I
El día en que Candela Galán probó el sabor de las lágrimas
Candela Galán no le tenía miedo a las lágrimas, ni al dolor, ni a la soledad, tal vez porque llevaba demasiado tiempo llorando, sufriendo y sintiéndose sola, y nada de eso la había matado. Al contrario, muchas veces deseó estar muerta, pero ni el daño, ni el llanto, ni el abandono habían conseguido más que sumirla en una larga agonía, lenta, amarga, una agonía tan miserable que a ella misma la volvía mísera. No tenía nada, ni antes ni ahora, y en el fondo sospechaba que eso sería lo único que tendría para siempre: nada; nada salvo ese terrible resentimiento contra el mundo entero que preñaba su mirada de la soberbia de quien verdaderamente nada tiene que perder, y que a la postre parecía ser el único motivo de que Candela no hubiera muerto en realidad, si es que en realidad estaba viva, porque de eso solo daba fe el movimiento cadencioso de su pecho y algunas otras tareas que su cuerpo realizaba de forma mecánica: fumar, beber, seducir, bailar, fingir.
Se apoyó en el quicio de la ventana y aspiró el humo de su cigarrillo para espantar el sueño. No había dormido, y tampoco ese día tendría tiempo de hacerlo. A sus pies, las Ramblas bullían de gente a pesar de que había amanecido poco antes. Eran personas distintas a las que paseaban por esa misma calle unas horas más tarde: las vendedoras de flores apalabraban el precio del género que después vocearían entre los viandantes; algunos jóvenes probaban el paso mientras se acomodaban los grandes carteles que anunciaban elixires prodigiosos para la belleza, remedios contra la alopecia y antídotos milagrosos para todos los males; los recaderos y los mozos de reparto, a pie, en bicicleta y en carro, competían en una carrera imposible por llegar los primeros a ningún lugar. Observó durante un rato a un grupo de niños andrajosos y sucios que perseguían a unas muchachas con aspecto de criadas y apelaban a su caridad. «No tengo nada, dejadme en paz», le pareció que exclamaba con desprecio una de ellas. Entonces, se retiró del vano, rebuscó entre la ropa arrugada sobre el diván hasta que encontró el bolso adornado con falsas perlas que había lucido la noche anterior, y regresó a la ventana con unas monedas en la mano.
—¡Eh! ¡Mocosos! —gritó, para llamar la atención de los críos.
Se miraron entre ellos, indecisos. Eran pobres como las ratas y no dudaban en humillarse a cambio de una limosna, por pequeña que fuera; pero a pesar de no ser más que unos mocosos, tal como ella les había llamado, tenían muy claro que para conservar lo poco que podían haber ganado era preciso que no se mezclasen ni con las putas ni con los borrachos, pues la experiencia les había enseñado que esa era la mejor manera de acabar perdiendo su puñado de monedas. Sin embargo, la que les llamaba desde la ventana no tenía mal aspecto, y además parecía trabajar en una buena casa, lo que ya era mucho decir en un barrio como aquel, en el que las mujeres pintarrajeadas como si fueran payasos que se hubieran extraviado de las pistas del circo Apolo, se ofrecían a los hombres desde cualquier esquina o, en el mejor de los casos, en un local lleno de chinches y de cochambre. Pero adinerada y todo, no dejaba de ser una puta, por eso dudaban si hacerle caso o marcharse de allí, aunque fuera a costa de abandonar su botín.
—¡Eh! ¡Venid aquí, acercaos! —volvió a gritar Candela, un tanto impaciente—. Tengo algo para vosotros —los niños titubearon un instante—. ¿Acaso el dinero de una puta vale menos que el de una criada? —rio con cierta amargura, y les hizo un ademán con la mano vacía—. No seáis tontos, venid aquí…
Normalmente, Candela no insistía por nada. No tenía por qué. Su vida se limitaba a pasearse por el salón, dejándose adular y aparentando que escuchaba con interés los requiebros de los clientes, que parecían ignorar que subiría con ellos a la habitación aunque no pronunciasen ni una palabra, porque el único gesto imprescindible para conseguirlo era el de sacar su billetera y pagar el champán que bebían y el cuerpo que acariciaban; pero por alguna extraña razón que ni ella ni el resto de las pupilas del madame Giselle llegaban a comprender, la mayor parte de la clientela de aquel burdel se empecinaba en creer que había que conquistarlas para luego llevarlas a la misma cama en la que ellas dormían hasta bien entrada la mañana.
Los niños se acercaron poco a poco hasta el callejón, y Candela les lanzó las monedas desde la ventana; se arrodillaron para recogerlas y salieron de la callejuela rápidamente, sin detenerse a darle las gracias siquiera a su benefactora. «A las sirvientas se lo hubieran agradecido a voces», pensó Candela con resignación, pero al fin y al cabo ella no les había entregado el dinero a cambio de su gratitud, sino para calmar su conciencia, para acallar todas las preguntas que le martilleaban los oídos con su estruendoso silencio. ¿Cuánto tiempo había pasado, dos años, veinte? ¿Era todavía joven, o era ya vieja? Les ayudaba para no oírse, solo para eso, pero aun así, se escuchaba una y mil veces. ¿Y sus hijos? ¿Qué habría sido de ellos, en caso de haberlos tenido? ¿Serían mendigos? ¿Perseguirían a las doncellas en busca de unas monedas y rechazarían el dinero de las putas? ¿Estarían sucios y vestirían con harapos, como aquellos muchachos? Y si hubiera engendrado hijas, ¿habrían ido también a parar a un burdel, a uno cualquiera, después de que un canalla les destrozase la vida y las ilusiones?
Aquello era lo que más le dolía, que la suya fuera una desgracia de amor, pues a la ofensa de haber sido engañada se sumaba la vergüenza, todavía más insoportable, de saber que se había dejado engañar, que no había sido más que una estúpida por creer todas aquellas mentiras. Así era como seguía pensando en él, cada día, a pesar de todas las veces que se había jurado olvidar todo lo que había sido Candela Galán antes de llegar a Barcelona. Y lo peor era que la mayoría de las veces se sorprendía con la secreta esperanza, secreta incluso para ella misma, de que su memoria le devolviera una historia diferente a la que había vivido. Nunca sucedió tal cosa, y Candela no fue capaz de acostumbrarse a convivir con su pasado, como hacen quienes se acostumbran a sobrellevar una enfermedad dolorosa e incurable, o como aquellos que aceptan una condena a cadena perpetua por un crimen del que no son culpables. Entonces se revelaba contra la melancolía, enfadada y dolida al mismo tiempo, porque ella más que nadie sabía que los recuerdos ingratos tienen la habilidad de transformar la realidad hasta convertirla en insoportable. «Los recuerdos no son más que trampas de la memoria», fue una de las primeras lecciones de madame Giselle.
—¿Puedes decirme qué parte de nuestros recuerdos ocurrió en realidad como lo vivimos de nuevo en nuestra mente? —le dijo—. No hace falta que me respondas, yo te lo diré: ninguna. Nada es como lo recordamos. Ahí es donde reside el engaño: la memoria quiere que creamos que el pasado siempre es mejor que el presente. Pero eso no es cierto. Eso no es cierto en absoluto, así que mucho mejor si olvidas tus recuerdos.
También recordaba aquella tarde, la primera vez que vio a madame Giselle, con un aplomo fingido que trataba de enmascarar su miedo y su angustia. La mujer la había observado detalladamente, con la codicia contenida de quien acaba de adquirir una piedra preciosa a precio de ganga, y valoraba su pieza en busca de defectos que subsanar.
—Tendrás que engordar, querida. Estás muy flaca y los hombres prefieren tener dónde agarrarse —Madame Giselle rio, mientras acariciaba con la mano el pecho de Candela—. ¿Has tenido algún disgusto, Candela?
La joven asintió y bajó los ojos, avergonzada. madame Giselle movió complacida su cabeza.
—¡Bravo, Candela! Entonces podemos arreglarlo. Eres una mujer muy hermosa. Tienes un pelo negro precioso, y unos pechos divinos. Divinos —repitió la expresión, y también la caricia iniciada unos instantes atrás sin que Candela mostrase rechazo—. Dime, ¿eres virgen? —Candela negó con la cabeza, avergonzada, pero madame Giselle no pareció inquietarse—. No importa demasiado. ¿Podrías parecerlo, al menos un par de veces?
—Pues… no sé —Madame Giselle arqueó la ceja izquierda. Candela se vio obligada a rectificar—. Pero si me lo propongo, puede que lo consiga.
Madame Giselle se acercó a ella y la observó con detenimiento.
—Claro que sí, claro que serás capaz. Tú podrás hacer todo lo que quieras —la tomó de la mano con cierta ternura—. Escúchame bien: elige con cuidado qué quieres en la vida, porque conseguirás que sea tuyo. Lo sé. Nunca he visto a nadie con tus ojos. Por aquí han pasado mujeres hermosas, infinitamente más bellas que tú, pero no se trata de eso. Son tus ojos. Los he visto de tu mismo color, tan grandes y almendrados. Los he visto más bonitos que los tuyos, incluso. Pero nunca los he visto con esta determinación.
Candela sonrió, alentada por el optimismo de madame Giselle.
—Estupendo, querida… Así me gusta, que sonrías —dijo, casi en un susurro—. Esta es la casa más afamada de Barcelona, y tú pronto serás la sensación de las Ramblas, ya lo creo, querida… verás cuántos hombres enloquecerán por ti… Ya lo estoy viendo, Candelita, solo serán necesarios algunos retoques… Déjame pensar: me bastan unos minutos…
Madame Giselle la llevó de la mano frente a un gran espejo.
—Desnúdate —le ordenó. Candela la miró, desconcertada—. He dicho que te desnudes. ¿No me has oído?
La joven obedeció; comenzó a quitarse los vestidos malolientes que llevaba puestos desde hacía seis días, y sintió alivio al desprenderse de ellos: la camisa de muselina en otro tiempo vaporosa y que había perdido varios de los botones, la falda larga que una vez fue de un suave color malva y que ahora aparecía adornada con varios lamparones grasientos, las enaguas y las bragas sucias, las medias rotas, el abrigo raído… Todo quedó tendido en el suelo, a los pies de Candela.
—Tiraremos toda esta ropa tan sucia y tan pasada de moda. Mejor aún, la mandaré quemar —murmuró madame Giselle dando un puntapié al montón de despojos. Luego, observó la desnudez de Candela—. Ahora, querida, mírate bien y piensa en lo que estás viendo.
Candela no entendía adónde quería llegar aquella mujer, pero la obedeció igualmente. Con cierto pudor, dirigió su mirada hacia el pelo ensortijado, tan sucio como la ropa que madame Giselle había decidido destruir; echó un vistazo a los labios carnosos, a las mejillas sin rubor, al cuerpo desnudo al fin. Estaba demasiado flaca, tal como había advertido madame Giselle. Las costillas sobresalían bajo la piel, donde los huesos habían ganado terreno a la carne, y las piernas parecían demasiado endebles para sostenerla. Lo único que todavía poseía, como un vestigio de la mujer admirable que había sido, eran sus pechos, redondos, turgentes y con los pezones enhiestos, en parte por el frío y en parte también por la excitación de saberse observada por madame Giselle, y su sexo, o para ser más exactos, el vello negro, rizado y abundante que cubría su sexo. Entornó los ojos, avergonzada.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó madame Giselle de improviso.
—Cometí un pecado horrible —madame Giselle levantó de nuevo la ceja izquierda, en señal de incredulidad—. No me mire así, es cierto: cometí un pecado horrible —insistió Candela—. Fui amante de un hombre casado, y ahora no puedo volver.
Madame Giselle hizo un mohín contrariado.
—¡Qué vulgaridad! Con un hombre casado… Había imaginado que tu historia sería más interesante… En fin, qué se le va a hacer.
—Le he dicho que fui la querida de un hombre casado… ¿Qué más quiere oír? ¿Hay algo más escandaloso que eso, señora?
—Claro que sí, niña, hay miles de historias más escandalosas que la que tú y miles de muchachas como tú protagonizáis continuamente, desde que el mundo es mundo. ¿Esperabas ser la única? Pues lamento decirte que no, Candela: Barcelona está llena de vergüenzas como la tuya —sonrió con ironía—. Porque, eso sí, Candela, todas sois tan honradas que os podéis ir a la cama con el marido de otra y luego saludáis a su mujer tranquilamente a la salida de misa, pero la decencia regresa de golpe cuando él os abandona, y es entonces cuando ya no podéis seguir viviendo en vuestras casas, en vuestros pueblos…
—Mi historia es diferente… —la interrumpió Candela—. Él me dijo que…
—Ya lo creo, querida —madame Giselle la hizo callar con un gesto de la mano—. Él te dijo que te quería, te contó que se había casado por obligación, te juró que huiríais juntos en cuanto lo tuviera todo atado y que seríais felices lejos de allí. Podría jurar que fue así, niña. Pero tienes toda la razón. Tu historia es diferente, y no por sus promesas, idénticas a las que usan todos los hombres para llevarse al huerto a pobres bobas como tú. No es diferente por eso, ni mucho menos, sino por la manera en la que puede terminar. ¿Cuánto tiempo llevas en la calle?
—La verdad es que no lo sé… No sé el tiempo que ha pasado desde que llegué. Puede que varios meses.
—¡Jesús, María y José! —la mujer se santiguó aparatosamente—. ¿Has oído hablar de los macarras, de los chulos, de los proxenetas? Esos te sacan las tripas en un abrir y cerrar de ojos si les das problemas, y si no les obedeces, te pegan cada día, te toman, aunque sea a la fuerza, cuando les viene en gana, y por supuesto, se quedan con todo tu dinero… ¿Cómo has podido sobrevivir en estas condiciones?
Candela se encogió de hombros.
—Él me dio dinero, y acordamos encontrarnos en una pensión. Al principio, pensé que no había podido salir tal como había previsto y creí que se reuniría más tarde conmigo. Por eso no me marché. Le esperé durante semanas y cuando no tuve con qué pagar, me quedé en la calle. No quería moverme de allí, para que pudiera encontrarme cuando viniera a reunirse conmigo… No sabía que nadie me pudiera sacar las tripas, ni que me pudieran pegar, y no me preocupaba que me robaran un dinero que ya no tenía. No sé cómo no me mataron… Pero si quiere que le diga la verdad, hubiera preferido estar muerta cada vez que amanecía y tenía que enfrentarme un día más a una vida tan distinta a la que él me había prometido.
—Pobre criatura… —se burló madame Giselle—. Pero no me has contestado. ¿Cómo conseguiste sobrevivir?
—Pedí limosna, empeñé la ropa y las joyas que había traído conmigo. Cuando me quedé sin nada, la dueña de la pensión se apiadó de mí y me permitió dormir en el zaguán algunas noches, pero en unos días también dejó de compadecerse de mí.
—¿También? ¿Quién más perdió la compasión, querida?
—Cuando me di cuenta de lo que realmente había ocurrido, se me acabó la lástima. Al fin y al cabo, tenía lo que merecía, ¿no le parece? lo que merecía, ni más ni menos. Así que cuando, un día, un hombre se paró frente a mí y me confundió con una prostituta, no me pareció extraño. Ya ve, todas esas preguntas, ¿por qué me ha hecho eso?, ¿qué va a ser de mí ahora?, ¿cómo voy a poder vivir sin él? Tantas preguntas sin respuesta… Y en un instante, se despejaron todas mis dudas, todas las incógnitas: llevaba tanto tiempo comportándome como una puta que eso era lo que debía seguir haciendo… Lo único que me resultó raro fue darme cuenta de lo poco que me importaba. Al principio, solo lo hacía cuando alguien se acercaba, pero no tardé en imitar a las otras y empecé a provocar a los hombres. Conseguí ganar lo suficiente para comer, para regresar a la pensión donde debía reunirme con Fernando y para desempeñar uno de mis vestidos, el que usted acaba de tirar ahora.
—Pero, ¿cuánto tiempo hace de eso?
—Unos meses, ya se lo he dicho —contestó Candela, con desgana.
—¡Dios del cielo! Eres una mujer con mucha suerte… Has sobrevivido en la jungla de las Ramblas y no solo has salido sin un rasguño, sino que mantienes el orgullo en tu mirada. A ti se te ha aparecido la Virgen, querida.
—Eso sí es cierto, señora. Ha sucedido hace unos minutos, cuando usted ha detenido su coche frente a mí…
—Hace días que me hablaban de una mujer bellísima que merodeaba por el barrio chino, así que salí a buscarla para ver si realmente era tan extraordinaria como me habían contado. Cuando te he encontrado apenas si he podido dar crédito a lo que estaba viendo, y eso que entonces no tenía ni idea del tiempo que llevabas en esas condiciones. La calle podía haber sido tu ruina. No entiendo cómo no has terminado con la cara rajada —repitió—, porque las putas de la calle son muy envidiosas y habrían recelado de tu belleza. Ni comprendo cómo no has caído en manos de cualquier chulo, que te hubiera exprimido como un limón, hasta que no quedase ni rastro de tu hermosura y entonces… —hizo un gesto con los dedos—. A veces pasan cosas incomprensibles en la vida, qué le vamos a hacer —se encogió de hombros—. En fin, querida, aquí será diferente. Al menos, los clientes son limpios y respetuosos, porque hasta los más depravados no pierden nunca la compostura. Son todo lo decentes que pueden ser los hombres que se van de putas —las dos rieron—. Esta es la mejor casa de Barcelona. La mejor. Y tú vas a brillar como una estrella.
—¿Está segura?
—Por supuesto, mi reina. Solo tenemos que mejorar un poco tu aspecto, y rehacer tu pasado. Veamos… Barcelona está llena de rameras y de videntes europeas, que llegaron aquí huyendo de la guerra y cuando se acabó decidieron quedarse a disfrutar de nuestro clima y de nuestros hombres. Y eso ha perjudicado mucho a las muchachas de aquí, porque se ha puesto de moda el exotismo y los acentos de otros países, y a ver dónde encuentras a estas alturas mujeres exóticas… Todo son problemas… ¿De dónde eres tú, Candela?
—De Cuenca.
—¿Cómo vas a ser de Cuenca, con esos ojos tan negros y tan rasgados? Tú eres una chinita preciosa que ha llegado directamente del Perú a mi local.
—¿Y por qué del Perú?
—¿Y por qué del Perú? —repitió madame Giselle, sorprendida por su pregunta—. Verás… La mía también es una historia vieja, y larga, pero te la resumiré: hace tiempo conocí a un hombre de Perú y me habló de los ojos rasgados de las mujeres. Debían de ser como los tuyos. Así que ya puedes ir aprendiendo un acento exótico, lo mismo da que sea de Lima que de Sanlúcar de Barrameda. No pongas esa cara, y escúchame, porque después de esta tarde, tú y yo no vamos a volver a vernos nunca más. Atiende bien a mis palabras, si quieres que la suerte siga de tu lado: a lo único que van prestar atención los hombres cuando te tengan delante será a tu cuerpo. Así que, ya puedes aprender a usarlo como es debido.
Aquella misma noche, Candela bajó al salón envuelta en tules dorados que apenas cubrían una malla del mismo color que su piel; un cinturón repleto de falsos diamantes, cornalinas, ágatas y rubíes escondía su sexo y dos gemas brillantes pendían sobre sus pezones. Candela, que hasta entonces solo había desfilado en procesiones religiosas, se paseó entre los clientes contoneando sus caderas exageradamente y fumando un cigarro egipcio sin tragarse el humo, como si en toda su vida no hubiera sido otra cosa más que lo que estaba siendo: una virgen recién llegada de América al mejor burdel de Barcelona. Examinaba a los hombres de frente, con aplomo, y sostenía la mirada de quienes la examinaban a ella, alternando la arrogancia propia con una timidez fingida. Bebió champán, también por primera vez, y el hormigueo de las burbujas le produjo ganas de llorar, inesperadamente. Apuró la copa de un trago y con una entonación que solo podía engañar a aquel que creyera que esa noche iba a desvirgarla, exclamó cuánto le gustaría retirarse a su habitación en ese mismo momento.
—Con usted, por supuesto, si desea seguirme —susurró al caballero que la acompañaba.
—Yo mismo iba a proponérselo, señora mía. O mejor dicho, señorita mía —respondió.
Era un hombre de cabello entrecano y aspecto amable cuyo mayor atractivo residía en un enorme bigote blanquecino que se atusaba continuamente y en una mirada tranquila, una cualidad que Candela atribuyó erróneamente a toda la persona de su cliente. Antes de invitarle a subir las escaleras de mármol que conducían a las habitaciones, Candela le incitó a beber y a fumar, le rio las gracias y bailó con él hasta que su aliento comenzó a entrecortarse y, erróneamente, la joven le supuso demasiado cansado como para cometer excesos en la alcoba. Su vitalidad no se había resentido ni por el baile ni por el alcohol, y por si aquello no fuera suficiente error, el bigote resultó no ser el mayor de todos sus atributos, tal como pudo comprobarlo Candela cuando se desabrochó los botones de la bragueta de su pantalón y le mostró el más grande de todos sus tesoros.
—Mira —le dijo con orgullo—. No habías visto alguna vez algo como esto ¿verdad? —Candela respondió que no, con su gesto más sincero de toda la noche—. Lo imaginaba. Todas me decís lo mismo. Desnúdate —le ordenó mientras se sentaba en la esquina de la cama.
Candela obedeció el mandato y con cada una de las prendas que iba dejando caer en el suelo, descuidadamente, la respiración del hombre delataba su estado de excitación, hasta el punto de que no permitió que terminase de quitarse la ropa y él mismo terminó por arrancársela en un arrebato de pasión.
Las manos de él temblaban al tratar de acariciarla torpemente, y el nerviosismo inicial dejó paso a un enojo tan sorprendente como excesivo.
—¡No sabes hacer nada! —le gritó—. Yo he pagado por una virgen, pero no por una mojigata. Ahora vas a ver lo que es bueno: lo vas a ver bien de cerca, y vas a sentirlo también. Tócalo —le dijo señalando su entrepierna.
Después, sin acabar de desnudarse, le ordenó que se introdujera aquel miembro descomunal dentro de la boca, una labor que Candela realizó a duras penas, tanto por la magnitud del encargo como por el esfuerzo de contener las arcadas; más tarde, todavía con la ropa puesta, le exigió que se pusiera de rodillas frente a él y mientras le azotaba las nalgas, le anunció cuanto se disponía a hacer a partir de ese instante.
—Ahora vas a ver lo que es bueno —le repitió—. Vas a saber cómo lo hacemos los hombres de verdad, para que desde hoy solo quieras estar conmigo, porque solo yo te voy a hacer gozar.
Candela acataba todas las órdenes de su cliente con diligencia y le alentaba con suaves gemidos y miradas insistentes, tal como madame Giselle le había enseñado unas horas atrás. Cada vez que le preguntaba cuánto le gustaba lo que le estaba haciendo, ella exclamaba con voz entrecortada que nunca había creído que pudiese existir un placer semejante y le suplicaba que no dejase de moverse de esa forma dentro de ella, pero sentía su cuerpo como si fuera el de otra persona; se compadecía de sí misma, pero era incapaz de sentir la humillación de sus golpes, ni el dolor de sus furiosas embestidas. Solo cuando su mirada se cruzaba con el espejo y el azogue le devolvía su imagen desnuda, con el pelo revuelto y aquel hombre cabalgándola como si ella fuera una yegua, Candela no podía evitar que un sentimiento se abriese paso en su pecho, una pregunta tan grande como el círculo que formaba la boca de su amante para dejar salir sus gemidos. ¿Era ella, realmente? Reconocía sus ojos, sus labios, su frente, sus hombros, sus pechos agitados cada vez que la penetraba desde atrás, y aún así, ¿era ella? Si lo era, ¿por qué no le dolía? ¿por qué no le asqueaba? ¿por qué no le importaba?
El cliente eyaculó al fin sobre su espalda y recuperó parte del decoro y la tranquilidad que había demostrado en el salón.
—Lamento haberte gritado antes —se disculpó—, pero he pagado mucho por estar contigo, ¿sabes? La próxima vez, te vas a enterar de lo que es bueno —anunció, fanfarrón, mientras se abrochaba de nuevo la bragueta—. Quiero que desde hoy tu cuerpo sea mío.
Candela se quedó un rato en la habitación. No sentía dolor, ni sentía lástima, ni sentía vergüenza. Se puso en pie, y observó su cuerpo desnudo frente al espejo. Tenía la piel de las nalgas enrojecida, las huellas de las manos de él todavía se agarraban a sus hombros y la espalda aún estaba surcada por marcas blanquecinas. Sus pupilas dilatadas se habían habituado a la penumbra de la habitación, y su cuerpo se había adaptado al cuerpo del hombre que había pagado por ella más dinero del que Candela hubiera tenido jamás. «Quiero que desde hoy tu cuerpo sea mío», le había dicho antes de marcharse. Siguió mirándose al espejo durante unos segundos, y el cristal continuó repitiéndole las mismas preguntas que le había formulado unos instantes atrás. ¿Era ella, realmente? Seguía reconociendo sus ojos, sus labios, su frente, sus hombros, sus pechos, y aun así, ¿era ella? Si lo era, ¿por qué no le dolía? ¿por qué no le asqueaba? ¿por qué no le importaba? No había notado la rabia, ni el dolor, ni mucho menos el placer, como tampoco los sintió la tarde que un borracho se paró frente a ella en la puerta de la pensión en la que Candela seguía esperando a Fernando con voluntad en apariencia inquebrantable. Un solo gesto sirvió para que Candela comprendiera que la había confundido con una fulana y, tal como le había contado a madame Giselle, la realidad le golpeó en la cara con la violencia de un temblor de tierra, literalmente: hacía días que no comía más que fruta podrida, y el hambre y el aliento repugnante del hombre se asociaron de tal manera que Candela acabó perdiendo el equilibrio varias veces mientras le seguía por la calle, consciente de lo que iba a suceder al cabo de unos instantes. Con el paso del tiempo, le resultaba sorprendente que aquel fuera su único recuerdo de la primera vez que se prostituyó, como si el asco fuera el único resto de humanidad que quedaba en su cuerpo. Solo sintió eso, asco, cuando rozó sus piernas para levantarle la falda, cuando le apartó las bragas, cuando se coló en su cuerpo como un reptil, cuando le llenó el cuello con babas pegajosas antes de dormirse sobre ella, todavía con su sexo dentro de ella.
Candela no se sobrepuso nunca de aquella sensación de repugnancia, ni siquiera en el burdel de madame Giselle, cuando después de estar con un hombre, podía frotarse con un paño y agua enjabonada el cuerpo entero. Aquella primera vez sintió que la suciedad se le había metido hasta el tuétano de sus huesos, creyó que el mundo la había puesto al fin en su lugar, asumió que desde ese momento no le quedaba más remedio que pagar por todo lo que había hecho y no fue capaz ni de llorar, ni de lamentarse, por el giro que había tomado su vida.
Por eso le sorprendió tanto darse cuenta de sus lágrimas al retocarse el maquillaje después de que se marchase el primer cliente del madame Giselle. Esa misma noche y las noches siguientes, Candela volvió a ser desvirgada con menos vehemencia por varios clientes más, y después de que cada uno de ellos saliese del cuarto, el llanto regresaba de la misma manera que había llegado la primera vez, inesperadamente. Candela saboreaba sus lágrimas en silencio mientras recomponía su exótico vestuario, y se repetía una y mil veces que no le tenía miedo a las lágrimas, que no lloraba por haberse convertido en puta a pesar de haber llegado hasta allí para ser la mujer de su amado, ni porque esa sería la vida que la esperaba desde aquel momento; que no lloraba por Fernando, se decía, ni porque otras manos la hubieran tocado, ni porque otros labios la hubieran besado, ni porque otros hombres la hubieran poseído de una manera en la que Fernando nunca la poseyó, ni porque adivinara un dolor que no le dolía. Y era verdad, no lloraba por ninguno de aquellos motivos. Candela lloraba únicamente porque su vida había dejado de importarle.
Candela abandonó definitivamente la ventana y se sentó frente al espejo para que su propia imagen ahuyentase unos recuerdos que no le agradaban. Aquella noche no había tenido tiempo para dormir a pesar del encargo que la esperaba al día siguiente. Observó sus párpados hinchados y la estela enrojecida que dibujaba el borde de sus ojos, y se acercó hacia la cómoda para recomponer su maltrecho aspecto.
Hizo palidecer su cara con polvos de arroz, se pellizcó los pómulos un par de veces antes de aplicarse un poco de colorete y se sombreó los ojos con lapislázuli; finalmente dio color a sus labios. Caminó unos pasos hacia atrás y observó su cuerpo, apenas cubierto por una túnica casi transparente que sugería el nacimiento de sus pechos, la línea de sus caderas, la robustez de sus muslos, un cuerpo tan diferente al que lucía cuando llegó por primera vez a ese burdel. Ladeó la cabeza hacia la derecha y dejó que la imagen del espejo le devolviera una sonrisa.
—Ay, Candela, Candelita —se dirigió a sí misma del mismo modo en que Fernando solía llamarla—, si alguien te hubiera podido decir todas las cosas que iban a suceder…
Madame Giselle abrió la puerta sin llamar y entró en la estancia.
—¿Estás preparada?
—Sí, claro. Hace rato que espero que venga a avisarme. Ni siquiera me he echado a dormir —se incorporó de la banqueta—. ¿Le gusto, madame? ¿Me he maquillado bien?
—Estás perfecta, preciosa. ¿Cómo dicen ellos? ¡Ah, sí! Lista para pasar a la historia —madame Giselle sonrió y la miró con satisfacción—. Ay, Candela. Tu madre no te diría esto nunca, en la vida, pero yo sí puedo decírtelo: estoy orgullosa de ti. Mucho, esa es la verdad.
Candela sonrió.
—¿Están ya todos los demás?
—Sí —respondió madame Giselle—. Deben de estar esperando que lleguemos para poder empezar.
—Está bien. Solo necesito un instante para ponerme el vestido.
Candela se soltó la cinta de seda que mantenía ceñida la túnica a sus caderas. Su desnudez conmovió a madame Giselle, que la observó mientras se vestía con un recatado traje de tarde de color crema, la camisa abrochada hasta el cuello y la falda larga. Llevaba botines blancos con botones de nácar y tacón cubano, y después de abotonarlos hasta los tobillos se ciñó una pequeña corbata de satén.
Antes de salir volvió a mirarse al espejo; con el dedo índice se retocó el carmín, y con la mano derecha se ahuecó el cabello.
—¿De verdad estoy bien?
Madame Giselle no respondió a su pregunta.
—¿Recuerdas la primera vez que entraste en mi casa, cuando te busqué por las Ramblas?
—Hace un rato me estaba acordando de todo eso, madame —confesó Candela—. ¿Cuánto tiempo hace?
—Qué más da cuánto tiempo… Lo que importa es que entonces eras como un diamante en bruto. Me di cuenta nada más verte y no me equivoqué. Ya ves que en lo único que cometí un error fue al decirte que no volveríamos a vernos… aquí estamos, frente a frente, una vez más.
Madame Giselle guardó silencio unos instantes, pensativa.
—Estamos teniendo suerte, las dos. Yo estoy ganando dinero y tú no has perdido la cabeza ni por un hombre, ni por una mujer, ni por el juego, ni por las drogas. Ya sabes cómo son las cosas, querida. ¿De verdad no recuerdas cuánto tiempo llevas aquí? —Candela negó con un gesto—. Hace exactamente un año, siete meses y tres días que entraste conmigo por esa puerta. Lo sé bien, porque eres la que más ha durado a mi lado. Todas acaban muertas o enfermas. O se van a otra casa, las muy traidoras…
—¡Dos años! —exclamó Candela, ignorando el último comentario de madame Giselle—. ¿Cómo es posible que haya pasado tan poco tiempo? A veces creo que acabo de llegar, y otras veces siento que llevo aquí toda la vida.
—Bueno, querida, en el fondo puede que sea así. La Candela Galán que eres hoy no tiene nada que ver con la Candela Galán que eras entonces. Llevas aquí toda esta vida —le acarició el pelo con dulzura—. ¿Estás segura de que quieres hacer esto, querida?
—Por supuesto que quiero. Será divertido, aunque no vaya a ganar demasiado dinero. Además, no es la primera vez que alguien va a ver lo que yo estoy haciendo.
—Ya lo sé… Pero esto es diferente. Es… En fin… No es por asustarte, pero es un delito, al fin y al cabo. Y puede que quien ha hecho el encargo no tengan en cuenta ese detalle si algún día quieren denunciarnos…
—Pero ¿quién nos va a denunciar, madame? Los Tavares ya nos advirtieron: no puede sucedernos nada, justamente por la identidad de nuestro cliente. No tenga miedo, y deje de meterme miedo a mí… Ahora solo quiero saber si estoy bien. Dígame la verdad —madame Giselle asintió—. Pues entonces, vamos. No quiero hacer esperar ni un minuto más a Oriol Mora.