DOMINGO

AUNQUE no es la primera vez que me alojo en esta casa de un valle de los Alpes, sólo ahora empiezo a ver qué es lo que le da su carácter, o sea a entender por qué me gustó tanto estar aquí antes y por qué volví (y por qué en el intervalo reconocía el recuerdo de la casa con un solo signo, y ese signo me reconfortaba). No es ningún secreto sutil o misterioso. Más bien salta a la vista; en todo caso, es demasiado visible, como que se trata de una proliferación de imágenes. Aunque no es eso exactamente. Lo que empecé a entender hoy es el uso de las imágenes, y su relación con los dueños de casa. Lo primero que hay que decir es que se trata de imágenes-objetos, objetos significativos, cosas que funcionan como signos. Imágenes materiales. Muñecos, juguetes, miniaturas, enseres figurativos (una percha hombre, una lámpara planta), útiles vanos y decoraciones eficaces, todo en perspectivas de historia y capricho.

En mi cuarto, sin más trámite que alzar la vista desde el sillón donde estoy escribiendo, puedo hacer el siguiente inventario:

—la pared del fondo está empapelada con el trompe l’oeil de un palazzo a la italiana, una loggia vista desde adentro,

—al costado de la puerta hay un teatro de títeres, donde podrían meterse dos personas (no he mirado adentro); al escenario se asoma un ciclista a palanca,

—junto al teatrito, la percha-hombre, de alambre, en la que tengo colgadas mis chaquetas;

—en el paño de pared que queda entre la percha y el armario, un espléndido óleo del padre de Ana, un paisaje en el estilo de Corot;

—abajo del cuadro, una pequeña estantería piramidal con libros y objetos;

—el armario empotrado es enorme, las puertas de madera lisa; lo abrí apenas un centímetro, sólo para ver que está lleno a reventar de juguetes;

—sobre la pared de enfrente, empezando desde el trompe l’oeil, primero está la escalera, con paneles protectores de vidrio, que lleva al saloncito del entrepiso;

—abajo de la escalera, un cuadro ovalado con grueso marco de madera oscura;

—la mesa de luz con la lámpara-planta y un vaso con moscas talladas en el cristal;

—la cama con baldaquino, en metal blanco con enrejados de motivos vegetales;

—una cómoda blanca bastante alta; cada uno de los siete cajones está marcado con una letra, y tiene hojas y flores pintadas; las letras, de arriba hacia abajo, son LMMJVSD, y en el travesaño inferior hay pintada una fecha: 1989; del botón superior cuelga un sol metálico, con cara; sobre la tapa una lámpara de bronce y una escultura fálica que parece un Brancusi;

—encima de la cómoda, colgado en la pared, un pequeño cuadro de Ana, de los mejores suyos, muy en el estilo de su amado Magritte;

—por último, en el rincón, una mesa con tapa de vidrio, ahora cubierta con mis libros pero donde hay bastantes objetos curiosos;

—encima de la mesa, un nicho en la pared con un gran espejo; en los laterales del nicho, sendos cuadros redondos, fotografías enmarcadas; en la repisa del mismo nicho: un enorme reloj antiguo de bronce que representa a una mujer con un niño, y bajorrelieves todo alrededor del pie; una cómoda blanca en miniatura, que en realidad es una cajita de música; un jardín japonés en una bandeja, con su arena blanca y su rastrillo y rocas (es como un juego, ya que todos los días se le puede dar un dibujo distinto); y una lámpara azul, una lámpara que por grandísima excepción no representa nada, es sólo una lámpara pero toda azul, botones, cable y bombitas incluidos, como si la hubieran sumergido en pintura azul;

—en la pared del frente junto a la ventana cuelga una vitrina llena de miniaturas; tres estantes con otras tantas escenas familiares del siglo XIX;

—sobre la ventana, un bajorrelieve dorado de angelotes.

Siento que no agoté el catálogo, ni mucho menos. Es un cuarto pequeño, alargado, pero no da la impresión de estar atestado; al contrario, se lo ve muy elegante, casi austero. La luz que entra por la ventana es delicada, muy cristalina. De noche, todas las lámparas se encienden por series con los interruptores que hay al lado de la puerta.

Toda la casa está poblada de los mismos objetos-imágenes, y lo demás son libros. Y de éstos una buena cantidad son libros de imágenes; los que no lo son, es porque están en el proceso de hacerse imágenes; el gusto de Michel se inclina definidamente por una literatura figurativa, o de génesis de imágenes.

Hoy por la mañana, por ser domingo, y hasta poco antes de la llegada de los invitados a almorzar los dueños de casa circulaban en batas de seda con flores y dragones, Michel con su reloj Tintin en la muñeca... Por la ventana veo una parte del pueblito medieval, con las montañas verdes al fondo, y el río que corre al otro lado de la calle. El sillón en el que estoy sentado tiene un almohadón con una gran mariposa bordada, y apoyo los pies en un taburete tapizado en terciopelo carmesí, con flecos dorados.

Después de escrito lo anterior me levanto a estirar las piernas y doy una vuelta por el cuarto mirando lo que acabo de describir. Me doy cuenta de que me he quedado miserablemente corto en casi todo. Es bastante humillante confirmar hasta dónde falla la capacidad de observación de uno, sobre todo en este caso en que lo estaba mirando. Pero al variar el ángulo, y sobre todo al acercarme, aparecen nuevos detalles, objetos nuevos, y compruebo que cada cosa podría haberse registrado mejor con otras palabras.

El “cuadro oval” con marco oscuro, por ejemplo, que ahora miro con atención metiendo la cabeza bajo la escalera, veo que no es oval sino redondo, y lo que hay debajo del vidrio no es una pintura ni una foto, como habría creído, sino una muñeca pegada sobre fondo negro, una muñeca vestida de novia, y rodeada enteramente por una corona de tul blanco artísticamente enroscado y pegado también al fondo; por fuera de la corona, a ambos lados de la novia, hay sendas letras blancas, que son las iniciales de Ana; debe de ser una especie de souvenir de la boda.

Mas tarde, la familia se moviliza para encontrar unos álbumes que quiero leer, y me entero de que la casa oculta buena parte de sus tesoros representativos en desvanes y sótanos, entre otros las cuantiosas colecciones de comics que se han acumulado en décadas y para las que no hay lugar en las bibliotecas. Y las grandes casas de muñecas de Ana, work in progress de toda su vida, con instalación eléctrica y cañerías de agua, muebles, ropa, cuadros, libros, y hasta los juguetes de los niños...

Este trabajo salió a luz hoy, por la pregunta de uno de los invitados al almuerzo; Ana respondió que lo tenía abandonado, que este año no había hecho casi nada, por falta de tiempo. La hija de uno de los matrimonios presentes, una linda jovencita, está haciendo una tesis sobre un oscuro pintor manierista del setecientos italiano, para lo cual ha debido investigar muchísimo. El padre la apura a terminarla, porque teme que se vuelva uno de esos trabajos eternos, obsesivos, en que suele desembocar el gusto por la erudición. Ella manifiesta sus temores al error, su anhelo de perfección. Por supuesto, yo adhiero a la posición del padre, le recomiendo que termine su tesis cuanto antes, este año si es posible.

Antes de la cena me encerré un momento en el baño de la planta baja, y vi que hay un estante con una colección de revistas Historia de los años cincuenta, con preciosos grabados de los que usaban los surrealistas para hacer sus collages. Michel suele encontrar ahí datos curiosos, por ejemplo de falsificaciones o fraudes o impostores, que es una temática que suele recurrir en las revistas de historia. Me cuenta que esa colección, que debe de ser muy valiosa, es el legado de un amigo que murió. Tenerla en el baño, por supuesto, es lo más práctico, casi lo obvio. Recuerdo una conversación que tuve hace años con un director de cine, argentino radicado en Francia: hizo un paréntesis, que resultó larguísimo, para decirme que había tenido una relación con una aristócrata, en cuyo chateau se había quedado a pernoctar, y en cierto momento de la madrugada (“muchísimo más tarde”, subrayó) había ido al baño, y ahí se puso a leer un artículo en una revista de historia, que era excelente, y ahí hizo un paréntesis dentro del paréntesis para decirme, como visitante que era yo en el país, que los franceses tenían una tradición de excelencia historiográfica. Todo este aparte era para introducir los datos de los que se había enterado gracias a ese artículo: el origen babilónico de la figura de Moisés en la Biblia.

Ana me dice: “en el estante frente a tu cama te he dejado un librito...” y me lo describe. Cuando subo, voy a verlo. Es un maravilloso libro de Lothar Meggendorfer, con figuras que se transforman tirando de una lengüeta. Es un facsímil, pero tratándose de un libro mecánico como éste hay que ampliar la definición de “facsímil”. Me propongo tomar notas de este libro.

Al sacarlo, y después al volver a ponerlo en su lugar, veo que los libros en ese estante están detenidos por una mano de bronce, réplica de una obra de Rodin, creo, con algo del Dedos de Los Locos Adams.

Un último pensamiento, antes de dormirme, para el jardín, propiedad exclusiva de Ana, su laboratorio, teatro y taller. Hoy llovió todo el día, y sin embargo me da la impresión de haber pasado horas en el jardín, impresión seguramente errónea aunque no habría necesitado menos tiempo para examinar como lo hice, uno por uno, todos los bonsáis. Duchamp dijo que no quería tener más objetos que los que pudiera conservar al aire libre. Lo que siempre me he preguntado sobre esto es qué hacer con los libros. Quiero decir: con la especie de snobismo automático que es mi modo habitual de pensar, y mi culto indiscriminado a Duchamp, hago mía su declaración; pero yo no puedo vivir sin libros, de modo que se produce una contradicción insoluble. Pero quizás sólo es insoluble en apariencia, tomando los términos con demasiada literalidad. La lección de este domingo, de la casa y la lluvia, debería ser: que hay otra clase de libros.