¡El hijo de puta los ha clavado con un martillo! Forman la letra «M». Los de Teresa formaban una «I». Está escribiendo una palabra, ¡el muy hijo de puta! El cabrón está formando una palabra. Igual que el asesino de mi novela. No debí escribir esa novela. ¡Está maldita! Voy a encontrarle, ¡juro que lo haré! Cuando le encuentre le amputaré los dedos como ha hecho él con Teresa y con Eugenia. ¡Juro que lo haré! – dijo Abelardo, llevado por la impotencia y el asco que le provocaba lo que veía.
–Abelardo, por favor. Estás desvariando. Dices barbaridades. No puedes saber quién es, ¡es imposible!
–Te equivocas, poco a poco se está dejando ver. Tiene que ser alguien que conozca la novela, alguien que la haya leído o tenga una copia de ella. Todo es exacto. Es demasiado exacto a la trama de mi obra, demasiado. Cometerá algún fallo, todos los asesinos cometen fallos. No existe el crimen perfecto, sólo en la ficción. Lo encontraré, ¡juro que lo encontraré!
–Todo puede ser una simple coincidencia… Lo que ha ocurrido no es exacto a la trama de tu novela; no es igual. Al ver a Eugenia me he dado cuenta de que este asesinato nada tiene que ver con tu obra – dijo Adela segura de sus observaciones.
–¿No me escuchas? ¿No has escuchado lo que te he dicho? Todo es literal.
–Creo que estás trastornado, creo que desde la muerte de Teresa tienes alucinaciones. No estás bien. No lo estás. Los crímenes de tu novela no se parecen a éste. No existe el bisturí ni el martillo, y las letras que forma el asesino con los dedos no son las mismas. Tampoco están los guantes de goma. Lo único que tienen los dos asesinatos en común con tu obra es la forma como han muerto Teresa y Eugenia, seccionándoles la yugular y amputándoles los dedos. Estoy segura de que es una desgraciada coincidencia. Muchos psicópatas siguen pautas parecidas -dijo Adela.
–Te equivocas. No escuchas. ¡Nunca me escuchas! ¡Nunca! Este asesinato es exacto al segundo que comete el asesino de mi novela. Es tan exacto que me espanta. Cambié detalles en la novela con el fin de darle mayor morbosidad a los crímenes. Introduje los guantes, el bisturí y el martillo. Lo hice después de que tú la leyeses. Dijiste que le faltaba morbo, maldad. Dijiste que era vulgar. Volví a leerla y pensé que podías tener razón. La doté de mayor morbosidad e hice que el asesino fuera más cruel… Y todos esos detalles están aquí, al igual que lo estaban en el asesinato de Teresa; todo coincide. ¡Todo!-gritó Abelardo-. ¿No lo entiendes? ¿Aún no lo entiendes? ¡Alguien conoce mi obra! Estoy seguro de que las pruebas forenses demostrarán que el asesino sedó a su víctima antes de matarla. Igual que lo hizo con Teresa.
–¡Dios mío!-exclamó Adela apoyándose sobre la espalda de su marido-. No debes hablar con nadie sobre esto, con nadie. Estás perdiendo el control. Creo seriamente que estás trastornado. Aquí no ha pasado nada. ¡Entiendes! Nada que se parezca a una obra que no existe, porque ni tan siquiera ha sido registrada. ¡Nada! Entiendo cómo te sientes. Yo estoy peor que tú, pero no pienso sacrificar mi vida para que un loco se salga con la suya. Confío en que esta pesadilla acabe lo antes posible. Confío en que la palabra que este maldito está escribiendo sea de pocas letras. Espero que no tenga que ver con nosotros, que no siga matando a las personas que conocemos. Si seguimos la trama de tu obra, ésta será la última víctima relacionada directamente con nosotros. Recuerdo que el asesino comete sus primeros asesinatos en dos casas habitadas por la misma persona en diferentes épocas del año, pero después los siguientes crímenes que comete no están relacionados; así que, si el asesino de Teresa y Eugenia está siguiendo el argumento de tu novela, estaremos a salvo. Es egoísta por mi parte, pero es lo que pienso y lo que quiero… Dime, dime que no cambiaste la trama, ¡dímelo!
–Tú dijiste que era vulgar y ciertamente lo era.
–¡Dios mío!-exclamó Adela-. ¡No, por favor! ¡Por favor!
–Eso no es lo peor. ¿Sabes qué es lo peor de todo? – inquirió Abelardo.
–¿Puede haber algo peor que lo que está pasando?
–Está matando gente por mi culpa. Por mi maldita culpa. Me siento el creador, el padre de ese asesino por haberle imaginado. Siento que soy responsable de sus acciones y empiezo a obsesionarme. ¡Es un castigo de Dios! Sé que lo es, de Dios o del diablo.
El ruido de las sirenas se oía cada vez más próximo.
–Llega la policía, no comentes nada. ¡Déjalos hacer! No digas nada de la novela -dijo Adela en tono imperativo.
–No puedes pedirme eso. Me siento como el cómplice de ese asesino. ¡No puedo seguir ocultándolo más! Si lo hago, seré igual de culpable que lo es él. Debo contárselo todo a la policía. ¿No lo entiendes? Necesito lavar mi conciencia. Cuando he visto a Eugenia me he sentido responsable de su muerte.
–¡Eres imbécil!-gritó Adela-. ¿Cómo puedes decir semejante tontería? ¿Cómo? Cuando la mataron, estabas con un centenar de personas. Tú no has hecho nada, tú no tienes nada que ver con toda esta basura. No tengo ni idea de cuáles son los fines que persigue el asesino, pero tampoco me importan. Sólo me importa mi vida, nuestra vida. ¡Te exijo que guardes silencio!
Abelardo seguía inmóvil mirando el tablón de corcho. Adela, consciente de la similitud que había entre la trama de la novela y el asesinato de Eugenia, decidió que lo mejor que podía hacer era deshacerse de algunas pruebas antes de que la policía entrase en la casa. Se inclinó despacio y giró lentamente la mano hacia atrás mientras se agachaba hasta alcanzar el bisturí que introdujo en el bolso.
–¡Salgamos de aquí! ¡La policía está a punto de llegar! – dijo empujando a su marido, que permanecía de espaldas a ella. Abelardo comenzó a caminar. Cuando traspasó el umbral, ella se agachó, cogió el martillo del suelo y lo guardó junto al bisturí.
Cuando la policía llegó, el matrimonio estaba en el jardín. Los dos agentes entraron en la casa acompañados por Abelardo, que seguía sumergido en sus pensamientos:
–Señor -dijo el más joven al ver el rostro desencajado del escritor-, ¿se encuentra bien? Si no lo está, puede esperar fuera con su esposa.
–¡Se lo agradezco! – contestó Abelardo.
El agente extendió la mano al tiempo que se ladeaba para dejar paso al escritor. Abelardo salió de la casa. Los dos hombres entraron en la cocina y el más joven se dio la vuelta al contemplar la imagen del asesinato al tiempo que se llevaba la mano derecha a la boca en un intento vano por controlar los espasmos de su estómago.
–¡Esto es espantoso! Es una aberración -dijo el compañero inmóvil ante el cadáver-. Llama a los de homicidios. Que avisen al forense y al juez de guardia. ¡Dios nos asista!
–Señor, ¿cuál es su nombre? – preguntó el agente más joven-. Dígame cómo se llama.
–Abelardo Rueda.
–Adela Cierzo -contestó la mujer casi al tiempo que su marido.
–Usted…, usted es el Premio Ediciones. ¡Es un honor conocerle! Soy un ferviente admirador de sus obras. Me entusiasma el suspense. ¡Es usted genial! – dijo el policía.
El agente de más edad permanecía en silencio mirando al escritor, pero al escuchar a su compañero dijo:
–Claro, ya decía yo que usted me resultaba familiar. Si no me falla la memoria, su ama de llaves fue asesinada hace poco. Creo, a juzgar por lo que he visto, que en circunstancias muy parecidas.
–Sí -contestó Abelardo.
–Me temo, señor Rueda, que tendremos que pasar la noche en comisaría.
–Tenemos que llamar a Goyo. ¡Tenemos que hacerlo ya! – dijo Adela.
–Son las cinco de la mañana. Llamaré más tarde -contestó el escritor.
–Si tú no lo haces, lo haré yo. Es el propietario de la casa y tu abogado.
–Creo que su mujer tiene razón-dijo uno de los agentes-, deberían ustedes hablar con su abogado.
El coche de Arturo entró en la calle de la urbanización a gran velocidad.
–¡Señor! ¡Retire el vehículo de la entrada! – dijeron al unísono los agentes.
–Adela, ¿te encuentras bien? – inquirió Arturo.
–¿Qué hace éste aquí? – preguntó Abelardo en tono despectivo.
–Por favor, cálmate. Yo le llamé. ¿No lo recuerdas?
–¿Habéis llamado a Goyo? – preguntó Arturo.
–No -contestó Adela-, íbamos a hacerlo justo ahora.
–Si queréis ya lo hago yo.
–¿Puede esperar la señora en el coche mientras ustedes acaban? – preguntó Arturo a los agentes.
–Por supuesto -contestaron los policías.
Arturo y Adela se dirigieron hacia el todoterreno. El odontólogo abrió la puerta trasera del vehículo y sacó una manta de cuadros, que puso en la espalda de Adela al tiempo que acariciaba el cuello de la mujer con suavidad…
Las diligencias policiales se alargaron toda la madrugada, hasta muy entrado el mediodía. El levantamiento del cadáver se realizó a las quince horas treinta minutos de la tarde, y a las catorce horas quince minutos Goyo ya estaba en la isla. Ana había viajado con él para encargarse de todo lo concerniente al funeral de Eugenia.
–¿Cómo estáis? – preguntó Goyo en las dependencias policiales.
–No sabes cuánto siento lo que ha pasado -dijo Abelardo abrazando a su abogado.
–Lo sé -contestó Goyo-. Eugenia era maravillosa. No entiendo cómo alguien puede ser capaz de cometer semejante barbaridad. ¡No podré entenderlo nunca! Ahora debemos pensar dónde os vais a instalar hasta que todo acabe. Tenéis que recobrar la normalidad. Lo que ha pasado es atroz, atroz por las consecuencias, por su muerte y por lo que os afecta a vosotros. En cierto modo me siento responsable por haberos sugerido pasar aquí las navidades. Estoy confuso…, creo que no acierto a pensar con normalidad.
–Tú no eres responsable de nada. Esto es irracional, irracional -repetía una y otra vez Abelardo.
–Quiero que os tranquilicéis. No os preocupéis por los temas menores; yo me encargaré de todo. Os quedaréis en mi casa -dijo Arturo.
–Será un placer -contestó Adela sonriendo.
–Gracias, Arturo -dijo Goyo-. Ana y yo también nos instalaremos en tu casa.
Al salir de comisaría los dos matrimonios se dirigieron a los coches para emprender viaje hacia la residencia del odontólogo.
–Necesito tomar algo caliente, me encuentro mal -dijo Adela a mitad de trayecto.
–Por supuesto -contestó Arturo-. Conozco un pequeño restaurante que está justo dos calles más arriba. Nos tomamos unos canapés y nos vamos. Es mejor que lo hagamos así; en casa no creo que quede nada comestible. No está el servicio; le di el día libre.
–No creo que a mí me quepa nada en el estómago -contestó el escritor mirando de reojo a su mujer.
–Abelardo -dijo Ana mientras se secaba las lágrimas-, Adela tiene razón. Todos estamos demasiado cansados. Debemos comer algo, aunque sólo sea un canapé.
Una vez estuvieron instalados en el restaurante, Adela se dirigió a Ana:
–¿Me acompañas? Necesito ir al baño.
Las dos mujeres entraron en el aseo. Ana se inclinó en el lavabo y abrió el grifo poniendo las manos bajo el agua. Adela entró en el retrete y echó el pestillo. Abrió el bolso, sacó el bisturí y el martillo y los tiró en la papelera para los residuos inorgánicos. Esperó unos segundos para utilizar la cisterna.
–Adela, ¿te encuentras bien? – preguntó Ana ante la tardanza de su amiga.
–Sí. He estado a punto de vomitar. Pero ya estoy mejor. Creo que necesitaré un ansiolítico.
–Yo puedo darte uno. Antes de salir de Madrid tuve que comprarlos.
El matrimonio Rueda, por orden judicial, tuvo que permanecer en la isla durante todo el mes de enero. En el transcurso de aquellos días la prensa se hizo eco de todo lo acontecido. La población ibicenca, impresionada por la morbosidad de aquel crimen y ayudada por el sensacionalismo de algunos medios de comunicación, comenzó a desarrollar hipótesis sobre la identidad del autor de los crímenes. Algunos medios de comunicación llegaron a confirmar la existencia de pruebas contundentes que imputaban la autoría de los hechos al mismo sujeto. La expectación sobre aquel sádico crimen llegó a tal extremo que algunas cadenas privadas de televisión dieron al suceso prioridad máxima en sus espacios de debates. Incluso se abrió una página en Internet en la que se hacía la pregunta:
«¿Fue un espíritu salido de las macabras obras del escritor quien mató a las dos mujeres? Danos tu visión de los hechos. ¡La mejor versión será premiada!»
El interés de la mayoría de los ciudadanos isleños y peninsulares dio lugar a una encarnizada lucha entre los distintos medios de información por hacerse con la exclusividad de los datos del sumario. La información salió a la luz pública a través de la revista Confesiones desde la Cárcel, pero no publicaron íntegramente todos los datos. Algunos detalles se ocultaron, ya que las mismas fuentes que filtraron parte del sumario consideraron que esta omisión era indispensable para preservar el anonimato. La revista salió a la calle el veinticinco de enero. En la portada aparecía Constantino. El individuo tenía en sus manos el número anterior del semanario sensacionalista en el que salió publicada su primera declaración. El titular decía: «Abelardo Rueda mató a mi prima y seguirá matando si no se hace justicia». Y más adelante se leía: «Los datos ocultos del sumario en exclusiva para nuestros lectores. Páginas 6-8».
Durante el transcurso de los debates de radio y televisión que se realizaron sobre los asesinatos, y cuya emisión era efectuada en directo, se habilitaban números de teléfono a través de los cuales los ciudadanos podían participar dando su versión de los hechos. Para la opinión pública el juicio había comenzado sin que, a efectos policiales, estuvieran concluidas las investigaciones. El juez al que se le había asignado el caso tuvo que poner fin a todo ello al comprobar que se estaban dando los nombres de Abelardo Rueda y Adela Cierzo como cómplices de los homicidios. Asimismo ordenó la retirada de los números de la revista Confesiones desde la Cárcel en los que el escritor era acusado directamente de las muertes.
Goyo interpuso una querella criminal contra Constantino por las declaraciones que éste hizo a la revista. El juez, basándose en los datos que Constantino hizo públicos y la evidente relación de algunos de ellos con los informes periciales, perturbado por la presión mediática y la repercusión de los hechos en la opinión pública, consideró necesario ordenar prisión preventiva contra Constantino, junto a la consiguiente orden de registro. Esta orden judicial colocó al primo de la primera víctima como presunto encubridor del asesino.
Cuando la policía se personó en su domicilio para proceder a su detención, Constantino aguardaba a los agentes sentado en las escaleras del portal. Encima de sus rodillas, perfectamente doblada, descansaba una gabardina oscura y, sobre ésta, un sombrero de piel, ahuecado y dispuesto para ser utilizado. El hombre estaba leyendo con indiferencia un periódico. Las condiciones precarias del papel evidenciaban, de un solo vistazo, que era un ejemplar antiguo. La puerta del domicilio estaba abierta de par en par, dejando a la vista el pequeño distribuidor en cuyas paredes se amontonaban burdas copias de todas las obras de Picasso. Bajo el umbral de la puerta de entrada al salón había un espejo de pie en el que, entre el cristal y la madera del marco, se veían una decena de fotos de Teresa, el ama de llaves de Abelardo Rueda, que plasmaban distintos momentos de lo que fue la vida de la mujer en el pueblo. En el centro de la luna, una instantánea, de proporciones desmesuradas, mostraba el cuerpo inerte de la víctima sobre el suelo de tarima donde fue asesinada, imagen ésta que no se correspondía con ninguna de las que el día de autos había tomado la policía científica, por lo que fue considerada una prueba concluyente, ya que nadie, a excepción de la policía, había tomado fotos del cadáver. Varias velas blancas encendidas rodeaban aquella especie de altar, formando un círculo de exacto perímetro en torno al espejo. El resto de la casa estaba en perfecto orden. Su decoración escueta y su extrema limpieza eran tan infrecuentes que se asemejaban más a un escaparate mobiliario que a un domicilio habitado. Tal era su pulcritud que parecía haber sido preparada concienzudamente.
Los agentes no tuvieron ningún tipo de reparo en manifestar su desagrado ante aquel escenario dantesco, propio de la mejor escena de un thriller de terror, donde lo único que faltaba era la presencia de la víctima. Constantino sonreía mirando impávido a los agentes.
–No debería impresionarles esto, al fin y al cabo sólo son banalidades. Lo que debería inquietarles es que el asesino anda suelto, y que además goza de reputación. Ustedes son fáciles de impresionar; ése es su gran defecto. Deberían enseñarles a soportar todo. Es la única manera de que hagan bien su trabajo, de que su inconsciente no les traicione…
–Lo que usted diga -respondió con despotismo uno de los agentes al tiempo que procedía a leerle sus derechos.
Constantino fue detenido y puesto a disposición judicial. Su detención duró veinticuatro horas, ya que sufrió una crisis epiléptica grave en las dependencias policiales que obligó a ingresarle en un hospital madrileño.
El día en el que Abelardo recibió el comunicado judicial que le informaba de que se le permitía abandonar la isla, enmudeció. Aquel mes había sido interminable. La presión a la que había estado sometido fue excesiva. Tanto que llegó a creer que nunca volvería a la península. Aquella mañana Goyo le llamó desde Madrid.
–Quiero que sepas que he mandado una nota de prensa a todos los medios de comunicación. Todo este asunto se ha desbordado. Ayer hablé con Carlos, y los dos estamos de acuerdo en que debes recobrar tu imagen y tu prestigio. Todo el mundo debe saber la injusticia que se está cometiendo contigo, la falta de rigor de las informaciones, que estás siendo víctima de diversas acciones de carácter claramente inconstitucional. Esto debe parar. ¡Tienes que dar una rueda de prensa! Es la forma más rápida de que todo vaya por otros derroteros. Será beneficioso para tu carrera y para el buen curso de las acciones legales que hemos emprendido.
–No pienso hacerlo. Soy tan culpable como el asesino. La gente tiene razón. A su manera, pero desgraciadamente tiene razón -contestó Abelardo.
–No digas tonterías. Es una imprudencia pensar eso, y aún más decirlo. No seas inconsciente. Sé que los acontecimientos te están alterando. Es lógico, era previsible; pero de ahí a que te sientas responsable… hay un mundo.
–Tengo que ver mucho más de lo que todos creéis en lo que está pasando. Tal vez demasiado. Ese malnacido asesina a la gente que está relacionada conmigo. Desde que mató a Eugenia, no hago otra cosa que pensar si habrá más víctimas. Sólo pienso en la posibilidad de que vuelva a cometer otro asesinato; sólo pienso en que el próximo puede ser cualquiera de nosotros, cualquiera. ¡Estoy aterrorizado! ¡Desesperado! No encuentro una salida a todo esto. Tengo la sensación de haber perdido el control de mi vida.
–Nadie es culpable de las acciones de los demás. Tú no eres responsable de los psicópatas que andan sueltos. Tu caso no es el primero. Este tipo de individuos busca notoriedad, y la notoriedad es más rápida cuando hay un personaje público de por medio. Eso es lo que debes tener en cuenta. Tú no eres responsable. En todo caso tu popularidad te ha llevado a ser el blanco de muchas miradas y la diana de un psicópata. No puedes hacer nada. Lo único que está en tus manos es tu propia vida y el derecho que tienes a vivirla como lo hace cualquiera. Confiemos en que ese asesino no vuelva a matar y pongamos todos los medios a nuestro alcance para que la policía tenga una línea mejor y más clara de investigación. Confiemos en la justicia.
–Estoy abatido.
–Ahora debéis regresar. Cuanto antes recobréis la normalidad, antes olvidarás todo. Debes pensar en todo lo que te he dicho. Piensa en la rueda de prensa, ¿de acuerdo?
–Lo intentaré. Gracias, Goyo.
Abelardo y Adela regresaron a Madrid aquella misma tarde. Carlos les esperaba en el aeropuerto junto a un centenar de periodistas deseosos de ser los primeros en recoger las declaraciones del literato. Abelardo, siguiendo los consejos de Goyo, se había mantenido recluido en la finca de Arturo guardando silencio desde que Eugenia fue asesinada. Por ello, su primera aparición en público, desde el homicidio, generó una gran expectación. Uno de los reporteros de una cadena de televisión privada se abalanzó sobre él y le acercó tanto el micrófono que casi se lo pegó a los labios.
–Señor Rueda, ¿tiene usted idea de quién puede ser el asesino? ¿Díganos si ha pensado en cuál puede ser su perfil?
–Sí, por supuesto que lo he pensado -contestó tajante el escritor mientras los policías de seguridad del aeropuerto intentaban que el grupo de periodistas se separase de él.
–¿Puede decirnos algo al respecto? – volvió a preguntar el reportero.
–Claro que puedo. Sepan ustedes que el culpable no es una sola persona. Lo somos todos. Ustedes y yo. Todos somos responsables, porque todos, de una manera u otra, le estamos alimentando, le estamos dando carnaza para que vuelva a matar. Seguro que está satisfecho; seguro que ahora está riéndose de nosotros, disfrutando del espectáculo que le estamos dando, del morbo, del asqueroso morbo. Ese ser depravado no sólo está matando personas, está matando el alma de todos nosotros, de todas las personas que se venden a la anormalidad de un acto tan deplorable.
–Señor Rueda, nosotros sólo estamos haciendo nuestro trabajo. Nadie es responsable de las acciones de un criminal. Al menos yo no me siento responsable. La gente tiene derecho a la información y nuestro deber es informar -dijo el periodista.
–Yo también hice mi trabajo; sin embargo, podría haberlo hecho de otra forma. Tal vez, si no hubiese escrito ninguna novela de este género, no habría pasado nada. Quizá si ustedes no le dieran al tema tanta importancia, tanta morbosidad, la gente no se acostumbraría a los crímenes y dejaría de verlos como algo cotidiano. Posiblemente la falta de espectáculo, la parquedad en la información, quiero decir, la omisión de los detalles innecesarios, nos haría ver a los asesinos como lo que son: seres despreciables. Sin embargo, y por desgracia, se están convirtiendo en el centro del espectáculo. Lo más triste es que eso es lo que ellos quieren, ser el centro de todo es su segundo deseo. El primero es matar.
–La información es necesaria. No se pueden omitir datos de una noticia porque no nos gusten.
–¡Por supuesto que no! Pero, señor mío, esos datos se pueden tratar de otra forma -dijo el escritor al tiempo que separaba el micrófono de su barbilla-. Sepan ustedes que yo me siento responsable de esas dos muertes. Si pudiese daría mi vida para que esas dos mujeres volviesen a vivir.
Adela tiraba del brazo de Abelardo intentando sacarlo de la terminal sin conseguirlo.
–¡Carlos, sácale de aquí! – gritó.
Carlos agarró con fuerza el brazo de Abelardo y tiró de él. Dos agentes de seguridad se interpusieron entre el escritor y los periodistas, extendiendo los brazos para impedir que la prensa se acercase de nuevo a él. Cuando Abelardo estuvo fuera del alcance de los reporteros, Adela se dirigió a ellos y con soberbia dijo:
–¡Gracias, señores! Esto ha sido todo. Mi marido no tiene nada más que decir. Rellenen sus miserables ediciones con otros asuntos más culturales; creo que la sociedad se lo agradecerá.
Durante el camino hacia la residencia del matrimonio, Carlos le dijo a Abelardo:
–No deberías haber hecho ningún tipo de declaración sin antes haber hablado con Goyo. Creo que te has dejado llevar por tus emociones. Permíteme que te diga que has sido irresponsable, bastante irresponsable.
–He dicho lo que pensaba. A partir de ahora será lo único que haré. No me importa la opinión que pueda tener nadie de mí, después de lo que se ha escrito, ya no se puede decir nada más grave sobre mi persona. Yo no he matado a nadie. Una cosa es que me sienta responsable de ello, y otra muy diferente es que sea el asesino, que se me juzgue por ello, que se me haga un sumarísimo a mí en exclusiva, cuando todos están azuzando al criminal para que siga matando.
–Carlos no se ha referido a eso -dijo Adela-. Se refiere a los perjuicios que tus declaraciones pueden causar a tu carrera. Has dicho que si no hubieses cambiado tu género literario esto no habría sucedido, y eso es una aberración, una irresponsabilidad por tu parte; es terrible, terriblemente irresponsable.
–No sólo me refería a eso -contestó el editor-, sino también a los problemas judiciales que pueden ocasionarte tus declaraciones. Debes tener cuidado con lo que dices, mucho cuidado. Estamos hablando de crímenes, no lo olvides.
–Abelardo -dijo Adela-, ¿le has comentado a Carlos que ya has empezado a hacer las rectificaciones de la novela? ¿Ves cómo no he olvidado tu encargo? Me dijiste que te recordase pedirle la copia, ¿te acuerdas? – preguntó Adela dando un codazo a su marido al ver que éste no contestaba.
–Sabes que no he podido escribir -respondió tajante el escritor-. No he tenido tiempo para ello. He tenido que dedicarme en exclusiva a controlar tus continuos y descarados flirteos con el engreído de Arturo.
–Arturo es un tipo estupendo -dijo Carlos en tono de chanza-, pero reconozco que es un verdadero peligro para las mujeres.
–¿Le conoces? – preguntó Abelardo.
–Por supuesto. El edificio donde vosotros vivíais es de su padre. La agencia inmobiliaria también. – Abelardo escuchaba a Carlos con una curiosidad manifiesta y creciente, lo que hizo que por un momento se olvidase del desgraciado asunto de los asesinatos-. Le conocí a través de Goyo. Un amigo andaba buscando un apartamento cerca de los juzgados. Le comenté a Goyo la dificultad que tenía para encontrar un apartamento de alquiler en esa zona y me dijo que quizá podría ayudarnos. Nos presentó a Arturo y él enseguida habló con su padre, y mi amigo consiguió el apartamento. Ya conoces el dicho: hay que encontrar padrino antes de bautizarse.
–Entonces, ¿tu amigo era vecino nuestro? – preguntó Abelardo.
–No. Vivió allí muchos años antes de que tú publicases tu primera obra histórica. Por aquel entonces el edificio estaba recién inaugurado.
–Abelardo -dijo Adela-, ¿no recuerdas que fue Carlos quien nos llevó a la inmobiliaria?
–Sí, por supuesto, pero no sabía que la inmobiliaria fuera propiedad del padre de ese engreído. Si lo llego a saber, te juro que no habría alquilado el ático.
–Lo cierto es que no entiendo por qué Arturo trabaja tanto. A su padre le sale el patrimonio por las orejas. Sin embargo, Arturo no quiso trabajar con él. Le pidió unos cuantos millones cuando se graduó para montar la primera clínica en Santa Eulalia. ¡De tal palo, tal astilla! Mira dónde ha llegado. Tengo entendido que ahora es el dueño de una empresa de prótesis alemanas.
–No es el dueño -contestó Abelardo-, es un accionista.
–Lo será -respondió Carlos-, créeme. Llegará a ser el propietario, se hará con la totalidad del accionariado. Espero que nunca se interese por el mundo de la edición. Sería la ruina del sector. Se haría con el monopolio. Su avaricia le puede, ése es su gran defecto, y un peligro para su integridad moral. No tiene límites.
Adela escuchaba con entusiasmo las palabras de Carlos.
–¿Es igual de constante y posesivo con las mujeres? – preguntó Abelardo mirando a Adela.
–Entiendo tus celos. Es irresistible. Tiene físico, clase y, lo más importante, estatus. Ya sabes eso de que uno es guapo tenga el coche que tenga, pero si es un descapotable la belleza queda más a la vista. Recuerdo una fiesta que organizó Goyo en la que Arturo era, como todos, un invitado más. A las dos horas de llegar, parecía que allí no hubiese otro hombre aparte de él. No dejó títere con cabeza. Posee una destreza increíble. Sin embargo, no debes preocuparte, es inofensivo. Su harén está compuesto por una docena de jóvenes muy bien dotadas, que renueva todos los meses como si se tratase de un cambio de decoración. Arturo a lo único que le da importancia es a sus negocios. El resto de cosas son para él puro entretenimiento.
–Me alegra saberlo. Nos alegra, ¿verdad, Adela? – preguntó irónico el escritor mirando fijamente a su mujer que no le contestó.
–Si que te ha dado fuerte -dijo Carlos-. Pero, bueno, hablando de otra cosa, ¿así que aún no has comenzado las rectificaciones de la novela?
–Bueno, algo sí he hecho. He escrito unas cuantas páginas que quiero entremezclar con las ya existentes. He decidido ampliar el segundo capítulo, y profundizar en algunos rasgos de la personalidad del protagonista, por eso necesito la copia. Me gustaría que leyeses el texto cuando esté completamente acabado, ya que con estas nuevas páginas la trama sufre una modificación importante.
–De acuerdo. Está en la editorial, dentro del sobre que me diste. Ni tan siquiera lo he abierto. Tu obra aún conserva su virginidad; si es eso lo que te preocupa, puedes estar tranquilo. Me dijiste que no la leyese y no la he leído. Siempre cumplo mi palabra, ya lo sabes. Además, sabes que opino como tú, que una vez que has leído una obra resulta terriblemente pesado leerla de nuevo para valorar los cambios que se hayan podido hacer en ella.
El mayordomo esperaba en la puerta. Abelardo invitó a Carlos a almorzar, pero el editor desistió:
–Os lo agradezco, pero tengo varios temas pendientes, y vosotros necesitáis desconectaros de todo, incluso de mí. Sabes dónde localizarme. Cuando te hayas recuperado me llamas. No te olvides de que nos quedaron muchos compromisos por atender, y que estos desgraciados acontecimientos tienen que pasar al olvido. Recobraremos la calma, estoy seguro de ello, y tú también debes estarlo. Por tu bien debes intentar recobrar la normalidad.
–Gracias, por todo Carlos. Dale un abrazo a María.
–Lo haré. Que descanses. Espero verte pronto.
Adela estaba bastante irritada, y en cuanto Carlos se hubo alejado un poco, sin esperar siquiera a que el mayordomo les diese la bienvenida, dijo:
–Me has faltado al respeto delante de Carlos. Esto no lo voy a olvidar con facilidad. ¿Así me agradeces todo lo que hago por ti? ¡Todo lo que he hecho! Creo que a partir de ahora estarás solo. ¡Me importa un carajo lo que te pase!
El mayordomo cogió las maletas en silencio y se dirigió con el equipaje al dormitorio. Adela malhumorada entró en el salón.
–¡Perdona! Reconozco que he sido un poco indiscreto. Estoy celoso. No puedo soportarlo. ¡Ni siquiera puedo soportar oír el nombre de ese tipo! Me saca de quicio ver la expresión tan estúpida que se dibuja en tu cara cuando escuchas cualquier comentario sobre él. Es obvio que te sientes atraída por Arturo, no pretendas engañarme. Es demasiado evidente que él te gusta, que te gustó desde el primer momento que le viste.
–Abelardo, no entiendes nada. No valoras lo que tienes, no eres consciente de ello. ¡Nunca te dejaré! Creo que eso debe ser suficiente para ti. ¿No es eso lo que quieres?
–Sí, por supuesto. Es evidente que, si llegara el caso, daría lo que fuese para que no me dejases, pero eso no es lo más importante. Lo más importante para mí es que me quieras; necesito sentir, saber que me quieres. Eres tú, y no yo, la que no entiende nada.
–Te parece poco haberme arriesgado por ti -contestó Adela.
–¿A qué te refieres? – preguntó el escritor desconcertado.
Adela cerró las puertas del salón, después se dio la vuelta y dijo:
–Me llevé el bisturí y el martillo del escenario del crimen -Abelardo miraba estupefacto a su mujer.
–¿Que hiciste qué? – preguntó aterrorizado.
–Me deshice de dos de las pruebas clave que tú habías introducido en la trama de tu novela. Las hice desaparecer en el restaurante donde comimos después de salir de la comisaría. Las llevaba en el bolso; estuvieron en mi bolso toda la noche. Ahora las coincidencias de tu obra con los crímenes son meras casualidades, lo que fueron en el primer momento. ¿Sigues pensando que no te quiero?
–Creo que no sabes lo que has hecho. No, Adela, no tienes ni idea. Y lo peor de todo es que no hay manera de solucionarlo sin que te salpique. Estamos metidos en un nuevo problema.
–Claro que lo sé; por supuesto que sé lo que hice… Salvar nuestras vidas, nuestra posición. Y tú no dirás nada. Te limitarás a hacer lo que yo diga. Estás perdiendo el control. Debemos olvidarnos de lo que ha pasado. Por mucho que hagas, Teresa y Eugenia seguirán muertas. ¿Entiendes eso? Tienes que comprender, de una vez por todas, que tú no has tenido nada que ver con los asesinatos… ¿O es que estoy equivocada? ¿Acaso hay algo que yo no sepa? Porque si no es así, no entiendo por qué te preocupa tanto lo que he hecho, ni por qué dices que nos perjudica cuando yo estoy convencida de todo lo contrario.
–No te oculto nada, ni tengo motivos para hacerlo. Sin embargo, no puedo evitar sentirme culpable. No me sentía así cuando encontré muerta a la pobre Teresa aquella noche al entrar en la casita de madera, pero hoy sí, porque siento que tengo responsabilidades en los hechos, y tú lo sabes igual que yo. Somos los únicos que sabíamos que el asesinato de Teresa estaba inspirado en esa maldita obra, y al ocultar este hecho incurrimos en un delito y no ayudamos a la policía a evitar la muerte de Eugenia. Me siento responsable por haber escrito la obra y por no contarle a la policía las coincidencias existentes entre estos asesinatos y los que describo en mi novela. Todo lo que ha sucedido me hace sentirme culpable, responsable de lo que ese malnacido está haciendo, y lo que tú has hecho no sólo ha incrementado mi culpa, sino también la tuya. ¡Has ocultado pruebas! Pruebas reales, material que utilizó el asesino para perpetrar el crimen. Tal vez los objetos que has robado tuviesen huellas que podrían haber desvelado la identidad del asesino. O el lugar donde fueron adquiridos… ¡Dios mío!
–¿No pretenderás que se lo cuente a la policía? Si quieres, lo hago. Si quieres, les hablo de la novela. Si quieres, llamo a Carlos y le digo que le eche un vistazo a tu obra. Si quieres, llamo a los medios de comunicación y lo cuento todo… ¡Estás perdiendo la cabeza! Eres un inconsciente; aún no te has dado cuenta de que todo lo que te dije cuando encontramos el cadáver de Teresa ha sucedido. Te recuerdo que la opinión pública no ha tardado nada en señalarte con el dedo, que los medios de comunicación te han acusado y juzgado sin ni tan siquiera darte oportunidad de defenderte, que fuiste retenido en Ibiza por orden judicial sin que la policía tenga conocimiento de que la trama de tu novela tiene similitudes con lo acontecido. Piensa dónde estarías ahora si hubiésemos hablado de la obra. ¿Crees que esto es una de tus novelas, donde tú puedes cambiar las cosas a tu antojo? No, querido, esto es la realidad. Es hora de que pongas los pies en el suelo. ¡Despierta, Abelardo! ¡Despierta! Alguien está jugando con nuestras vidas; alguien quiere arrebatarnos el futuro y todo lo que hemos conseguido y yo no voy a permitirlo. A estas alturas me da igual que haya más muertos, me da igual todo.
–Lo único que sé, de lo único que estoy seguro es de que lo que estamos haciendo no está bien. ¡Por Dios que lo sé! Y espero que Dios nos perdone por ello, que nos saque de este callejón sin salida en el que ya no hay espacio para más. Sé que tienes razón, pero aun así estamos actuando mal, y los dos lo sabemos. El precio que a veces se paga actuando fuera de la ley, sobre todo en estos casos, es siempre muy alto, eso es lo que tú deberías sopesar, deberías pensarlo -contestó Abelardo.
El mayordomo dio unos golpes con los nudillos en la puerta del salón:
–Perdón, señora -dijo sin abrir-. ¿Quieren los señores que comience a preparar el almuerzo?
–Sí, por favor -contestó Adela-. Y, si es tan amable, prepare también la sauna.
–Sí, señora. Como usted mande -contestó el hombre desde el otro lado de la puerta-. Dígale al señor que en la bandeja del buró está la correspondencia.
–Gracias, Juan -contestó Abelardo.
–Cariño, ¿subes conmigo? – preguntó Adela como si la conversación anterior nunca se hubiera mantenido.
–No -contestó Abelardo perplejo ante la frialdad de su mujer, ante su falta de escrúpulos.
–Como quieras. Tú te lo pierdes -respondió ella distante.
Abelardo, cabizbajo se dirigió hacia el buró. Las cartas estaban apiladas en tres montones. Cada uno de ellos tenía diez sobres. Tomó asiento en el butacón de piel marrón y cogió la primera pila. Encendió la pipa y, absorto en sus pensamientos, comenzó a revisar con calma la correspondencia. Separó las tres primeras cartas y las puso a su izquierda. El cuarto sobre era diferente a los demás. Era de color rojo y el formato más grande de lo habitual. Los datos del destinatario estaban escritos con rotulador negro y las letras resaltadas en relieve. Se veían tan perfectas que Abelardo pensó que la persona que había escrito su dirección era, sin lugar a dudas, un buen rotulista. Intrigado por aquella pequeña obra de arte, giró el sobre para averiguar su procedencia, pero el remite no figuraba. Instintivamente retiró sus manos de encima del montón de cartas que estaba revisando y lo apartó a un lado. Al hacerlo comprobó que había un sobre que sobresalía con las mismas características que el anterior. Tiró de él y lo sacó. Todo era exacto: las letras rotuladas en negro, no había remitente… Exhaló el humo pensativo. Cogió el abrecartas y rompió la solapa, sacó el folio que había en el interior y leyó el texto. Horrorizado, abrió el segundo sobre y comprobó que las palabras que había escritas en él eran las mismas:
«Tú eres el creador. ¡Salve, padre! Seguiré tus palabras porque con ellas me hiciste. Tu imaginación embellece la muerte. Mis acciones harán que tu obra sea real.»
Abelardo, instintivamente, miró hacia la casita de madera.
–¿Por qué le dejaste entrar? – susurró-. ¡Maldita sea! No entiendo cómo dejaste entrar a alguien que no conocías. ¡No lo entiendo! ¿Quién era, Teresa? ¡Dime quién te hizo esa barbaridad!
Volvió a mirar pensativo las frases, releyéndolas una y otra vez. Aquellas palabras eran la prueba material de que el asesino había tomado su obra como un guión; un guión que estaba llevando a la realidad. Algo que él ya sabía. Abelardo rememoró uno tras otro los pasos que dio aquel día nefasto. Recordó las palabras de su mujer ante la puerta de entrada, la rapidez de Adela al relacionar los hechos antes de que se confirmase la muerte de Teresa, el terror que reflejaba su mirada perdida, su inmediata recuperación. Recordó cómo ella tomó las riendas de todo sin el más mínimo atisbo de duda, la claridad de sus pensamientos y el lápiz de ojos estratégicamente colocado en el teléfono del dormitorio, algo que desde el primer momento le pareció anormal; hubiera bastado con descolgar el supletorio de la cocina para dejar la casa sin línea. El asesino no tenía necesidad de subir hasta los dormitorios. Él mismo acababa de decirlo: «¿Por qué le dejaste entrar? ¿Por qué dejaste entrar a alguien que no conocías?»
Se levantó y acercándose a la puerta con los folios en la mano gritó:
–¡Adela!
–La señora está en la sauna, no puede oírle -dijo Juan. Abelardo subió apresurado por la escalera y entró en la sauna.
–¡Mira! Creo que esto es evidente. Ya no hay dudas -dijo-. ¡Lee!
Adela contemplaba a su marido con expresión de asombro; tenía el rostro desencajado y la miraba con fijeza, sin parpadear. Entre sus dedos el abrecartas giraba amenazante.
Ella se levantó y cubrió su cuerpo desnudo con una de las toallas. Sin dejar de observar a Abelardo, que zarandeaba los folios con insistencia, se secó el sudor con parsimonia.
–¿Qué pasa? ¿No sientes curiosidad por lo que hay escrito, o es que tal vez ya sabes lo que es? – dijo él volviendo a agitar los papeles.
–Deberías darte una ducha, cambiarte de ropa y afeitarte. Tienes un aspecto deplorable. Pareces enfermo -dijo ella cogiendo los folios con indiferencia, y sin mirarlos comenzó a caminar hacia el dormitorio.
Se sentó en el sofá y leyó las cartas. Después se levantó, devolvió las planas a su esposo y se puso el albornoz. Abelardo la miraba en actitud de espera. La mujer, tras encender un cigarrillo, dijo:
–Esto es una broma. ¿Verdad que lo es? ¡Dime que es una broma!
–Esperaba que fueses tú quién tuviera algo que decir.
–Abelardo, ¿qué quieres decir? No sé qué insinúas.
–Creo que tal vez tú sepas más de lo que en un principio me ha parecido. Creo que me has tratado como a un ingenuo, eso es lo que creo. Que mientes, que me has mentido desde el primer momento, que ocultas algo. Te has preocupado en exceso de todo, demasiado. Te conozco Adela, más de lo que te imaginas.
Adela se levantó y de una patada cerró la puerta. Se dio la vuelta y con ímpetu dijo:
–Eres un grandísimo hijo de tu madre. Me vas a explicar ahora mismo qué es lo que está pasando. Me lo vas a explicar punto por punto.
–Estaban entre el resto de la correspondencia. Es evidente que los dos mensajes los ha escrito el asesino de Teresa y de Eugenia. Está claro que conoce mi novela, que la ha leído. Ya no son suposiciones, conjeturas, hipótesis, ahora es una realidad. He sido un ingenuo. Debí empezar desde el principio, y el principio se remonta a la muerte de Teresa. Tú supiste lo que había pasado desde el primer momento. No querías que yo bajase del coche. Estabas segura; sabías que los perros estaban manchados de sangre. Que algo terrible había pasado, que todo era igual que en mi obra… ¿Por qué lo sabías?, ¿por qué estabas tan segura? ¿Por qué?
–¡Esto está llegando a unos extremos inadmisibles! Creo que estás volviéndote loco. Estás paranoico. Eso era lo único que me preocupaba; que volvieses con la mierda de las obsesiones, igual que el día que vio la luz tu primera obra. Debilidad, ése es tu verdadero defecto. Eres débil de pensamiento. Te dije que las circunstancias en las que estaban los perros me recordaban la escena del primer asesinato que describes en tu obra. ¿No lo recuerdas? Siempre leo tus obras. Hice una simple asociación de ideas, y no creo que la asociación de ideas sea algo inusual. Es tan sencillo como eso. Lo recordé porque los hechos eran demasiado semejantes.
–Tú eres la única persona que hasta el momento conoce mi novela. La única persona que tenía acceso a ella.
–¡Por supuesto! A ésta como a todas las anteriores. ¡Eres un estúpido! Un engreído, un miserable sin dos dedos de frente, sin raciocinio. Yo estaba contigo cuando se cometieron los dos asesinatos, contigo y con un centenar de personas. Tu memoria te ha jugado una mala pasada y tu lógica no existe. ¡Eres tonto! ¡Rematadamente tonto! Desde la muerte de Teresa he estado intentando que nadie te relacionase con nada de lo sucedido, incluso he destruido pruebas. Y ahora insinúas que sé quién ha escrito esos anónimos y que te oculto no sé el qué. ¡Esto es un despropósito! Olvidas que no conozco las rectificaciones que has hecho en la novela. Tú mismo lo dijiste. Tú mismo pudiste comprobarlo en Ibiza. No me irás a decir que no te acuerdas.
–Podrías haber leído la obra sin yo saberlo. Podrías haberla cogido del estudio. Yo no me habría dado cuenta. ¿La has leído? ¿Has leído las nuevas páginas de la novela?
–¡Por supuesto que no! Tampoco he tenido nada que ver con los asesinatos. El miserable que ha matado a Teresa y a Eugenia te está volviendo loco. Creo que su objetivo real no son las víctimas, eres tú. No sé nada de las rectificaciones que has hecho a la obra. Ni quiero saberlo… Ahora menos que nunca. ¡Te juro que yo no he hecho nada! Deberías haberte planteado quién más, aparte de mí, puede haber tenido acceso a las copias. Nunca hubiese imaginado que llegaríamos a estos extremos. Nunca hubiera pensado que algo así pudiera sucedernos. Esto es una locura, una verdadera locura.
Abelardo guardó silencio. Las palabras de su mujer le habían hecho recapacitar. Adela tenía razón. En ningún momento se había parado a pensar en las personas que podían haber tenido acceso a la obra. Había sido tan ingenuo que ni tan siquiera había comprobado si faltaba algún ejemplar. El escritor miró a su mujer y dijo:
–Tienes razón. Te pido que me perdones, te lo suplico. Me siento desbordado por los acontecimientos, no soy capaz de actuar con normalidad, de hacer nada con normalidad… Y estos anónimos, estos anónimos me han trastornado. Son la confirmación de lo que imaginábamos. Dotan a todo lo que está pasando de una gran gravedad. Estoy aterrado y debes entenderme. Debes comprender que en mi situación las dudas, la desconfianza no se pueden controlar.
–¡Nunca! Esto no te lo perdonaré jamás. La difidencia es algo que puede ser comprensible en algunos casos, pero no cuando se llega a estos extremos. Ahora bien, seguiré a tu lado -contestó Adela mirando fijamente a su marido-. Lo haré por mí, porque de cómo salgamos de ésta depende también mi futuro, mi estatus, todo lo que he conseguido en estos años. Ahora que lo tengo todo, no voy a perderlo así como así.
–Adela, te quiero. Tienes que entender mi estado de ánimo. Estoy trastornado. Estas cartas me han hecho sentirme aún más culpable. Cuando leí el primer folio pensé… ¡No sé lo que pensé!
–Sé lo que puedes sentir, pero no puedo entender que me acuses de ser cómplice de un asesinato, de preparar esos horribles y escalofriantes textos. Soy fría, excesivamente fría y demasiado materialista, pero no soy una asesina. Eso es lo que tú debes entender. Entre una cosa y otra hay una gran diferencia y demasiada distancia legal y racional.
–¿Qué puedo hacer? No sé qué hacer para resarcirte.
–Nada, el daño ya está hecho. Sin embargo, para no empeorar las cosas debes cambiar tu actitud. A partir de ahora tendrás que contármelo todo y dejarme hacer a mí. Tú no eres responsable de lo que pueda estar haciendo o tramando ese hijo de su madre. Cuando te surjan dudas sólo tienes que recordar que el muy cabrón va a por ti. Eso es lo único que nos debe preocupar. No le voy a permitir que se salga con la suya. No pienso dejarle hacer. No arruinará nuestras vidas. Está claro que se ha propuesto involucrarte en los asesinatos. Pero yo no pienso permitírselo. Lo primero que haremos será intentar recuperar la copia que tiene Carlos de tu novela y después destruiremos todas las demás. Epitafio de un asesino no existe. No ha existido nunca. Si no hay obra, no hay nada. Si nadie, excepto ese hijo de puta, la conoce, ninguna persona podrá relacionarte con los asesinatos. Sí, debemos recuperar la copia que tiene Carlos, y después cada anónimo que recibas, porque estoy segura que habrá más. Se los daremos a la policía. Pero antes debemos destruir cualquier cosa que nos pueda relacionar con los asesinatos y con cualquier circunstancia que pueda destruir tu carrera. Si de algo estoy segura, es que, hoy por hoy, nadie puede relacionar los crímenes con tu obra. Y nadie podrá hacerlo si actuamos con cabeza.
–Las cosas se están poniendo demasiado serias. Estamos excesivamente involucrados; hemos ocultado pruebas. Si entregamos ahora una de las copias de la novela a la policía, podríamos evitar que ese loco volviese a matar y tal vez subsanaríamos, en parte, nuestro error. Estoy seguro de que la novela ayudaría a la policía a detener al asesino y eso sería nuestra salvación -dijo Abelardo pensativo.
–No puedo creer que vuelvas con lo mismo, no doy crédito. Sabes que en el momento que hagamos eso, nuestros nombres pasarán a formar parte de la lista de sospechosos. Puedes estar seguro. Sería catastrófico. No entiendes que eso es lo peor que podemos hacer. ¡Recuerda todo lo que pasó! Recuerda que el juez nos retuvo en Ibiza. Olvidas con demasiada facilidad. Yo destruí dos pruebas pensando en no dar a conocer nunca tu novela; pensando en que, si había alguien, aparte del asesino, que conociera la obra, nunca pudiera relacionar los asesinatos contigo. Lo hice para protegerte, para proteger tu carrera y nuestra posición. Si entregas la novela a la policía y les dices que el asesino está siguiendo el argumento, de inmediato echarán de menos el martillo y el bisturí. Si ese criminal está siguiendo al pie de la letra tu trama y nosotros se lo confirmamos a la policía, se preguntarán por qué faltaban esos dos objetos clave en la escena del crimen. Incluso considerarán la posibilidad de que tú seas el asesino y que tu móvil sea dar publicidad a tus obras. El morbo que se generaría arruinaría tu carrera; se pondrían en tela de juicio todas tus obras. Además, no creas que voy a consentir que me acusen de nada. Nunca reconoceré que me deshice de pruebas, lo negaré. Debemos destruir las copias de la novela y el original. Es imprescindible. Después pensaremos qué hacer para recuperar lo antes posible la copia que tiene Carlos. Le diré a Juan que encienda la chimenea para esta noche.
–Subiré ahora mismo por los ejemplares… Espero que tengas razón, que no estés equivocada. Nos jugamos demasiado. No sólo mi reputación, nos jugamos nuestra libertad. La dignidad lamentablemente ya la hemos perdido… -Abelardo hizo una pausa y mirando a su mujer preguntó-: ¿Por qué has dicho con tanta seguridad que habría más anónimos?
–Sé la palabra que está formando con los dedos.
–¿Cómo puedes saberla?
–Está escrita en los anónimos. En el asesinato de Teresa los dedos formaban la letra «I»; en el de Eugenia la letra era la «M». ¿Me sigues? – dijo Adela mirando a su marido. Abelardo asintió-. Si las juntas en el mismo orden tendrás «IM». Ahora busca una palabra en los anónimos que empiece por esas dos letras. – Adela calló mientras su marido volvía a leer el contenido de los folios.
–¡Claro! ¡Será cabrón! – dijo Abelardo mirando a su mujer.
–¡Exactamente! Está formando la palabra «imaginación». Lo que quiere decir que cometerá nueve asesinatos más. ¿Verdad que no has mirado el reverso de cada uno de los folios? Si lo hubieses hecho sabrías que en cada uno hay una letra… -Adela hizo una pausa mientras Abelardo acababa de dar la vuelta a los dos folios-. La «I» y a la «M». Cada anónimo corresponde a un asesinato.
–¿Cómo te has dado cuenta? – preguntó Abelardo impresionado.
–El asesino ha querido que nos diésemos cuenta. Está jugando con nosotros. Puedes estar seguro de que no nos dejará en paz hasta que no consiga convertir la integridad de tu texto en una historia real. Creo que está jugando, que se está divirtiendo a nuestra costa; no creo que persiga otro fin, a excepción de la notoriedad que está adquiriendo. Imagino que se sentirá importante.
–Si tienes razón, acabará arruinando nuestras vidas. Recuerda que eso es lo que el asesino de mi obra persigue y consigue. Él arruina la vida del catedrático, de su profesor…
–¡Exactamente!-dijo Adela-. Arruina la vida de su maestro, que es lo que el asesino de Teresa y Eugenia te llama en su anónimo. Ya iba siendo hora de que te dieses cuenta por ti mismo. Le importa un carajo matar, sólo lo hace para que las muertes te perjudiquen. Y eso es lo que no debe conseguir. Nada debe salpicarte. Si realmente quieres darle su merecido, juega sus cartas. No dejes que se salga con la suya. Con el tiempo caerá en su propia trampa.
–También cabe otra posibilidad -dijo Abelardo.
–Caben muchas, infinitas posibilidades, tantas como una mente deformada puede imaginar. Pero, créeme, ¡me importa una mierda! Lo único que me importa es nuestra vida.
–Si consigue llevar mi obra a la realidad arruinará nuestras vidas y no será descubierto. Recuerda que el protagonista de mi novela consigue involucrar al catedrático en los asesinatos. Lo hace sólo para demostrar que es un ser egoísta, ambicioso, capaz de todo antes de poner en peligro su integridad y su carrera. El asesino de Teresa y de Eugenia ya ha hecho lo mismo con nosotros; nos hemos convertido en sus cómplices.
–No somos sus cómplices, porque no hay nada que lo demuestre. ¡Nada! Ambiciosos y egoístas lo éramos antes de que él apareciese en nuestras vidas. Todo el mundo lo es. Todo el que llega a donde se propone lo es. Todo el que mantiene una posición respetable lo es, tiene que serlo. No ha conseguido nada, nada de nada. Busca las copias. Sube a la buhardilla a por ellas ¡ya! – le ordenó malhumorada.
Abelardo tardó en reaccionar. Miraba confuso las paredes de la buhardilla sin pensar en buscar las copias. Sabía que Adela tenía razón: ellos no eran responsables de los crímenes, pero sí eran encubridores; no había marcha atrás. Hiciesen lo que hiciesen, serían acusados de ocultar pruebas. Sacó las llaves del armario de nogal del cajón del escritorio, lo abrió y buscó en la sexta estantería las copias de la novela, dispuesto a seguir las indicaciones de su esposa al pie de la letra.
–Cuatro… -murmuró- ¡Sólo hay cuatro! Debería haber cinco, más la de Carlos seis. Yo hice cinco copias, cinco más el original son seis. ¡Joder! Falta una copia. ¿Cómo he podido ser tan torpe?
Sacó todas las copias que tenía dentro del armario de todas sus novelas y fue leyendo el título de cada una de ellas y comprobando incluso el texto de cada uno de los ejemplares. Efectivamente, faltaba una copia de Epitafio de un asesino. Abelardo permanecía en el suelo de la buhardilla rodeado de las copias de todas sus obras, el armario estaba vacío. Miró a su alrededor. «Es evidente. Está claro que alguien ha robado una copia. Está claro que ha sido el asesino. ¿O no? – se preguntó-. Tal vez alguien la cogió para dársela al asesino.»
Instintivamente miró hacia el escritorio, sus ojos se clavaron en una fotografía que había encima de la mesa. En ella, Adela sonreía al objetivo de la cámara, su hermoso pelo negro se dejaba llevar por el aire de un pequeño ventilador que Abelardo había puesto frente a ella el día que la retrató. De nuevo, las dudas le asaltaron.
«No puede ser. No puede haber sido ella. Pero si no ha sido Adela, ¿quién puede haber sido? Teresa no iba a robar el manuscrito para después dejarse matar… Y las únicas personas que han podido coger la obra son Teresa y Adela. Nadie más.» La puerta del estudio se abrió:
–¿Qué es esto? – preguntó Adela con expresión de asombro ante el desorden-. ¿Por qué has hecho esto?
–He estado buscando las copias como tú dijiste.
–No entiendo, ¿para coger las copias tenías que tirarlo todo al suelo?
–Falta una. Sólo tengo cuatro y debería haber cinco. ¡Falta una! Alguien se ha llevado una copia.
–Estará en el coche. Recuerda que tenías que ir al registro, tal vez la bajaste y la dejaste en el maletero.
–No dejé nada en el maletero. Alguien se la ha llevado.
–¿Y en la copistería? Puede que la olvidases en la copistería. ¿Qué hora es?
–¿Por qué quieres saber la hora?
–Para llamar a la copistería.
–Hace demasiado tiempo que no voy a la copistería. No creo que se acuerden de nada. Estoy seguro de que traje todas las copias. Siempre las cuento. No sólo eso, reviso los juegos hoja por hoja. Sabes que no es la primera vez que las encuadernan y alguna página está repetida. Las conté, aquel día hice como de costumbre, ¡las conté!
–Es absurdo lo que haces; ningún escritor trabaja como tú. Tantas copias, ¿para qué? Sólo necesitas encuadernar tu original y el del editor. No necesitas copias de nada. Con un disquete es suficiente. Deberías entregarle a Carlos todo en un disquete. Él está harto de decirte, igual que yo, que actualices tu forma de trabajar, pero tú sigues igual que cuando empezaste a escribir. Si hubieras hecho lo que hace todo el mundo, si trabajases con ordenador en vez de con máquina de escribir ahora tendrías copia en disquete y esto no habría sucedido.
–¡Desvarías! – exclamó Abelardo-. Estamos hablando de que falta una copia de la novela. Mi manera de trabajar es un asunto que ahora no me preocupa; jamás aprenderé a utilizar esos aparatos. Sabes que odio la informática, lo sabes. Pero eso es lo de menos, ahora lo importante es que alguien se ha llevado una copia de Epitafio de un asesino. Está claro que es la que tiene el hombre que ha matado a Teresa y a Eugenia y que la cogió de aquí, del armario, de este armario.
–Pero aquí no entra nadie.
–Eso es lo mismo que he pensado yo. Nadie excepto nosotros y la pobre Teresa.
–¡Eso es!
–¿Qué quieres decir? – le preguntó él-. No pensarás que fue Teresa la que robó la novela.
–¡Por supuesto que no! Creo que Constantino no es un simple loco. Es posible que él cogiera la novela. Si era el novio de Teresa, pudo haber estado aquí sin que nosotros lo supiésemos, y si no era su novio, pudo haberle hecho una visita en calidad de primo y que Teresa no nos dijera nada.
–Tienes razón. No se me había ocurrido. Pero eso quiere decir que Constantino nos siguió luego hasta Ibiza…, ¿y cómo iba a saber que íbamos a la isla y dónde nos íbamos a alojar? No, no es posible.
–Sí lo es -interrumpió Adela-. Es posible porque la prensa lo sabía. Se dijo en esa revista… ¿Cómo se llama?
–Confesiones desde la Cárcel -contestó Abelardo.
–Yo afirmaría que están siguiendo nuestros pasos. No te has dado cuenta con qué rapidez salió Constantino en el siguiente número.
–Si es así, debemos decírselo a la policía inmediatamente -dijo Abelardo.
–Nosotros no debemos decirles nada; sencillamente les pondremos en la pista. Creo, querido, que nuestros problemas comienzan a solucionarse.
–¿Qué es lo que piensas hacer? – le preguntó Abelardo expectante.
–Diremos que encontramos los anónimos en la casita de madera… Claro que con diferente contenido.
–Eso es absurdo. La policía científica lo registró todo y Juan ha recogido la correspondencia. La ha clasificado. Piensas que no se ha fijado en los sobres. Son demasiado llamativos para no prestarles atención. Yo, sin ir más lejos, pensé que era algún tipo de felicitación. No creo que sea una buena idea. Estoy seguro de que Juan sabe que los dos sobres existen.
–Por la policía no te preocupes. Diremos que encontramos las cartas debajo de una de las tablillas de la tarima; que uno de los perros jugando dio con ellas. Y por Juan tampoco debes preocuparte, sólo tenemos que cambiar el contenido de las cartas. Haremos que parezcan lo que son: anónimos que Constantino nos ha mandado, pero procuraremos que lo que digan no pueda relacionarse con tu obra.
–El contenido de los anónimos no dice nada de mi obra. En realidad, pueden ir dirigidos a cualquier escritor.
–¡Exacto! Eres genial -dijo Adela con evidente entusiasmo-. ¡Qué torpe he sido! No hace falta cambiar nada. Lo único que tenemos que hacer es entregarlos a la policía. Está claro que nosotros lo relacionamos con los asesinatos porque conocemos la existencia de la obra. La policía no sabe que Epitafio existe, por ello le daremos los anónimos. Diremos que hemos sopesado la posibilidad de que Constantino pueda estar implicado. Que quizá estuvo en nuestra casa, porque… ¡Sí!, ¡eso es! Diremos que en la foto de la revista llevaba un cinturón que Teresa compró yendo conmigo. Que en el momento de la compra yo no le di importancia, pero que cuando vi la fotografía de Constantino en la revista me di cuenta de que era el mismo. Les diremos que, evidentemente, me di cuenta en la segunda entrevista que le hicieron después del asesinato de Eugenia.
–Un momento -interrumpió Abelardo-, ¿cómo es posible que puedas haber pensado todo esto? ¿Cómo sabes que llevaba un cinturón? Yo no recuerdo la indumentaria de ese loco.
–Yo sí. Me fijo en todo. Llevaba un cinturón de hebilla plateada. Teresa lo compró conmigo en una tienda del centro comercial Shopping Centre.
–¿Hablas en serio?
–¡Por supuesto que sí! Si la policía indaga en la tienda, seguro que la dependienta recuerda la venta. El cinturón se las trae. La chica que nos lo vendió se sorprendió de que alguien lo comprase. El día que Teresa lo compró me dijo que era un encargo para una de sus amigas. Yo no le di importancia, porque evidentemente lo único que tenía importancia para mí era el horrible diseño del cinturón. Cuando vi la foto de Constantino en la revista, intenté hacer memoria, pero no conseguí saber a qué me recordaba aquel horroroso cinturón metálico, hasta ahora. Ahora sé que es el mismo.
–Entonces, tú crees que Constantino estuvo en casa.
–Todo indica que sí. Es posible que Teresa y él tuviesen una relación de pareja y que ella no nos dijese nada porque eran primos. Ya sabes que estaba educada a la vieja usanza. Lo triste es que Constantino tiene problemas mentales. Eso está constatado, y tal vez Teresa no lo sabía, o no quería saberlo. Tampoco me importa demasiado si tenían un lío o no.
–¡El muy hijo de puta! Llamemos a la policía inmediatamente -dijo Abelardo, convencido de que las conjeturas de Adela eran sensatas.
–No, aún no podemos. Recuerda que debemos recuperar la copia que tiene Carlos.
–Eso es lo de menos. Hemos descubierto al asesino. Qué más da si Carlos tiene la novela. Lo importante es que cojan a ese criminal y que todo acabe de una vez -contestó el escritor.
–Si nuestra hipótesis es cierta le cogerán de todas formas. Pero si lo hacen y encuentran la copia, nos relacionarán con los asesinatos. Imagina que Constantino dice que está siguiendo la trama de tu obra, que hay pruebas que han desaparecido. Este tipo de individuos arrastran con ellos todo lo que pueden. ¿Cómo demostraríamos nosotros que miente? ¿Y si Carlos lee la novela? Piensa en la posibilidad de que Carlos lea la novela y, llevado por sus conjeturas, la entregue a la policía. Es evidente que si lo hiciese, nos acusarían de ocultar pruebas, porque tu obra es una prueba.
–Y si nos equivocamos. Has pensado en la posibilidad de que Constantino no sea el asesino. Si destruimos las copias de la novela y acusamos a ese hombre de ser el autor de los anónimos y después se demuestra que no es él, no podremos hacer nada.
–Él es el asesino y nos lo vamos a quitar de encima de una vez por todas. Te acusó a ti de serlo, se lo merece. Estoy convencida de que él mató a Teresa y a Eugenia, ¿por qué si no me amenazó de muerte? ¿También te habías olvidado de eso? Su amenaza te pareció seria y por eso llamaste a la policía, ¿recuerdas? Nuestra vida será la misma que era antes de la muerte de Teresa. Yo me encargaré de recuperar la copia que tiene Carlos, y cuando la tenga, la quemaremos. Entonces, sólo entonces, llamaremos a la policía.
–¿Cómo vas a recuperarla? ¿Has pensado en ello? – preguntó Abelardo.
–Querido, por supuesto. ¿Lo has dudado? Carlos será víctima de un robo. De su oficina desaparecerán varios objetos, a excepción de la copia de tu obra. El sobre que contiene la obra estará allí, pero en su lugar, en el mismo sobre, habrá una de tus obras históricas. Ya puedes ir pensando cuál es la más apropiada -dijo Adela sonriente.
–¿Piensas cambiar el ejemplar? ¡Eso es imposible! No puedes saber dónde lo tiene.
–Yo no, pero la persona a la que pagaré para hacerlo sí. Él se encargará de encontrar el sobre. Se llevará lo que quiera del despacho, a ser posible algún objeto de valor, y cogerá el sobre con la novela dejando en su lugar el que yo le daré.
–Adela, eso es un delito. Vas a pagar a un ladrón. ¿Y si el ladrón mira el contenido del sobre?
–Se encontrará con una novela. Justo lo que yo le habré dicho que lleva el sobre. Comprobará que no le estoy engañando. Le diré que es un trabajo de encargo, que hay una persona en la sombra que es la que paga. Algo se me ocurrirá.
–Es surrealista. Vas a contratar a un delincuente. Esas cosas siempre traen problemas. ¿Y si después de hacer el trabajo no te lo puedes quitar de encima?
–De surrealista nada, todo lo contrario. ¿Recuerdas lo que te dije de las pipas?
–Sí, pero ¿qué tienen que ver las pipas con todo esto? – preguntó Abelardo contrariado.
–¡Muchísimo! ¿Recuerdas que nos preguntaron si queríamos denunciar al mozo que las robó?
–Lo recuerdo. Pero no entiendo qué puede tener que ver con todo esto ese pobre infeliz que, por no tener, no tendrá ni trabajo.
–Más de lo que crees, porque él será el que robará en la editorial.
–¡Estás loca! – dijo Abelardo indignado -. ¡Completamente loca!
–Ya lo tenía pensado. Hace días que pensé en la posibilidad de tener que robar la copia. Estaba siendo demasiado evidente que Carlos no nos la iba a devolver. Entonces llamé a la empresa de mudanzas para saber la suerte que había corrido el mozo. Se sorprendieron por mi llamada, pero yo les expliqué que nosotros colaboramos con una asociación que se dedica, entre otras muchas cosas, a la integración social, a la reinserción de este tipo de personas. Bien… -Adela hizo una pausa mientras se encendía un cigarrillo. Abelardo la contemplaba intentando entender cómo su mujer, después de tantos años de convivencia, se mostraba ante él como una desconocida. Adela exhaló el humo y continuó-: conseguí que me facilitasen su dirección. Por la rapidez con la que se están desencadenando los acontecimientos, he decidido que mañana iré a hablar con él. No creo que tenga ningún problema en hacer el trabajo. He pensado en ofrecerle doscientas mil pesetas, dada su situación, y si a eso le sumamos la posibilidad de que nosotros podemos agravarla denunciándole por robo, creo que no se negará.
–A eso se le llama chantaje.
–¡Por supuesto! Es un chantaje en toda regla. Pero no me importa. Es un ladrón, y dejarse utilizar para condenar a un asesino es lo mejor que puede hacer teniendo en cuenta su trayectoria en la vida. Recuperaremos nuestra tranquilidad, eso es lo más importante. Además, no creo que haya otra salida mejor. Esto está llegando a su fin -dijo Adela mientras apoyaba su mano en el suelo para incorporarse-. Ahora recoge el estudio, separa las copias que esta noche avivarán el fuego y después elige la que sustituirá a Epitafio. – Con la vista perdida en el jardín comenzó a reírse.
–¿De qué te ríes?-preguntó indignado Abelardo-. No le encuentro la gracia a nada de esto.
–Imagino la cara que se le quedaría a Carlos si en algún momento abriera el sobre y se encontrase con una novela ya publicada. Claro que es posible que se lo tomara como algo normal. Ya sabes la opinión que tiene de ti, siempre ha pensado que eres un excéntrico, y ciertamente lo eres. Estoy convencida que nunca lo abriría sin tu permiso, pero no podemos arriesgarnos. Ciertamente es un riesgo que tenga el ejemplar; aunque estemos seguros de su honestidad los acontecimientos pueden jugarnos una mala pasada.
–No te conozco. Nunca hubiera pensado que serías capaz de hacer todo lo que estás haciendo. Tu frialdad me sobrecoge, me hace plantearme muchas cosas.
–Tal vez sea un problema tuyo y no mío; nunca he ocultado nada, jamás me he comportado de una forma hipócrita. Quizás es que tú nunca te has preocupado de saber cómo soy en realidad. Siempre lo has dejado todo en mis manos y ni tan siquiera te has preguntado cómo llegaban las cosas, como conseguías lo que querías. No entiendo qué te sorprende tanto. No tienes ni idea de lo inteligente que soy, ni idea. Defenderé nuestro honor, nuestra integridad y nuestra posición por encima de todo, ¡de todo! Deberías sentirte orgulloso, eso como muy poco, porque lo lógico sería que estuvieras agradecido. Dame los sobres con los anónimos. Los guardaré en la caja fuerte. Deben estar a buen recaudo hasta que se los demos a la policía. Deberías darte prisa en bajar, el almuerzo nos espera. Procura tener una actitud normal; no es conveniente que Juan se percate de tu estado de ánimo, de tu pésimo estado de ánimo -concluyó dirigiéndose hacia la puerta. En una mano llevaba los sobres, con la otra le lanzó un beso a su marido.
Mientras Adela salía de la buhardilla, Abelardo miraba el retrato de su esposa, dejando, una vez más, que sus pensamientos quedasen atrapados en los hermosos ojos negros de ella. Se aproximó al buró y abrió el último cajón. Sacó el lápiz negro que había retirado del teléfono el día en que asesinaron a Teresa y comenzó a pasarlo de una mano a otra. Abstraído en ese movimiento, recordó su posición debajo del auricular y que los hechos posteriores le hicieron olvidar el hallazgo, por lo que nunca se lo comunicó a la policía. Pensó en cómo era Adela, en su capacidad de control. Había algo que no encajaba, algo que se le escapaba. Sabía que ella era metódica, egoísta. Sabía que era una persona pragmática; entendía su lucha por mantener su estatus, pero su comportamiento rozaba la obsesión, y eso no formaba parte de su carácter. Adela no se obsesionaba por nada ni por nadie; lo consideraba una muestra de debilidad. Pensó que se habían equivocado al no comunicar la existencia de la obra después del asesinato de Teresa, que ella lo sabía, pero que ya era tarde. Quizá su mujer se encontraba en un callejón más estrecho que el suyo; quizá se sintiese aún más atrapada que él. Tal vez esa sensación de no encontrar la salida fuese el verdadero motivo de su comportamiento.
La mañana siguiente Adela se levantó casi al alba. Eran las siete cuando el vigilante de la garita llamó desde el supletorio a la casa:
–El taxi ha llegado.
–Dígale que pase hasta la entrada. Bajaré enseguida -contestó Adela cogiendo la bolsa de viaje.
Abelardo estaba durmiendo. Adela cerró la puerta del dormitorio con suavidad para no despertar a su marido y bajó por la escalera despacio. Llevaba unos pantalones azul marino de tergal, un cinturón dorado y una camisa blanca de seda. La chaqueta era de cheviot, del mismo tono que los pantalones, y se había puesto unos zapatos azules de ante sin tacón y un bolso a juego. Su indumentaria resaltaba con la ausencia de maquillaje. Antes de salir se puso unos guantes negros de piel, y se recogió el pelo en un moño bajo que dejaba ver sus pequeñas orejas adornadas con unos minúsculos pendientes de lapislázuli engarzados en oro blanco.
–Buenos días, señora. Usted dirá -dijo el taxista.
–Buenos días. A la estación de cercanías de Las Rozas.
La carretera Nacional VI estaba muy transitada a esas horas. Las luces de los vehículos aún permanecían encendidas. La lluvia fina pero constante enturbiaba el parabrisas. El conductor del taxi miraba con insistencia a la mujer, mientras que con su mano derecha intentaba ajustar el dial de la radio, ya que sabía que a la entrada de Torrelodones la emisora local dejaría de escucharse.
–Esto está cada día peor -dijo el taxista-. No entiendo cómo la gente tiene moral para coger el coche todos los días. ¡Cuarenta kilómetros hasta llegar a Madrid! La gente se traga diariamente cuarenta kilómetros en primera y segunda. – Adela no contestó. Miraba despreocupada por la ventanilla sin prestar atención al comentario del taxista. El hombre siguió con su monólogo sin dar importancia a la falta de atención de la mujer-. ¿No piensa usted lo mismo? – dijo pasando una bayeta antivaho sobre la superficie del cristal delantero-. Luego pasa lo que pasa. Van como locos, desenfrenados. Los días que tengo un viaje como el suyo vuelvo de los nervios. La entrada a Madrid es de temer. ¡Se monta cada pitote! Un día invertí tres cuartos de hora, ¡tres cuartos de hora!, en llegar al intercambiador desde el Palacio de La Moncloa. ¡Horroroso! No compensa. La gente cree que los trayectos largos interesan. Mire usted, yo le voy a decir una cosa. Al precio que está la gasolina y con la porquería de tarifas que cobramos, casi que tenemos que poner dinero. Eso sin contar cuando cogemos algún cliente engreído. No sabe usted ¡qué viajes nos tragamos! Ahora, muy diferente es cuando llevamos a una mujer que se va de vacaciones y es tan preciosa como usted; eso es otro cantar. En ese caso, uno hace la carrera con otro ánimo -concluyó sonriente a la espera de una respuesta de ella.
Adela levantó la vista y miró fijamente al retrovisor interior del coche; los ojos zarcos del taxista estaban clavados en los suyos. Una amplia sonrisa, que reflejaba seguridad, dejaba ver sus dientes blancos y bien alineados. El joven y apuesto conductor esperaba ansioso el agradecimiento de su cliente por el halago que le acababa de hacer. Adela miró la chapa de identificación y dijo al tiempo que apuntaba el número en su agenda:
–Don Armando. ¿Es ése su nombre? – preguntó sin dejar de mirar al hombre.
–No. Mi nombre es Manuel. Armando es mi jefe. Él es el dueño del taxi.
–Don Manuel -repitió Adela-, con su estúpida charla está usted haciendo que mi viaje sea insoportable. Por lo que le ruego haga el favor de callarse y, por favor, no me piropee más. Respecto a lo de las tarifas, le aconsejo que no haga usted los viajes que no le reporten beneficios. Es absurdo trabajar gratis; hágame caso y tendrá usted mejor vida, usted y los que utilicemos su taxi. El altruismo es algo que sólo les corresponde a las ONGs.
–Señora, no he pretendido ofenderla. Sólo quería ser amable.
–Don Manuel, si usted está incómodo me bajaré ahora mismo, sólo tengo que llamar a otro taxi. Esto es un servicio de alquiler como otro cualquiera. Yo soy la arrendataria de este servicio, pago por él, por eso exijo, y le exijo silencio durante el recorrido -dijo sacando el teléfono móvil del bolsillo.
El taxista no volvió a hablar durante el resto del viaje. Cuando llegaron a la estación de Las Rozas, Adela abonó el importe exacto de la carrera y se bajó sin decir palabra.
–¡Qué te den! – dijo el taxista sacando un dedo por la ventanilla del coche.
Adela le miró desafiante. El joven sonreía con ironía esperando una respuesta grosera que no recibió. Adela siguió su camino aún más altiva e indiferente de lo que se había mostrado durante el recorrido.
Entró en la estación y se dirigió a los servicios. Una vez dentro, abrió la bolsa de viaje y sacó de su interior unos pantalones vaqueros rotos en la zona de las rodillas, una camisa de cuadros marrones, calzado deportivo, un gorro y una cazadora roja de paño. Se desnudó y se vistió con ese atuendo más deportivo y guardó la ropa que se había quitado en la bolsa de viaje, junto a la copia de la novela histórica de Abelardo. Se quitó los pendientes y los introdujo en el bolso que guardó en la maleta. Ajustó las horquillas del moño reduciendo el tamaño de éste todo lo posible para que quedase oculto dentro del gorro de lana y salió hacia las taquillas. Allí sacó un billete de ida y vuelta con destino a la estación de Atocha.
El recorrido fue lento y tedioso. Los ocupantes del vagón parecían sumergidos en un profundo sueño, del que despertaban involuntariamente en cada una de las interminables paradas del tren. Adela había tomado asiento en dirección contraria a la que circulaba el tren, por lo que cuando llegó a su destino tuvo que entrar en la cafetería de la estación para descansar un poco y que sus jugos gástricos recobrasen la quietud alterada por la mala orientación de su butaca. Después de tomar una manzanilla que le devolvió la serenidad a su estómago, comenzó a caminar hasta llegar a la calle que le habían dado en la empresa de mudanzas. El número sesenta y seis.
Cuando estuvo frente al portal se paró y miró alrededor. Todo estaba inmerso en la calma adormecedora de las primeras horas de la mañana. Los comercios permanecían con las persianas bajadas. El camión de la limpieza daba los últimos retoques a la acera derecha de la empinada calle. Un hombre vestido de traje oscuro pasó a su lado y sonrió al tiempo que lanzaba un escupitajo a su izquierda. Tenía los ojos grandes, de mirada profunda e iris verde oscuro en el que parecía no haber pupila. Llevaba un puro en su mano derecha. El humo que escapaba de aquel cilindro marrón acarició las mejillas sonrosadas de Adela. El rostro de la mujer esbozó una expresión de profundo asco, a la que el individuo respondió con un guiño vanidoso. Adela esperó a que el hombre se alejase y se aproximó a una vieja puerta de madera. La empujó. Estaba cerrada. Buscó el portero automático, pero sólo había un botón y debajo un papel blanco en el que se leía: «Portería». Llamó una vez. Al no recibir respuesta lo intentó de nuevo. En esta ocasión con insistencia, hasta que por fin una voz somnolienta contestó:
–¡Ya va! ¡Ya va! ¿Qué horas son éstas? Hay que ver, ¡Dios Santo! ¡Qué prisas! ¿Quién es?
–¡Perdón! ¿Podría usted abrirme la puerta?
–¡Empuje!-contestó la portera-. Pero empuje fuerte porque se atora.
Adela entró en el portal. Siguió la luz que provenía del patio interior, el cual conducía a una escalera. Subió dando por hecho que por ella llegaría al segundo izquierda, el piso donde vivía Tomás Solbes. Tropezó con un pequeño escalón y al hacerlo oyó la voz de la portera:
–¡Oiga! ¿Se puede saber adonde va usted por ahí?
–Voy a casa de Tomás. Traigo un paquete de su hermano.
–¿Qué se cree?, ¿que soy tonta? Todos los jóvenes piensan que
los viejos somos tontos. Si se lo ha pensado, está usted muy equivocada. Tomás no vive en esa parte, su piso está en la escalera de la derecha. Sepa, señorita, que usted no es la única con la que se acuesta. Hace media hora se ha ido la de los fines de semana. ¡Qué poca vergüenza tiene la juventud! No me extraña que haya tantos divorcios, si cuando se casan ya no les queda nada por dar. ¿No es usted un poco mayor para acostarse con Tomás? Ya se dará cuenta de lo que hace. ¡Tiene usted la misma pinta que todas! Al menos podía haberse cosido los pantalones.
–¡Gracias, señora! – contestó Adela sonriendo mientras se dirigía hacia la escalera de la derecha.
–¡Usted sabrá! Luego vienen las lamentaciones. ¡Ríase, ríase! – exclamó la anciana.
Adela llamó al timbre.
–¿Quién es?-preguntó Tomás.
–Alguien me ha dado dinero para que hagas un trabajo. Doscientas mil -dijo Adela.
La puerta se abrió. Tomás estaba ante ella.
–Yo te conozco -dijo el joven.
–Es posible, ando por muchos sitios -contestó Adela.
–Sé que te conozco. Esos ojos no se olvidan -insistió.
–Ya te he dicho que es posible que nos hayamos visto. ¿No quieres saber a lo que he venido?
–Ya me lo has dicho. ¿Qué tipo de trabajo tengo que hacer? Si se trata de algo ilegal, no cuentes conmigo.
–¡No me jodas! Ahora va a resultar que me he equivocado de Tomás, porque a mí me han dicho que el Tomás que yo vengo buscando de legal no tiene nada, vamos que tiene varios juicios pendientes por apropiación indebida.
–¡Joder! Está bien, pasa.
–Entonces, ¿no me he equivocado? – preguntó Adela.
–¿Quién te manda?
–No puedo decírtelo. El trabajo para el que eres requerido es muy sencillo. Te pagarán doscientas mil. Debes hacerlo con la máxima discreción. Quedas advertido de que, en el caso de no ser así, no habrá lugar donde puedas esconderte. Tú decides si quieres hacerlo o no.
–¿De qué se trata? – preguntó el joven.
–Irás a la dirección que yo te daré. Creo que se trata de una editorial. Buscarás el despacho que se te indica aquí -dijo Adela mostrándole un folio en el que había escrito un nombre- y allí en uno de los cajones de la mesa encontrarás un sobre un poco más grande que el tamaño habitual de los folios, lo abrirás y comprobarás que en su interior hay una copia de una novela titulada Epitafio de un asesino. La coges y en su lugar dejas esta otra copia en el sobre. También puedes llevarte lo que quieras del despacho; deja ver que has robado algo. ¿De acuerdo?
–¡Un momento! ¡Un momento! ¿Me estás diciendo que cambiar una copia por otra vale doscientas mil? ¿Qué tiene esa copia para valer tanto dinero?
–Nada por lo que tú debas interesarte. Es un simple texto. Un plagio. ¿Sabes lo que quiere decir plagiar? Una putada que alguien quiere hacerle al escritor. ¡Una putada personal! Tío, sabes que no se debe preguntar más de lo necesario.
–Me parece un poco extraño. Y tú, ¿cuanto te has llevado por buscarme? ¿Cuántos talegos te han dado?
–A mí no me han dado nada. A mí me han sacado de la cárcel ¡Sin más, colega, sin más! ¿Te parece poco?
–¿Estás segura de que no hay nada más?
–Te juro que no. Alguien nos dijo que tú eras un profesional.
–¿Cuándo me pagarás?
–Ahora, traigo todo el dinero. Pero no debes olvidarte de lo que te he dicho. La persona que te hace el encargo tiene muy mala leche. Si no cumples te matará. Cuando hayas hecho el cambio debes mandar el manuscrito a este apartado de correos. ¿De acuerdo?
–¿Eso es todo?
–Sí. Cuando acabes el trabajo te olvidas de todo, incluida esta conversación.
–¿Cuándo hay que hacerlo?
–Esta noche. Tienes que hacerlo esta noche.
–Eso es imposible. No sé dónde está esa editorial. Tendría que ver por dónde puedo entrar.
–Yo te lo explicaré. Es muy sencillo. Entras por un callejón trasero; es una especie de patio de luces. Las ventanas frontales de la entrada del callejón son de la editorial. Te será muy fácil abrirlas porque son antiguas. En el edificio sólo hay un vigilante que se limita a estar en la recepción toda la noche. No hay alarma. No tendrás problemas siempre que seas silencioso.
–Conoces demasiado bien el edificio.
–No seas gilipollas. Me lo han explicado. Debes hacerlo esta noche. ¿Queda claro?
–Está bien. ¡Trato hecho! Espero que no me engañes -dijo Tomás extendiendo su mano abierta hacia Adela, quien, rehusándola, dijo:
–¡Trato hecho! Espero que por tu bien no decepciones a la persona que te encarga el trabajo.
Adela sacó el dinero de la bolsa y se lo entregó a Tomás. Él cogió el fajo de billetes y tras contarlos tomó el sobre cerrado donde estaba la copia de la novela.
–¿Nos volveremos a ver?
–¡Por supuesto que no! Yo soy una simple mensajera. Mi trabajo ha terminado.
–¡Es una pena! Tienes unos labios tan bonitos…
Adela no contestó, se dio la vuelta sin despedirse y bajó las escaleras en silencio. Al atravesar el patio sintió la mirada de la portera clavada en su espalda. Sonrió y se giró con la intención de coger in fraganti a la mujer, pero fue la anciana la que se le adelantó. Antes de que los ojos de Adela estuvieran sobre la mujer, sintió la mano de ésta en su hombro:
–¡Joven! – dijo la portera. Adela dio un salto-. No se me asuste, sólo quería decirle que Tomás no tiene hermanos, si lo sabré yo que soy su madre. – Adela enmudeció-. No se avergüence, no es usted la primera que se sorprende. Mi Tomás es una pieza de museo.
–Disculpe, señora, tengo prisa -contestó Adela separando la mano de la mujer de su hombro con desprecio.
–¡Qué barbaridad! Encima de guarra, maleducada. ¡Anda y que te zurzan!
Caminó con rapidez hasta llegar a la estación. Tras unos minutos de espera, el tren llegó. Cuando se disponía a subir al vagón sintió cómo la mirada de alguien se clavaba en su nuca. Le pareció oír su nombre y se giró. En la otra vía estaba el hombre del puro que, sonriente, la miraba al tiempo que levantaba su mano izquierda para saludarla. Adela se estremeció. Los ojos verdes, enormes e inquietantes, del individuo se clavaron en los suyos. Él sonrió, dejando entrever una mueca burlona que evidenciaba que la conocía.
–¡Señora! – dijo un joven que estaba detrás de ella esperando-. Perdone, ¿me permite pasar?
–¡Perdón! – contestó Adela cediéndole el paso, mientras giraba la cabeza hacia atrás para comprobar si el hombre del puro aún permanecía en el andén, pero ya no había nadie.
Adela tomó asiento en el vagón intentando ubicar aquel rostro que le resultaba familiar, demasiado familiar al tiempo que sobrecogedor, sin conseguirlo. Cuando llegó a Las Rozas se apeó y se dirigió a los servicios, donde procedió a cambiarse, una vez más, de indumentaria. Concluido el cambio de vestuario, cogió la bolsa de viaje y la tiró en uno de los contenedores de basura. Llamó desde el teléfono móvil a un taxi y emprendió el camino de regreso con una amplia sonrisa, pensando satisfecha en lo que acababa de hacer.
–¿Dónde has estado? Son las once -dijo Abelardo cuando vio entrar a su mujer.
–He ido a la clínica. Tenía que hacerme un análisis. Te lo dije anteayer -respondió Adela mirando de reojo al mayordomo que les observaba desde el office.
Abelardo siguió a su mujer hasta el dormitorio. Cuando estuvieron arriba, ella cerró la puerta y frotándose las manos dijo:
–Ya está. ¡Todo solucionado! Al fin dormiremos tranquilos.
–Adela, ¿dónde has estado?
–Ya te lo dije. He ido a encargar el trabajo. Todo ha salido a la perfección.
–¿Que has hecho qué?
–No vayas a decir que no lo sabías. Ya te dije que lo tenía todo planeado. He pagado al transportista para que robe el manuscrito. ¡Todo ha salido a la perfección! No debes preocuparte. Todo está solucionado.
Abelardo escuchaba atónito.
–¡Deberías habérmelo dicho! – exclamó él.
–Te lo dije. ¿Qué pretendes? Quieres que te lo esté repitiendo cada dos minutos. No me tomes el pelo. Ya no hay marcha atrás. Todo saldrá bien; no debes preocuparte. No hagas que me repita, odio la reiteración.
–No te das cuenta de la imprudencia que has cometido. Te precipitas, te estás precipitando en todo. Creo que no piensas con calma. Esto nos está sobrepasando, sobre todo a ti. Comienzo a tener la sensación de que mi vida no me pertenece, de que nuestra relación no es la misma. Te estás tomando las cosas como si fuesen banalidades, como si nada tuviese consecuencias. No sopesas los posibles efectos de tus actos.
–Tú eres el que no llega a comprender el alcance del problema, del verdadero problema que tenemos. Te exijo que te tranquilices, mañana habrá pasado todo. No te preocupes. Es un ladrón, un simple ladrón. Todo ha sido de lo más vulgar. Le dije que tenía que robar la copia esta noche. Mañana llamaremos a la policía y les diremos que nos han enviado dos anónimos. Seguiremos el plan que habíamos pensado. Ahora debes relajarte y descansar. Creo que llamaré a Carlos para que él y María cenen con nosotros esta noche -dijo Adela sonriente-. Esto es como la trama de una de tus novelas de suspense, hay que tener cuidado con todos y cada uno de los detalles.
–Por mucho que te diga, seguirás haciendo lo que te venga en gana. A veces me tratas como si fuese un inútil -contestó Abelardo dirigiéndose a la puerta.
–No te vayas. Abelardo, ven. ¿No quieres darte una ducha con tu mujer? – preguntó insinuante.
–No. Prefiero escuchar música. Me voy al estudio -respondió sin mirarla.
Cuando Abelardo estuvo en la buhardilla, cogió el teléfono móvil y marcó:
–¿Si? – se oyó al otro lado del auricular.
–Soy yo, Abe. Necesito hablar contigo -contestó él.
–Cuando quieras. Sabes que siempre puedes contar conmigo. Pareces preocupado.
–Lo estoy. Más que eso, estoy asustado -le dijo el escritor-. Las cosas están tomando unos derroteros inesperados para mí. Ahora no sólo existe el peligro de que se nos relacione, de que se descubra todo lo nuestro; ahora el verdadero problema es que estoy relacionado directamente con los crímenes y que Adela parece haber perdido el juicio… No sé qué voy a hacer.
–No debes preocuparte por nada. Si nosotros no damos a conocer nuestra relación y lo que eso conlleva, nadie lo sabrá. Sabes que puedes confiar plenamente en mi silencio, te lo he demostrado. No debes estar preocupado por nada. Sobre los crímenes no puedo decirte más de lo que tú ya sabes. No eres responsable. Aunque en un principio no hayas actuado con sensatez, debes estar tranquilo. Nos vemos mañana y lo hablamos con más calma y seguridad, ¿te parece bien?
–Si no te importa, prefiero que sea el miércoles -contestó Abelardo.
–Entonces el miércoles.
–¡Te lo agradezco! Quedamos a las diez en La Caña Vieja. Hasta entonces.
Aquel martes la lluvia seguía cayendo silenciosa, casi ingrávida. Su color blanquecino hacía imaginar que alguien espolvoreaba azúcar glas sobre la Tierra. Adela se levantó a las siete de la mañana, más despabilada que de costumbre. Se puso ropa deportiva y salió a correr. Mientras corría a un ritmo fuerte por las calles de la urbanización, intentó poner en orden el plan trazado, ya que en la cena de la noche anterior con Carlos y su mujer consiguió, con una diplomacia exquisita, confirmar que el editor aún no había leído la novela. La copia de Epitafio seguía en el cajón de su despacho. Todo estaba sucediendo según había previsto y, segura de sí misma, decidió continuar con lo que había planeado hasta el final. Esa noche, mientras cenaban con Carlos y María, Tomás habría hecho el cambio de la copia. Adela no tenía dudas de que el mozo habría cumplido con lo pactado, por lo que decidió continuar con el siguiente paso, y para ello, para que todo saliese a la perfección, estudió con calma lo que Abelardo y ella dirían a la policía en el momento que les entregasen los anónimos. Tenían que repasar todas las conclusiones que expondrían sobre la autoría de los asesinatos; sus hipótesis deberían ser claras, concluyentes y, necesariamente, deberían estar encaminadas hacia la implicación de Constantino, sin que la policía percibiese el interés que ellos tenían en inculparle.
Cuando doblaba la esquina de la última de las calles, comenzó a llover con fuerza. Adela se puso la capucha y aceleró el ritmo de la carrera. Al llegar a su residencia, subió al dormitorio sin cambiarse, y descorrió las cortinas con ímpetu:
–Abelardo, levántate. Son las siete y media, tienes que levantarte -dijo al tiempo que destapaba a su marido.
–¡Las siete y media! – exclamó Abelardo volviendo a cerrar los ojos-. Estás loca, sólo son las siete y media.
–Has olvidado nuestros planes, lo primero que tenemos que hacer hoy -dijo mientras se desnudaba y entraba en el baño-. Quedamos en llamar a la policía, tenemos que entregarles los anónimos.
Abelardo seguía siendo el títere que siempre había sido para su esposa. Dejarse llevar nunca le había preocupado porque formaba parte de su personalidad. Estaba habituado a no tomar decisiones; era cómodo, seguro, le daba tranquilidad, ya que Adela era consecuente en todo lo que hacía, acertada en todas las decisiones. Él únicamente se dedicaba a escribir. El resto era competencia de ella. Pero la situación actual le sobrepasaba, los acontecimientos de esos momentos nada tenían que ver con lo cotidiano de la vida que ambos habían estado viviendo juntos. Aquello no era debatir las cláusulas de un contrato de edición, sopesar los beneficios de asistir a una rueda de prensa determinada, contestar u omitir las casi siempre injustas y condicionadas críticas literarias sobre las obras que habían sido bestsellers. Aquello superaba su capacidad de análisis, estaba fuera de toda lógica. Había llegado a un punto en el que su falta de control sobre los acontecimientos le había hecho creer que absolutamente todo sucedería con su aprobación o sin ella.
El comportamiento de Adela estaba lleno de lagunas oscuras, cubierto por una espesa niebla donde él se perdía. Entendía el lugar prioritario que para ella tenía la posición, los bienes materiales y todo lo que habían conseguido. Incluso entendía la rabia y el odio que sentía Adela por el hecho de que un loco, un asesino, un ser miserable, sin motivo alguno, destruyera todo lo que habían construido, todo por lo que habían luchado durante tantos años, pero su comportamiento le parecía enfermizo, alejado de la realidad, próximo a la paranoia, y lo consideraba tan peligroso como sospechoso. Pensaba que su mujer le estaba ocultando sus verdaderas intenciones. Desconfiaba de ella, incluso barajaba la posible implicación de Adela en los crímenes; pensaba que podía estar ocultándole datos y detalles que podían ser importantes para él, detalles que podrían cambiar su comportamiento y lo que él sentía por ella hasta el punto de cuestionar su relación. Conocía a su esposa; era consciente de que era una mujer muy inteligente y con una gran capacidad de análisis, y precisamente estas cualidades le llevaban a conclusiones que hacían que la hipótesis de la implicación de su esposa en los asesinatos fuera cada vez más sólida. A medida que los acontecimientos se desencadenaban, él estaba más seguro de que Adela estaba implicada directamente en los crímenes. Sumergido en una especie de catarsis voluntaria, intentaba olvidarse de todo sin conseguirlo. Trataba de darle sentido a la obsesión manifiesta de su mujer, pero no hallaba nada que le apartase de la creciente y constante desconfianza que sentía. Sin embargo, y a pesar de ello, el sentimiento de culpabilidad que le generaban sus dudas le obligaba a seguir dejándose llevar. Él también ocultaba algo, y su secreto tal vez tenía una importancia incluso mayor que todo lo que estaba ocurriendo en relación con los asesinatos. Él también tenía intereses y guardaba un secreto, y eso era lo que hacía que Adela sojuzgara sus razonamientos.
Aquella mañana el escritor ni tan siquiera preguntó, dio todo por sentado. Adela había trazado los pasos que debían seguir y él no hizo más que dejarse llevar. La policía, tras recibir la llamada del matrimonio, que se manifestó alarmado y terriblemente consternado, se desplazó a la finca:
–Constantino fue trasladado el domingo a la cárcel de Soto del Real. Los psiquiatras que le han tratado dieron su visto bueno -dijo uno de los agentes-. Creen que está perfectamente; sus crisis no dejan de ser transitorias, y se ha demostrado que, en todo momento, es consciente de sus actos. El juez pidió su traslado e ingreso en prisión, porque una de las pruebas periciales ha demostrado que estuvo con Teresa la noche en que la mataron… Aún no se sabe a qué hora, pero sí que fue en el transcurso del día del homicidio. Tras contrastar las huellas dactilares que se encontraron, el día que les amenazó a ustedes, en el portero automático y en una de las barras de la puerta, se ha confirmado que se corresponden con las de Constantino. Pero eso no es todo -dijo el agente mientras hacía una pausa y ladeaba los sobres que Adela y su marido le habían entregado-, ayer lunes la orden judicial de registro nos permitió entrar en su domicilio. Allí encontramos un sobre de las mismas características que éstos. Creemos que lo que había escrito era obra de él, ya que Constantino es un pintor aficionado y un buen rotulista. Tiene una colección de copias de todas las obras de Picasso, pero lo relevante no son las pinturas sino la forma en que está escrito su nombre en los lienzos. Tendrían que verlo; sus firmas en los cuadros son verdaderas obras de arte. Ha declarado de forma voluntaria que el sobre que encontramos en su casa lo recibió el día posterior al crimen. Insiste en su inocencia. Sigue manteniendo que usted no es el autor material del homicidio, pero que pagó para que asesinaran a Teresa. Dice que alguien le remitió a él esa información para que hiciese pública la verdad. Pero hay algo todavía más importante. Hemos encontrado una fotografía del cuerpo de la víctima, una fotografía que se tomó en el lugar del crimen y que no corresponde con ninguna de las que hizo la policía científica. Tras ser estudiada, se ha verificado que fue tomada minutos después de que la mujer falleciera, antes de que los perros entrasen en la casita de madera, ya que la víctima aún estaba rodeada de sangre. Es evidente que Constantino estuvo en el lugar del crimen, pero él insiste en que la foto la recibió junto con el sobre y que acusarle a usted no tiene otro fin que hacer justicia. Nos acusa de ineptos. Tendrían que oírlo cuando afirma que usted mandó matar a su ama de llaves para que no hiciese público su escarceo amoroso. Tendrían que ver cómo se exalta.
–¡Qué barbaridad! Dios nos libre de gente tan perturbada -dijo Adela.
–Agente, ¿podría decirnos qué ponía en el sobre que le han confiscado? – preguntó Abelardo.
–No creo que tenga importancia. Estaba escrito con el mismo tipo de letra -contestó el policía señalando los folios que Abelardo le había entregado-. Decía que usted era el asesino de Teresa, que todos somos responsables de nuestras creaciones… No sé si son las palabras exactas. Recuerdo que cuando leí el texto sentí un escalofrío, el mismo que he sentido al leer estos anónimos que me han dado ustedes. Creo que, a pesar de la valía del informe psiquiátrico, este individuo no goza de buena salud mental. Aún hay pruebas médicas pendientes que ha solicitado su abogado de oficio, aunque el fiscal a interpuesto recurso contra ello… Ya sabe cómo funciona todo esto.
–Confiemos en que, sea un loco o no lo sea, esté a buen recaudo -dijo Adela.
–No lo dude, señora. Después de las pruebas que ustedes han aportado, creo que no saldrá de la cárcel más que para el juicio, al que ustedes tendrán que asistir, ya que la acusación es formal.
–¡Por supuesto! No le quepa duda -respondió ella altiva. Cuando los agentes salieron de la finca, Adela respiró aliviada y dirigiéndose a su marido dijo:
–Al fin todo ha terminado.
–Eso espero -contestó Abelardo-. Le pido a Dios que estés en lo cierto. Aunque todo esto me parece demasiado claro, demasiado lineal.
–¡Por supuesto que lo estoy! Ahora debo ir a revisar el apartado de correos. Recogeré la copia, y lo cancelaré. Lo he abierto en Cibeles.
–¡Es increíble! Es asombroso cómo lo habías planeado todo; es como si te anticipases a los acontecimientos -dijo mirándola fijamente.
–Siempre, siempre lo hago. Es fácil, sólo es cuestión de tomarlo como un hábito. Todo es hábito, costumbre, y así poco a poco pasa a ser algo inconsciente. Ya sabes lo que dicen los psiquiatras del inconsciente, que es más poderoso que el consciente porque maneja lo real y lo irreal, un cóctel; las buenas mezclas son explosivas. Mi vida, sin irnos más lejos, es fruto de un plan. Todo estuvo y está previsto, incluso mi nacimiento fue programado -contestó sonriente.
Abelardo no dijo nada; una vez más las palabras de Adela le dejaron sin aliento. Salió al jardín y caminó por la finca analizando lo que había comentado el agente de la policía judicial. Él, igual que su mujer, estaba interesado en que Constantino enmudeciera, pero sus intereses eran diferentes…, también sus escrúpulos. Adela parecía carecer de ellos. Él sentía remordimientos, le asaltaban las dudas. Pensó en las declaraciones de Constantino. Era evidente que sabía cosas sobre él que nadie más conocía, pero también era ilógico que, siendo el asesino, hubiera hecho unas declaraciones que inevitablemente iban a conducir, tarde o temprano, a la policía a su domicilio. Era kafkaiano mostrar el sobre y conservar la foto del cadáver en su domicilio, dejar sus huellas… Pero cabía la posibilidad de que todo fuese así de sencillo; aquél no era el primer caso en el que el asesino pone en la pista de sus pasos a la policía y luego niega la autoría del crimen.
Adela no tardó en salir. Le miró y levantando la mano se despidió. Él no se movió del lugar que ocupaba, apoyado en el olivo que había en uno de los laterales de la inmensa finca. Miró abstraído cómo su mujer subía al coche y salía llena de optimismo hacia la capital.
Después de quince minutos sin que el taxi se moviese del mismo sitio, Adela perdió los nervios y se bajó del vehículo continuando el trayecto a pie. Cuando llegó al edificio de correos, miró hacia la gran avenida comprobando vanidosa que el taxi aún no había llegado a la fuente. Entró en el edificio y se dirigió al apartado de correos. Abrió el pequeño compartimiento.
«¡Mierda! Está vacío -pensó deslizando su mano por el interior-. Quizá me he precipitado; es posible que Tomás no haya tenido tiempo de llegar. Si se le ocurre hacerme algún tipo de extorsión le mataré. ¡Hijo de puta! Contrataré a alguien para que le corte los cojones, y estaré delante para ver cómo lo hace… Bueno, será mejor que me lo tome con calma», se dijo al comprobar que una mujer miraba su mano con expresión de desagrado.
Adela, llevada por su angustia, estaba arañando con fuerza la superficie interna del compartimiento, lo que provocaba un sonido estridente. Sonriendo con sarcasmo miró a la mujer y dijo:
–¿Qué mira? ¿Tiene usted algún problema?
–Sí. Verá usted, tengo rechinamiento -contestó la mujer con igual sarcasmo-. Quiero decir, que el chirrido de sus uñas me produce dentera.
–Ya, pero, verá usted. Da la casualidad que son mis uñas y a ellas les gusta chirriar -contestó saliendo del edificio.
Cogió un taxi y se dirigió a Moncloa, donde había dejado el coche estacionado. Durante todo el trayecto de regreso a casa sus pensamientos estuvieron sumergidos en la búsqueda de una explicación lógica a la ausencia del ejemplar en el buzón.
–Son las once. Has tardado demasiado. No me lo digas -dijo Abelardo-, la copia no estaba.
–¿Cómo lo sabes?
–Quién con niños se acuesta…
–No es el caso -contestó Adela malhumorada.
–Has contratado a un ladrón. Estoy seguro de que no parará hasta que no te saque todo lo que pueda. Se pasará media vida colgado de tu espalda pidiéndote dinero. A no ser…
–A no ser, ¿qué?
–A no ser que se lo haya dado a otra persona. Entonces no te molestará, pero tú no recuperarás la copia.
–Creía que ibas a decir a no ser que le mate.
–¡Adela! – gritó Abelardo.
–Adela, sí. Adela -repitió ella en tono de burla-. Qué de estupideces digo. ¿Verdad que parece que esté loca? Pues no lo estoy. Sé muy bien lo que digo. ¡Demasiado bien! Puedes estar seguro de que me entregará la novela. Si se le ocurre chantajearme le denuncio.
–Eso es lo que deberíamos haber hecho en su momento. Deberíamos habérselo contado todo a la policía. Hubiera sido sencillo. Es cierto que habríamos estado en boca de todos durante un tiempo, pero no habría pasado de ahí. Hemos cometido un error; ambos nos hemos equivocado. La avaricia nos pudo, sobre todo a ti. Pensamos que esto no pasaría de la muerte de Teresa. Confiamos en que fuese una desgraciada coincidencia, pero luego fue demasiado tarde. Cuando nos dimos cuenta estábamos metidos de lleno en los crímenes. Y ahora no se puede dar marcha atrás. No se puede jugar con la vida de los demás, y nosotros, indirectamente, lo hemos hecho. Hemos actuado como si ocultáramos algo, como si estuviésemos implicados. Como dos imbéciles. No hemos pagado para matar a nadie, pero hemos actuado como si lo hiciésemos, dando más valor al qué dirán, a nuestra posición, a nuestro futuro, que a la vida de Teresa y de Eugenia. Estamos metidos hasta las cejas. Somos igual de responsables que el asesino. Nuestro futuro depende de cómo actúe él… Es aterrador, aterrador…
–Sólo dices sandeces. Me indigna que pienses así. Yo no tengo nada que ocultar, absolutamente nada; quizá seas tú el que tiene algo que decirme, ¿es así? Por eso estás muerto de miedo, porque tienes remordimientos por alguna cosa.
Abelardo enmudeció. Su mujer lo miraba de una manera inusual, inmóvil, como a la espera de que su respuesta le confirmara que la desconfianza que comenzaba a sentir no era infundada.
–Creo que eres tú quien oculta algo. Tu frialdad, tu obsesión en desvincularnos de todo no tiene sentido, no le encuentro un motivo razonable -dijo alzando el tono de voz.
–¿Te parece poco motivo que seas considerado presunto culpable?, ¿te parece poco? Creo que debería ser suficiente para ti. Para mí lo es. Eso y nuestros intereses económicos; nuestros ingresos se verían mermados. Además, ya está bien; estoy harta de repetir lo mismo todos los días, ¡harta! Tú mismo lo has dicho, ya no hay marcha atrás. Se nos puede considerar encubridores del asesino, ¿y qué? En este caso, el fin justifica los medios. Porque no me irás a decir que te importa más tu repentina responsabilidad civil que mi integridad. El culpable está en la cárcel. Nuestra vida seguirá su curso.
–Nuestra vida ya no nos pertenece. Dejó de pertenecemos cuando nos involucramos en esta locura sin sentido. No entiendes que no tenemos vida. Esto no es vivir, no lo es. Adela, no lo es. Además, quizá Constantino sólo sea un loco, o un oportunista, aún no se ha demostrado nada. Estamos jugando con la libertad de una persona… Imagina por un momento que no tenga nada que ver con lo sucedido. Creo que estamos tentando a la suerte y a todas las leyes. No se puede hacer lo que nosotros hemos hecho y quedar impunes… Tú sabes que esto no puede salir bien.
–Siempre has sido un cobarde. Ése es tu problema, la cobardía. A veces me pregunto por qué me casé contigo. ¡Somos tan diferentes! ¡Demasiado diferentes! Totalmente opuestos.
–¡Por supuesto que lo somos! Yo si sé por qué te casaste conmigo. Te casaste porque siempre has buscado el prestigio y el reconocimiento. Querías pertenecer a la élite, ser de una determinada clase social, y cuando me conociste supiste que conmigo podrías hacer realidad tus sueños. Yo, sin embargo, me casé por amor. Te quería, y a pesar de saber lo que eres capaz de hacer, cuan mezquino es todo lo que estás haciendo, le pido perdón a Dios por no poder dejar de quererte -dijo Abelardo mirando a su mujer.
–¡Qué inteligente! Crees que eres muy inteligente, pero te equivocas; todo lo que tienes me lo debes a mí. Todo, ¿entiendes? Si yo no sigo a tu lado, todo se desvanecerá. Si tan aberrante te parece lo que hago, ¡vete! Si eres capaz, márchate -replicó ella desafiante.
Abelardo no contestó. Se dirigió al dormitorio, cogió la cazadora, las llaves del coche y adelantó su viaje a La Caña Vieja.
Adela entró en la cocina y le pidió a Juan que le sirviese el desayuno. Mientras hojeaba la prensa del día recordó que Tomás no le aseguró poder hacer el trabajo aquella noche, que le dijo que tal vez tendría que posponerlo hasta que hubiese estudiado bien la zona. Sonrió pensando que evidentemente el mozo habría postergado el encargo.
Preocupada por el estado emocional de su marido y los problemas que éste pudiera ocasionarles, decidió no salir de la casa hasta que él regresara, dando por hecho que sería en unas dos horas. Él no solía estar enfadado durante mucho tiempo. Sin embargo, Adela no contaba con lo inusual de la situación que estaban viviendo.
–No debes preocuparte por nada. Creo que Adela sólo quiere protegerte, aunque es cierto que depende de cómo o desde qué ángulo se mire su actitud es reprobable. En realidad está claro que la intención del asesino es perjudicarte. Quizá sea una casualidad; no tiene por qué guardar relación con tus investigaciones en el monasterio, tampoco con la muerte del agustino en El Escorial. Es posible que sólo sea un desquiciado que necesita notoriedad. Ya sabes cómo está el mundo: no hay valores y la gente busca sucedáneos. Insisto en que no te preocupes, todo volverá a la normalidad. Debes tener en cuenta que tú tienes tanta culpa como tu mujer; ambos decidisteis no hablar de la obra con la policía. No debes responsabilizarla a ella de todo. Además, tú también estás mintiendo.
–Lo sé, eso lo tengo claro -respondió Abelardo-, pero comienzo a no soportar más la situación. No sé qué me está pasando. Sé que yo no he hecho nada, que no soy el responsable de los asesinatos, ni de que sigan cometiéndose. Lo sé, pero me siento manipulado por ella; siento su obsesión sobre mi espalda, sobre mi cabeza, está en todos mis pensamientos. Creo que me oculta algo. La veo capaz de todo. Nunca antes había actuado así. Por otro lado, no he conseguido encontrar la carta que le iba a enviar al agustino. Creo que, desgraciadamente, estaba dentro del ejemplar que me falta. Eso es lo que más me preocupa, que esto no sea un simple intento de notoriedad de un loco. Me preocupa porque no pienso dar marcha atrás. Nunca lo haré. Tomé una decisión y, de ser necesario, me llevaré el secreto de la Cofradía a la tumba.
–Sabes que en tu decisión no me he metido ni lo haré nunca. Tienes mi apoyo. Es lógico que estés así. Ten en cuenta que en las situaciones extremas es donde las personas damos a conocer nuestro verdadero carácter. Cuando se somete a alguien a una situación de gran dificultad, surgen patologías que estaban ocultas. Con la psique sucede lo mismo que con el cuerpo. Con esto no estoy tratando de justificar la conducta de Adela, entiéndeme, pero quizá sencillamente no sabías cómo era realmente, hasta dónde era capaz de llegar para proteger lo suyo. Lo que ha sucedido es del todo inusual, por lo tanto no podías prever cómo iba a reaccionar tu esposa en una situación así, porque nunca te habías planteado vivir algo tan extremo. Creo que su comportamiento es normal. No tiene nada de psicótico. Incluso me atrevo a afirmar que es vulgar. Tampoco da muestras de saber nada de nuestra relación ni de lo que ocultas sobre el monasterio; creo que es ajena a todo a excepción de las muertes de Teresa y Eugenia. Sólo sabe que el asesino siguió el argumento de tu novela para matarlas. Si hubiera visto la carta, no habría podido guardar silencio, habría sido incapaz de hacerlo; no, no lo creo. Lo que estáis haciendo es normal. La gente paga por el silencio; esto, dado como está el mundo, se ha convertido en una necesidad. La especulación sobre cualquier hecho puede conducir a la ruina, aunque el hecho no tenga importancia, los comentaríos se la dan. Todos tenemos cosas que ocultar y la gravedad de las mismas no sólo la imputan los valores morales de cada uno, lo hace la sociedad, los medios de comunicación. Hasta el más tonto se considera docto en los actos ajenos; hasta el más inepto dicta sentencia sin saber ni de qué va el tema. Los alcances de las noticias hoy en día marcan el futuro de muchas personas. Estamos en manos de la información y de la ciencia; ésos son los grandes colosos que dominan la voluntad del pueblo, que te dan y te quitan todo de un sopapo. La reacción de Adela es de lo más consecuente; se adelanta a lo que va a suceder, y quizá sea la postura más inteligente. Ella no es la única que hace este tipo de cosas. Sin ir más lejos en política se hacen todos los días. Todos sabemos las aberraciones que pueden llegar a cometer los políticos por mantener un cargo, por ganar unas elecciones. Entre esto y lo que os está sucediendo a vosotros, no creas que hay mucha diferencia. Entre asesinar a un centenar de personas con un rifle o dejar que otros cientos mueran lentamente de hambre, no hay diferencia; en los dos casos se está matando a seres humanos de forma premeditada. Sin embargo, la sociedad se sensibiliza más con la masacre cometida por un loco que con los muertos que causa a diario la hambruna en un país, mientras los vertederos de residuos orgánicos de los países subdesarrollados no dan abasto. La ceguera moral está al orden del día. Con todo esto lo único que quiero demostrarte es que la conciencia social funciona de forma aleatoria y que defenderse de ello no es un delito. Sólo quiero que tengas claro que si nos ponemos a depurar responsabilidades no dejaríamos títere con cabeza.
–No estoy hablando de responsabilidades. Estoy hablando de tener escrúpulos. No es que piense que no los tengo, es que creo que los estoy perdiendo, y eso me asusta, me asusta mucho. Además, desconfío de Adela. Creo que puede tener algo que ver con la desaparición de esa copia en la buhardilla; creo que sabe que tú y yo nos vemos… Bueno, que me estoy viendo con alguien. Y ahora la sé capaz de todo. Es capaz de haber contratado a alguien para que cometa los crímenes; es capaz de intentar deshacerse de mí. He llegado a pensar que tiene un amante, que sabe lo que yo estoy ocultando, que conoce el valor de mi silencio. No me encaja. En todo esto hay una pieza que no encaja -dijo Abelardo.
–¿Crees que Constantino es el asesino?
–Eso es lo más terrible. Creo que él no es el asesino, que no tiene ni idea de la existencia de la obra, ni de que los crímenes son una reproducción de una obra de ficción, una réplica exacta de las descripciones de mi novela. Creo que es una víctima más. Pero sí es posible que conozca nuestra relación. Teresa pudo comentarle que nos veíamos, olvidando su promesa de guardar silencio. Por otro lado, sólo ella y Adela podían entrar en la buhardilla y coger la copia, así que si Constantino es inocente y no conoce mi novela, como creo, ¿quién es el asesino y cómo ha podido conseguir la copia de Epitafio?, ¿quién se «la ha dado? Eso es lo que me preocupa. Sé que tienes razón en todo lo que has dicho; la opinión pública ya me condenó, me trató como a un asesino, pero yo no he matado a nadie. Y mientras tanto el asesino anda suelto y seguirá matando… y puede que todas esas muertes sólo me tengan a mí como objetivo. Creo que el único fin de ese criminal es hacerse con la información; que en realidad dice la verdad, y eso es lo que me aterra, que no puedo darle lo que quiere, que nunca lo haré, pase lo que pase.
–Entiendo, estás asustado. Piensas que Adela está tendiéndote una trampa, que ella sabe quién es el asesino; pero yo creo que eso es imposible. Si lo supiera, no tendría por qué haberse arriesgado hasta el punto de ocultar pruebas a la policía. Es demasiado inteligente, y eso sería un gran error; sería absurdo. No, no lo creo; ella no tiene nada que ver con el asesino, desconoce sus verdaderos motivos.
–En esta historia todo parece bastante absurdo. Tú lo sabes mejor que yo.
–Tienes que mantener la calma. Las cosas seguirán desencadenándose con tu intervención o sin ella. Hay que esperar. No queda otra opción. Lo que no creo conveniente es que desconfíes de Adela; ello sólo puede llevaros a una crisis grave en vuestro matrimonio, y tal como va todo, desde luego es lo que menos te interesa. Y no debes sentirte culpable por lo que le pueda suceder a Constantino. Piensa que su comportamiento no ha sido nada decente. Te ha acusado directamente de los homicidios, eso no debes olvidarlo. Por su manera de comportarse, parece un paranoico. No parece ser el clásico loco agresivo que pueda llegar a empuñar un arma, pero sí puede ser de ese tipo de personas que acosan hasta la saciedad. Lo cierto es que las pruebas que tiene la policía científica le inculpan directamente a él de los asesinatos. En caso de que él no sea el autor material de los crímenes, el homicida le está utilizando como a un conejillo de Indias.
–Todo eso ya lo he sopesado, pero no me hace sentir mejor. Creo que todo esto llegará a salpicarnos. Sigo teniendo remordimientos. Sé que lo que hemos hecho no está bien, no lo está por mi parte. Soy un egoísta, igual que Adela, un miserable egoísta, un hipócrita y un cobarde, como ella repite constantemente.
–Eso no es cierto, y lo sabes. Olvida nuestra relación; no tiene nada que ver con lo que ha sucedido. No debes desvirtuar los acontecimientos, y lo estás haciendo. Es peligroso, muy peligroso que pierdas el control y además es absurdo. Esto acabará tarde o temprano. Si la policía no da con el asesino, lo haré yo. Te doy mi palabra de que lo encontraré…
A las cinco de la madrugada del miércoles, sin el más mínimo esfuerzo, Tomás se coló en el inmueble. Una vez estuvo dentro del despacho de Carlos, lo registró palmo a palmo hasta que en un cajón del escritorio, debajo de varios documentos, encontró el sobre. Lo abrió y ayudado por una diminuta linterna cotejó el título con el que Adela le había escrito en la nota que le había dado. Era el mismo. Sacó la novela y puso el sobre boca abajo, llevado por la desconfianza de un trabajo pagado excesivamente bien; estaba vacío. Hojeó la novela y sacudió las hojas. Puso el ejemplar boca abajo, sujetándolo por el espiral y lo zarandeó una vez más, esperando que cayese algo. «Qué barbaridad; es cierto lo que dijo esa chica -pensó-. Esta gente de dinero está de atar.»
Guardó el manuscrito en la mochila que llevaba colgada en la espalda y depositó en el cajón el sobre con la novela histórica. Echó un vistazo al despacho y cogió un encendedor de plata, un bolígrafo de oro y un abrecartas.
Mientras se guardaba en su mochila todos los objetos, abajo, en recepción, Cosme, el vigilante, abría la puerta:
–¡Cuánto tiempo sin verle por aquí! ¿Han estado ustedes de copas? – preguntó Cosme sorprendido.
–Traigo un regalo para Carlos; es una sorpresa. ¿No sabe usted que mañana hace quince años que se creó la editorial? – inquirió el hombre.
–Mire usted, la verdad sea dicha, no tenía ni idea. ¿Es ese paquete? – preguntó el vigilante mientras cerraba la puerta de cristal.
–¡Siempre tan observador!-exclamó el hombre-. Si fuese tan amable de subírselo al despacho cuando acabe su turno, sería estupendo que al llegar mañana lo encontrase en la mesa. Esto es para usted -concluyó alargando la mano.
–¡Hombre, hombre! ¡Qué detalle! Es Chinchón seco especial. Sí, señor, el mejor anís. Como mandan los cánones. Le tiene que haber costado encontrarlo, porque ya no lo hacen. Ahora mismo me acerco a la cocina y nos tomamos una copita, ¿le parece?
–¡Por supuesto, Cosme! Nada mejor que tomar una copa con usted.
Pasados unos minutos el vigilante volvió sonriente con las copas en la mano. Tomó la botella, la abrió con manifiesto entusiasmo y sirvió el anís.
–Ya veo que tiene usted frío. Este mes está siendo demasiado crudo -dijo Cosme paladeando, como lo hace un experto catador, el líquido incoloro-. Hacía tiempo que no se veía un invierno con estas temperaturas tan extremas.
–¿Cómo sabe que tengo frío? – preguntó el hombre.
–No se ha quitado los guantes -contestó Cosme mirando sus manos.
–¡Cierto! Es que he venido en moto y aún no he entrado en calor. Ya sabe usted, los pies y las manos son el termostato del cuerpo…, y la nariz -contestó carcajeándose-. En la moto se le queda a uno la nariz como un témpano. Aunque los montañeros dicen que es la cabeza la que antes pierde temperatura. Pero yo creo que lo que antes se congela no son las ideas, sino los pies. Curioso, ¿no cree?
–Mi madre, como gente criada en el campo, decía que por la cabeza es por donde antes se pierde el calor. Creo que los montañeros tienen razón; ése es el verdadero motivo de que se inventara la boina. – Ambos sonrieron-. Si uno tiene la cabeza fría en verano, apenas tiene calor, pero si la tiene fría en invierno se congela. Tómese un buen trago, verá usted cómo la graduación especial de este anís le quita la friolera. Este licor hace milagros -dijo Cosme llevándose la copa a los labios-. Exquisito, una delicia. Casi un pecado.
–¿Tendría usted un cafetito? – preguntó el hombre.
–¡Por supuesto!
–¿Lo tiene hecho? No quiero que se tome la molestia de hacerlo exclusivamente para mí.
–¿Molestia?, no diga usted tonterías. Un placer diría yo. Voy por una tacita. ¿Solo o con leche?
–Solo por supuesto -contestó.
Cuando Cosme salió de la recepción, el hombre sacó de su bolsillo una pequeña cápsula y la vació en la copa del vigilante.
–Su café. Solo, como me dijo. Y su trabajo, ¿cómo le va? – preguntó Cosme mientras se tomaba el contenido de la copa de un trago.
–Pues no tan bien como desearía, pero mejor de lo que esperaba…
Trascurridos unos minutos el vigilante comenzó a notar una ligera pérdida de conciencia que le obligó a apoyarse en el mostrador. Su acompañante sonreía mientras clavaba su mirada en los ojos del hombre sin mostrar ningún signo de alarma o de preocupación. Cosme intentaba seguir aferrado al tablero, sin embargo, sus piernas parecían no obedecer los impulsos nerviosos que mandaba su cerebro. Pretendía comunicarse con su interlocutor, pero de su boca sólo salía un balbuceo. Abría y cerraba los ojos con insistencia, apretando los párpados con fuerza, como si todo aquello le pareciese una alucinación y con el forzado parpadeo intentara volver a la realidad. El hombre, quieto frente a él, sosteniendo la taza de café con su mano derecha, lo miraba con una indiferencia insultante al tiempo que imitaba de manera histriónica la angustia del vigilante, convirtiendo el sufrimiento en una escena de burla. Cosme pareció percatarse de lo que estaba sucediendo, de que la pasividad del hombre era premeditada, y con su mano derecha intentó coger el teléfono, mientras que con la izquierda quiso pulsar el botón de alarma. No llegó a conseguir ninguna de las dos cosas y se desplomó sobre el suelo. Allí, al lado del mostrador, con los ojos abiertos, permaneció unos instantes, contemplando cómo el individuo le miraba desde arriba sin dejar de sonreír, hasta que la figura pareció emborronarse y Cosme perdió el conocimiento.
El hombre arrastró el cuerpo hasta la pequeña cocina. Abrió el paquete que el vigilante había creído que era un regalo para Carlos y sacó de su interior unos guantes de goma negros, un martillo, un envase de plástico lleno de clavos, unas tijeras de podar y un infiernillo que enchufó a la red eléctrica. Cuando éste estuvo al máximo de su potencia, puso los guantes negros en las manos de Cosme y las apoyó sobre el aparato eléctrico presionando con fuerza. Así permaneció unos minutos, después le quitó los guantes y sacó una bolsa de plástico del bolsillo interior de su chaqueta. Con ella cubrió la cabeza de Cosme que falleció por asfixia. Antes de proseguir con su macabro plan comprobó que el vigilante estaba muerto y luego le seccionó la yugular con el bisturí. Con las tijeras de podar amputó uno a uno los dedos de la mano derecha de la víctima, a excepción del pulgar. Después clavó los dedos cortados en un tablón que había junto a una fotocopiadora, ubicada en un pequeño pasillo que conducía a la cocina. Tras formar la letra «A», se dirigió hacia la pila, introdujo los guantes en ella, abrió el grifo y dejó que el chorro de agua cayese sobre ellos. Se dirigió a la entrada, cogió la copa de anís de la que había bebido, la taza de café y las introdujo en una bolsa de plástico…
Llevado por la avaricia, Tomás había dado un buen repaso a todos los despachos de la planta superior. Viendo lo provechoso que le había resultado el recorrido, decidió continuar su «paseo» por el resto del edificio. Cuando bajaba los peldaños que conducían a la primera planta, escuchó unos golpes secos. Se detuvo unos minutos, sopesando la conveniencia de seguir con sus planes o dar por concluido el trabajo extra. Los golpes cesaron y Tomás decidió arriesgarse. Adela le había dicho que en el edificio sólo estaba el vigilante, y él, acostumbrado a las andanzas nocturnas en domicilios privados y empresas, se movía como un ocelote en la selva; cuando no quería dejarse ver, era imposible que alguien advirtiera su presencia. Tras comprobar que el vigilante no estaba en el mostrador de la recepción, se aproximó sigiloso a la puerta de la cocina. La escena que contempló le hizo olvidar el motivo por el que se encontraba en el edificio; le hizo olvidar lo que nunca había olvidado: que lo primero de todo era salir ileso de cualquier situación.
–¡Hijo de puta! Hijo de la gran puta ¡Le has matado! – gritó inmóvil el muchacho, mientras dejaba caer uno de los objetos substraídos al suelo.
El hombre giró la cabeza hacia la puerta. Tomás había sorprendido al asesino extendiendo la sangre de su víctima por la superficie de los guantes de cuero marrón que cubrían sus manos, como si ésta fuese una crema hidratante.
–Curioso -exclamó el asesino mirando de frente a Tomás, al tiempo que desplazaba su mano derecha hacia el bisturí que había encima de la mesa-, un asesino y un ladrón. Esto es literatura para adultos. ¿Quién se comerá a quién? – preguntó irónico levantando la mano y lanzando el bisturí a la cara del muchacho.
El objeto le atravesó el ojo derecho. Tomás cayó aturdido al suelo. El asesino se dirigió a él y apretó con fuerza el cuello del muchacho.
–Eres un jodido y miserable ladrón ¡Qué vulgaridad tener que matar a un delincuente! No tiene nada de excepcional; a los medios de comunicación les interesan poco vuestras muertes. Las consideran acontecimientos de poca relevancia. Para todo hay que tener clase, de lo contrario eres un don nadie, uno más del inmenso montón. Para todo, hasta para matar hay que ser original. Mira que me jode tener que matarte, pero no me has dejado otra opción…
–No me mate. No diré nada. ¡Lo juro por mi madre! No diré nada -gritaba Tomás estremeciéndose de dolor-. Se lo suplico, ¡por lo que más quiera, déjeme vivir!
El hombre sacó el bisturí del ojo de Tomás y le seccionó la yugular; el cuerpo cayó boca abajo. El asesino esperó unos momentos hasta que cesaron las convulsiones y le dio la vuelta al cadáver. Se agachó y le quitó la mochila, la abrió y examinó el contenido.
–¡Será gilipollas! Jugarse la vida por unos cuantos bolígrafos y unos mecheros. – Hizo una pausa al ver el sobre-. ¿Qué coño es esto? – murmuró. Abrió el sobre y vio la copia de la obra de suspense que el joven acababa de robar. «¡Qué cabrón! Está jugando al mismo juego. Esto se pone interesante», pensó mientras guardaba la novela en el interior del sobre. Cogió la bolsa de plástico con la copa y la taza y salió de la editorial.
Aquella noche Abelardo regresó a las cinco de la mañana. Su aspecto era descuidado, algo tan inhabitual en él como lo era la hora de su retorno. A pesar de la baja temperatura del exterior, sólo llevaba puesta la camisa; la cazadora descansaba sobre el hombro derecho, sujeta por su mano en un ademán despreocupado. Los vaqueros tenían pequeñas salpicaduras de sangre y los guantes de piel marrón que llevaba en una mano también tenían manchas rojas. Parecía nervioso, más desasosegado de lo que venía siendo habitual en él en esos últimos tiempos. Su mirada tenía una expresión entre iracunda y perdida.
Adela lo esperaba en el salón. Cuando lo vio entrar se sobresaltó:
–¡Por Dios! ¿Qué ha pasado? Sabía que había sucedido algo; nunca has estado fuera de casa hasta tan tarde -dijo acercándose a su marido con evidentes muestras de preocupación-. ¿Has tenido un accidente? ¿Qué ha pasado?
–No entiendo por qué te muestras tan preocupada cuando antes dijiste que me marchase, que te daba igual lo que yo hiciese… ¡Qué curioso! No dejas de sorprenderme -respondió dejando los guantes manchados sobre la mesita baja-. He estado en La Caña Vieja. ¿Adonde creías que iba a ir? Yo soy previsible, no como tú.
–Estaba asustada. Creo que es lógico que esté preocupada teniendo en cuenta lo que está sucediendo. Además, es la primera vez que te vas sin decirme adonde. Son las cinco de la madrugada, y llevo demasiado tiempo sin saber nada de ti, ¿no crees?
–¿Acaso ahora vuelvo a importarte?
–¿Me vas a decir qué te ha pasado? Tienes los vaqueros y los guantes manchados de sangre. ¿Qué ha ocurrido?
–Tranquila, tu coche está como nuevo. Imagino que es eso lo que de verdad te preocupa, tu espléndido descapotable. Pues está bien, a excepción del parabrisas que tiene un ligero color encarnado, todo está en su sitio.
–¡Abelardo! Ya está bien -gritó enfadada.
–Volví cruzando el campo. Me apetecía dar un rodeo, pensar, poner las cosas en orden, y un búho se me atravesó en el camino. Debieron desorientarlo las luces del coche. Lo cierto es que literalmente se estampó contra el cristal delantero. Tuve que quitarlo. Ni una triste gamuza, ni un maldito kleenex, no encontré nada para retirar al pájaro de los cojones del parabrisas. Eso es lo que ha pasado: me he cargado un búho que sangraba como un cerdo. Aún tengo el estómago hecho una mierda.
–A quién se le ocurre ir por un camino de tierra en plena noche. Podías haber tenido un accidente más grave. Estás demasiado nervioso, deberíamos hablar y aclarar las cosas de una vez.
–Cada día tenemos menos de que hablar -respondió Abelardo, y sin mirar a su mujer se dirigió a la cocina. Tiró los guantes al cubo de la basura, se quitó los vaqueros y los metió en el cesto de la ropa sucia. Adela permanecía en el salón, esperando a que su esposo regresara para hablar con él.
–¡Hasta mañana! ¡Qué descanses! – dijo él sin mirar hacia donde estaba su mujer, y acto seguido subió por la escalera para ir al dormitorio.
Aquella madrugada se recibió una llamada anónima en la redacción de un periódico de tirada nacional. Fue efectuada desde una cabina del Paseo de la Castellana de Madrid. Una voz masculina con acento sudamericano comunicó al personal el doble asesinato que se acababa de cometer en la editorial de Carlos; el desconocido hizo hincapié en que la muerte de una de las víctimas, a la que calificó de ladrón, había sido circunstancial. La policía de homicidios se personó en el lugar de los hechos quince minutos después de que el personal del periódico comunicase la recepción de la llamada.
El edificio permaneció precintado hasta última hora de la tarde. Los alrededores, así como las calles adyacentes, estuvieron invadidos por fisgones y un gran número de personal de los medios de comunicación, los cuales intentaban con ahínco hacerse con más información del suceso. Un coche patrulla se desplazó al domicilio del editor. Carlos fue requerido por la policía en el lugar de los hechos. Dos horas después, el editor telefoneaba a su domicilio y le pedía a su mujer, aún impresionado por lo que acababa de ver, que se pusiese en contacto con Abelardo. María así lo hizo:
–Adela, soy María -dijo la mujer del editor sollozando.
–¿Qué te pasa? – preguntó Adela.
–Tengo que hablar con Abelardo. Carlos me ha pedido que le llame.
Adela, alarmada, llamó a su marido.
–María, ¿estás llorando? – preguntó Abelardo.
–Sí. ¡Es horrible! ¡Horrible!
–¿Qué ha pasado? ¿Carlos está bien?
–Sí, está bien. Han matado a Cosme. Le asesinaron de madrugada. El forense certificó la hora del fallecimiento sobre las cuatro de la madrugada.
–Pero ¿qué dices? ¿Ha sido un robo?
–Le han matado igual que mataron a Teresa y a Eugenia; le han seccionado la yugular. – Abelardo enmudeció-. Y eso no es todo. Hay otro cadáver, es el de un joven que al parecer, en esos momentos, estaba robando en el edificio. Aún no se le ha identificado.
–¡Dios mío! – exclamó Abelardo asustado.
–Carlos me ha dicho que te pongas en contacto con el inspector que lleva el caso de Teresa y de Eugenia. Quiere que tengáis cuidado. Cree que el asesino de Cosme es el mismo que el de Teresa y Eugenia. Está bastante preocupado por vosotros, tanto que a pesar de que la policía le ha exigido que no diga nada, me ha pedido que os llamara inmediatamente.
–María, no sabes lo que te lo agradezco. ¿Necesitas que vayamos a tu casa?
–No. He llamado a mi madre, debe estar a punto de llegar. Gracias. Tened cuidado, mucho cuidado -dijo María.
–No debes preocuparte por nosotros. Si necesitáis algo, lo que sea, no tienes más que decirlo. Estamos a tu disposición…
Adela observaba a su marido intentando adivinar qué había sucedido. En el mismo instante en que Abelardo colgó el teléfono le preguntó inquieta:
–¿Qué ha pasado?
–Han matado a Cosme.
–¿Al vigilante de la editorial? ¿Por qué? ¿Cómo?
–Nadie lo sabe. Como nadie sabe por qué mataron a Teresa y a Eugenia -contestó Abelardo sentándose en la cama-. Le han matado del mismo modo que a ellas, exactamente igual.
–¡Imposible! Tiene que ser un malentendido. El asesino es Constantino y está detenido.
–¿Tú crees? Pues según lo que me ha contado María, parece que el crimen ha sido cometido por la misma persona; las circunstancias son las mismas… Y eso no es todo. Hay una segunda víctima. Un joven que estaba robando en la editorial y que aún no ha sido identificado. – Abelardo hizo una pausa y miró fijamente a su mujer.
–No. ¡No puede ser! – exclamó Adela llevándose las manos a la cabeza.
–Creo que sí. Creo que ese ladrón es el mismo al que tú pagaste para cambiar la copia de la obra. Creo que por algún motivo no pudo hacerlo el día que le dijiste y lo hizo anoche, con tan mala suerte que se ha encontrado con el criminal.
–¡No puede ser!
–Lo es… Ahora la obra está en el escenario del crimen, y la policía científica nos relacionará con los asesinatos sin ningún esfuerzo. Hemos vuelto a equivocarnos. Todo se complica cada vez más, como en la peor de las pesadillas.
–Te estás precipitando. Cosme puede haber sido víctima de un atraco. Lo más probable es que esto no tenga nada que ver con los crímenes anteriores; aún no conoces las circunstancias reales. Sólo sabes lo que Carlos le ha dicho a María. ¡Nada más!
–No me hace falta saber nada más. Estoy seguro de que lo ha hecho la misma persona. María me ha dicho que a Cosme le han seccionado la yugular. Además, estoy convencido de que si Carlos le ha dicho a su mujer que nos llamara, es porque el vigilante tiene los dedos amputados. Yo le comenté que el asesino les había cortado los dedos a Teresa y a Eugenia
–¿Le dijiste lo de los dedos? ¡Estás loco! Has revelado datos del sumario que no han sido dados a conocer ni por la prensa. Espero y confío en que no le dijeses nada de la novela.
–Tú eres la menos indicada para censurarme. ¿Recuerdas? Te falla la memoria, se te olvida que has ocultado pruebas, que desde el primer momento te has opuesto a dar la novela a la policía, y que eso fue lo que nos convirtió en cómplices de un asesino en serie. Todo eso sin tener en cuenta que contrataste a un ladrón que seguramente ha perdido la vida por doscientas mil pesetas de mierda. Los dos hemos cometido varios delitos. Nos hemos vendido al diablo. Si la policía encuentra la copia de la novela estaremos perdidos. El asesino no ha hecho más que empezar. ¡Créeme! Está siguiendo al pie de la letra la maldita novela. Ha matado al vigilante de la editorial; en mi obra el asesino mata al vigilante de la facultad. Es terrible que ese hombre siga libre. Ni la policía, ni nosotros tenemos idea de quién puede ser… Y eso no es eso todo. Lo peor, lo que más me preocupa, es que la próxima víctima puedes ser tú -dijo Abelardo mirando fijamente a su mujer.
Adela sintió un escalofrió.
–¿Por qué dices eso? – preguntó asustada.
–Porque ése es uno de los datos que cambié primero. Mi asesino tiene un cómplice al que convierte en su cuarta víctima, y el cómplice del asesino de mi obra era la mujer del catedrático, el hombre al que quería destruir. Tú, querida, eres mi mujer y yo soy el principal objetivo del asesino de esta historia infernal que estamos viviendo…
–Abelardo, yo soy tu mujer, pero no soy cómplice del asesino. ¿Acaso estás volviendo a acusarme? – dijo Adela.
–Ahora no sirven las lamentaciones. Deberíamos haberlo pensado antes. Ya es demasiado tarde. Ambos somos cómplices, aunamos nuestros esfuerzos para ocultar la existencia de la obra… Pero eso ya no importa, ahora es demasiado tarde para dar marcha atrás, ¿no crees?
–¡Has perdido la cabeza! ¡No entiendo lo que dices! ¡No entiendo nada!
–Es sencillo. La persona que está cometiendo estas aberraciones cuenta con alguien que le está ayudando en la sombra y esa persona eres tú. Le has ayudado desde el primer crimen y has hecho todo lo posible para protegerlo. Has estado borrando las huellas del camino, borrando su rastro… y lo has hecho a conciencia, sabedora de todas y cada una de las consecuencias y él se ha aprovechado bien de tus intervenciones. Nunca nadie hubiera imaginado una cómplice tan perfecta como tú.
En ese instante Adela recordó que su marido había regresado a casa una hora antes de que llamase María. Abelardo seguía mirándola fijamente mientras ella, en silencio, con la cabeza gacha, relacionaba los acontecimientos.
Abelardo se había marchado sin decirle adonde iba, algo que nunca había hecho. Recordó la sangre en los vaqueros, los guantes manchados, su mirada iracunda, el burdo vocabulario que había utilizado para explicarle lo que le había sucedido y su exagerado nerviosismo ante lo que había sido un simple percance. Abelardo era un hombre de hábitos, que medía sus actos, que controlaba su temperamento y sus impulsos. El orden era la base de su vida, por ello no acostumbraba a salirse de la rutina. Del mismo modo, siempre era muy prudente cuando iba al volante, por lo que cuando a su regreso le dijo que había tomado un camino de tierra para volver a casa, Adela se extrañó, pero pensó que lo habría hecho debido a su estado de alteración por la discusión que habían mantenido. Pero ahora, al tratar de relacionar todo lo que había sucedido, pensó que tal vez su marido le había mentido sobre el accidente con el búho, y que quizá tuviera razón y ella estuviera facilitando el camino al asesino, puesto que…, sopesó la posibilidad, el asesino podía ser él, Abelardo.
Él seguía mirándola, esperando una respuesta, una reacción de su esposa, pero Adela no levantaba la cabeza, permanecía con la mirada fija en el suelo, ausente, asustada, preguntándose qué debía hacer, qué debía decir.
–¿Qué piensas? – le preguntó Abelardo-. ¿No vas a decir nada? Sabes que tengo razón. Aunque te pese, la tengo. Desde el primer momento la tuve. Estamos en un agujero oscuro, muy oscuro.
–¿Dónde has estado? – preguntó Adela.
–¿A qué viene esa pregunta? No estamos hablando de dónde he estado.
–¿Dónde has estado? – volvió a preguntar Adela.
–Ya te lo dije cuando volví; en La Caña Vieja.
–Sólo vas allí cuando piensas escribir. Y ahora no estás preparando nada.
–No, claro que no. Desde que decidiste que había que robar la copia, dejé de preocuparme de unas rectificaciones que no eran necesarias. Pero has de saber que también voy cuando necesito evadirme de todas las estupideces e imprudencias que me rodean. Esta vez lo necesitaba. Puedes explicarme adonde quieres llegar, porque no entiendo nada.
–Puede que tu salida de esta noche no sea una simple coincidencia. Afirmas con demasiada seguridad que yo seré la próxima víctima. Antes de irnos a Ibiza también fuiste a La Caña Vieja. Desde el primer momento has dicho con demasiada seguridad que Constantino no era el asesino; sin embargo, no dudaste en implicarle. Estoy segura de que tú también tienes algo que ocultar, algo importante, que Constantino sabe, de no ser así no habrías consentido que le señalásemos como el culpable. Y no sólo eso, a pesar de no estar de acuerdo conmigo, has aceptado mis decisiones, aunque es verdad, como has dicho muchas veces, que no siempre parecían muy coherentes. Tú no eres tan dócil, tan manejable, no lo has sido nunca, no en cosas como éstas, tus principios te pueden…
»Sé que me ocultas algo, que mientes, lo sé porque también te dejas llevar por los intereses, en el fondo somos iguales. Si no tuvieses algún interés importante en todo esto, no habrías movido un solo dedo. Eres igual de ambicioso que yo, pero entre los dos hay un gran abismo que nos separa. Tú no has sido sincero y yo lo he sido desde el principio. Lo único que he hecho ha sido ponerte a salvo. Proteger nuestros intereses -dijo Adela dirigiéndose a la puerta.
–¿Me estás acusando de asesinato? ¿Estás insinuando que puedo ser el que ha matado a todas esas personas? ¡Esto es increíble! ¿Cómo puedes pensar que soy el asesino?
–Creo que eres capaz de todo, como cualquier persona. Nadie conoce a nadie. Has podido matar a Cosme y al ladrón y pagar para que matasen a Teresa y a Eugenia. Es posible que te hayas vuelto loco, o que persigas más popularidad, no lo sé. El morbo hoy en día funciona mejor que cualquier campaña publicitaria. Tal vez vayas buscando más popularidad, y no digo que hayas escogido el camino más idóneo, pero desde luego sí el más rápido. Te permites dudar de mi inocencia, pero aquí no se salva nadie. Nadie, querido. Nunca olvides que no te pierdo de vista ni un solo segundo, que cuando tú vienes yo ya he ido y he vuelto varias veces. No vayas a pesar que no tengo una salvaguarda para todos mis actos, incluso para lo que tú puedas estar planeando, no lo olvides -dijo Adela histérica.
–Me has interpretado mal… Siempre te pierdes en tus conjeturas. Sólo pretendo ponerte a salvo; no quiero que te ocurra nada. Pero si desconfías de mí hasta esos extremos, si estás tan segura de lo que has dicho, ¡llamemos a la policía! No tengo ningún problema en entregarme, lo único que quiero es que estés a salvo. Debes salir de aquí. Estoy seguro de que estás en el punto de mira del asesino -dijo Abelardo mientras tomaba el auricular del teléfono y se lo ofrecía a su mujer.
–No pienso llamar a nadie; antes voy a buscar la copia de la obra. Voy a entregar a los de homicidios la novela. Estoy convencida de que ocultas algo y ya todo me da igual. Tengo miedo… Creo que ya no puedo confiar en ti.
–¿Qué novela? – preguntó Abelardo irónico, riéndose entre dientes.
–Tu novela.
–No hay novela. Quemaste todas las copias en la chimenea, y la única que quedaba era la del despacho de Carlos. Tenías razón cuando me recriminabas mi forma obsoleta de trabajar. Si hubiera utilizado un ordenador, si no trabajara sólo con máquina de escribir, ahora podría tener una copia, pero ya ves; entre mi manera arcaica de trabajar y tu forma visceral de actuar, estamos atrapados. Ahora no sabemos si la única copia que quedaba continúa en el despacho de Carlos. Gracias a ti la novela ya no existe, ¡jamás se escribió! No podemos decir nada de ella porque nadie nos creerá, ni a ti ni a mí. Si ahora le dices a la policía lo que hará el asesino, serás culpable, porque él hará exactamente lo que estaba escrito y la policía pensará que tú eres quien está pagando a alguien para que cometa los asesinatos. Nos convertiremos en sospechosos. No entiendes que este hijo de puta, gracias a ti y a mi estupidez al hacerte caso, nos ha metido en un callejón sin salida. ¡Ahora estamos solos! Lo único que podemos hacer es cuidarnos mutuamente. Lo único que podemos hacer es todo lo contrario de lo que tú has dicho. Sólo nos queda rezar para que la novela no estuviera en las manos del ladrón cuando la policía entró en la editorial.
»Por otro lado, yo también podría dudar de ti y acusarte de los asesinatos, igual que lo has hecho tú conmigo, porque tú has estado sola toda esta noche y estuviste de compras todo un día antes del viaje a Ibiza. Hace tiempo que dudo de tu inocencia, ¡es cierto! Tu interés en no dar a conocer la existencia de la obra siempre me ha parecido demasiado obsesivo. Nunca hubiera imaginado que tu ambición llegase a esos extremos. Pero ahora es lo que menos me preocupa. Ese maldito ha vuelto a matar; sigue llevando a la realidad la trama de la novela… y estoy asustado. Tengo la certeza de que intentará matarte, créeme, sé que lo intentará. Está jugando con nosotros, está jugando con la policía, estoy convencido que todo esto sólo es un divertimento para él. Tenemos que buscar una solución. Tenemos que protegernos mutuamente, salir de esta jaula lo antes posible. Estamos atrapados; de una forma u otra saldremos perjudicados. Hay que buscar una salida; tiene que haber una salida que permita que todo esto nos salpique lo menos posible.
Adela se acercó a su marido y situándose frente a él dijo:
–Cuando has dicho que la próxima víctima sería yo, he sentido mucho miedo. ¡Me has asustado! He perdido la confianza en ti. Es cierto. Te comportas de una forma demasiado agresiva. A veces me pareces un desconocido. No puedo evitarlo.
Abelardo se levantó y abrazo a su esposa.
–Ese asesino ha conseguido involucrarnos en sus crímenes -dijo acariciando la cabeza de su mujer-. Ya no podemos hacer nada; únicamente rezar para que no vuelva a matar, para que ninguno de los dos sea su próxima víctima. Ahora, más que nunca, debemos guardar silencio. No debemos hablar con nadie de Epitafio de un asesino. Ahora, Adela, es cuando no podemos decir que existe. Sería la mayor locura que podríamos cometer. Sería nuestra condena, seguro que arruinaría nuestra vida. Ahora tenemos que luchar contra el asesino, jugar a su mismo juego, y hacerlo juntos; si consigue separarnos habrá ganado, créeme, por una vez en tu vida haz caso de lo que te digo.
–¿Qué haremos si el ladrón que ha aparecido muerto es Tomás? ¿Qué haremos si llevaba encima la novela cuando le mataron? ¿Qué haremos si la policía ha encontrado tu obra? – preguntó Adela.
–Si es así, no nos quedará más remedio que confiar en que la policía nos crea y, por supuesto, nunca y bajo ningún concepto debemos desvelar que tú destruiste pruebas; que te deshiciste del bisturí, del martillo, que quemamos las copias de la obra y menos aún que contrataste a ese hombre para que robase el ejemplar. Es la única copia del manuscrito que existe. Que la policía establezca paralelismos entre los crímenes de la novela y lo que está sucediendo, es otro tema. Quizás en ese caso el perjudicado sería Carlos, al ser él quien tiene el ejemplar desde que se cometió el primer homicidio. La policía podría considerarlo sospechoso. Y lo cierto es que yo en alguna ocasión he pensado en él como posible asesino; lo hice hasta que me di cuenta de que faltaba una de las copias. Si el manuscrito está aún en la mesa de Carlos, yo me encargaré de recuperarlo. Se lo pediré. Después de la llamada de María tengo que ir a la editorial, aunque ella diga que no necesitan nada, debo ir.
–¿Cómo puedes haber dudado de Carlos? – preguntó Adela contrariada-. No puedo entenderlo.
–Tú lo has dicho hace unos minutos: nadie está a salvo. Sé que no es capaz de semejante barbaridad, pero todo este asunto es demasiado grave y hace que nos sintamos inseguros y dudemos unos de otros. He ido descartando posibles sospechosos, y Carlos era uno de ellos. Sé que es deshonesto por mi parte, pero tienes que entenderlo. ¿Acaso no has dudado tú de mí?
–Sí, pero no es lo mismo. Cuando asesinaron a Teresa, Carlos ni siquiera había tenido tiempo de hojear la novela, incluso aunque hubiera pensado hacerlo. Además, él es incapaz de semejante atrocidad.
Abelardo miró de soslayo a su mujer. Le parecía exagerada la forma en que defendía la inocencia del editor, teniendo en cuenta que tan sólo hacía unos instantes había dudado de él, que era su marido. A ella le parecía que Carlos, su editor, era más de fiar que su propio esposo. Las dudas volvieron a surgir, pero esta vez se las guardó para sí.
–No adelantemos acontecimientos -dijo cambiando de conversación-, debemos esperar a ver qué pasa. Cuando estemos seguros de dónde está esa copia, veremos lo que hay que hacer. Ahora he de marcharme. Creo que es mi deber estar con Carlos en estos momentos…
Abelardo se puso en marcha, no sin antes dar instrucciones, muy concretas, al personal de seguridad de la finca para que nadie entrase en el domicilio sin ser previamente identificado. En el momento en que abandonó la finca Adela se acercó al garaje. Quería comprobar que las explicaciones que le había dado Abelardo eran ciertas; pero contrariamente a lo que acostumbraba a hacer, se había vuelto a llevar el descapotable cuando solía utilizar el todoterreno. Adela una vez más repasó la sucesión de los hechos, cuan extraño había sido el comportamiento de su esposo en las últimas horas… Volvió a la casa y se dirigió al cesto de la ropa sucia, sacó los pantalones y revisó los bolsillos. Miró con detenimiento las gotas de sangre y buscó algún rastro de plumaje que diese verosimilitud a la explicación que Abelardo le había dado, a fin de acabar con sus dudas, pero no encontró nada en los vaqueros que pudiera confirmar que el accidente con el búho había ocurrido, y tampoco halló nada, aparte de sangre, en los guantes que su marido había tirado a la basura.
Su desconfianza iba en aumento. Asustada por las palabras que momentos antes había pronunciado su esposo, llegó a sopesar la conveniencia de analizar los restos de sangre que había en la ropa, pero la descartó. Ningún laboratorio haría tal cosa sin informar de ello a la policía. Sin embargo, como solía ser habitual en ella, no dejó ningún cabo suelto. Guardó los vaqueros y los guantes en una bolsa de plástico y los escondió en un lugar seguro.
Nadie sabía lo que podía acontecer y tal vez aquello fuese un seguro de vida.
–No sabes lo que te agradezco que hayas venido. Llamé al personal, a todo el personal, la policía me dio su permiso. He estado toda la madrugada llamando por teléfono. No quería que nadie viese nada, nada. Ha sido horrible. He tenido que reconocer el cadáver, he tenido que verlos a los dos. Nunca habría podido imaginar que algo así pudiera suceder aquí, en mi casa, porque ésta es mi casa. No creo que lo supere, no podré superarlo nunca. Nunca, Abelardo, nunca…
–Debes tranquilizarte. Entiendo cómo te sientes, he pasado por esto, sé lo que es, créeme. Debes prepararte, tendrás que hacer más de una declaración. Tienes que ser fuerte. Y dime, el otro cadáver, ¿ha sido identificado?
–Estaba indocumentado. Había robado varios objetos que apenas tienen valor, bolígrafos y esas cosas. Había estado en todos los despachos. Cada cosa pertenece a uno. Entró por esta ventana. La policía dice que la forzó con una palanca y que se enganchó con una correa de cuero que encontraron dentro de la mochila que había junto al cuerpo. Creen que sorprendió al asesino y éste le mató. Han hablado de una llamada a un periódico que se realizó desde La Castellana. No hago más que pensar en la sangre fría que hay que tener para cometer semejantes atrocidades… y, luego, llamar a un periódico para contarlo. ¡Qué horror!
Abelardo miraba de forma disimulada la mesa del despacho de Carlos, intentando localizar el sobre con la novela sin que su editor percibiera su intranquilidad. Hacía grandes esfuerzos en centrarse en lo que le estaba contando, pero encontrar esa copia era demasiado importante para él y le resultaba difícil mantener su atención.
–Estoy preocupado por ti -dijo Carlos.
–Lo sé.
–Todos sabemos que ese asesino es un psicópata, que los tres asesinatos están relacionados. El inspector y el comisario me han dicho que se trata de la misma persona. No hay duda, ¡ninguna duda! Y tengo miedo de que te pase algo. Es evidente que ese loco va a por ti.
–Sí, yo también lo creo -contestó él-. Después del asesinato de Eugenia me di cuenta. Pero no puedo hacer nada, sólo rezar para que todo acabe. Éste no es el primer caso de un asesino psicópata. La historia está, desgraciadamente, llena de ellos.
–Ha hecho una letra con los dedos.
–¿Cuál ha sido esta vez? – preguntó Abelardo.
–El muy cabrón ha formado una «A» con los dedos.
–Creo que no deberías darle más vueltas. Debes tranquilizarte y no contarle a María ningún detalle. Evita que sufra más de lo necesario y que tenga miedo. Eso es lo más importante, por el momento. No te atormentes más. Hemos de confiar en que la policía lo coja pronto.
–Le he dicho a María que se vaya unos días con su madre a la sierra. No quiero que esté en Madrid. Tengo miedo.
–Lo mismo me pasa a mí con Adela. ¡Estoy aterrorizado!
–La policía me ha garantizado vigilancia, pero no más de una semana -dijo Carlos.
–Yo estoy pensado en irme unos días fuera de Madrid con Adela. A Santiago quizá, así yo aprovecharía para hacer las rectificaciones de la novela… Incluso en el caso de no salir fuera de Madrid sería un buen momento para comenzar con la reescritura. Ya que estoy aquí, si te parece, me llevo la copia que te di -dijo Abelardo.
–Por supuesto, no hay ningún problema -dijo Carlos abriendo el cajón de la mesa. Sacó un sobre y se lo entregó-. Toma. ¿Sabes?, no dejo de pensar en que ese joven que han matado perdió la vida por unos simples bolígrafos, por unas cuantas chorradas que no tenían valor. No me hubiese importado no recuperar nada a cambio de que los dos estuviesen vivos.
–La vida de una persona es algo irreemplazable. El resto de las cosas siempre se pueden sustituir. ¿Has llamado a Goyo? – preguntó Abelardo.
–Sí, no creo que tarde en llegar…
Abelardo y Goyo estuvieron con Carlos hasta que se hizo el levantamiento de los cadáveres. Cuando la policía de homicidios se retiró, Abelardo se despidió de Carlos y regresó a su casa. Adela le esperaba inquieta junto al teléfono.
–¿Por qué no me has llamado? – le recriminó -. Estoy histérica.
–Si no lo he hecho ha sido porque no he podido -respondió él alargando su mano derecha y ofreciendo a su mujer el sobre cerrado que le había entregado Carlos.
–¿Es la novela? ¡Dime que lo es! El ladrón no era Tomás, ¡lo sabía! – exclamó Adela confiada.
–Aún no lo he abierto. No he tenido valor para hacerlo. Respecto al ladrón, todavía no ha sido identificado.
Adela cogió el sobre, segura de que en su interior estaba la copia de Epitafio de un asesino, pero no fue así. Lo abrió con rapidez y sacó el ejemplar. Su cara, tras leer el título, cambió bruscamente de expresión. Le dio la obra a su marido sin decir una palabra. Él leyó en voz alta el título que figuraba en su portada:
–Los feudos. – Abelardo reflexionó-: Si el ladrón que han asesinado no es Tomás, puede que éste cambiara las copias antes de que se cometieran los asesinatos y que esta mañana Epitafio esté en el apartado de correos… Creo que, por el momento, no debemos alarmarnos.
–¿Y si el muerto es Tomás? – preguntó Adela aterrorizada-. ¿No crees que sería demasiada coincidencia que hubiese dos ladrones el mismo día?
–Si el muerto es Tomás, lo más probable es que la copia de la novela esté en poder del asesino. Si la tuviera la policía, ahora estaríamos en comisaría prestando declaración… O tal vez no. Sería demasiado pronto para que les hubiera dado tiempo a relacionar la obra con los asesinatos. Primero la tendrían que leer…
–Estoy asustada. Bastante asustada.
–No podemos hacer nada. Sólo nos queda esperar. Nos lo merecemos. Todo es culpa nuestra. Absolutamente todo. Hemos caído en la trampa. Nos hemos dejado llevar por nuestra avaricia. Ahora sólo debemos ir con cautela, dejar que sea el asesino quien siga dando los primeros pasos. Ante todo hemos de procurar que la policía no sospeche nada; dejemos que sean ellos los que hagan las conjeturas… Es mejor que sigan creyendo que estamos sumergidos en una total ignorancia. Es mejor que el asesino tenga la copia a que la encuentre la policía. Contra él aún nos quedan armas, pero la policía nos ganaría la partida. En el momento que leyesen la obra, sabrían que hemos ocultado su existencia, y ése sí que es un problema real, ahora lo es -dijo guardando la novela histórica.
La policía judicial se puso en contacto con Abelardo aquella misma noche. El matrimonio fue informado de la retirada de los cargos contra Constantino. Los teléfonos de la mansión fueron intervenidos con el consentimiento del escritor y dos agentes de paisano se instalaron en los alrededores de la finca. Desde aquel momento Abelardo Rueda supo que sus sospechas no estaban infundadas. El asesino estaba convirtiendo en realidad todos y cada uno de los asesinatos que se cometían en su obra. La próxima víctima podía ser cualquiera de ellos. El viernes de aquella semana Adela y él se desplazaron a Madrid para comprobar el contenido del apartado de correos que ella había abierto, y aquella misma tarde decidieron cancelarlo al enterarse por los medios de comunicación de la identidad del ladrón.
–Pobre Tomás, pobre muchacho -dijo Adela al leer la prensa.
–Si tú no hubieses ido a su casa a contratarlo para que robara en la editorial, hoy estaría vivo. No intentes hacerme creer que tienes escrúpulos. Ninguno los tenemos, ninguno de los dos -contestó en tono de reproche Abelardo.
–Me estás acusando de su muerte, indirectamente lo estás haciendo.
–Indirectamente no es una definición correcta. Lo correcto sería decir que somos realmente los culpables de que ahora esté muerto. Una cosa es no tener escrúpulos y otra es hacer creer que uno los tiene, eso resulta aún más grave… Hasta en términos legales el hecho de no reconocer un delito es agravante y reconocerlo resulta atenuante. No sé si tú te has parado a pensar en todo lo que ha sucedido, en lo diferentes que podrían haber sido los acontecimientos si tú y yo no hubiésemos sido tan egoístas, tan irresponsables. Todo hubiese sido sencillo, muy sencillo, sólo habría que haber aguantado acusaciones infundadas, ya que no éramos culpables de nada. Pero ahora sí. Ahora sí somos culpables. Hemos antepuesto nuestra estabilidad a la ley, a la honestidad, a la vida de personas inocentes. Durante todo este tiempo no he dejado de pensar en lo que hemos hecho y, también, en lo que no hemos hecho, y estoy convencido que tanto Tomás como Eugenia seguirían vivos si nosotros hubiéramos actuado como debíamos.
–Puede que en parte tengas razón, pero todo depende de cómo se mire. No pienso estar media vida discutiendo mi inocencia y la tuya. Ya hemos pasado bastante… Ese hombre ya ha jugado demasiado con nosotros. El único hijo de puta es él; el único asesino es él. Además, aunque en este caso, los asesinatos han sido cometidos por una sola persona, dime cuántas muertes hay en el mundo de las que todos somos partícipes y consentidores. Muchas, demasiadas, y todos dormimos tranquilos. Nadie se plantea qué debería haber hecho para evitarlas, porque siempre se puede hacer algo. Incluso en términos legislativos hay responsabilidades que no se depuran nunca. Defectos de forma que ponen a criminales en la calle, informes que dan por reinsertado a un asesino que a los pocos días de estar en libertad vuelve a matar, y así sucesivamente. Me importa una mierda todo, Abelardo. Lo único que quiero es salir de ésta y retomar mi vida. Desde el primer momento tuve claro lo que quería, y sigo teniéndolo ahora. En estos momentos lo que más me preocupa es que ese tipo intente matarme… Algo que no había pensado antes. Jamás hubiera imaginado que la cadena de crímenes continuaría y que nuestras vidas pudiesen correr peligro. Eso es lo que me preocupa, no la responsabilidad moral que pueda tener en los hechos. La moral es un invento estúpido, no existe, sólo se utiliza cuando se necesita, y cambia según las necesidades de cada uno -dijo Adela alzando la voz.
–Sé que nunca reconocerás que te has equivocado. Eres demasiado orgullosa. Pero el asesino nos está ganando la partida, y eso es lo que debes tener presente a partir de este momento. Hemos entrado en su juego como los corderitos en el matadero. Ha hecho enroque. Nos está avisando. Su próximo movimiento será jaque mate. Está claro que la copia de la novela la llevaba Tomás, ya que nosotros tenemos la que tenía Carlos en su despacho, lo que indica que el chico ya había hecho el cambio cuando lo mataron. Y como la policía no la ha encontrado, es evidente que la tiene el asesino, quien seguramente habrá deducido que contratamos a Tomás para que la robase. Está claro que es más inteligente de lo que pensamos. Lo tiene todo medido; desde el comienzo lo tiene todo bien pensado. Juega con ventaja, una ventaja que nosotros le hemos dado.
–Eso ya lo sabemos -contestó Adela-, está claro. Y lo que también está claro es que el objetivo principal de ese asesino eres tú. Los tres crímenes se han cometido de la misma manera, inspirados en los que tú describes en tu obra. No sabemos qué intenciones, aparte de matar, tiene este individuo. Lo único que está claro es que está loco, completamente loco, y que actúa según los dictados de su mente deformada. Pero todos cometemos fallos, y los psicópatas más. Se dejará llevar por su afán de notoriedad, y ello le llevará directamente a las manos de la policía. Tarde o temprano le cogerán, estoy segura. Cuanto más nos obsesionemos por lo que ese hombre pueda hacer, más nos cegaremos y más difícil nos resultará tomar las decisiones adecuadas. Él está intentando hacernos perder el control de la situación. Como tú bien dices, está jugando. Pues bien, si eso es lo que quiere, jugaremos.
–Quizá no busque notoriedad, tal vez sólo quiere que nosotros sepamos lo que es capaz de hacer. Es posible que no esté loco, ¿no lo has pensado? No sólo los locos cometen asesinatos. Tal vez no le cojan nunca, o nos mate antes de que le veamos en presidio -dijo Abelardo pensativo.
–Ya sé que para matar no hace falta estar loco, sólo hay que buscarse un motivo, eso, o ser un hijo de puta. Pero está claro que éste está loco. – Adela hizo una pausa-. Intentemos recobrar la normalidad, volver a retomar nuestra rutina, nuestra vida. No haremos nada que interfiera en las labores de investigación. A todos los efectos la novela no existe, así que nadie conoce cuál es el motivo que ha desencadenado todos estos acontecimientos.
–Mañana subiré a La Caña Vieja -dijo Abelardo
–¿Quiere eso decir que vuelves a escribir?
–Sí. Pero esta vez en mi obra no habrá asesinatos.
–Cometerías un error si hicieses semejante tontería. Sabes que las ventas de tus obras se han disparado desde que escribes trillers. Creo que deberías seguir haciéndolo.
–A veces dices cosas terribles. Si no te quisiera como te quiero, no sé… Sabes de sobra que ese tipo de literatura no me gusta, que nunca me ha gustado.
–¡Escúchame! No voy a consentir que tires tu carrera por la borda. No pienso dejarte…
–Señora, ¿le dejo la correspondencia en el salón?
–No, ¡déme! La iré clasificando mientras acabo el desayuno.
Adela comenzó a separar las cartas. Cuando pasó las tres primeras, el sobre que quedó ante sus ojos hizo que se paralizase. Sin parpadear, ni retirar la vista de aquella carta dirigida a su marido, en la que el nombre del destinatario y la dirección estaban rotulados en negro con una exquisita perfección y elegancia, cogió el cuchillo de la mermelada y, después de limpiarlo con la servilleta, rasgó la solapa. Sacó el folio y lo extendió para leerlo. Las palabras que había escritas decían:
Génesis 6
El Diluvio
Al ver Dios que era muy grande la maldad del hombre en la Tierra y que todos los pensamientos de su corazón tendían siempre al mal, se arrepintió de haber creado al hombre en la Tierra…
Padre, ¿también te arrepientes de Tu creación?
Las piernas de Adela golpearon la superficie interior de la mesa y el vaso con el zumo de naranja cayó al suelo, pero ella ni tan siquiera se movió. Seguía con la mirada fija en las palabras que había escritas en el papel, releyendo una y otra vez el texto. Claramente alterada llamó a gritos a su marido, por lo que el mayordomo salió de la cocina para ver qué sucedía.
–¿Le ocurre algo?
–No; gracias, Juan. Es que se me ha caído el zumo. ¿Sabe dónde está mi esposo? Parece no oírme.
–Está en el jardín; si quiere voy a buscarle.
–No se moleste, ya voy yo.
Adela recorrió el jardín hasta llegar al viejo olivo. Apoyado en su tronco estaba Abelardo haciendo un boceto a lápiz de las montañas.
–¿Qué te pasa? – preguntó alarmado al ver la expresión tensa de Adela.
Ella no dijo nada, extendió su mano temblorosa y le dio el papel. Después se sentó y mirándole a los ojos esperó su respuesta.
–Sólo el diablo juega con los pensamientos y la imaginación de las personas. ¡Quiere destruirme! Estaba en lo cierto. Tiene la copia, y sabe que intentamos recuperarla. El anónimo no puede ser más claro. Va a por mí, y no parará hasta conseguir su propósito -dijo Abelardo tras leer el texto.
–Es evidente -contestó Adela-, pero imagino que no le dejarás jugar contigo. Debes ser fuerte. Sólo intenta impresionarnos; está claro lo que quiere. Su único fin al mandar este texto es aterrorizarnos y lo ha conseguido, pero no debe saberlo, no debe saber que estamos asustados.
–Estoy más asustado de lo que estaba… Estoy obsesionado con él -contestó Abelardo abatido.
–Debemos darle el anónimo a la policía, como hicimos con los anteriores. El texto no nos compromete, al contrario, nos beneficia. Nos protegerán, porque este anónimo nos hace menos sospechosos aún ya que demuestra de una manera más clara y directa que ese asesino nos tiene en su punto de mira. No pierdas el control. Yo también estoy impresionada, muerta de miedo, pero veámoslo desde el ángulo más favorecedor -dijo Adela.
–¿Sabes una cosa? Estoy seguro de que se saltará una letra.
–¿Por qué? ¿También cambiaste eso?
–Sí. Ya te dije que en mi obra el asesino cuenta con un cómplice, la mujer del catedrático. A ella le corresponde la letra «G». Imagino que el psicópata que nos está haciendo la vida imposible, tendría pensado formar esa letra con el pulgar y el índice de su víctima, tal como describo en mi obra, haciendo un único corte con los dos dedos unidos. Pero el caso es que el asesino de la novela se lía con la mujer del catedrático para después matarla. Así pues, como es evidente que ese tipo está siguiendo la obra al pie de la letra, estoy seguro de que tú estás fuera de peligro, porque no tienes ni has tenido ninguna relación con él. Por tanto, no habrá dedos que formen la letra «G», porque no tendrá la víctima adecuada para ello. Además, si hubiese querido escribir esa letra, lo habría hecho con los dedos de Tomás. Es algo a lo que llevo dándole vueltas desde ayer. Tomás le habría venido como anillo al dedo. Habría matado dos pájaros de un tiro y formado dos letras más; hubiese sido perfecto, pero no, no lo hizo porque está siguiendo la obra concienzudamente. Intenta que sus crímenes sean iguales a los de la novela; ése es su principal objetivo. Sabe que así acabará volviéndome loco, haciéndome sentir el responsable de sus macabros asesinatos, porque, tal vez, si yo no hubiese escrito Epitafio, nada de esto estaría sucediendo… Es impresionante cómo está jugando conmigo. Me asusta… -dijo Abelardo llevándose las manos a la cabeza.
–No lo había pensado. No me había parado a pensarlo. Tienes razón, Tomás fue asesinado de forma diferente; es cierto.
–Estoy tan arrepentido de haber escrito esa maldita obra. Ese hombre es el diablo. Estoy convencido de que lo es.
–Debemos llevar el anónimo a la policía, pero antes debes calmarte un poco. Piensa que llegarán más cartas como ésta o puede que peores. El asesino está demostrando que es muy inteligente. Tenemos que estar preparados para lo que está por venir. Sin embargo, sigo estando segura de que nuestra mejor manera de defendernos de él es impedir que sepa que ha conseguido atemorizarnos. No debe saber cómo y de qué manera nos afectan sus demoníacas palabras.
–Nunca volveré a estar en paz conmigo mismo. ¡Nunca más lo estaré! – dijo el escritor mientras se levantaba y descolgaba el teléfono para llamar a la policía.
Los días restantes de aquel nefasto mes de febrero pasaron sin más incidentes, a excepción de la desconfianza que iba incrementándose entre ambos. Aquello no sólo había variado su modo de vida, no sólo les había puesto en la cuerda floja al haber cometido graves delitos, también había afectado mucho a su relación. Ambos estaban sufriendo en su interior una oscura y silenciosa metamorfosis, una transformación irregular, antinatural… En su interior el gusano no daba lugar a la mariposa, sino que de la mariposa surgía el gusano, y éste no formaba seda, sino desconfianza y putrefacción, impregnando todos sus pensamientos de la podredumbre y el hedor que la suspicacia genera. La difidencia entre ambos era una constante; ninguno podía controlar sus recelos. Las sospechas surgían en cualquier momento, alimentadas por el más pequeño de los detalles. La figura del asesino estaba presente en cada uno de sus pensamientos, diurnos y nocturnos. Sin domicilio, sin nombre, sin cara, sin gestos, sin olor, sin coordenadas que seguir, todo en él estaba desdibujado, como una sombra. Y ninguno de los dos soportaba seguir ignorando la identidad del asesino, porque ello les hacía dudar del otro profundamente… Él criminal parecía conocerlos a la perfección, tanto que podría ser cualquiera de ellos dos.
Adela intentó recobrar el orden que siempre había imperado en su vida sin olvidar ni por un momento que Abelardo era su cómplice y eso tenía una relevancia extrema para ella: no lo olvidaría y no tendría reparos en utilizarlo en caso de necesidad. Para Adela el fin justificaba los medios. Consideraba que su actitud no había sido irresponsable; sólo a efectos legales, sólo en el caso de que alguien diese a conocer su implicación, sería sometida a un juicio de valor, del que estaba segura saldría indemne.
Abelardo, por el contrario, estaba cada día más obsesionado. Intentaba, pero no podía, librarse de la lacra que le suponía su participación en los hechos. Se consideraba tanto o más culpable que su esposa. Sólo él conocía los verdaderos motivos que le habían llevado a actuar así. Sólo él sabía por qué se había dejado llevar por Adela, las verdaderas razones por las que, en apariencia, ella parecía dominarle. Llegado a este punto comprendió que si él había sido capaz de mantener a salvo su secreto, su mujer podía estar jugando al mismo juego. Comenzó a tomar notas, a generar hipótesis sobre la posible implicación de Adela en los asesinatos y los motivos que pudiera tener para engañarle. Volvió al punto de partida y se encerró aún más en sí mismo. Sin embargo, la quietud de las últimas semanas le hizo albergar esperanzas de que tal vez todo hubiese terminado. A pesar de su aparente calma, del sosiego que exteriorizaba, se negó a asistir a ningún acto público.
Una vez que el editor dejó de ser requerido por la policía, Carlos y María se marcharon a Galicia.

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