III

El día en que Bruno Bonet escuchó la música

Tenía aspecto de hombre enfermizo, y de hecho, Bruno Bonet era un hombre enfermo. Hacía poco que había cumplido treinta y tres años y ya parecía un anciano aunque, para no engañarnos, fue un hombre viejo desde el mismo día en que nació. De eso, en su opinión, hacía ya demasiado tiempo, y si bien en ningún momento llegó a ansiar la muerte como salida a su penosa existencia —a la manera en que solían proclamar a gritos los borrachos con los que se encontraba en sus noches de juerga, y que lloraban por las esquinas los amores perdidos—, tardó en descubrir un motivo que le mantuviese del lado de la buena vida. Con el tiempo, como todos, también él terminó por encontrarlo, pero por aquel entonces aún faltaba mucho para que llegase ese momento.

Quienes lo conocían durante el día alababan su tesón, su inteligencia y su habilidad tras las cámaras; aquellos que frecuentaban su compañía nocturna elogiaban su moderación con el alcohol y las drogas, su discreción en los líos de faldas de sus compinches, y la sobriedad en el trato con las mujeres, fueran de la calaña que fueran: lo mismo le daban las putas que las señoras, parecía decir con su impasible actitud. Y era verdad, porque no veía en ellas más que rostros susceptibles de ser fotografiados. Ojos, pechos, bocas, y cualquier otro encanto del cuerpo femenino no provocaban en él otro deseo que el de inmortalizarlo en el papel de un retrato. Muchos eran quienes le tachaban de loco, y aunque todos coincidían en que las rarezas formaban parte del carácter de Bruno, no faltaba quien culpara de aquella extraña demencia a las fiebres que un mosquito salvaje le contagiara en una ciudad de Brasil, donde emigró para perfeccionar el arte de rodar películas. Pero en cualquier caso, nadie en toda Barcelona era capaz de descifrar el carácter verdadero de Bruno Bonet.

De haber podido hacerlo, su fama de chalado no hubiera sido menor. Bruno Bonet atesoraba todas las manías imaginables en un ser humano: jamás se calzaba el zapato izquierdo después del derecho, acostumbraba a utilizar calcetines de distinto color aunque en tono similar, se abrochaba los botones de la camisa comenzando siempre por el último ojal, se lanzaba el agua a pequeños golpes sobre la cara para despabilarse, y nunca, bajo ningún concepto, caminaba por la misma calle por la que antes hubiera pasado un cortejo fúnebre.

—No soporto el olor a muerto —se excusaba ante los viandantes con quienes se cruzaba, y que observaban con extrañeza su gesto contrariado.

—No sea usted memo, por Dios, que los muertos no huelen, y menos aún estos, ¿o es que no lo sabe? —le increpaba habitualmente alguno de ellos, que en la mayor parte de los casos resultaba ser un familiar del difunto.

Él les miraba con soberbia y caminaba con decisión al mismo tiempo que hablaba con voz desagradable, como si sus palabras encerrasen una extraña maldición.

—Pobres de ustedes, que no saben ni oler la muerte.

Se alejaba dando grandes zancadas para disimular su vergüenza, y se dirigía hasta su casa, un pequeño piso de la calle Tallers en el que sin importarle la hora ni el consiguiente retraso que aquella extravagancia le suponía, se desnudaba, se bañaba y se cambiaba completamente de ropa antes de salir de nuevo al exterior, limpio y perfumado, listo al fin para conjurar su destino. En realidad esta costumbre no era gratuita. Había padecido tifus, viruela, escarlatina, neumonía, y meningitis, por no mencionar otros males que en su día fueron llamados menores, entre los que se encontraban el raquitismo, la tosferina, los catarros, y los problemas intestinales, como las indigestiones, las aerofagias y un estreñimiento crónico. De algunas de aquellas enfermedades sobrevivió de puro milagro, pero todas le dejaron secuelas físicas y mentales de las que jamás pudo desprenderse y que, aunque no consiguieron arrebatarle la vida, sí lograron amargársela: el leve tartamudeo al hablar que le quitaba las ganas de comunicarse con los demás, los inoportunos gases que tanto le mortificaban, las marcas que le cuajaban el rostro hasta casi desfigurarlo, y el peor de todos los males, aquel inmenso miedo a morir. Le espantaba la idea de marcharse de este mundo dejando tantas cosas por hacer, como filmar los amaneceres que se reflejaban en el mar de manera casi sobrenatural, o retratar todas las estrellas que cabían en el techo de su habitación cuando las imaginaba antes de dormir, o terminar de construir la cámara de fotografiar en la que llevaba años trabajando, o dirigir películas. Esas constituían solo algunas de sus ilusiones. La lista de sueños era interminable y seguía hasta saberse convertido en el mejor director, no de Barcelona, sino del mundo entero. Imaginaba sus apellidos en las enciclopedias de cine que, sin duda, no tardarían en publicarse, Bruno Bonet, un nombre propio en la historia de la cinematografía que estaba empezando a escribirse precisamente en esos momentos y que sería legada al futuro. Bruno Bonet, el pionero. Bruno Bonet, el mejor.

Por las noches, al volver a casa, solitario y taciturno, cerraba tras de sí la cancela y se recostaba en la jamba de la puerta con sensación de victoria por haber sobrevivido un día más. Ya en la cama, acomodaba su cuerpo al hueco que había labrado con paciencia y años en el colchón de lana, y se disponía a dormir; aunque justo antes de cerrar los ojos, Bruno siempre se sorprendía con un lamento prendido en el alma. ¿Cómo era posible?, le reprochaba su propia voz en la mente, ¿cómo era posible que aquel triunfo siempre le encontrase solo?

Pero antes de que ese pensamiento tan recurrente se cruzase en su cabeza para fastidiarle el sueño, Bruno recorría triunfal los espacios de su casa. Avanzaba por el pasillo sin mirar siquiera de reojo al salón desierto. Pasaba por delante de la cocina sin mueble ninguno, y dejaba a un lado el destartalado cuarto de aseo, donde se remojaba en la tina una vez al mes, a no ser que se topase con un muerto. Allí, cada mañana, se lavaba en una palangana de loza cuarteada y se afeitaba en un espejo roto, tan roto como la vida que cada día le ganaba una partida, una más, a la muerte siempre acechante. Hundía la brocha en el agua y cubría con espuma las marcas de su cara; solo en ese momento de intimidad con su propia imagen, a solas con él mismo en el único instante en el que se prestaba atención al cabo del día, Bruno fantaseaba con la idea de lo que hubiera sido su vida de no haber tenido ese aspecto.

Con las facciones cubiertas de jabón, imaginaba en su rostro esponjado la cara arrogante de Juan Tavares, y en su cabello descolorido creía ver el reflejo del pelo negro de Juan Tavares, y en su mirada sin vida se figuraba el centelleo de los ojos alegres de Juan Tavares. Miraba después a su alrededor: el cristal del espejo partido en una esquina, el esmalte agrietado de la bañera, la oscuridad del pasillo que envolvía la casa a la que apenas llegaba la luz desde el patio interior, y en cada uno de esos detalles representaba también la casa de Juan Tavares, en la que nunca había estado y en la que, probablemente, jamás pondría un pie.

Retiraba despacio la crema con la navaja afilada y tras el gesto reaparecía su semblante, como si fuera un viejo y desagradable conocido: la cara alargada, la barbilla escasa, el mentón huidizo, la piel manchada, el pelo tan rubio que parecía no existir, y tan áspero que, al tocarlo, le hacía pensar siempre que mejor si no existiera. Limpiaba los restos de espuma con una toalla y en unos segundos se reconciliaba con su imagen, con su casa, con su vida entera. Volvía a mirar la bañera, y se sentía afortunado de poder tenerla, aunque estuviera rota y pareciera sucia, porque a pesar de todo sabía de sobra que pocos de su condición podían soñar con un piso propio en el que vivir. La mayoría había de conformarse con repartirse con otros el cuarto de baño en una pensión, y los que tenían dinero, apenas si podían pagar una vivienda construida con materiales de una calidad tan pésima que en cuatro días se vendría abajo, tal como informaban continuamente los periódicos de la ciudad. Él, en cambio, había recibido en herencia aquella vieja casa cerca de las Ramblas, y entre las sombras que se filtraban por la ventana, desde el patio de luces, también se colaban las carcajadas de alguien que paseaba bajo su casa, y creía percibir a veces los olores del puerto, la brisa del mar, las sirenas de los barcos; incluso, en una ocasión, hubiera podido jurar que había escuchado el sonido de las alas de unas gaviotas mientras volaban, batiéndose majestuosas en un duelo contra el viento.

Fue una mañana de domingo, lo recordaba bien. Las campanas de la Catedral anunciaban misa, y él imaginaba a las mujeres apresurando su paso para llegar a tiempo. Bruno tenía los ojos cerrados, y fotografiaba con el pensamiento aquella urgencia casi celestial cuando escuchó el aleteo de las gaviotas; estaba medio desnudo, pero no reparó en aquel detalle: en lo único que pensó fue en coger la cámara y subir a trompicones los cinco pisos que le separaban de aquel vuelo que, estaba seguro, podría retratar. Cuando le apresaron, como si se tratara de un delincuente peligroso, aún permanecía encaramado en la terraza, dispuesto a capturar la imagen del eco que había percibido desde su casa. Fue detenido por escándalo público, y pasó en un calabozo varios días, en los que no lamentó que le privaran de la libertad, de la higiene o de la comida. En aquellos días de encierro solo sintió no tener su cámara cerca para fotografiar las caras de todos los rufianes con quienes compartió celda.

Poco después de tan bochornoso acontecimiento, su familia le animó a aceptar aquel trabajo de maquinista de cine, fotógrafo y cámara en una ciudad de Brasil de la que nunca habían oído hablar hasta ese momento.

—Es un buen trabajo, y una magnífica oportunidad para ti, Bruno —le dijeron—. Allí podrás dedicarte por entero al cinematógrafo. Conocerás a otra gente, aprenderás nuevas técnicas. Podrás hacer lo que más te gusta sin pensar en qué opinarán los demás sobre ti. Y además, así verás mundo, que nunca has salido de Barcelona y debes de estar aburrido de todas sus calles.

Bruno mantuvo un silencio obstinado y no se dignó ni una vez en responder a aquellas personas casi desconocidas que de pronto habían surgido como de la nada para arreglarle la vida. Sospechaba que aquellos parientes querían alejarlo de sus escasas posesiones para arrebatárselas. Acaso confiaban en que alguien tan enfermizo y proclive a padecer toda clase de dolencias, imaginarias o no, poco había de durar en un país infestado de humedad, mosquitos y epidemias tropicales. Y presentía además que si se empecinaba en permanecer en Barcelona, no dudarían en tacharlo de loco para robarle el piso heredado. Así que se limitó a cerrar la boca y a mirarles con desdén.

Bruno trazó con detenimiento la estrategia de su negativa, pero cinco semanas más tarde pudo ver por primera vez el río Amazonas, acodado en la barandilla del vapor Río Negro que le llevó desde Lisboa hasta Brasil; aún no había desembarcado y ya extrañaba los olores y los ruidos de las callejas oscuras de Barcelona, la luz de las grandes avenidas, el brillo del puerto, los árboles, las montañas, las calles, incluso las gentes a las que siempre había detestado. En la cubierta del barco, Bruno comenzó a añorar cuanto había despreciado durante toda su vida, y en aquel instante decidió quedarse allí solo hasta que zarpase el siguiente vapor, sin importarle las consecuencias de no cumplir su contrato. Entonces no lo sabía, pero aún habrían de pasar años hasta que volviese a ver su ciudad y a reencontrarse con todos sus sueños.

Mientras retiraba con la toalla los últimos restos de espuma que quedaban en su cara, Bruno sonreía, al fin. De todas formas, no era el aspecto lo que le envidiaba a Tavares, por más que en los días tediosos de Santos, entre película y película del Cinema Amazonas, hubiera reconstruido cientos de veces su imagen perfecta. Tampoco era el dinero, ni su buena mano con las mujeres. Pocas eran las noches en que regresaba solo a su casa, más bien al contrario: de sobra era conocida la asombrosa habilidad del menor de los Tavares para poder disfrutar de la cama con más de una mujer al mismo tiempo. Cuando se marchaba con ellas, cada una colgada de un brazo, Bruno le seguía como un perro fiel hasta una esquina cualquiera, en la que decidía despedirse de su jefe tras la juerga compartida. Siempre sucedía lo mismo, invariablemente, como si ambos formasen parte de un guión ya escrito contra el que fuera imposible sublevarse.

—Pero, Bruno, hombre de Dios, ¿ya te retiras? —Tavares le miraba contrariado, el mismo gesto imperturbable, la misma seña para recordarle a las mujeres que le acompañaban, por si acaso las había olvidado.

—Sí, don Juan. No me siento bien esta noche —se justificaba el cámara.

—Ni esta noche, ni ninguna. Y no me llames don Juan, por favor. Venga, ¿insistes en marcharte? —Bruno asentía—. Todavía no conoces mi casa —Tavares trataba de mostrar su enojo—. ¿Desde cuándo te conozco? ¿Desde que eras un chaval?

Bruno le respondía con la misma respuesta de siempre:

—Desde que empecé a trabajar con usted.

Tavares se aproximaba a él con un dedo levantado.

—¿Te he aconsejado alguna vez algo malo para ti?

—No, por supuesto.

—Entonces, ¿por qué no vienes conmigo? Y no es menester que me trates de usted si no trabajamos.

El otro no contestaba, y el director comenzaba a mostrar su disgusto, ebrio e impaciente por el placer que se retrasaba.

—Eres mi empleado, y te pido, no, mejor… te ordeno, eso… te ordeno que vengas conmigo. A no ser que quieras que te despida aquí mismo y de forma irrevocable. Mira qué bellezas. ¿Por qué no hablas? ¿Acaso me tienes miedo? ¿O es que vas a dejar que yo me haga cargo de todo, otra vez?

Bruno levantaba el brazo en señal de despedida. No, no le tenía miedo. Le conocía desde que ambos eran unos críos; de hecho, Juan era solo unas semanas mayor que él, pero el carácter ingenioso y lanzado de Juan eclipsaba hasta tal punto a Bruno, que el propio Bonet acabó por asumir que Tavares llevase siempre la iniciativa de todo lo que le había sucedido desde la infancia: los juegos, las chicas, las aficiones, la bebida que tomaban, la vida que vivían. Bruno se aficionó a la fotografía y al cine por imitar a Juan, sin imaginar que aquel pasatiempo acabaría convirtiéndose en su único motivo para seguir adelante.

Con todo, Bruno no fue consciente del rencor que sentía hacia Juan hasta que comenzó a trabajar para él como cámara. Cada palabra era para él una ofensa, pues sabía de sobra que en el falso tono amable de Tavares se escondía una humillación. «Buen trabajo», le decía Juan, y en el fondo quería decirle: «Nunca llegarás a nada en esta vida». «Qué suerte tenerte como ayudante», bromeaba, y en la broma llevaba enmascarado el dardo del odio. «Nunca serás nada sin mí». Eso era lo que la había dicho realmente, aunque solo él fuese capaz de discernir el verdadero sentido de sus palabras. El odio que sentía hacia Juan era el sentimiento más intenso que había experimentado en toda su vida, más fuerte que la angustia, más que el miedo. Por eso se obcecaba en llamarle siempre de usted y en público le mostraba una obediencia que rayaba en la sumisión. No, no le tenía miedo, solo le envidiaba, y sí, iba a dejar que se hiciera cargo de todo, otra vez, aunque ninguna de aquellas respuestas saliese de su garganta enmudecida por el relente de la madrugada y la escarcha del resentimiento, ni esa noche ni ninguna otra.

Cuando la jarana terminaba en un burdel, también acompañaba a su jefe hasta el final: mantenía siempre el mismo vaso en sus manos, y rehusaba la cocaína con un gesto ambiguo cuando se la ofrecían. «Más tarde la tomaré», decía, si le preguntaban. Luego aparentaba estar embriagado de alcohol y saciado de polvos narcóticos, y observaba los movimientos de todos sus acompañantes. Le complacía imaginar que la escena no era real, que todos eran actores, que ni la luz ni las palabras eran fruto del azar, y que en la esquina del cuarto él se escondía tras una cámara, dando vida a todas las personas que se movían en la habitación: el hombre que trataba de conquistar a una muchacha de aspecto cándido, la del cabello rubio y los labios rojos que unos minutos antes había vuelto a aparecer entre las cortinas de color carmesí, arreglándose la falda y seguida entonces de otro caballero. También era obra suya la pareja que se besaba con fingida pasión al otro extremo de la sala en penumbra, él con el brazo acodado en una mesa, ella aferrándose a su cuello, como si en verdad le amase. Y de su imaginación había salido también la mujer que caminaba despacio por el local, deteniéndose un instante en cada una de las mesas, regalando una palabra amable con cada insinuación.

Rechazaba la oferta de Juan Tavares por puro espíritu de rebeldía. Bastante era tener que soportar que alardease de su talento a todas horas como para tener que aguantar que se exhibiese cerca de él, como si quisiera remarcar con su perfección cada uno de los fallos de su propio cuerpo. Se negaba a acompañarle con tenacidad, y después, regresaba al mismo burdel en el que había pasado horas rechazando la compañía de cualquier ramera, solo porque era Juan Tavares quien le sugería que subiese con ella a la habitación. Se acodaba en la barra, como hacían los galanes de las películas que llegaban de América, y esperaba a que las furcias fuesen a buscarle. Las rechazaba con desprecio, una por una, hasta que encontraba con la mirada a la que andaba buscando: a la que había desaparecido tras las cortinas con Juan Tavares unas horas antes.

Todavía recordaba la primera vez que lo hizo. Sin ningún motivo que lo justificase, comenzó a probar nuevas bebidas y no tardó mucho en pagar algunas rondas; luego aceptó una pequeña dosis de cocaína que poco a poco fue en aumento. Derrochó bromas, confidencias y buen humor, para asombro de todos los que le acompañaban.

—¿Qué celebramos hoy? —preguntó Juan Tavares.

—¿Celebrar? —respondió Bruno—. No hay nada que celebrar. Estoy contento, eso es todo. ¿Tan extraño le parece, don Juan?

—Pues sí, francamente.

—Escúcheme bien, don Juan: para que una persona se sienta contenta no hace falta que sea fiesta. Cualquiera puede ser feliz sin motivo, hasta un pobre desgraciado como yo —Bruno habló con rabia y miró con desprecio a su interlocutor, envalentonado por el alcohol y la droga.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo, Bruno, pero no me negarás que esta noche estás desconocido —Tavares ignoró el resentimiento de las palabras del cámara—. Sería de lo más normal que hubiese una causa, vamos, digo yo… Así que, deja de mentirme y dime qué es lo que te pasa hoy, hombre…

En realidad, Bruno estaba diciendo la verdad: no había ningún motivo, salvo que había sentido ganas de divertirse y se había excedido con la bebida y el resto de las substancias. Cuando quiso darse cuenta había pasado de la alegría a la euforia que le volvió locuaz y descarado y le hizo sentir más sed y más hambre de la que recordaba haber sentido en la vida.

—Está bien, Bruno, está bien, te creo, y me alegro de verdad. Ya tenía ganas de verte divirtiéndote, borracho como los demás… —Juan se había acercado hasta él—. Ahora solo falta que te decidas por una de estas lindas señoritas que nos acompañan.

Le miró a los ojos. Sabía que su adversario no era consciente del reto que había lanzado y que él había recogido, pero no dejó que aquello le importunara el momento.

—Eso mismo pensaba hacer, pero lo haré cuando a mí me venga en gana, y no cuando lo decida usted —dijo, sin molestarse en ocultar su enfado.

Tavares se encogió de hombros, cansado de escuchar las impertinencias de su empleado. Hizo un gesto con la cabeza a una mujer con la que se cruzó su mirada, sin importarle si era guapa o fea, alta o baja. La cogió por la cintura y subió con ella la escalinata de mármol que conducía al segundo piso, donde estaban las habitaciones. Bruno permaneció horas sentado en la mesa, hasta que el local se quedó prácticamente vacío, rumiando en silencio su resaca y su pesadumbre, sin saber cómo arrancarse aquella sensación de inferioridad que le humillaba esa noche más que ninguna otra.

—¿Qué haces aquí tan solo? ¿Ya te han abandonado tus amigos?

Bruno entrecerró los ojos para distinguir la cara de la muchacha que le estaba hablando.

—¿Tú no has estado esta noche con Juan Tavares? —le preguntó con la lengua enredada.

—¿Con Juan Tavares? ¿El director de cine? —el cámara asintió—. Sí, me ha invitado a una copa y hemos subido a la habitación… Tú y yo podemos hacer lo mismo, si quieres…

Por toda respuesta, Bruno la cogió por la cintura y subió con ella la escalinata de mármol que conducía al segundo piso, tal como había hecho Tavares unas horas antes. Mientras caminaba a su lado trató de sonreírle, y lo consiguió. Aquello le dio ánimos: si había sido capaz de forzar esa sonrisa cuando estaba a un paso de echarse a llorar, puede que también fuera posible engañar al resto del cuerpo, y estuvo en lo cierto.

Cuando llegaron al cuarto, ella misma le quitó la ropa. Después, le tomó de la mano y le llevó hasta el bidé, en el que le lavó mientras le susurraba palabras al oído que él no escuchó. «Por favor, no digas nada», le pidió. La muchacha le obedeció. En silencio se quitó la ropa y se mostró desnuda ante él en silencio; en silencio Bruno acarició su cuerpo, y dejó que ella acariciara el suyo en silencio. Por guardar silencio, enmudecieron incluso sus pensamientos, y así fue como Bruno fue capaz de permitir que su organismo cobrase vida independiente; como si lo estuviese observando desde otro cuerpo, vio cómo sus poros se dilataban y dejaban que el sudor se deslizase por su piel hasta mojar la piel de ella, y comprobó de qué manera su lengua era capaz de aventurarse en otra boca, y se asombró de la destreza con la que sus dedos transitaban por otro cuerpo, como si en verdad disfrutase con ello. Desde una esquina de la habitación, como si estuviese soñando su viejo sueño, se vio poseerla, se escuchó gemir, se sintió desfallecer.

—¿Te ha gustado? —le preguntó a la muchacha, tendida a su lado.

—Claro que me ha gustado, me has hecho disfrutar mucho, mi amor.

—Pero, dime, ¿te ha gustado más que con Juan Tavares?

—Por supuesto…

Bruno se apoyó sobre su codo para mirarla de frente.

—Dime la verdad —le rogó—. ¿A él también le has mentido? Te pido que ahora me digas la verdad, y si lo haces, te daré una buena propina.

—¡Esto es lo más extraño que me han pedido esta noche! —exclamó.

Bruno le ofreció su cartera para que ella misma cogiese el dinero. Agarró un par de billetes y le sonrió antes de responder.

—Juan Tavares es un hombre muy atractivo, pero cuando paga a una mujer no es para hacerla disfrutar, sino para disfrutar él. Es más agradable estar con él que con un hombre viejo o con un hombre feo… No te lo tomes a mal, no lo digo por ti. Pero Juan Tavares no es el mejor, ni es el que más me ha hecho disfrutar. Así que, también le he mentido. En realidad, todas le mentimos.

Durante mucho tiempo, Bruno Bonet continuó con aquella extraña venganza contra su jefe; fingía ignorarle toda la noche y más tarde regresaba al burdel en el que habían estado para hacer suyo el cuerpo que el otro ya había poseído, y arrancaba de los labios de aquellas fulanas la misma confesión: él era sin duda el mejor de los dos. Quien no tiene mucho por fuerza ha de conformarse con poco, pensaba Bonet, y esa absurda artimaña le bastó para ajustar cuentas con Juan Tavares hasta el día en que la vio por primera vez.

Ella tenía el cabello negro, las caderas estrechas y los hombros suaves. Bruno avanzó hacia ambos y sintió el irrefrenable deseo de extender su brazo hacia la mujer que acompañaba a Tavares para comprobar que era real.

Tavares se anticipó a sus intenciones.

—Aquí está Bruno Bonet, ¡por fin! —voceó. Miró a la mujer y palmeó la espalda de su empleado—. He aquí al hombre más aburrido con el que se habrá encontrado usted nunca, Candela.

La joven se volvió para observarle, y le sonrió.

—Mucho gusto, caballero.

Bruno cayó fulminado por la extraña harmonía de aquellos ojos y aquella sonrisa. Ella le tendió la mano y él fue incapaz de responder ni de palabra ni de obra, y de hecho, durante mucho tiempo, perdió la capacidad para hacer otra cosa que no fuera pensar en esa mujer.

Unos minutos después, la joven se retiró con Tavares y horas más tarde, repitió el recorrido del brazo de Bruno Bonet.

Apenas hablaron; Bruno, por vergüenza, y Candela, por desgana. Ella se abandonó a las caricias de él, y aún sabiendo que fingía, Bruno se acomodó en su cuerpo de hombre al mismo tiempo que poseía el cuerpo de aquella mujer, como si reconquistara un espacio que le hubiesen arrebatado y que en justicia le pertenecía. Se apoderó de su propia piel, de su propia lengua, de sus propios labios, de su propio sexo. Se convirtió en su único dueño, más allá de complejos y de rarezas, al mismo tiempo que acariciaba y se dejaba acariciar, y chupaba y se dejaba chupar, y exploraba en todos los huecos que encontraba abiertos y ofrecía los suyos para ser igualmente explorados; capturó su espíritu, que hasta entonces se le había mostrado esquivo, cada vez que la penetraba, más de él que nunca cuanto más se hincaba en ella, tan de él que cuando todo terminó no quiso ni preguntarle si había sido mejor que Juan Tavares.

Volvió a buscarla en varias ocasiones, para cerciorarse de que lo que había ocurrido la primera vez que la vio no había sido fruto de su imaginación; acudía siempre solo a la estrecha callejuela y cruzaba la puerta sobre la que se anunciaba madame Giselle. Se colocaba en un lugar discreto en el que se creía a salvo de todas las miradas y desde su escondrijo confirmaba que, en efecto, todas sus sospechas eran fundadas, con una música suave rondándole la cabeza. «Conozco esta música», pensaba extrañado. Y tanto que la conocía, aunque durante un tiempo no fue capaz de identificarla.

Admiraba su cabello negro, sus labios, sus manos pequeñas. Adoraba su extraño acento extranjero, cada vez de un país distinto sin que nadie reparase en ese detalle; su mirada altanera, como si estuviera allí por su propio gusto, como si no le importunasen las manos que la tocaban, los labios que la besaban, los hombres, en suma, que invadían su cuerpo sin ser conscientes de lo que realmente suponía. En cambio, a él le entusiasmaba su risa, el eco dulce de su voz que permanecía capturado en el aire aún después de que ella hubiera callado, sus ojos rasgados, su modo de andar, su desnudez y su ingenua impudicia.

Bruno se sentía desconcertado por aquel sentimiento de profunda admiración hacia una joven capaz de fingirse virgen varias veces en la noche, y de convertir en ciertas todas sus innegables mentiras cada vez que sonreía; no acertaba a comprender cómo era posible que únicamente él hubiera caído rendido ante ella, hasta el punto de que lo que más le dolía al pensar que otros hombres se acostaban con Candela era el hecho de saber que ninguno de ellos era capaz de admirarla como merecía. Pensaba tanto en ella que descuidó su trabajo, dejó de comer y tuvo problemas de sueño, pues no podía ni siquiera dormir pensando en el modo de conseguir más dinero para pagar por Candela.

Y fue justo entonces cuando Juan y Gumersindo Tavares le mandaron llamar con urgencia. Le convocaron a las cinco de la tarde en un café de las Ramblas, muy cerca del Liceo y casi al lado de su casa. Llegó puntual, y los encontró circunspectos, sentados en la mesa, sin mirarse y sin hablar entre ellos.

—¿Qué ocurre? —preguntó mientras tomaba asiento—. ¿A qué vienen estas caras?

Juan carraspeó y Gumersindo comenzó a hablar en voz baja, como si revelase un secreto.

—Verás, Bruno, se trata de un asunto de máxima discreción. De discreción absoluta —Bruno asintió en silencio—. Tú sabes que en los últimos años las costumbres se han relajado mucho, ¿me comprendes? La gente sale, bebe, se divierte… en fin, qué te voy a contar. Estamos en los años veinte, ¿no es así? Ahora todos quieren pasarlo bien, y para animarse, cualquier cosa es buena, eso lo sabes también.

Gumersindo detuvo la conversación un instante para tomar un sorbo de café. Luego continuó hablando.

—Muchas noches hemos visto juntos algunas películas, ¿recuerdas? Películas sicalípticas, me refiero. La mayoría se graban fuera del país, pero de un tiempo a esta parte, también se están rodando algunas en Barcelona, supongo que lo sabes también. Nosotros siempre hemos hecho cine serio, cine de argumento, cine de verdad… y tú has colaborado siempre con nosotros. Eres nuestro empleado más leal. Por eso queremos que estés con nosotros en este proyecto.

—Los dos confiamos plenamente en ti —Juan palmeó la espalda de Bruno.

—Hemos recibido un encargo. Un encargo de una importancia capital: una persona cuya identidad no puedo revelarte por tu propia seguridad, desea que nosotros hagamos una de estas películas para él. Hemos aceptado, y queremos que tú seas nuestro cámara.