III

MICHEL tiene en marcha desde hace años una investigación sobre la escritura en colaboración, y gracias a él me he enterado de la existencia de muchos dúos más o menos bien avenidos, oficiales o clandestinos, voluntarios o no. Es un recorte muy peculiar en el corpus literario, muy imprevisible, porque cubre todas las épocas, las naciones, los géneros; siempre ha habido libros escritos por más de un autor. En el campo de los estudios literarios el recorte lo es todo. Habría que hacer una investigación sobre el tema. Alguna vez yo pensé en hacer un recorte sumamente arbitrario, de modo de reunir autores que tuvieran algo en común y no se los pudiera reunir por ningún otro motivo, pero que ese motivo arbitrario sí los reuniera, y que esa reunión permitiera encontrar rasgos comunes que no habrían aparecido de otro modo. Por ejemplo escritores muertos a consecuencia de un accidente de tránsito, hecho fortuito por excelencia del que resultaría la reunión de Mario Praz, Albert Camus, Denton Welch, Oliverio Girondo, William Congreve, Roland Barthes... Seguramente hay más que ahora no recuerdo. Por supuesto, lo arbitrario nunca es del todo arbitrario; pero el recorte por nacionalidades, o por escuelas, está a priori más justificado, y se puede avanzar por el camino de la justificación acumulando motivos de reunión, por ejemplo haciendo el recorte por nacionalidad (francés), sobre ése haciendo otro por época (segunda mitad del siglo XIX), por género (novela), por escuela (naturalista). El extremo de estos recortes sucesivos sería un solo autor; pero un paso antes de llegar a ese extremo, ya al borde de llegar... habría dos autores escribiendo juntos un mismo libro. Al hacer sólo ese recorte y ningún otro, Michel se remonta al máximo de determinación a la vez que queda libre de todas las determinaciones, porque es imposible decidir de antemano dónde y cuándo se dio una escritura en colaboración. Igual que en los accidentes de tránsito, en las colaboraciones hay algo muy arbitrario; depende de las circunstancias; aun el autor que parezca más irreductiblemente aislado, digamos un Kafka, podría haber escrito en colaboración si hubiera encontrado el socio adecuado, en la ocasión adecuada. (Y ahora que me acuerdo, Kafka, al que mencioné al azar, tuvo un proyecto de libro en colaboración, con Max Brod si no me equivoco, un diario de viaje.)

Sé, porque me lo contó, que Michel ha hecho una inteligente clasificación de los distintos tipos de colaboración, y ha encontrado constantes, y su investigación podrá echar luz sobre hechos muy esenciales de la literatura. Siguiendo este hilo ha leído libros rarísimos, olvidados, ha explorado rincones insólitos de la obra de escritores famosos... Casi podría pensarse que el proyecto es una buena excusa para seguir leyendo allí donde se agotan las bibliotecas; los lectores también hacen recortes, y el placer que obtienen está en buena medida en relación directa con la habilidad con que hacen el recorte. Meticuloso y exhaustivo como es Michel, sé que van a pasar años todavía antes de que pueda leer su libro; además, lo está escribiendo en colaboración con un amigo, y eso impone un ritmo especial, un ritmo con la postergación incorporada.

Por otro lado, encuentro una cierta coherencia en su elección. Lo mismo que los objetos de su casa, los libros escritos en colaboración tienen de por sí una cierta extrañeza. El gesto mismo de la colaboración implica una renuncia a la subjetividad exclusiva a la que parece obedecer la decisión de escribir. El resultado es un objeto; o tiene la extrañeza fascinante de un objeto...

Una de las colaboraciones que tiene en carpeta es la de Julio Verne y su hijo Michel. Cuando estuve en su casa me mostró las ediciones que se han hecho recientemente de las novelas póstumas de Verne, devueltas a su estado original, pues hasta ahora se las había conocido en las versiones reescritas por el hijo, a gusto de los editores. Compré, y traje a Buenos Aires, y leí meses después, una de ellas, Le Sécret de Wilhelm Storitz, que tiene algo muy extraordinario.

En sus últimos años de vida Verne probó de salir de la receta bastante rígida en la que había producido el grueso de su obra, los “Viajes Extraordinarios” para la juventud, que lo hicieron rico y popular. Como muchos autores ricos y populares, quería ser apreciado también por sus méritos literarios, de los que inevitablemente un escritor se hace una idea errónea. Así fue como abordó temas más “adultos” y enfoques menos didácticos. Uno de esos intentos fue El Secreto de Wilhelm Storitz, cuyo manuscrito está fechado entre el 17 de abril y el 23 de junio de 1898; sigue una línea fantástica, de “hombre invisible”, y es muy probable que se haya inspirado en Wells, cuya novela había aparecido el año anterior. En 1901 hizo una exhaustiva corrección, y después de varios anuncios que indican el interés que tenía en la publicación de esta novela, y las esperanzas que ponía en ella, se la envió al editor el 5 de marzo de 1905, dos semanas antes de su muerte. El editor era Jules Hetzel, hijo de Pierre-Jules Hetzel, creador de la colección de los “Viajes Extraordinarios” y copartícipe del éxito de Verne, al que había contribuido en no poca medida. Jules Hetzel vaciló largo tiempo sobre este manuscrito, y terminó pidiéndole cambios a Michel Verne, el hijo del escritor, que ya había colaborado con su padre en vida, y después de su muerte se encargó de terminar los proyectos incompletos y preparar para su publicación los inéditos. El Secreto de Wilhelm Storitz no fue el único de los inéditos que sufrió cambios sustanciales. Respecto de esta novela, el editor parece haber temido herir susceptibilidades religiosas, y para hacerla más inofensiva mediante la distancia exigió que la acción fuera trasladada de la época contemporánea en que estaba situada originalmente al siglo XVIII. De mala gana, Michel Verne cumplió el encargo, y fue más allá todavía en la neutralización de lo inquietante que pudiera tener el asunto haciendo reaparecer a la heroína al final. Así fue como se publicó la novela, y así se la leyó durante un siglo, hasta que, entre 1985 y 1989, la Société Jules Verne llevó a cabo la publicación de las versiones originales, de ésta y otras cuatro novelas póstumas (La chasse au météore, En Magellanie, Le beau Danube jaune y Le Volcan d’or).

Hoy día, es preciso hacer cierto esfuerzo para percibir lo transgresivo de la novela, que suena tan inofensiva y juvenil, por no decir infantil, como cualquier otra de sus más famosas fantasías. Pero vale la pena hacer ese esfuerzo, porque como ya dije, El Secreto... tiene algo extraordinario, aun a la luz de Wells, y de Hoffmann y Poe, que son puestos explícitamente en el lugar de modelos. La recompensa, lo “extraordinario”, está en las últimas cuatro o cinco páginas, y a las doscientas anteriores se las podría calificar sin descortesía de pérdida de tiempo. Hago una sinopsis del argumento:

El narrador en primera persona, Henri Vidal, un correctísimo ingeniero francés, tiene un hermano, Marc, pintor retratista, que se ha ido a Hungría, y desde una ciudad del sur de este país, Ragz, le escribe para decirle que se ha enamorado, y piensa casarse. Henri viaja, y conoce a la novia, la bella y virtuosa Myra Roderich, a su padre, el rico y prestigioso doctor Roderich, a la madre y al hermano militar de Myra, el pundonoroso capitán Haralam. Los novios se adoran, la familia quiere a Marc y simpatiza con Henri; los hermanos Vidal son huérfanos, el mayor es el jefe de familia, y por supuesto da su aprobación a la boda. La única nube que empaña este panorama es que a Myra le ha aparecido intempestivamente un pretendiente al que ella ni conoce ni mucho menos toma en consideración, Wilhelm Storitz, un alemán, “hijo del químico del mismo nombre... un sabio muy conocido por sus descubrimientos fisiológicos... muerto hace unos años”. Feo, huraño, inquietante, este sujeto se le presenta al doctor Roderich a pedir la mano de su hija, y no acepta la negativa. Decidido a toda costa a casarse con Myra, con la que está obsesionado, les declara la guerra a los Roderich, y empiezan a suceder cosas extrañas. Se comenta que el padre de Wilhelm Storitz al morir le ha dejado a su hijo la fórmula de un importante descubrimiento científico, que no se sabe cuál es. Los atentados culminan en la iglesia, el día de la boda de Marc y Myra: una voz interrumpe la ceremonia, una mano invisible arranca el velo de la novia, hace volar los anillos, profana las hostias... Como ya algunos personajes (y lectores) venían sospechando, el secreto de Wilhelm Storitz es la fórmula de la invisibilidad. Aquí se confirma. Myra sufre una conmoción y es trasladada a su casa y puesta en el lecho. El pueblo entero se lanza a la persecución del agresor invisible, y en medio del tumulto consiguiente Myra desaparece; se la supone secuestrada, por lo que la persecución arrecia, y al fin, en un curioso duelo, el capitán Haralam mata de un sablazo a Wilhelm Storitz, que al morir se hace visible. Myra sigue sin aparecer.

A la noche de ese largo día, la familia desesperada se encuentra en el salón elucubrando estrategias para dar con la novia perdida, cuando se oye la voz de ésta en la escalera, preguntando a qué hora sirven la cena... La horrible verdad sale a la luz: en algún momento de la tarde Wilhelm Storitz se ha introducido en la casa y le ha aplicado a Myra la fórmula secreta, haciéndola invisible. Mientras la creían secuestrada, ella seguía en la cama y no se la veía. Y ahora es invisible, y el único detentador del secreto de la fórmula, y de su antídoto, ha muerto. Ella quedará así.

Ahí vienen esas últimas páginas que valen por todo el libro: la familia convive el resto de su vida con la mujer invisible; la situación es peculiar sobre todo para el marido. No se dice si tuvieron hijos. Se dice muy poco en realidad, hay apenas un atisbo de las costumbres de la casa, de la organización de la familia, su adaptación a ese “centro vacío” que es la mujer invisible.

En esta valoración relativa del cuerpo de la novela y su final, o más bien de la idea a partir de la que se la escribió, y el resultado, encuentro algo que suele pasarme con Julio Verne: la impresión de que yo habría podido “hacerlo mejor”. Una impresión seguramente ilusoria, que puede provenir del tiempo, del siglo que me separa de Verne, o del carácter popular, o juvenil, de sus novelas. O bien es como si Julio Verne se ajustara a las normas de esa cortesía que Borges le atribuye a un escritor imaginario (y que sería incorrecto llamar “cortesía borgeana” porque él no la tuvo), de darle una realización imperfecta a una idea especialmente buena, como para que el lector quede con la impresión de que él podría haberlo hecho mejor. En este caso encuentro tres fallas principales: 1) durante tres cuartas partes de la novela no pasa nada, se hace tiempo; todo eso podría haberse reducido a diez o veinte páginas, hasta que “aparece” el hombre invisible; y aun eso es prolegómeno a lo que verdaderamente cuenta, que es la novia invisible; 2) lo verdaderamente interesante no está en el cuerpo de la novela sino en lo que sugieren las últimas páginas; de modo que no sólo habría que condensar, sino invertir, hacer la novela de la esposa invisible, y todo lo anterior, la historia de Wilhelm Storitz y su secreto, sería un mero apéndice genealógico o explicativo; 3) de lo anterior se deduce otra falla a corregir, la del punto de vista: habría que pasar al de Wilhelm Storitz; todos los demás personajes, todos sin excepción, son insoportablemente buenos y correctos, burgueses conformistas del lado de la ley; el “maldito”, el único personaje con posibilidades poéticas y novelescas, queda en hueco, y se necesitaría muy poco (casi se hace solo, lo hace el lector por un impulso natural) para pasar a su lado.

Las tres fallas están señalando características de la novela popular o de entretenimiento, tal como existía antes de Verne, tal como él la llevó a su máxima eficacia y, de ahí, tal como se la sigue escribiendo hoy. 1) Hay una necesidad de la forma “novela”, y a ella hay que adaptar, en este caso forzadamente, una materia que se habría visto mejor servida con un formato distinto. La adaptación forzada se hace con catalizaciones turísticas, o en todo caso geográficas. El empleo del tiempo es didáctico. 2) La historia se cuenta del comienzo al fin, tal como la vive el testigo neutro que es el más servicial para con el lector. Eso impone una marcha lenta, pesada, y el peso impide la agilidad necesaria para las inversiones de la magia con que el gusto moderno ha llegado a identificar la literatura. El novelista popular no puede reacomodar su materia como mejor le convendría. 3) El mismo orden se impone en la valoración de los personajes o la historia. El compromiso ético con el lector medio, el lector de este tipo de novelas, impone un tono que repugna al artista.

Las dos inversiones que haría yo si tuviera que reescribir esta novela (la materia argumental y el punto de vista) estarían justificadas hasta cierto punto porque lo bueno de la idea de Verne deriva precisamente de una inversión: el “hombre invisible” de Wells se vuelve “mujer invisible” y ahí está ya todo el mérito, la sugerencia. El hombre se desplaza por la ciudad, va a buscar aventuras, su invisibilidad puede servirle para obtener diversas ventajas. La mujer está en la casa, la invisibilidad doméstica es fuente de ensoñaciones por completo divergentes de las del hombre, e igualmente ricas. (Hay que reconocer que la inversión, la mera inversión mecánica de poner las cosas “patas arriba”, está en la raíz de casi todas las buenas ideas literarias.)

Ahora bien, retrocediendo un paso y considerando más en general esa fantasía de reescritura, me pregunto si no estará ahí la clave del éxito de la literatura para la juventud. Una cierta imperfección, un desnivel entre la idea y su realización, que le permita al lector encarnar el papel del creador. La lectura apasionada de los jóvenes suele ponerse bajo el signo de la “identificación”, pero esto sugeriría que más allá de la identificación con los personajes, y potenciándola, habría una identificación con el autor. Creo que es bastante lógico.

Quizás eso explique que la novela popular haya tenido su Edad de Oro, de la que Julio Verne es el mejor representante; y que esa Edad de Oro ya haya pasado. Verne, contemporáneo de Flaubert, pudo operar con la imperfección de un género que nacía, de un modo que no puede hacerlo un novelista popular hoy, cuando la tecnología de la novela está al alcance de todos.

De eso se trataría entonces la “colaboración”, o un más allá de la colaboración. Y yo empezaría a explicarme las preferencias de mi amigo Michel por la literatura juvenil, por el folletín de época, etc.

Es curioso cómo en la historia de esta novela abundan los hijos: el hijo de Verne, el hijo de Hetzel, el hijo de Wilhelm Storitz. El hijo como heredero, que completa la obra del padre, y en los tres casos la completa mal. El título de la novela apunta en esa dirección: lo que se hereda es un secreto, pero al mismo tiempo el que muere se lleva a la tumba su secreto; en esa contradicción hay una ambigüedad muy propia del escritor. Todos los escritores se llevan su secreto a la tumba, y al mismo tiempo dejan la solución a la vista...

En cuanto al título: no sé si será invención de Verne; al parecer él se aferró hasta el final al título que había venido con la idea original (lo que confirma que ésa era la idea): La Novia Invisible. Fatal error, a corregir necesariamente, pues es de esos títulos que anuncian el final (como esa novela policial llamada La Monja Asesina).

Para terminar, vuelvo a la esposa invisible; si estaba al comienzo, está al final. Es ese final lo que vuelve a la historia una historia de amor. Porque si el amor siempre es igual, las historias de amor siempre tienen que ser nuevas. “Nunca vistas.” Y aquí la novedad se incorpora a la historia. La amada invisible, el último objeto decorativo de una casa.