VII
La vida amarga
Nunca compartió el horario de los demás. Se acostaba cuando los hombres de bien probablemente acababan de levantarse y hacía suyas las noches de Barcelona hasta que el alba echaba de las tabernas y de las casas de putas a los clientes más rezagados. Él era siempre uno de ellos. Salía a la calle de madrugada, borracho y haciendo un esfuerzo denodado por caminar derecho y guardar la compostura, en un intento por señalar todas y cada una de las diferencias que existían entre él y el resto, por pequeñas que fuesen, por imperceptibles que pudiesen resultar a la vista de cualquiera. Los que se mantenían despiertos a aquellas horas compartían el gesto cansado, la mirada aletargada y también el bolsillo vacío, pero unos salían del local satisfechos, ebrios de alcohol y de lujuria en la misma medida y otros abandonaban el tugurio con actitud apesadumbrada, fiel reflejo de la culpa que sentían por haber gastado demasiado dinero, por haber bebido más de la cuenta, por no tener excusa con la que enfrentarse a sus esposas y, sobre todo, por el ingrato deber de regresar a la vida real, donde las mujeres eran tan remilgadas que nunca se exhibían desnudas ante ellos, y no como las que dejaban en ese salón, que se mostraban impúdicas y desvergonzadas, y cuyo regocijo en el lecho parecía tan sincero que llegaban a olvidar que sus mohines e incluso sus gestos obscenos y provocativos no solo se debían al dinero que habían pagado por ellas. De todos modos, se consolaban pensando que mejor era aquello que buscar a tientas la ranura del camisón por el que sus mujeres les obligaban a penetrar en sus cuerpos, templos sagrados de la fecundidad que después de cada cópula comenzaban a hincharse con un nuevo vástago.
Pero Oriol Mora era diferente. A él nadie le esperaba en casa para escuchar sus excusas torpes y deslavazadas, no había visto nunca un camisón con una abertura en medio, lo mismo le daba gastar y beber más de lo aconsejable y de sobra sabía que al cabo de unas horas regresaría a aquel burdel o a otros parecidos para repetir de manera exacta lo mismo que había hecho aquella noche y las anteriores: beber, esnifar cocaína, fumar tabaco y hachís, bailar y acostarse con una o con varias fulanas a la vez. No se sentía desgraciado por abandonar un mundo, que en definitiva era el suyo, por tan poco tiempo. Su desdicha era otra, y por ese motivo se esforzaba en ocultarla hasta de sí mismo. Aun cuando nadie le observaba, se colocaba el sombrero sobre la cabeza ceremoniosamente, se arreglaba el cuello de la camisa y con la palma de la mano apartaba de las hombreras de su gabán las manchas de polvo, de alcohol y de drogas, y de paso, retiraba con el mismo ademán los restos de vómito y otras secreciones que atestiguaban la calaña de su noche. «Señores —parecían decir todos sus gestos—, Oriol Mora es un caballero».
Regresaba a su casa paseando para sentir en su rostro el frescor de la madrugada y saludaba con una leve inclinación de la cabeza a las personas con las que se cruzaba, en su mayor parte obreros que se dirigían a las fábricas o vendedoras que apoyaban en sus caderas grandes capazos con pescado fresco. Nunca le devolvían un cumplido que consideraban ofensivo, pero Oriol insistía cada mañana en su costumbre, pues, en el fondo, pensaba que el amanecer ejercía una suerte de redención en su espíritu y se enfrentaba a aquel día como al del nacimiento del nuevo Oriol Mora. Caminaba sonriente, decidido a trabajar, a dejar de dilapidar la fortuna que su familia había atesorado a fuerza de tesón y de empeño. Repetía sus saludos con voluntad inalterable, aunque nadie se los devolviera, y sonreía para sus adentros, pues al fin y al cabo, él sería uno de ellos en cuanto se quitase aquellas ropas apestosas y pudiera asearse, pero antes de que llegase a su casa, comprendía que lo suyo no tenía solución; por eso al despertarse a media tarde con el regusto de la resaca y de la derrota mezclado en la boca a partes iguales, saltaba de la cama con la intención de arreglarse para repetir las proezas de la noche anterior, y de todas las noches que la habían precedido desde que llegó a aquella ciudad, una vida antes. Recordaba la mirada desolada de los hombres que habían salido de la mancebía esa mañana sabiendo que no iban a regresar, se anticipaba a la mirada desolada que volvería a ver en otros rostros al cabo de unas horas, y sentía compasión por ellos. Pero su desdicha era diferente, y bien sabía que ni esa madrugada ni ninguna otra iba a ser capaz de ocultársela a sí mismo.
Cuando pisó Barcelona por primera vez acababa de cumplir los veinte y tardó varios años en aclimatarse a su nuevo entorno. Extrañaba el frío de Camprodón, el aire helado que parecía cortarle la piel de la cara y que le había dejado la costumbre de caminar encorvado y con las manos siempre metidas en los bolsillos de su abrigo. En Barcelona había demasiada humedad, no le gustaba la comida y detestaba el ruido que parecía llegar de todas partes y a todas las horas, por más que cerrase puertas, ventanas y oídos a la algarabía que se colaba de la calle, donde, por lo demás, todo el mundo sonreía y parecía feliz con el único propósito de mortificarle. Los primeros días lo visitaron algunos parientes y unos pocos amigos que su abuelo había conservado a través de una correspondencia regular después de marcharse a Camprodón para instalar sus negocios, pero pronto dejaron de lado la cortesía. Se cansaron de que Oriol los recibiera siempre en bata, con barba de varios días y sin molestarse en ocultar las muestras de fastidio por su presencia. Tal y como acabaría haciendo más tarde, gastaba el dinero a manos llenas en naderías y trataba a todo el mundo con desprecio, en un vano intento por hacer que los demás también sufriesen por la pena que llevaba dentro, pues aquello no era lo que había pasado años enteros soñando, y el mundo tenía que pagarlo.
Pero al cabo de un tiempo, mantener aquel rencor se convirtió en una tarea que requería demasiado esfuerzo. Oriol comenzó a dejarse ver. Al principio se limitó a caminar por las tardes desde su casa hasta el puerto y allí se entretenía mirando el vaivén de las olas hasta que anochecía; más tarde, empezó responder a los saludos de los otros paseantes primero con un gesto y más tarde, y a su pesar, con el atisbo de una sonrisa. Ordenó a sus sirvientes que buscasen una costurera que le cosiera ropa interior de terciopelo fino para no sentir la humedad; escribió a su madre y le pidió que le enviase una cocinera de su confianza y, para habituarse al ruido, no le quedó más remedio que empezar también a hacerlo. Se compró un piano y contrató a un profesor para aprender a tocarlo; se abonó a la temporada de la ópera; envió cartas de disculpa a los familiares y amigos a quienes había despreciado e incluso llegó a cortejar a la hija de uno de ellos con la que coincidía en el Liceo en los días de estreno, pues pensaba que tal vez los últimos años de su vida no habían sido más que una equivocación y el final de sus días lo encontraría rodeado de una familia, hijos y nietos por todos los lados, y no moriría solo como un perro, tal como Amadeo había pronosticado cuando le abandonó. A fin de cuentas, se decía, tal vez no fuera tarde para enmendar aquel error, tal vez no fuese un depravado ni un vicioso ni un pervertido, tal como Amadeo le había espetado cuando le abandonó, pues no había conocido otro hombre más que Amadeo Serra y por ningún otro había sentido el menor interés. Pero con su profesor de piano fue diferente.
Se llamaba Xavier Costa, y siempre le había parecido un viejo hasta que lo vio un día a la luz centelleante de los faroles de las Ramblas, donde por más que intentase negar lo que realmente sentía, todos los hombres le parecían atractivos. Lejos de su casa, y de las teclas del piano, los dedos de don Xavier le parecieron más largos, más albos, más suaves, más libres. Le tendió la mano a modo de saludo, como si fueran viejos amigos.
—Caramba, Oriol, ¿qué hace por aquí? —exclamó el profesor nada más verlo.
Él arguyó una excusa incoherente que el otro fingió creer. A esas alturas de la conversación, con solo dos frases cruzadas, también su rostro parecía diferente al que le recordaba, más joven y más gentil, y su sonrisa era más amplia, y su gesto menos severo, y su piel menos áspera. Todo en él era diferente, mejor.
—Menuda sorpresa encontrarle a estas horas —la voz del pianista interrumpió sus pensamientos—. ¿Puedo tutearle? Ahora no soy su profesor, ni usted mi alumno.
Dudó un instante. Finalmente, asintió con un leve gesto de la cabeza.
—Estupendo. Te convido a una gaseosa en este bar americano que acaban de inaugurar…
Oriol no pudo evitar un gesto de sorpresa, que el otro percibió de inmediato.
—No pongas esa cara, caramba, que está aquí mismo, al cruzar las Ramblas, ¿lo ves? —le dijo mientras le señalaba el local con el brazo derecho. Con el otro, le aferró los hombros.
—Como usted diga, don Xavier —respondió Oriol.
Se sentía turbado: todos aquellos meses pasando las tardes de los martes y los jueves con el maestro de música y nunca había notado aquel temblor en las piernas. Estaba asustado, además, por si el otro percibía lo que le estaba pasando.
—Quítame el don —le pidió—. Porque a ver… ¿cuántos años tienes? ¿Diecinueve?
—No, señor, tengo veintiuno —respondió.
—¿Veintiuno? Pareces mucho más joven. Tienes pinta de no saber nada de la vida… —lo miró y sonrió mientras le acariciaba el brazo—. Pero con veintiuno, no tienes excusa para tutearme. Además, solo soy once años mayor que tú. Venga, te invito.
Cruzaron la calle, y para apresurar su paso, Xavier, ya sin el don, aumentó la presión del brazo que mantenía en su espalda.
—Creo que yo no voy a tomar soda —anunció Oriol al sentir la caricia del profesor.
En efecto, no pidieron gaseosa. Cuando llegó el camarero para servirles, Xavier ordenó que trajera una botella de champán y unos dulces para acompañar la bebida, pero la comanda permanecía casi intacta cuando el mozo volvió a la mesa para retirarla, y Oriol y su maestro ya habían partido hacia la casa de Xavier con el pretexto de que el profesor le mostrase al alumno unas partituras que había comprado en una librería de las Ramblas. Con la excusa de ayudarle a la correcta lectura del pentagrama, Xavier cogió con los suyos los dedos de Oriol, y como el joven no retiró la mano, Xavier entendió que todo lo que había supuesto acerca del muchacho mientras le daba clases de música era cierto. Se acercó los dedos de Oriol a la boca y los besó tímidamente, aun expectante por la reacción de su alumno. Como quiera que Oriol echó la cabeza hacia un lado mientras cerraba los ojos, Xavier ya no tuvo dudas. Se arrodilló frente a Oriol, desabrochó la botonadura de su pantalón y comenzó a acariciarle el sexo con la mano; después, se inclinó sobre él y se lo introdujo en la boca.
En todos los años que había pasado con su amante, Oriol nunca había recibido una caricia como aquella, y la lengua de Xavier recorriendo su verga enhiesta tuvo la virtud de revelarle lo que podía ser su vida a partir de ese instante. Sin salir de su asombro, pero dispuesto a aceptar el especial regalo que le brindaba la vida cuando hacía tan poco tiempo que había estado a punto de mandarlo todo al traste, tomó con ambas manos la cabeza de su profesor para indicarle el ritmo que debía mantener, un ritmo que el maestro inició lento pero que el alumno prefería rápido: tenía urgencia por sentir la presión de unos labios también urgentes que le recibían con gusto, que paladeaban con deleite el sabor de su piel y de su semen.
—No sabes las ganas que tenía de hacerte esto… —dijo Xavier, y mostró una sonrisa de satisfacción—. Todos estos meses viéndote aporrear el piano, mientras lo único que pensaba era en comerte entero.
Se levantó del suelo y siguió hablando mientras salía de la habitación. Al cabo de unos segundos, regresó al salón con dos copas y una botella.
—Es absenta —anunció—. Beberemos un poco, no creas que esto ha terminado tan pronto… No quiero que te marches de esta casa sin haberte conocido más profundamente.
Así lo hizo, y envalentonado por el licor y excitado por la admiración que reflejaba la cara y el cuerpo entero de Xavier, Oriol no tardó en dejar que su maestro de piano venciera todas sus reservas y abriese una a una todas las puertas de su cuerpo en sentido figurado y también en sentido real, pues Xavier se coló en todos los huecos que tenía preparados para él, ansiosos, húmedos, calientes. Para cuando salió de allí, varias horas más tarde de haber entrado, Oriol ya no tenía dudas: al fin había comenzado a habituarse a su vida en la ciudad.
Oriol había crecido sin afecto. Su padre falleció cuando no había cumplido los trece años sin haberle dado nunca un beso a su único hijo, pero a cambio le dejó como herencia un negocio boyante, un futuro resuelto y un sentimiento de culpa que el niño habría de arrastrar hasta el día en que él mismo se fuera a la tumba, pues Oriol tenía la firme convicción de que la muerte de su padre obedecía únicamente a su deseo de que se muriera. Nunca le había querido y tenía la certeza de que el sentimiento era mutuo, como así lo demostraba el hecho de su padre no hubiera deseado que se llamase como él. No lo bautizaron Joan Mora hijo, sino Oriol, un nombre que nadie en la familia había utilizado jamás; tampoco se preocupó de su educación, y solo ante la insistencia de su madre contrataron a una institutriz de buena familia que se había trasladado a Camprodón para pasar la vejez; ella le enseñó a escribir y a manejar las cuatro reglas con relativa soltura para que no tuviera problemas en dirigir ni la fábrica textil ni el negocio de galletas que acabarían siendo de su propiedad. Y Oriol tenía razón, ya que en verdad su padre no había sentido nunca el menor aprecio hacia un niño que llegó al mundo cuando ya todos habían perdido las esperanzas de que su esposa fuera fértil; llevaba más de seis años casado con Margarita Fuster y durante todo ese tiempo, su familia solo había esperado una cosa de ella: que fuera fecunda, pero la fortuna no le alcanzó ni para eso ni para nada en la vida. Era una mujer pequeña, en todos los sentidos a los que podía referirse ese adjetivo. Menuda y oscura, de escasa educación y tan pobre de carácter que le extrañó enormemente dar a luz a un hijo de tamaño semejante al que le mostró la partera, todavía con la piel ensangrentada y con las mejillas mojadas por el llanto.
—Es un varón —le dijo la comadrona al acercárselo.
Margarita le observó con asombro.
—¿Es mío?
—No, señora, ¡qué va a ser suyo! Es de una gitana que pasaba por la plaza de Santa María y yo lo he robado para usted —la mujer refunfuñó, enojada.
Margarita Fuster insistió.
—Pero, mírelo, ¡es tan grande! No es posible que algo así haya salido de mí.
La vieja le arrebató al niño de los brazos, apartó la sábana que cubría su cuerpo y se lo volvió a mostrar desnudo.
—Mírelo usted, señora, mírelo bien —señaló con la mano los minúsculos testículos del recién nacido—. Ha tenido usted un hijo. Si es grande, mejor: así podrá defenderse a golpes si las cosas le van mal, y si encima no ha salido a usted, señora, más suerte tendrá en esta vida.
Margarita, que moría de angustia por la simple idea de que Oriol se le pareciera, deseó toda la vida que la matrona estuviera en lo cierto. Antes de que su hijo se asemejase a ella, prefería mil veces que Oriol heredase el carácter tirano del padre. Ella apenas sabía leer, su escritura era confusa en la caligrafía y en la ortografía, y lo más que se alejó de Camprodón fueron los setenta y siete kilómetros que separaban a su pueblo de la ciudad de Girona, que visitó solo en una ocasión para elegir parte del ajuar de su boda. Para entonces, la fecha del enlace estaba fijada, aunque nunca se había visto a solas con el que sería su esposo. De hecho, no habían hablado ni una sola vez, que para eso estaban los padres de ambos; el de Margarita era el dueño de una fábrica de galletas que con el paso de los años alcanzaría fama mundial y que, por lo pronto, le daba a la familia de su propietario un aire dulzón por el azúcar, la canela, la miel y el chocolate de las obleas.
Algunos años antes de apalabrar el matrimonio, el abuelo de Oriol había arriesgado buena parte de su patrimonio y todo su prestigio en una empresa prácticamente suicida: instalar en Camprodón una fábrica textil. Dejó los negocios que tenía en Barcelona en manos de un administrador de su entera confianza, compró una casa en el centro del pueblo y un solar en las afueras. Al mismo tiempo que los cimientos de lo que sería su hogar, levantó los de su empresa; dio trabajo a los hombres en la construcción, y a las mujeres y a los niños en la fábrica, sin que en todo aquel tiempo le llamaran otra cosa que no fuera loco, pero él no hizo ningún caso a aquellos insultos. En aquel entonces, no imaginaba que algún día sería Joan Mora padre, pero lo que sí tenía muy claro es que aquel negocio resultaría próspero, como al final acabó sucediendo: solo unos años más tarde, la mayoría de los que le habían agraviado viajaban hasta Camprodón para comer embutido y pedirle favores.
Para aquel entonces, ya era Joan Mora padre, y como tal, entró en la confitería de Pere Fuster, cansado de aguantar los disparates del hijo. Decían de él que había hecho suyas a casi todas las mujeres de la comarca, sin ningún tipo de criterio ni de mesura, y él mismo sospechaba sobre la calaña de sus viajes a Barcelona, donde solía ir una vez al año con el pretexto de ver a los abuelos paternos. Joan Mora padre temía que aquellas aventuras dieran al traste con la herencia que algún día recibiría; consultó con su esposa y con algunos amigos y, finalmente, una mañana temprano pidió al hijo que le acompañara sin decirle a dónde se dirigían.
—¿En qué puedo servirle, don Joan? —Pere Fuster salió a recibirles a la entrada de la fábrica, con la bata manchada de harina. Padre e hijo se miraron en silencio. Joan Mora padre se aferró con fuerza a su bastón mientras el otro terminaba de limpiarse la mano en el delantal antes de tendérsela—. ¿Necesita galletas, dulces…?
—Tengo entendido que tiene usted una hija soltera —no se detuvo en observar la mirada atónita de Pere Fuster ni la de Joan Mora hijo—. ¿Es eso cierto? —esta vez sí le miró y le vio asentir como única respuesta—. Bien. Yo también tengo uno soltero, aquí lo ve —señaló a Joan con la mano derecha, sin soltar el bastón—. Me hago cargo, amigo Pere, de que esta no es la manera de hacer las cosas, pero usted también sabe que yo soy un hombre franco, que no me ando con rodeos ni para hacer negocios ni para decir lo que pienso.
Pere Fuster guardó un incómodo silencio; Joan Mora hijo desvió la vista, avergonzado y sorprendido a partes iguales. Su padre continuó hablando sin asomo de embarazo.
—Ya sabe, también, que soy un hombre muy rico y que algún día mi hijo Joan heredará mi fortuna. Y yo sé que su negocio es próspero y que su hija ha sido educada por una hermana suya, que ha sido monja durante muchos años y cuyas razones para abandonar los hábitos no me importan en absoluto, si me permite decirlo aunque no venga al caso en esta conversación —sostuvo con sus ojos fijos los de Pere Fuster—. No me mire así, y escúcheme bien: creo que sería bueno para nuestras familias que emparentásemos. ¿Qué me dice, amigo Pere?
Tardó un rato en reponerse de la sorpresa, pero pasado ese instante de vacilación, Pere Fuster aceptó el trato que su consuegro le ofrecía y allí mismo, en la entrada de la fábrica de galletas y ante los ojos atónitos de Joan Mora hijo, Pere Fuster y Joan Mora padre cerraron el convenio de la boda de sus hijos como quien sella un tratado de paz. Joan Mora padre salió de la empresa con un surtido de galletas debajo del brazo. Joan Mora hijo abandonó la fábrica con una determinación en la mirada de la que nunca pudo ni quiso desprenderse: no habría de amar nunca a Margarita Fuster, que no conoció nunca el amor de su marido, y para colmo de desgracias tardó seis años en quedarse embarazada, seis años con todos sus días, con todas sus noches, con toda su amargura.
Para huir de ella, Margarita buscó refugio en la oración; por eso, cuando al fin supo que estaba encinta lo atribuyó más a la intervención divina que a la de su propio marido, que ya tenía varios hijos bastardos y había perdido todo interés en fecundar a su mujer. Margarita prendió cien velas y encargó misas para todos los jueves de los próximos cien años, porque había oído decir que los niños que nacieran entonces conocerían más de un siglo. Pagó por adelantado y con generosidad, porque desde el principio puso todo su empeño en que el niño naciera sano y a salvo de cualquier maldición: quería que su hijo tuviera toda la felicidad que a ella le faltaba. Pasó los nueve meses rezando para ello, y mantuvo la vigilia cuando notó que ya quería salir de su barriga, pues era de dominio público que si una embarazada dormía antes del parto, el mismo demonio o las brujas enviadas por él, nadie lo sabía bien, podían aprovechar el instante para darle muerte. Comió sesos de cordero para que naciese listo, bebió vino para que fuese valiente, y, sobre todas las cosas de este mundo y del otro, rezó sin descanso hasta que, finalmente, Oriol comenzó a vivir fuera de ella un viernes de primavera a las diez de la mañana, después de casi doce horas de doloroso parto en las que se llegó a temer por la supervivencia de los dos. Margarita se alegró, aunque hubiera preferido que el niño naciese en domingo, puesto que cualquiera sabía que los nacidos en ese día eran dotados en general.
Por si acaso, cuando vio a su pequeño lo observó con detenimiento, comprobó que tenía todos sus miembros en el lugar exacto en el que debían estar, y que nada se encontraba fuera de su sitio; le miró a los ojos, buscando su profundidad; le escuchó gritar y llorar hasta que creyó que el alma acabaría saliéndose por sus pulmones. Le vigiló durante horas, y por último, se conformó con el viernes y con sus designios: su hijo sería bello, aplicado para las artes y predispuesto a las aventuras amorosas, pero lo que no supo nunca Margarita es que, como ella, su hijo estaba marcado por la desdicha.
Joan Mora, que con el nacimiento dejó de ser hijo para convertirse en padre, no se preocupó demasiado por la persona de Oriol. Nunca se interesó por sus gustos, nunca le dirigió una palabra de afecto y, de hecho, las únicas caricias que el niño disfrutó de su padre no estuvieron exactamente dedicadas a él: sin que Joan Mora lo supiera, su hijo fue testigo silencioso de la persistente atracción que su padre sentía por las sirvientas, a las que solía reclamar en las horas de la siesta, cuando toda la casa parecía dormir excepto Oriol, su padre y, al menos, una de las criadas. Agazapado en su escondite del cuarto de lavar y planchar la ropa, Oriol espiaba a su padre mientras bajaba las bragas de las muchachas y se les metía por dentro como un animal, resoplando como un mulo y babeando como un tonto; a veces, les desabrochaba el uniforme y manoseaba los pechos, pellizcaba los pezones, amasaba rápidamente aquellos trozos de carne blanca y blanda, y después las obligaba a acariciarle hasta que se derramaba sobre ellas; de cuando en cuando, hacía que una de las sirvientas permaneciera en la habitación observando lo que sucedía, sin saber que sus actuaciones ya tenían su público desde hacía tiempo, cuando Oriol se coló en aquel cuarto para jugar y el miedo le impidió salir tras sorprender a su padre dentro en semejante actitud. De más está decir que aquella primera vez se quedó petrificado al descubrir lo que estaba ocurriendo, pero al cabo de un rato no pudo evitar darse cuenta de que había partes de su cuerpo que crecían inexplicablemente, como si poseyeran vida propia, y reclamaban su atención cada vez más a menudo; por eso, la tarde siguiente no quiso dormir la siesta y cuando todos se retiraron se fue derecho a su escondite, bajo la mesa de la plancha, una decisión que se convirtió en el principio de una costumbre que mantuvo intacta hasta la muerte de su padre, que no solo le dejó como herencia un negocio boyante, un futuro resuelto y un sentimiento de culpa que el niño habría de arrastrar hasta el día en que él mismo se fuera a la tumba: a su padre le debía también un gusto por el onanismo y una lujuriosa fantasía que también le acompañarían hasta el final de su vida.
La tarde en que Margarita Fuster le pidió a su hijo que fuese a buscar al de su nueva amiga, no imaginaba lo que acabaría sucediendo como consecuencia de aquel gesto de cortesía con la recién llegada. Todavía estaba algo achispada por el vino, y cuando se dirigió a Oriol para ordenarle que fuese a buscar al joven Rafael, tuvo que reprimir un eructo que le trajo de vuelta el sabor a la butifarra que había comido con Elisenda Fortuny mientras compartían sus confidencias. Su hijo se negó, y argumentó varias excusas para eludir el mandado: todas ellas se tropezaron con la firme determinación de su madre.
—Irás a buscarlo, ya está todo dicho. Y en menos de media hora, si sabes lo que te conviene.
—Pero, ¿por qué he de ir? Yo no lo conozco de nada… ¡Seguro que es un barcelonés pedante y estúpido! No me obligue, madre, se lo pido por favor…
—Ya te he dicho lo que tienes que hacer, así que deja de replicarme y cámbiate de ropa para ir a buscarlo.
El hijo siguió renegando y preguntando a su madre qué había hecho mal para que le castigase de aquella manera; Margarita continuó imperturbable en su orden, aunque la argumentó. Le explicó a Oriol que debía ir porque era de buena educación ser amable con los forasteros y porque no le vendría mal tener amistades en Barcelona, «que la vida da muchas vueltas, hijo», le recomendó. Le pidió que la obedeciera porque ella ya se había comprometido con Elisenda Fortuny; le mandó que saliera de la casa en ese mismo instante porque ella era su madre, y se lo ordenaba. Y finalmente, reconoció la verdadera razón de su mandado.
—Hijo, soy yo la que te suplica que vayas, que seas amable con Rafael… Es la primera vez que conozco a alguien interesante, que alguien interesante se interesa por mí, y me pide consejo, y me pide un favor… Soy yo la que necesita mantener su amistad, porque esa mujer puede ayudarme mucho en esta vida… Te lo ruego: ve, y hazte su amigo.
Únicamente por ese motivo acudió a esa cita forzada, y fue cortés con el hijo de la amiga de su madre, y después de haberlo entretenido toda la tarde, lo acompañó hasta el vestíbulo del hotel sin molestarse en disimular el alivio que le producía aquel último paseo. Una vez cumplido el encargo de su madre, tenía la firme intención de no volver a tener trato con Rafael Serra, que, tal como había recelado, hacía gala de una pedantería insultante que en más de una ocasión estuvo a punto de costarle un puñetazo.
Los dos muchachos llegaron hasta la puerta del hotel en silencio, con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza agachada. La tarde no había sido agradable para ninguno de los dos, ya que en lo único que estuvieron de acuerdo fue en la antipatía que sentían el uno por el otro.
—Ya nos veremos por ahí —le dijo Oriol, con desgana.
—No quedará más remedio. Este pueblucho es tan pequeño que a la fuerza tendremos que coincidir —respondió el otro, con desprecio.
Oriol levantó la mirada del suelo y apretó el puño, todavía dentro del pantalón, dispuesto a darle su merecido, y fue justo entonces cuando lo vio por primera vez. En una mano, sostenía un cigarro que fumaba con desgana y observaba a los demás clientes del hotel con una mezcla de desprecio y curiosidad. De cuando en cuando, levantaba el vaso y bebía perezosamente, como si el resto del mundo y él mismo se moviesen a velocidades diferentes. Tenía el brazo apoyado con descuido sobre el respaldo de la silla contigua, en la que había dejado caer la chaqueta y el sombrero. Oriol no sabía por qué, pero no era capaz de dejar de mirarle, como si entre aquel desconocido y él se hubiera establecido un lazo invisible, indestructible, inexplicable. Incluso, comenzó a sentir un extraño hormigueo y un leve mareo.
—¡Eh, tú! ¿Se puede saber qué te pasa? —voceó Rafael—. Estás más blanco que la pared… ¿Te estás mareando, nenaza?
Oriol reaccionó con furia, más por la brusca interrupción de sus pensamientos que por la insolencia del comentario. De un solo golpe, certero, preciso, en el ojo derecho, lo dejó tumbado en medio de la acera. El chillido de Rafael mientras caía coincidió con el final de la melodía que un músico interpretaba al piano dentro del bar. Todos los clientes, incluido el apuesto veraneante, volvieron sus cabezas hacia el exterior. Algunos rieron a carcajadas al ver cómo Rafael daba con sus huesos en el suelo; la mayoría, mostró indiferencia y continuó con sus juegos y sus copas. El forastero, sin embargo, dejó su licor en la barra, cogió su chaqueta y su sombrero, y se puso en pie, sin dejar de observar a Oriol con una especie de brillo burlón. Ya en la calle, se acercó hasta ellos. Guardó silencio un instante, mirando alternativamente a Rafael, todavía en tierra, y a Oriol, aún con el puño amenazante. Finalmente, sonrió y tendió la mano hacia Rafael, en gesto de ayuda.
—¿Qué haces en el suelo?
—Este estúpido me ha pegado —le denunció Rafael.
—Y tú, ¿no te has defendido?
—¿Cómo iba a defenderme? Él me ha cogido desprevenido. Y me ha tirado al suelo…
El hombre soltó la mano a la que se aferraba Rafael, y este perdió el equilibrio.
—¿Por qué me hace esto, padre? —preguntó, rojo de vergüenza.
—¿Padre? —Oriol también enrojeció.
—Sí, joven. Soy el padre de este niñato al que cualquiera puede tumbar de un solo golpe. Amadeo Serra —tendió su mano hacia Oriol, esta vez para saludarle como si fuera un adulto—. Mucho gusto en conocerle, joven.
—Siento mucho lo ocurrido, señor —se disculpó Oriol, y él mismo levantó del suelo a Rafael—. Su hijo no ha hecho nada malo. La culpa de todo ha sido mía…
—Otro gesto que le honra, joven. No solo es usted fuerte, también generoso. Conozco perfectamente a mi hijo, y sé que se tiene bien merecido este bofetón. No hace falta que se disculpe.
Amadeo siguió hablando con Oriol un rato más, hasta que la noche cayó, de golpe, sin que se dieran cuenta, y solo la luz que salía del interior del hotel y de las casas más próximas iluminaba las caras de ambos, y el propio Amadeo se brindó a acompañarle hasta su casa.
Aquella noche, en la cama, pasó un buen rato recordando el traje claro, la camisa blanca, el pañuelo anudado en la garganta que no desentonaba a pesar del calor de la media tarde —«Me han dicho que luego refresca», se justificó Amadeo al reparar en la mirada de Oriol—, el sombrero de paja, los botines negros, la elegancia que parecía acompañar cada uno de sus movimientos. Pensó en el modo en que lo había tratado, como si fuera ya un hombre. Recordó el respeto que le había mostrado: «No solo es usted fuerte, también generoso», le había dicho despreciando a su propio hijo. Pensó en Amadeo Serra durante tanto tiempo que, de pronto, le sobresaltó el canto de los gallos que anunciaban un nuevo día. A punto estuvo de salir de la cama de un salto, pues se sentía feliz y excitado, solo por la idea de que, tal vez, en unas horas volvería a encontrarse con él, quizá en la plaza, o en la tahona, o paseando cerca del Ter, tal vez en traje de baño, como había oído decir que se hacía en las playas, y sin darse apenas cuenta, lo imaginó desnudo. Esa imagen lo alteró. Nunca había pensado en un hombre al acariciarse, aunque para ser honesto, tampoco las mujeres ocupaban su mente en aquellos menesteres. De sobra sabía que lo que hacía era pecado mortal y que aunque Dios acabara perdonándole, esas prácticas precipitarían su muerte; en el mejor de los casos, era consciente de que aquel desperdicio seminal lo condenaría a la ceguera, le haría perder la memoria o lo convertiría para siempre en un hombre flaco y enclenque. Si continuaba masturbándose era porque el placer de aquella caricia era superior a todos los castigos que pudiera recibir en este mundo y en el otro, pero imaginar a otro hombre mientras lo hacía se le figuraba una auténtica perversión que trató infructuosamente de quitarse de la cabeza.
Como no pudo hacerlo, ni la noche siguiente ni las que vinieron después, él mismo diseñó una larga camisa sin más aberturas que las de cuello, brazos y piernas; robó la tela del arcón donde su madre guardaba algunas sábanas de su ajuar que no llegó a estrenar y cosió su invento a escondidas en solo unas horas. Después, lo ocultó en su armario, debajo de una caja de cartón en la que guardaba viejos juguetes, y desde entonces durmió con él como quien se acuesta con su mortaja para que la muerte no le encuentre desprevenido: serio, circunspecto, riguroso. Al fin y al cabo, Oriol vestía de muerte sus fantasías, pero cuando despertaba por la mañana su ropa aún húmeda rezumaba un inequívoco olor acre que le echaba en cara la naturaleza de sus sueños. A pesar de la prueba evidente de su fracaso Oriol permaneció firme en su determinación durante todo aquel verano y también durante los meses que le siguieron: dormía arropado con su peculiar cinturón de castidad, se obligaba a mirar a las mujeres del pueblo, y para apartar de su mente cualquier pensamiento que le recordara al desliz de aquella noche, se sumergía en un barreño lleno de agua helada y se mantenía en vela hasta la madrugada.
Por lo demás, y habida cuenta de la insistencia de su madre, así como de la secreta admiración que sentía por Amadeo, Oriol acabó tragándose su orgullo y su antipatía; incluso pidió perdón al joven Rafael, trató de complacerle en todo cuanto estuvo en su mano y se convirtió en su sombra durante aquel verano, solo para poder pasar más tiempo cerca de su padre. Se decía a sí mismo que solo de aquella manera, teniéndole siempre cerca, lograría darse cuenta de que sus sentimientos rozaban más la familiaridad que el deseo, pero Amadeo Serra y su innata elegancia siempre terminaban por colarse en sus sueños y en sus fantasías.
De esta manera, cuando volvieron a verse casi un año después, Amadeo Serra debería haber sido el más sorprendido en aquel encuentro. Oriol era casi quince centímetros más alto, había ganado peso, se había convertido en un joven espigado, de hombros anchos y pecho robusto. Sin embargo, fue Oriol el más atribulado de los dos. Sus dedos largos, nerviosos, apretaron con fuerza los del padre de su amigo; Amadeo mantuvo por unos instantes aquella mano grande, caliente, entre la suya, y entonces Oriol dio por perdidos sus sacrificios, pues pudo notar cómo todos los huesos que formaban su esqueleto parecían derretirse en el punto exacto de aquella unión, allí donde Amadeo apretaba su mano contra la de él, allí donde el otro ejercía la suave presión, justo allí: era el lugar en el que se daban cita todas sus emociones, todo su calor, todo su deseo.
—¿Cómo te ha ido el invierno? —Amadeo palmeó la espalda del amigo de su hijo.
—Hum… —carraspeó—. Hum… Bien. Me ha ido bien. ¿Qué tal en Barcelona, cómo van sus negocios? —se esforzó en seguir hablando—. ¿Les gusta su nueva casa en Camprodón? Y su hijo, ¿cómo está?
Apenas sí escuchó lo que el otro respondía. Igual le daba que a la ciudad entera la hubiera engullido el mar, que los Serra hubieran perdido su fortuna o que la casa de la calle Freixenet que acababan de comprar, como todos los turistas que llegaban al pueblo, fuese una auténtica ruina. Lo único que retenía su atención era el movimiento de los labios de Amadeo mientras pronunciaba todas aquellas palabras que nada le importaban, la punta de su lengua humedeciéndolos de cuando en cuando, la nuez de su garganta subiendo y bajando, al mismo ritmo que hablaba o que tragaba saliva, el sudor que hacía brillar la piel de su antebrazo, cubierto apenas por una camisa clara arremangada hasta el codo, la chaqueta que parecía a punto de resbalar de sus hombros.
—¿Quedamos así, entonces? —la voz de Amadeo regresó de pronto, para su sorpresa.
—¿Cómo dice? Perdone, se me ha ido el santo al cielo, no sé de qué me estaba hablando —Oriol temió que pudiera darse cuenta de lo que estaba pensando en realidad.
—Te decía que vinieras a casa esta noche. Mi hijo está deseando volver a verte.
Oriol asintió. «Allí estaré», dijo. Después, se despidió de Amadeo apresuradamente, y apresuradamente se dirigió a su casa. Una vez allí, se encerró en el cuarto de baño y pasó un buen rato examinándose con minuciosidad, buscando alguna señal del mal que le afectaba: ronchas en la piel, manchas en la garganta o en la lengua; sentía temblores en las manos e intentó tomarse el pulso, contarse los latidos del corazón, y trató también de retener el aire en los pulmones. Todo parecía en su sitio, y sin embargo, nada estaba en su lugar. Oriol se sentía ardiendo, la garganta le quemaba y la lengua le escocía, había perdido el control de sus dedos, no tenía pulso, no encontraba el corazón y el aire de la estancia no parecía ser suficiente para que sus pulmones le permitiesen seguir viviendo. Salió de la habitación convencido de que estaba enfermo. Tenía fiebre, náuseas, vértigos y varios síntomas que no fue capaz de describir a su madre cuando acudió en su ayuda.
—¡Válgame Dios, hijo mío! Todo el invierno sano, y has de enfermar justo hoy, que ha llegado Elisenda…
—Si eso es lo que le molesta, no tenga cuidado. Puede ir a visitarles. Yo me quedaré aquí, en la cama. No se preocupe por mí.
Margarita Fuster dejó a su hijo con la tranquilidad de que no tenía nada. Ella misma le tomó la temperatura en la frente, con sus labios, y la notó fría como la de un muerto; tenía las pupilas un tanto dilatadas, eso era cierto, pero el pulso parecía normal. También era verdad que su respiración sonaba agitada y que su voz, normalmente pausada, había sonado con cierta celeridad, pero no era menos cierto que ella había esperado todo un año el regreso de Elisenda Fortuny. Tal como le había prometido, le traería el mensaje de la absolución del mismo arzobispo de Barcelona para los pecados que había cometido por culpa de su vil esposo, a quien esperaba que Dios tuviera en el lugar que merecía, es decir, en el mismo infierno. Apenas podía esperar a escuchar las buenas noticias que su amiga traería de Barcelona. Había pasado la mayor parte de su vida sintiéndose condenada con la peor de las penitencias, la que había de pagar incluso después de muerta, y ahora ella la reconfortaría con las palabras de perdón que el arzobispo habría pronunciado cuando Elisenda le contó su historia en confesión… No era capaz de creerlo. Ni siquiera de niña había experimentado una emoción semejante a la que sentía mientras cruzaba el puente nuevo desde la calle Sant Roc para dirigirse a la calle Freixenet, donde, sin ella saberlo, la esperaba la peor de las noticias: «No hay gracia para tu delito», le dijo Elisenda.
—No hay gracia para tu delito. No sabes cuánto lo siento —apartó la vista, para no ver la expresión compungida de Margarita—. Has pecado, de eso no hay duda. El señor arzobispo dice que hubieras podido negarte…
—Pero si él me obligaba… Ya te lo conté. ¿No le has dicho tú esto mismo a tu confesor, tal como acordamos?
—Sí, pero tú sabes que el objeto del matrimonio es traer hijos al mundo, y con esa práctica que tú permitías realizar a tu esposo, pocos hijos habéis traído, si me permites que te lo diga, Margarita.
—Los mismos que tú —protestó—, que tú también tienes un hijo, igual que yo…
—Sí, pero no estamos hablando de mí, sino de ti. Yo no he tenido más hijos porque Dios no me los ha enviado, pero tú… La sodomía es un pecado gravísimo que cometen quienes renuncian a los mandatos cristianos —teologizaba Elisenda—, aquellos que caen en las garras de la depravación y de la vida turbia. Y tú, Margarita, también lo has hecho.
—Pero tú sabes bien que yo no he renunciado a mi fe, por eso es tan importante para mí la absolución de mi Iglesia, que, por otra parte, también me exigía que obedeciera a mi marido en todo lo que él dispusiera, igual que te sucede a ti. Y yo no caí en ningunas garras, que todo lo que hice fue porque me obligaba mi marido. Eso lo sabes también: te lo conté el año pasado, y entonces estabas de acuerdo conmigo, Elisenda.
—Bueno, sí, reconozco que entonces pensaba de otra manera —consintió Elisenda un poco aturrullada—. Pero el caso es que has contravenido los mandatos divinos, y nadie puede absolverte de esos pecados, de ninguna de las maneras, ni siquiera el mismísimo Papa si se lo pidiésemos, a menos que tú misma te confieses ante un sacerdote y pidas la absolución a un pecado tan grave como el que has cometido. Si hasta yo, Margarita, con lo que te aprecio, y lo sabes bien, después de haberlo meditado, no sé qué decirte, no solo como cristiana, sino como amiga… Ni si quiera sé si lo que me has contado es la verdad, porque si lo fuera, no tendrías ningún reparo en reconocerlo abiertamente ante las personas que podemos ayudarte… Tienes que comprenderlo.
Las dos guardaron un silencio incómodo durante unos instantes; una se sentía molesta, la otra, decepcionada. Margarita retiró la taza de té que Elisenda había pedido para las dos.
—No me gusta el té —dijo de pronto.
—¿No, querida? Pues los ingleses lo toman a las cinco de la tarde. Todos los días —puntualizó la anfitriona.
—Pues los ingleses me parecen unos bárbaros que ni siquiera son católicos, no sé si lo sabes —apartó la taza más lejos aún—. Tengo que marcharme. Te dejo con tus nuevas costumbres Las dos mujeres se levantaron de sus asientos.
—¿Nos veremos durante las tardes, Margarita?
—Por supuesto, querida.
No volvieron a encontrarse en el resto del verano, ni en los veranos siguientes, y la amistad que mantenían sus hijos, alentada en secreto por Amadeo Serra, les ocasionó más de un dolor de cabeza a ambas madres. Precisamente, con el pretexto de reconciliar a las antiguas amigas, el esposo de Elisenda acudió a casa de Margarita unos días después de la disputa. Margarita le hizo pasar a la sala, y tras unos breves instantes de cortesía le hizo saber que su hijo estaba enfermo, quizá de gravedad, desde hacía varios días. Le agradeció el detalle de su visita, y le acompañó a la puerta de la calle en inequívoco gesto de despedida, pero desde allí mismo tuvo que desandar sus pasos, obligada por la insistencia del padre de Rafael.
—Le hará bien verme —dijo Amadeo—. Traigo buenas noticias para él.
La madre frunció el ceño en señal de incredulidad.
—Hágame caso, lo que tengo que decirle les conviene a los dos —insistió Amadeo.
Margarita se mantuvo firme los primeros minutos, pero no tardó demasiado en ceder a la tozudez de Amadeo.
—Hace varios días que no quiere hablar con nadie…
—Conmigo querrá hablar, se lo aseguro.
—Con franqueza, no lo creo —le miró con desdén, pues no quería saber nada de aquella familia de traidores—. Pero si eso es lo que quiere, acompáñame.
La siguió por la escalera, y como hizo ella, apoyó su mano en la barandilla de madera oscura mientras subían. Margarita caminaba delante de él, plenamente convencida de que su hijo lo echaría del cuarto en un abrir y cerrar de ojos, tal como hacía con todo el mundo desde varios días antes; Amadeo también andaba seguro de sí mismo: de sobra sabía lo que le ocurría al amigo de su hijo. Es más, no le cabía duda de qué pasaría en aquel cuarto, más pronto o más tarde. Tal vez por aquella seguridad mantuvo la compostura mientras la madre de Oriol les acompañaba en la habitación y explicó con frialdad lo que había subido a contarles.
—Rafael me ha contado que el verano pasado os hicisteis muy amigos —Oriol asintió, cabizbajo—. Hemos hablado mucho de ti este invierno. Rafael piensa que un muchacho como tú, tan despabilado, malgastaría su vida en un sitio como este, y no se ofenda, doña Margarita, pero mi hijo tiene toda la razón.
—No comprendo a dónde quiere llegar —respondió Margarita, irritada.
—Sencillamente, señora, a que donde mejor estaría su hijo es en Barcelona. Allí podría estudiar…
—Aquí ha aprendido todo lo que necesita saber —le interrumpió la madre.
—Le ruego que no se ofenda, señora, se lo digo por su bien. Me consta que Oriol tiene una institutriz, pero, dígame, doña Margarita, ¿de verdad quiere que su hijo crezca aquí, en un pueblo pequeño como este? ¿Quiere que le eduque una maestra vieja y ya retirada que llegó aquí justamente para descansar, harta de los críos, que ella misma lo dice siempre que puede? Respóndame con sinceridad.
—Aquí tiene todo lo que necesita —insistió Margarita con gesto compungido—. Le recuerdo que el padre de mi difunto marido dejó Barcelona para instalarse aquí, y que aquí levantó una industria próspera que ha heredado mi hijo, igual que heredará las fábricas de mí familia y también serán suyos los negocios que mi suegro mantuvo en Barcelona.
—Estoy convencido, señora, de que el futuro de Oriol está resuelto. Pero lo que yo les estoy proponiendo es que Oriol pueda tener una vida mejor. Le sugiero, simplemente, que contemple la posibilidad de que su hijo venga con nosotros a Barcelona.
—No haría falta ni su generosidad ni la de su familia, caballero. Oriol tiene allí suficientes parientes y dinero para hacer lo que le venga en gana, si es que algún día decide instalarse en la ciudad.
—Mejor que mejor, doña Margarita. Perdóneme si la he ofendido, sabe que no es mi intención ni la de mi familia, a pesar de esa discusión sin importancia que ha tenido con mi esposa. Yo me he tomado la libertad de hacerle saber la inquietud de mi hijo sobre el futuro del suyo, y he querido manifestarle que, en el caso de que usted decidiera que lo mejor para Oriol es ir a Barcelona, yo personalmente me encargaría de que no le faltase nada, tanto si quiere estudiar como si decide trabajar de firme.
—Le agradezco la intención, caballero. Y ahora, si me disculpa, he de ocuparme de mis asuntos. ¿Me acompaña? Quizá usted también tenga cosas que hacer.
—La sigo en unos minutos, si a Oriol no le importa.
Oriol no respondió. Cuando su madre cerró la puerta al salir, bajó los párpados: no quería ni ver a Amadeo cerca de él, pero le obligó a abrir los ojos:
—Mírame, Oriol. ¿Me vas a decir qué te sucede? —dijo.
No respondió a su pregunta, pero no se impacientó: la repitió cientos de veces, sin importarle su silencio, sin ceder a su testarudez. Acercó una silla a la cama en la que reposaba Oriol, cruzó las piernas y depositó las manos unidas sobre las rodillas, como queriendo aparentar serenidad; en realidad, no era una actitud falsa. Amadeo estaba verdaderamente tranquilo: igual que unas horas antes, sabía también que solo era cuestión de tiempo que finalmente Oriol reconociera lo que le estaba pasando, si es que no lo había hecho ya.
—Tienes ya diecisiete años, ¿no es cierto?
Oriol asintió, callado.
—Cuéntame, ¿ha pensado en ti alguna de las madres de por aquí para que te conviertas en el marido de su hija?
No contestó.
—Te lo digo porque, hace unas semanas, estuve hablando con un amigo sobre el futuro matrimonio de Rafael… ¿Qué te parece? —se levantó de la silla y la acercó más todavía a la cama de Oriol—. ¿Qué te parece? Dime, ¿lo imaginas casado?
Siguió en silencio. Amadeo continuó hablando, con descuido.
—Bueno, tarde o temprano tendrá que suceder algo así, es natural, ¿no piensas lo mismo? Pero Rafael seguirá viniendo a Camprodón todos los veranos, con su esposa y sus hijos, cuando los tenga. Y quizá podamos convencer a tu madre sobre lo de Barcelona… Ahora solo está enfadada por la discusión con mi esposa. Y tú tienes toda la pinta de ser un hombre de ciudad. Lo pasarías en grande, no sabes la de mujeres que hay allí… Este invierno Rafael ya ha conocido el barrio chino… Le llevé yo mismo. Fue magnífico. Dile que te lo cuente.
—Me duele la cabeza. No quiero seguir oyéndole —Oriol se tapó los oídos con la almohada.
Amadeo se acercó a la cama, y retiró el cobertor. Le miró con dulzura.
—Todavía no me has dicho qué tienes.
—¡No lo sé! Estoy muy enfermo: pulmonía, peste, tifus, o algo peor. Puede que sea algo contagioso —bajó la mirada—. Márchese, se lo pido por favor.
—Pues el médico dice que no tienes nada. Soy el padre de un amigo y por lo mismo, puedes confiar en mí como si fuese tu propio padre, a quien Dios tenga en su gloria. A mí puedes decirme qué te pasa… pero qué te pasa de verdad.
Mientras pronunciaba aquellas palabras, en un gesto que bien hubiera podido parecer únicamente paternal, dejó caer su mano en el hombro de Oriol. Como sin querer, comenzó a acariciarlo con el dedo pulgar. Oriol se estremeció.
—Se lo pido por favor…
Amadeo sonrió.
—¿Por favor, qué? —ahora le acariciaba con todos los dedos, tierna, suavemente. Ya nada había de paternal en el gesto—. ¿Por favor que me detenga… o por favor que continúe?
Oriol estaba derrotado.
—Por favor… —repitió.
Como respuesta a su súplica, Amadeo comenzó a presionarle el otro hombro con la mano que le quedaba libre. Apartó las sábanas que le cubrían, desabrochó los botones de la camisa de su pijama y dejó las manos sobre su pecho unos instantes. La respiración del enfermo se entrecortó, y los pezones se le endurecieron. Amadeo desvió hacia ellos su caricia. Oriol cerró los ojos, y pudo sentir cómo bajaba por sus costados, le acariciaba los muslos, y se acercaba hacia su sexo. Le detuvo con ambas manos, sin levantar los párpados.
—¿Qué va a hacer? —más que una pregunta, la expresión parecía un ruego en la voz de Oriol.
—Nada, a menos que me digas qué es lo que te está pasando.
Abrió los ojos, al fin.
—No me voy a casar con ninguna mujer —Amadeo arqueó la ceja izquierda, esperando una respuesta más concreta. Oriol volvió a cerrarlos para dársela—. ¡Dios! No sé lo que me está pasando…
—Sí lo sabes. No tengas miedo.
—Tiene razón. Sí lo sé… No quiero casarme con ninguna mujer. Solo pienso en ir a Barcelona, cerca de usted. No puedo pensar en otra cosa, ni soñar con otra cosa… Solo deseo vivir a su lado.
—Me temo que eso no podrá ser, Oriol… —sonrió—. Pero no te preocupes por nada más. Salvo por ese último detalle, todos tus deseos pueden cumplirse.
Completamente dueño de la situación, se levantó de la cama y cerró el pestillo de la puerta del cuarto. Regresó al lecho, se arrodilló sobre el colchón y se dispuso a tomar posesión de lo que en justicia le pertenecía.
Oriol estaba asustado, pero la calma de Amadeo terminó por apaciguarle. Con dedos firmes, continuó con la caricia que Oriol había interrumpido unos segundos antes y aprisionó el sexo virgen de Oriol entre sus manos, lenta, suave, firmemente, sintiendo cómo crecía bajo su presión, bajo su poder.
—Te gusta, ¿verdad? —preguntó Amadeo.
Oriol mantenía los ojos cerrados.
—Dios, sí… me gusta mucho…
—Mira cómo estoy yo —Amadeo dejó de acariciar a Oriol y le acercó la mano hasta su entrepierna—. Tendrás que hacer algo por mí.
Oriol abrió los ojos.
Amadeo se desabrochó el pantalón. Con las manos, acercó la cabeza de Oriol.
—Abre la boca —le apremió—. Abre la boca.
Oriol temblaba de frío y de vergüenza, pero atemperó sus nervios con el sabor salado de la piel de Amadeo. Era cierto lo que le había dicho: no dejaba de pensar en él, pero ni en el más desvergonzado de sus pensamientos había sido capaz de figurarse que algún día Amadeo y él se encontrarían en una situación semejante; de hecho, ni si quiera había pensado que algo semejante pudiera llegar a hacerse. Había fantaseado alguna vez con la idea de que el padre de su amigo se bañaba con ellos, desnudo en el río, y se imaginaba que lo cogía entre sus brazos o que en un descuido le acariciaba el muslo, pero por ardorosa que fuera su fantasía, no hubiera supuesto nunca el sabor salado de aquella piel prohibida, su temblor si le arañaba con los dientes, la manera en que sus venas palpitaban y se endurecían dentro de su boca.
—Chupa —le reclamó Amadeo—. Chúpame bien, seguro que sabes hacerlo.
Oriol, sumiso, lamió y acarició con las manos el sexo de Amadeo, hasta que los gemidos del que ya era su amante anunciaron lo que estaba por suceder. El semen manchó el pijama y la cobija.
Para cuando Margarita subió a la habitación acompañada por una criada que cargaba una bandeja con la cena del enfermo, Oriol había recuperado ya la salud y Amadeo todavía contenía el resuello. Los dos tenían las mejillas enrojecidas, el aliento alterado, y las piernas temblorosas, y compartían además una sonrisa cómplice.
—Su hijo está mucho mejor. Lo único que le hacía falta era una charla con alguien que le aclarase las ideas, alguien que le indicase el camino que debe seguir. Oriol estaba confundido, señora, solo necesitaba alguien que ejerciera sobre él la autoridad que desafortunadamente no puede ejercer su padre. Y si usted está de acuerdo, yo estoy dispuesto a asumir ese papel: de ahora en adelante me encargaré de que Oriol esté bajo mis órdenes, si me permite la expresión —afirmó Amadeo.
Y Oriol se puso de inmediato a su disposición.
A aquella primera vez le siguieron muchas más, pero en el recuerdo de Oriol siempre resultaban demasiado pocas. Tal vez por esa causa, con el paso del tiempo lo único que lamentaba era no haberle arrancado más besos ni robado más abrazos, haber reprimido aquella caricia, haber guardado silencio la tarde que quiso decirle te quiero y que sin saber por qué, calló. En el fondo sospechaba que todo hubiese acabado en la misma forma en la que terminó, que ni uno solo de los besos que tenía guardados le hubiera servido de nada cuando Amadeo terminó con él. Sabía con certeza que ninguna de las caricias que no le había dado le hubiera brindado consuelo en las noches largas en las que extrañó a su amante. La suya había sido desde entonces una vida amarga, pues Oriol no tenía ni el consuelo de atesorar buenos recuerdos que le endulzaran en su amargor.
Repuesto de su repentina enfermedad, recuperó la amistad con Rafael Serra; de hecho, prácticamente se trasladó a vivir a la casa nueva con el pretexto de levantarse temprano para enseñarle los alrededores de Camprodón, para pescar en el Ter, para salir de excursión, para observar las estrellas desde la azotea o para disfrutar de la casa de los Serra Fortuny, que habían dejado el hotel del primer verano para comprar un chalé modernista en el número 17 de la calle Freixenet, una residencia de dos plantas e inmenso jardín en el que trabajaban sin descanso no menos de doce personas, entre el servicio de confianza que viajaba con ellos desde Barcelona y la gente del pueblo que se encargaba de la limpieza, la comida y el cuidado de la casa. Por las noches, cuando todos dormían, Oriol salía de la cama a hurtadillas y se escondía en un rincón del sótano con la esperanza de que Amadeo le siguiese: había sido el propio Amadeo quien lo había sugerido, pero no siempre acudía a la cita. Oriol le esperaba acurrucado junto a algunos muebles que aún no habían colocado dentro de la casa, muerto de miedo y deseando con todas sus fuerzas que Amadeo apareciese a su lado para conjurar todos sus temores, pero incluso cuando conseguía escabullirse de su mujer las cosas nunca resultaban como había pasado horas imaginando. Amadeo llegaba siempre con prisas y malhumorado, apenas le dirigía la palabra y con ademanes bruscos le apremiaba para que le masturbase; otras veces se acariciaba él mismo y eyaculaba sobre el pecho desnudo de Oriol, y de cuando en cuando murmuraba «chúpala» al mismo tiempo que empujaba bruscamente la cabeza de Oriol para acercarla a su entrepierna. Oriol se entregaba a la tarea con diligencia, en parte porque le gustaba el sabor salado de la piel y le excitaba el olor acre del sexo de Amadeo, y en parte también porque esperaba que aquel gesto tuviese como consecuencia que Amadeo le correspondiera. Pero este siempre salió del sótano sin haberle prestado atención a Oriol. El joven permanecía un rato más en la bodega para limpiarse los restos de esperma y también para evitar que nadie pudiera descubrirles, y aprovechaba esos instantes para disculparle. Justificaba su silencio, su frialdad, su egoísmo. Amadeo le había prometido una vida nueva, un futuro repleto de felicidad, lejos los dos, en Barcelona, donde todo estaba permitido. Amadeo estaba dispuesto a condenarse, a perder su reputación, solo por estar con él. Y eso era porque le amaba, no había otra explicación.
Pero la mayoría de las veces no ocurría nada y Oriol abandonaba el sótano sin que Amadeo se hubiera presentado, cuando faltaba poco para que amaneciera y el trajín de las criadas comenzara a despertar a todo el mundo. Con los huesos entumecidos y el alma magullada, regresaba al dormitorio de huéspedes para asearse antes de bajar a desayunar.
—¿Has dormido bien, Oriol? —le preguntaba Amadeo, con una sonrisa.
—Perfectamente, señor —mentía Oriol, ocultando su disgusto.
Pasaba todo el día enfurruñado, y las razones para acabar con aquella relación acudían a su mente sin buscarlas siquiera: Amadeo tenía casi veinte años más que él, era un hombre y encima estaba casado, había ganado peso y perdido atractivo, su carácter era insufrible y cuando estaba con él le trataba más como un esclavo que como un amante por el que sintiera aprecio; pero al caer la noche, Oriol bajaba de nuevo los peldaños del sótano con el corazón impaciente, por si acaso aquella madrugada era por fin distinto.
Para cuando se convenció de que ninguna noche iba a ser diferente, el verano estaba tocando a su fin. Las criadas de la casa andaban atareadas guardando manteles, toallas, sábanas y mantas, y colocando ramas de alcanfor entre sus pliegues para protegerlas de las polillas durante los meses del invierno. Algunos de los muebles ya estaban cubiertos con telas blancas para que el polvo no los estropease y la casa entera presagiaba el abandono, antes incluso de que el mismo abandono comenzase a dejar sus huellas. Las muchachas del pueblo se mostraban tristes, porque nunca hasta entonces habían trabajado en una casa de prestigio y la marcha de los Serra Fortuny las condenaba de nuevo a vivir entre la mierda de las vacas, la grasa de los embutidos o el olor dulzón de las galletas. «Busca gente de tu confianza», le había pedido Elisenda a su entonces amiga Margarita, y eso era lo que había hecho ella: reunir a las jóvenes más dispuestas y con mejores referencias de todo Camprodón antes de que los sirvientes de la casa de Barcelona llegasen con los baúles, los muebles y el resto de los enseres de la familia; había colocado a las mismas que ahora lloraban por los rincones de la mansión de la calle Freixenet porque su patrona no quería llevarlas con ella a Barcelona, donde, según contaban, la vida era una fiesta. Había calles que se iluminaban con luz eléctrica y en algunos edificios de más de cuatro alturas, la gente subía de una planta a otra en unas cajas pequeñas, sujetas con cables gruesos y fuertes y tiradas por poleas, ascensores, los llamaban. Tenían incluso grandes almacenes, en los que se despachaban cosméticos y medias para las damas, telas para el ajuar, utensilios para la cocina y otros menesteres del hogar, accesorios para caballeros, y hasta cámaras de retratar, Dios les valga, y mientras tanto ellas, estaban obligadas a vivir para siempre en Camprodón, donde lo máximo a lo que podían aspirar era a que un hombre no demasiado bruto y no excesivamente pobre quisiera casarse con ellas. Qué triste destino, el suyo. Por eso lloraban: porque conociendo lo que deseaban habían de conformarse con lo que tenían.
No eran las únicas que se pasaban el rato quejándose de su suerte; también las doncellas que habían viajado desde Barcelona andaban tristes: absolutamente todas habían encontrado en Camprodón al amor de su vida, justo en los hombres que las otras despreciaban por brutos y pobres, y mientras salvaban de la porquería los muebles de la casa, lamentaban aquella amarga despedida que las condenaba sin remedio al desamor, como ocurría en los folletines que leía su patrona. Sospechaban, con razón, que en el largo invierno ellos no tardarían en olvidarlas, incluso aquellos que habían conseguido que algunas sirvientas les entregaran su más preciado tesoro, y en parte lo comprendían: eran demasiado hombres, y ellas muy poco mujeres, porque si tuvieran lo que había que tener lo dejarían todo y se quedarían para siempre en aquel lugar, aunque fuera sin trabajo y sin futuro, y sin grandes almacenes y ascensores, y, sobre todo, sin que ninguno de ellos les hubiera pedido semejante sacrificio.
Sin embargo, Amadeo era el más apenado dentro de aquel ambiente de tristeza infinita y de despedidas definitivas. Él era, con mucho, el que más perdía de todos, no porque amara a Oriol sino porque nunca hasta entonces había encontrado a nadie con esa capacidad para la sumisión y aquel inexplicable deseo por complacerle. Para Amadeo, su homosexualidad era un castigo de la Naturaleza, una lacra contra la que era inútil luchar y frente a la que el disimulo era la única arma posible; de sobra sabía que había otros como él, pero desde bien joven fue incapaz de aceptar como bueno lo que le ocurría; más bien al contrario, sus sentimientos y, aún peor, sus deseos, siempre le mortificaron hasta el punto de que tardó años en mantener relaciones con un hombre. Para entonces ya estaba casado y su hijo Rafael había cumplido los tres años, pero lo único a lo que se atrevió fue a darle unas monedas a un joven barbilampiño a cambio de que se bajase los pantalones y se masturbase delante de él. Aquello no le pareció tan grave, así que de cuando en cuando regresaba al barrio chino y buscaba algún chapero; fue aumentando la frecuencia de sus visitas, y algunas veces le pedía que le acariciase, pero el contacto de sus manos, sucias por lo general, solía producirle más repugnancia que placer. Le gustaba era mirar, y le gustaba tanto que empezó a pagar a dos muchachos para que uno sodomizase al otro en su presencia. Nunca pensó hacer lo mismo, pues la idea de introducir alguna parte de su cuerpo en ese orificio infecto y maloliente le producía espanto, pero gozaba hasta el paroxismo viendo los cuerpos desnudos de los dos muchachos, uno a cuatro patas, el otro con el sexo erecto, abriéndose paso poco a poco hasta que su verga desaparecía dentro y volvía a salir luego, triunfante, victoriosa, y lo que al principio era un agujero oscuro se transformaba en una hendidura abierta y acogedora. Siempre eyaculaba en sus pantalones cuando las embestidas cesaban y distinguía restos de semen escurriéndose por el culo todavía abierto, todavía acogedor, del joven que aún permanecía arrodillado, dolorido y excitado. Cuando pagaba por esto tardaba en volver, ya que sentía que lo había hecho era demasiado indecente y vicioso, pero al cabo de un tiempo de ausencia regresaba a los callejones donde sabía que encontraría lo que andaba buscando. Muchas veces llegó a casa magullado y sin dinero, víctima de agresiones y robos, pero ni el temor a las palizas ni el remordimiento por su perversión le hizo pensar en abandonar aquellas visitas; al contrario, cada vez recurría a aquellos servicios con más frecuencia y cuanto más disfrutaba en su vida oculta, más insoportable era su carácter en su vida pública.
Cuando conoció a Oriol, había cumplido ya los cuarenta y no quedaba ni rastro del atractivo que alguna vez poseyó y malgastó; mantenía el buen gusto por la ropa y dominaba la conjunción de colores, pero su abdomen y su rostro abotargado comenzaban a delatar que la mayoría de las veces encubría su secreto con el licor, para llegar a casa ebrio y agobiado y así poder utilizar la excusa de la embriaguez para marcharse a su cuarto dando un portazo lo más rápidamente posible. Estaba enfadado, y cansado, y en aquellas circunstancias el amor que Oriol sentía por él se convirtió en uno de los misterios más inescrutables de la naturaleza. Al principio, atribuyó la atracción de Oriol a la novedad, porque lo cierto era que en Camprodón casi todos los veraneantes eran viejos y los hombres del pueblo carecían del menor sentido de la estética; también pensó que el joven, casi un niño, pudo encontrar en él la figura del padre muerto y resolvió que Oriol no tardaría en fijarse en otros muchachos de su edad, pero al cabo de un tiempo de observar su veneración inquebrantable, Amadeo se rindió a la evidencia: no había ninguna causa lógica que justificase el amor que Oriol sentía hacia él. Y entonces, se dispuso a tomar posesión del sometimiento que Oriol le ofrecía.
Le trataba con estudiado desprecio; de hecho, excepto el primer día en que lo sedujo, nunca le había manifestado cariño y maquinaba vejaciones para probar su paciencia. Le obligaba a pasar horas encerrado en el sótano de la casa, solo para observar sus reacciones. Le espiaba por las rendijas de la puerta, y comprobaba hasta qué punto era capaz de cumplir sus órdenes —«Quédate aquí, quieto y callado», le exigía, y le ordenaba que esperase en el rincón más frío y lúgubre—. Oriol le obedecía sin rechistar y aquello le producía un placer mucho más delirante que las caricias del mismo Oriol. La madrugada lo sorprendía tan excitado que tenía que masturbarse allí mismo y con el acre olor de su semen adherido a las manos, regresaba a la cama junto a su mujer. Otras veces le negaba el saludo, el encuentro, la conversación, y su goce alcanzaba límites insospechados al descubrir la mirada angustiada de Oriol mientras se alejaba. Se entretenía reflexionando sobre los motivos del joven para seguir a su lado, y le complacía imaginar qué pensaría Oriol sobre él cuando lo trataba de esa manera, si realmente sospecharía que no tenía la menor intención de llevarlo con él a Barcelona ni ese verano ni ningún otro, si intuiría que no era más que un juguete para él en su juego de ser Dios. Se preguntaba también si Oriol se daría cuenta alguna vez de que en realidad, él mismo se humillaba a través de aquella humillación, pero eso, como tantas otras cosas, Oriol nunca llegaría a saberlo.
Tampoco Amadeo lo sabía todo. Por ejemplo, no llegó a suponer que, a lo largo de los años siguientes, Oriol acabó desarrollando la extraordinaria capacidad de transformar las palabras y los acontecimientos. Solo de aquella manera le era posible seguir confiando en que algún día su futuro sería tal como había imaginado, justo en el momento en el que decidió que su destino se ligase indisolublemente al de Amadeo; de otro modo le hubiera resultado ridículo mantener su vida detenida en el aire por sus promesas, sobre todo considerado que, desde que lo convirtió en su amante, Amadeo no había hecho otra cosa más que tratarle de manera ruin. No le quedó más remedio que disimular cuando lo tenía cerca, y acostumbrarse a pasar los lentos días de invierno escribiendo con la mente largas cartas a Amadeo que nunca echaba al buzón. Al caer la noche, después de que todos se retirasen a dormir, se encerraba en su cuarto y redactaba exactamente lo mismo que había pasado el día entero cavilando. Ninguna de aquellas misivas acabó en manos de Amadeo, porque Oriol prefería esconderlas en un cajón de su escribanía, dentro de una de las cajas de galletas de la fábrica de su abuelo, decorada con dibujos de mujeres que paseaban por la vía romana de Capsacosta y que se protegían del sol con grandes pamelas y con sombrillas de empuñadura de marfil. Allí dentro, junto al único diente de leche que su madre se había acordado de guardar, una estampa de San Cristóbal con el niño Jesús sobre su hombro cuyo origen desconocía, y un diminuto rizo que cortó del pubis de Amadeo la tarde que entró a visitarlo a su habitación, aprisionaba todos sus sueños en trozos de papel de color canela con sus iniciales grabadas en el centro, una excentricidad que su madre copió después de recibir una carta de la familia barcelonesa de su difunto marido.
Apenas alumbrado por la luz azul que desprendía un quinqué, Oriol sentía que el alma se le salía del cuerpo, y era capaz de verse recorriendo los lugares en los que antes se había encontrado con Amadeo, y al ser el alma cosa de Dios, incluso podía observarse justo como se había sentido entonces: dichoso por estar vivo, feliz por tenerle cerca. A través de su espíritu fugitivo, Oriol imaginaba las emociones, los deseos y las sensaciones como si alguna vez las hubiera podido sentir. Manos temblorosas que acariciaban pieles, pieles anhelantes que estallaban en sabores al paso de las lenguas, lenguas ávidas que capturaban los labios, labios ansiosos que recorrían los cuerpos, cuerpos afiebrados que se estremecían con la caricia de las manos temblorosas, tan temblorosas como las de Oriol mientras escribía sus interminables cartas. No podía hacerlo de modo distinto, pues interminables resultaban también sus deseos, y lo que más anhelaba era sentir de verdad todas las sensaciones que después quedaban atesoradas en la caja de galletas, dejar de pensar en las manos y en los labios de otro tiempo, dejar de fingir que en su boca todavía conservaba el regusto de otra saliva, dejar de imaginar un olor que, por más que le doliera, a los pocos meses de su partida ya había olvidado.
Deseaba que los días transcurriesen rápidos para que llegase pronto el siguiente verano, y como aquello no sucedía, si no que más bien las horas se multiplicaban con velocidad pasmosa y llenaban su vida de un aburrimiento mortal, imaginaba que enfermaba del mal tropical que, según había contado el médico del pueblo, había contagiado un sueño pertinaz a algunos de los emigrantes que dejaron Camprodón en busca de lugares más cálidos, donde de las ramas de los árboles brotaban piezas de oro y piedras preciosas, como rubíes y diamantes, que quedaban al alcance de cualquiera que quisiera recogerlas. Así era como todos volvían ricos, excepto quienes enfermaban de ese o de otros trastornos similares que les imposibilitaban para el trabajo, o se contagiaban de la pereza de los nativos y de los negros, que aunque eran azotados si no trabajaban, no podían renegar —según se decía— de su naturaleza holgazana. Él nunca había visto un negro, en toda su vida. Amadeo, en cambio, sí. También deseaba que aquello cambiase: quería ver negros, indios, chinos. Quería comer otras cosas que no fueran embutidos, conservas y pan de pueblo; deseaba conocer el mundo, para que Amadeo nunca tuviera que avergonzarse de él, ni recriminarle que no sabía nada de la vida, tal como hacía siempre que se mostraba sorprendido por algo. «Eres un ignorante —le decía—, un bobo que no sabe nada de la vida. No tienes ni idea». «No tienes ni idea», le repetía siempre con desprecio. «Es verdad, por eso espero que tú, que eres tan listo y sabes tanto de la vida, me saques de mi ignorancia», le respondía Oriol con una sonrisa.
Pero no quería quejarse; de hecho lo comprendía, pues no imaginaba una tortura mayor que la que su amante tenía que soportar a diario, forzado a esconder sus verdaderos sentimientos, obligado a convivir con una mujer tan inaguantable como Elisenda Fortuny y con un hijo insoportable como Rafael, expuesto además a convertirse en el blanco de todas las habladurías si alguna vez le descubrían. La vida era tan ingrata con aquel hombre que él no podía menos que tratar de compensarle cuando estaban juntos; por eso le complacía en todos sus deseos con docilidad extrema, como si fuese un esclavo que acatase las órdenes de su amo, sin importarle las largas esperas ni los llantos amargos, ni la tristeza infinita. Amadeo nunca le había besado, ni le había abrazado, ni había mostrado la más mínima intención de tocarle después de que Oriol le dejara satisfecho. Muchas noches, con el miembro de Amadeo en su boca o mientras su mano diestra subía y bajaba por su verga empinada, Oriol fantaseaba con la idea de que, cuando el otro eyaculase, se inclinase sobre él para imitar su caricia, pero todas aquellas noches, las que pasaron juntos y las que permanecieron separados, Oriol no había tenido más remedio que ejecutar él mismo los toqueteos que le atribuía a Amadeo en su imaginación. Y durante los últimos tiempos, ya ni si quiera se ilusionaba con la quimera de que era la mano de Amadeo la que recorría su pene, la que lo endurecía y lo hacía crecer hasta reventar de placer. Empezó a pensar en Amadeo como si fuera una persona diferente, más cariñosa, más atenta, menos cruel. Cada vez más a menudo, se sorprendía pensando en otros muchachos mucho más jóvenes y quizá más complacientes, y se preguntaba qué era lo que le mantenía ligado de aquella forma a un hombre como Amadeo, cada vez más envejecido y más insoportable. No encontraba las respuestas, y precisamente por ese motivo ni una sola de aquellas dudas quedó escrita en ninguna carta, ni siquiera en las que no enviaba y quedaban escondidas en la caja de galletas.
Pero a pesar de la falta de correspondencia y de la brusquedad de sus despedidas, Oriol y Amadeo hablaron por teléfono alguna que otra vez en los años que duró su relación; para no faltar a la verdad, aquellas llamadas siempre obedecieron a la imperiosa necesidad de oír la voz de Amadeo que habitualmente asaltaba a Oriol. No escucharle era peor que la misma muerte, así que reunía todo su valor y todo el dinero que podía juntar sin despertar las sospechas de su familia, y se dirigía hasta el locutorio telefónico de Camprodón. Una vez allí, desafiaba la mirada descarada de Julia, la Legañosa, que a buen seguro contaría después que Oriol había vuelto a poner conferencia con Barcelona, podía escucharla como si ya lo estuviera chismorreando, «Sí, con la casa de los Serra Fortuny, y pregunta siempre por don Amadeo Serra, sin que doña Margarita le acompañase, válgame Dios, dónde acabará esta juventud»; y esperaba paciente a que llegase su turno. Antes, había apuntado en un papel el número y se lo había dado a la Legañosa, y después de creer que solo sería capaz de escuchar los latidos de su corazón peleándose con sus costillas, había oído al fin la voz del ama de llaves de Amadeo. La mayoría de las ocasiones, el señorito no estaba, no, tampoco el señor, pero algunas, casi por casualidad, su amante atendía al teléfono.
Cuando aquello sucedía, la conversación entre los dos se reducía a hablar del tiempo, del estado de la casa de la calle Freixenet, de los demás muchachos, de los dulces, o de la temporada de ópera, a la que Amadeo estaba abonado. El temple de la voz de uno contrastaba con el desmayo de la del otro, pero Oriol siempre depositaba el auricular con la satisfacción de haber escuchado al otro lado del teléfono el sonido del más puro amor. En realidad, no le importaba lo que Amadeo hubiera dicho, ni el tono de su voz al decirlo, ni mucho menos lo que había callado. Él bien sabía que cuando había respondido: «Estoy bien», había querido decir: «Te echo de menos», y que cuando dejó oír su silencio había tratado de expresar su inmensa desolación por no estar junto a él. Sea como fuere, Oriol daba por bien empleado el dinero y la vergüenza que le costaban aquellas llamadas, pues el aliento de su amado llegaba hasta él, y si cerraba los ojos mientras le escuchaba, era capaz de notar la presencia de Amadeo a su lado, como si fuera real. Sentirle cerca valía todo el dinero del mundo, todo el esfuerzo del mundo, por titánico que fuera. Y ya puestos a enfrentar a diario empeños sobrehumanos, de pronto un día comenzó a barajar la idea de que el único remedio que aliviaría su tristeza y su desamor sería partir a Barcelona sin esperar a la invitación de Amadeo. Durante semanas, no fue capaz de cavilar otra cosa más que esa posibilidad; dejó de comer, de dormir y de pensar en otro asunto que no fuera abandonarlo todo y partir en busca de la vida que quería vivir, lejos de tantos pretextos, de tantas mentiras y de tanta infelicidad. Si alguien le hubiera anticipado lo que había de ocurrir, hubiera pagado gustosamente para que le molieran los huesos a golpes, para que le arrancaran los dientes, para que le sacaran el alma del cuerpo: solo los enamorados son capaces de creer en las quimeras y, por encima de todo, Oriol era uno de ellos. Por eso, a pesar de la distancia que se interponía entre Amadeo y él, y del sufrimiento que le ocasionaba, los que compartió con su amante fueron los únicos años en los que el mundo de Oriol se mantuvo en el suelo, asentado y firme como una roca, aunque solo fuera porque la vida valía lo mismo que las promesas que Amadeo le había hecho la noche que lo conquistó. «Todo saldrá bien», le aseguró. «Créeme, todo irá bien», insistió, que todavía le parecía estar oyéndolo.
«Dentro de unos meses, le dirás a tu madre que quieres aceptar mi oferta de venir a Barcelona, y entonces yo te estaré esperando». Oriol estaba asustado. «Créeme —le repitió—, todo saldrá bien». No tuvo razón.
Oriol tardó mucho en comprender que esa es la manera común con la que todos los amantes tratan de convencer a sus parejas cuando ellos mismos dudan de lo que están prometiendo, y cuando vino a darse cuenta ya habían pasado tres años, un plazo más que suficiente en su opinión para que se decidiese acudir a Barcelona sin esperar la invitación de Amadeo, que nunca llegaba. Cuando abandonó Camprodón y dejó a su madre, tenía los ojos tan húmedos por el llanto y por el frío de una madrugada gélida que Margarita fue incapaz de comprender por qué su hijo partía tan dichoso hacia un destino lleno de fatigas, lejos de la vida cómoda y plácida que le esperaría a su lado.
Tampoco Amadeo pudo anticiparse a los acontecimientos. La carta que Oriol le escribió para anunciar su partida llegó demasiado tarde para disponer su reacción. «Sigo soñando contigo todas las noches. Te cuento cada cosa que me pasa con el pensamiento, me paso el día pensando en ti, y en las cosas que te contaré cuando te vea, y recuerdo mil veces todas las conversaciones que hemos mantenido, hasta que ya no sé si recuerdo lo que dije, o lo que he pensado después», redactó con caligrafía borrosa. Cerró los ojos. Luego los abrió, secos, sin llanto. «Ya no puedo más —continuó—. Ya no puedo más, y ya nada me retiene aquí».
Al mismo tiempo que partió su carta, Oriol abandonó Camprodón con la intención de no regresar jamás a aquel lugar. Nunca había salido de su pueblo, y una determinación como la que había tomado le provocaba un vértigo del que solo se recuperaba imaginando la vida que disfrutaría en Barcelona, llena de lujos y con Amadeo siempre cerca para disfrutar de su amor en plenitud. Estaba seguro de que con la impunidad de una casa anónima y la tranquilidad de sirvientes que no le reconocieran y no hicieran preguntas, fuera cual fuera la calaña de los acontecimientos que presenciaran, el carácter de Amadeo se relajaría hasta tal punto que la felicidad sería posible tal como la había soñado, llena de luz y pasteles, de champán y flores, de placidez y pasión. Y con todas aquellas ideas guiando su viaje, días más tarde, hizo tañer la campana de la puerta de los Serra Fortuny.
—¿Qué desea, joven?
Le recibió un hombre fornido, ataviado con una levita oscura y una camisa clara. Era el mismo mayordomo que algún verano les había acompañado hasta Camprodón y que más de una vez había estado a punto de descubrirle en sus andanzas nocturnas. Aquella noche, en cambio, le miró con desprecio y le trató como si no le reconociese. Oriol fingió no percatarse de aquel detalle y continuó hablándole con corrección.
—Soy Oriol Mora, amigo de la familia… —dudó un instante antes de seguir hablando, congelado por la frialdad del mayordomo—. Vengo de Camprodón.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó, fingiendo no recordar de quién se trataba.
—Busco a don Amadeo Serra —respondió Oriol con aplomo, como si con aquella frase revelase la auténtica naturaleza de sus relaciones.
El criado carraspeó.
—Puede esperarle en la sala. Pero lamento decirle que los señores nunca reciben a estas horas.
Oriol consultó su reloj. Eran las nueve. Frunció el ceño.
—Los señores nunca reciben después de las ocho, señor —insistió el sirviente.
—Siento mucho llegar tan tarde… Ya le he dicho que vengo de Camprodón y el tren ha sufrido un retraso. ¿Le importaría avisarles, de todos modos? —miró a los ojos del mayordomo—. Si es demasiado tarde, podría regresar mañana, pero lo cierto es que ha sido un viaje largo y me gustaría verle ahora.
El mayordomo le miró de nuevo, esta vez con desdén.
—Iré a consultarles —resolvió.
Al cabo de un rato, volvió con expresión estricta. Oriol atendió lo que le decía con el mismo ademán contrariado que había mostrado unos momentos atrás. Nada delató que por dentro le conmovía un terremoto.
—El señor hará una excepción —murmuró—. Le espera en la biblioteca.
Lo condujo por los pasillos a oscuras hasta una sala llena de libros. Amadeo lo esperaba allí, con expresión huraña.
—¿Se puede saber qué has venido a hacer aquí? ¿Qué pretendes? —le espetó, nada más verlo.
—Yo… he decidido venir.
—¿Sin consultarme?
—Mi madre y yo lo hemos arreglado todo. Mi abuelo tenía una casa aquí, una casa preciosa cerca de la plaza de la Boqueria, y ahora es mía. Hace unas semanas mandamos abrirla y ponerla en orden para que yo me instalase con todas las comodidades. No falta ni un detalle, Amadeo, tiene hasta teléfono…
—¡Cállate! —le interrumpió—. ¿Cómo se te ocurre venir aquí?
—He venido a vivir a la ciudad… —tartamudeó—. Mi madre está de acuerdo…
—Pues yo no lo estoy, en absoluto. ¡Lo que le faltaba a esta ciudad es que tú estés aquí! Mañana mismo coges tus cosas y te vuelves a Camprodón, que es donde tienes que estar.
—Pero he venido, Amadeo… He venido para quedarme, para que estemos juntos, como tú me habías prometido…
Se acercó a Amadeo y levantó el brazo para tocarle la mano. Amadeo se retiró para evitar la caricia.
—¡No se te ocurra tocarme! ¿Quién te has creído que eres? —Amadeo hablaba en voz baja, pero parecía estar gritando.
—He venido para quedarme, para que estemos juntos —repitió—. Tú me lo habías prometido…
Amadeo había temido muchas veces que sucediera lo que estaba ocurriendo aquella noche, y había enfermado de terror ante la idea de que por culpa de Oriol acabasen descubriendo su terrible secreto, pero cuando sus temores se hicieron realidad, reaccionó con tanto enfado que la ira no dejó lugar al miedo.
—Estás loco… Un enfermo, eso es lo que eres. Me das pena…
—No me digas eso, Amadeo, te lo suplico… Desde aquella tarde, en mi habitación, ¿no te acuerdas?, desde aquella tarde no he vivido más que para ti, para estar contigo, para esperar a que me llames, para atender a tus órdenes. Si me has dicho que te aguardase en el sótano, allí me he quedado; si me has dicho que me mantenga alejado, eso es lo que he hecho; si me has pedido que saliese con tu hijo, he salido con él, he acompañado a tu mujer, te he esperado tres años —levantó la vista de la alfombra y le miró—. ¡Tres años! En lo único que te he desobedecido ha sido en esto, y tampoco es que te haya desobedecido, porque tú nunca me has prohibido que viniera. He venido por mi cuenta y si tú no quieres, no volveré por aquí, porque lo tengo todo resuelto, ya te lo he dicho. No necesito nada tuyo… Solo te necesito a ti, así que no me digas que te doy pena.
—Tienes razón, no me das pena. Asco es lo que me das… No eres más que un maricón. ¿No te da vergüenza? Si tu padre estuviera vivo… Eres un maricón, eso eres, pero a mí no vengas a mezclarme en tu vida corrompida. Yo estoy casado. Tengo mi familia. Soy un hombre respetable, un hombre decente, ¿me oyes? Un hombre decente, eso es lo que soy.
—Claro que eres un hombre decente, Amadeo, el más decente de todos. Yo no he venido a insultarte…
—Me insultas con tu presencia. Vete de mi casa ahora mismo y no vuelvas más. Te prohíbo que te acerques a mí o a mi familia. Si lo haces, atente a las consecuencias…
—Amadeo, por lo que más quieras… ¿Ya has olvidado lo que hacíamos en el sótano de tu casa, cuando todos dormían? ¿Ya no te acuerdas de lo que yo te hacía? Puedo seguir haciéndolo, nada tiene por qué cambiar…
—Si alguna vez he dejado que me tocaras era por compasión. Siempre andabas detrás de mí, todo el mundo te despreciaba, hasta mi hijo te despreciaba; me decía: «Por favor, padre, no me obligue a ir con ese maricón, que todo el mundo me señala con el dedo». Pero yo te tenía lástima, y le exhortaba a que fuese tu amigo, «Tú eres un buen cristiano, hijo mío», le decía yo. Y tú siempre detrás de mí, siempre en mi casa, persiguiéndome… Por eso alguna vez te dejé que te acercaras a mí, y cuando me fastidiabas más de la cuenta te decía que fueras a esperarme al sótano, con las ratas, que es lo que eres tú, una rata asquerosa, un marica, que es lo peor que puede ser un hombre… Pero no todo ha sido malo, qué va, también nos hemos reído mucho gracias a ti. Rafael, Elisenda y yo, y muchos de nuestros amigos, cuando les contaba lo torpe que eras, con mi polla en la mano, o lo ridículo que te veías con el pecho manchado de leche… —mintió—. Nos hemos reído mucho, sí… Pero esto ya no tiene ninguna gracia, francamente —Oriol comenzó a llorar—. ¿No lo ves? Si hasta lloriqueas como una mujer… Al principio pensé que con el tiempo se te pasaría, pero ya veo que no… Es una lástima, sobre todo por tu madre, la pobre, que no tuvo suficiente con que su marido fuese un sátiro y la obligase a practicar la sodomía, ¿lo sabías? —Oriol no respondió—. Y ahora le sales tú así… En fin, aunque ahora que lo pienso, tal vez tu padre no estaría tan ofendido si viviera, puede que tú hayas salido a él —comprobó la hora en un reloj de pared—. Y ahora, vete. Vete y no se te ocurra volver por aquí. No quiero ver nunca más esa cara de bobo cerca de mí.
Oriol salió de la casa arrastrando los pies, y con los ojos tan nublados por el llanto que chocó con un par de muebles y con el mayordomo, que lo esperaba junto a la puerta. El criado lo empujó hasta la salida; él mismo se encargó de buscarle un chófer y una vez que Oriol hubo entrado en el coche, le ordenó que se alejase de aquella calle lo más rápidamente que le fuera posible.
—¿Dónde quiere que le lleve, señor? —le preguntó el cochero. El sirviente había cerrado la puerta con un golpe seco.
—Al infierno —respondió Oriol, en parte por la ira, y en parte porque con el disgusto había olvidado su dirección.
Después de deambular sin rumbo durante media hora y de observar de reojo cómo el pasajero trataba en vano de reprimir su llanto, el cochero no pudo evitar sentir lástima por aquel hombre que se estaba derrumbando en el asiento de atrás.
—Me parece que usted ya ha llegado a su infierno particular… ¿Le parece que lo dejemos atrás, aunque sea por unas horas?
Como quiera que el joven no respondió, el conductor tomó de verdad las riendas de la noche y lo llevó a un par de tabernas donde sin ponerse de acuerdo con antelación, coincidieron en dejar la comida sobre la mesa mientras daban buena cuenta del vino que traía el cantinero; la lengua de Oriol comenzó a aflojarse, y sin entrar en detalles sobre la identidad de su amante, confesó a su nuevo amigo su terrible desengaño. Le habló de los planes, de las ilusiones, y también de las mentiras. A estas alturas de la noche, Oriol ya no solo estaba ebrio de rabia; el alcohol le hacía ver las cosas de una forma diferente, y de pronto tuvo la certeza de que con algo de suerte y de buena voluntad, tal vez no moriría víctima de aquel dolor que unas horas atrás le taladraba el alma.
—Pues claro que no, señorito. Y si me permite que se lo diga, lo que tiene usted que hacer es pagarle a esa zorra con la misma moneda.
Oriol no pudo reprimir una sonrisa.
—¿Y qué puedo hacer? ¿Matarla?
—No es preciso que lleguemos a ese punto, caballero.
Para demostrar que estaba en lo cierto, lo llevó con él a un nuevo local en el que fueron recibidos por un grupo de escandalosas mujeres apenas cubiertas con ropas casi transparentes. Cuchicheó con una de ellas, que unos instantes más tarde acompañó a Oriol hasta uno de los cuartos de la casa. En colchón estaba sucio, y la habitación tenía por puerta una cortina con un dragón rojo dibujado en el centro.
—¿Has bebido? —le preguntó la mujer.
—Un poco…
Oriol se sintió confuso mientras ella le limpiaba con un trapo húmedo. En alguna parte de su cuerpo, el dolor que había sentido reclamaba su atención, pero ahora compartía espacio con un incontenible deseo de arrancarle a aquella mujer la poca ropa que la cubría, de sentir cerca a otra persona que no fuera Amadeo, de que otras manos al fin le acariciasen. En el fondo, tenía la esperanza de que los besos que ella le prometía borrasen el sabor de los de Amadeo. No lo consiguió. Cuando salió de la habitación, seguía sintiendo en su boca el regusto de la lengua de su amante traidor.
El cochero le esperaba en la sala, riendo con las muchachas medio vestidas y acariciando distraídamente a una de ellas. Al verlo, se levantó de su silla y le siguió hasta la calle.
—¿Se le ha pasado el disgusto, caballero?
Oriol no respondió. Entrecerró los ojos para acostumbrarse a la luz del día.
—Al menos, reconocerá que se ha olvidado durante unos minutos…
Sonrió.
—En eso sí tiene razón.
—Pues claro… ¿Y ahora, dónde le llevo?
Oriol no dudó.
—A la casa… ¿Dónde me va a llevar?
El cochero acató su orden, y se dirigió nuevamente hasta la calle de la que suponía la novia de Oriol. Ambos guardaron silencio durante todo el trayecto. «Pare», le dijo Oriol más tarde, después de haber recorrido decenas de veces las inmediaciones. Antes de bajar, saldó la deuda que había contraído con él aquella noche, y le dejó una generosa propina por el mundo que le había descubierto. Después, descendió del coche y se sentó en el borde de la acera, en el suelo helado, frente al jardín de la casa de Amadeo y allí permaneció, con el frío calándole los huesos y un dolor insoportable recorriendo su cuerpo, hasta que escuchó el sonido de la cancela al abrirse. De la casa salió Amadeo, junto a su hijo. Ambos llevaban idéntico bastón con empuñadura de plata, y también era idéntica la sonrisa de satisfacción que los dos lucían en la cara. Pasaron frente a él sin detenerse siquiera a mirarlo, y Oriol le observó mientras se alejaba con la seguridad absoluta de que jamás volvería a ver al amor de su vida en todos los años que le quedaban por vivir.
Se levantó del suelo y trató de respirar. Sentía que se estaba ahogando: el mundo entero se había quedado sin aire, y así permaneció durante años.