LUNES

A la mañana, solo en la casa. Los dueños se fueron a sus respectivos trabajos, Manuel a una complicada inscripción en la Facultad (estudia Leyes, pero en lo que se tiene que inscribir es en Deportes, y eso implica un difícil cálculo de horarios y preferencias, que ha tenido en vilo a la familia durante semanas). Tomo el desayuno: un té de menta amarga, árabe, en una teterita de plata que han habilitado para mí, y unas masas caseras. Consulto a los osos, doy unas vueltas, mirando esto o lo otro, salgo al jardín, vuelvo a entrar, elijo algunos libros y me recuesto en un sillón a leerlos. Salvo el rumor del río, el silencio es completo.

A excepción de algunos cuadros de Ana, y de su padre, reputado pintor, no hay arte en la casa. No lo permitiría Michel, que tiene ese rasgo infantil de reírse del arte como de una farsa bien pensada para embaucar ingenuos y snobs; podría decirse que bajo ese aspecto casi lo disfruta: pero por supuesto no le tiene paciencia y nadie lo podría obligar a convivir con él.

Aunque Ana es un poco más tolerante, comparte con su marido la aversión al arte contemporáneo, para el que no ahorra sarcasmos. Al no poder ponerlo en una historia (cosa que en el arte contemporáneo es difícil, para especialistas —es decir gente proclive al autoengaño, al “traje nuevo del emperador”) lo encuentran un fraude.

Sin embargo, mi idea de arte se realiza en esta casa de enemigos del arte más que en cualquier otro sitio en el que haya estado. Es una transformación, o una redefinición, parecida a la de los libros en los que pensaba anoche.

Tampoco podría decirse que haya algo de mal gusto, aun pasando revista una por una a las cajitas de música, estatuillas, lámparas, maquetas, autómatas, marionetas, jarrones, platos con escenas... El gusto queda neutralizado por la pasión de la representación.

Los osos. Mis anfitriones tienen un almanaque en el que encuentran la clave anticipada de la actualidad. Es uno de esos almanaques “taco”, con una hoja para cada día, que se van arrancando, y cada hoja está ilustrada con uno o varios ositos de peluche, formando una escena con disfraces o elementos. Según ellos, no fallan nunca, son infalibles; compraron el almanaque casualmente a principios del año, sólo porque era simpático; con el paso de los días descubrieron sus poderes de significación, y ahora están totalmente entregados a la creencia, que según ellos tendré ocasión de compartir durante los días que pase aquí.

El día de los atentados en Nueva York, la semana pasada: un osito bombero yendo veloz al rescate, sobre un carro hidrante.

El sábado, día de mi llegada al valle; un oso con anteojos leyendo un libro.

Por supuesto, una buena parte queda a cargo de la interpretación. De la magia hay que descontar la extrema ambigüedad del oso antropomorfo. Además, se puede hacer trampa.

Sigue lloviendo, así que salgo al jardín... Ana se ha estado quejando de la lluvia, porque va a arruinar mi estada, me va a obligar a pasarla encerrado en la casa... Sin mentir, le digo que me gusta la lluvia, y que me gusta salir al jardín bajo la lluvia. El reverso de esta cortesía sincera es la fascinación que me produce la casa. Hay una lógica que se invierte: si llueve, salgo, si hace buen tiempo me quedo adentro.

El jardín está lleno de chinos, sabios confucianos de cinco centímetros en las macetas de los bonsáis, casi todos estudiando. Uno de ellos, mi favorito, se ha dormido sobre su libro.

Una ardilla viene a golpear el vidrio de la puerta de la cocina, y se marcha sin esperar respuesta.

Un mirlo, picando cosas invisibles en la hierba.

Unas largas varas blancas, apoyadas contra la puerta de la cocina: “son para espantar a los gatos”.

Cruzando la calle, justo frente a la casa, hay un parking colgado sobre la barranca del río, pequeño, con espacio para unos diez autos o menos. El año pasado no se usaba para estacionar porque se lo habían cedido a un escultor, como taller al aire libre. Era parte de un programa de comunas, no sé si de la zona o de toda Francia, por el que las ciudades encargaban estatuas para ornar sitios públicos. A este pueblo le había tocado un escultor checo, un tal Jiri no sé cuánto, que durante mi visita estaba en pleno trabajo con tres enormes bloques de mármol. Trabajaba todo el día, de la mañana a la noche, con una máscara que lo hacía parecer un gran insecto y pulidoras o taladros que producían un zumbido persistente. El polvillo de mármol había cubierto cada una de las hojas del jardín de Ana, y tenían todas las ventanas herméticamente cerradas. De más está decir que le habían mandado cartas de protesta al alcalde, y no dejaban pasar oportunidad de manifestar su oposición, inclusive colgando carteles en la verja. Jiri debía de saber que lo odiaban, pero seguía su trabajo con la asidua obstinación de un insecto con su zumbido. Lo que hacía era previsiblemente horrible, una especie de rueda sobre dos triángulos, o dos ruedas sobre un triángulo, no recuerdo. Más que las molestias, Ana lamentaba la posición en que los había puesto, de tener que odiar a un artista que además de ser pobre y verse en la necesidad de aceptar un encargo modesto en un sitio perdido entre las montañas, había tenido que huir del totalitarismo, estaba solo en un país extranjero, y encima debía vérselas, catástrofe íntima y definitiva, con su falta de talento.

Fue en esa oportunidad que se me ocurrió la idea de escribir una novela sobre un artista obligado a exiliarse, a viajar contra su voluntad, solo y desamparado, como tantos... Pero la idea de mi novela era que este desterrado en particular, por ser escultor debía viajar con la carga abrumadora de sus estatuas sobre los hombros. Esto habría pretendido ser una especie de metáfora de la carga de los recuerdos dolorosos que lleva consigo todo desterrado. Por supuesto, no la escribí.

En este proyecto frustrado, ahora que lo pienso, podría estar la explicación de mi falta de éxito. Todos mis colegas novelistas que venden y ganan premios escriben novelas como la primera parte de este argumento que esbocé, sólo la primera parte: un exilado, con sus angustias, sus cambios de suerte, sus afectos, los problemas de adaptación, el contexto histórico. En cambio para mí eso no es un argumento, no me sirve; no puedo empezar hasta no tener una “idea”, en este caso la idea bastante absurda y engorrosa, que echa a perder todo el realismo, de hacer que mi protagonista parta al exilio cargando sus enormes estatuas de mármol o bronce... ¿Por qué no hacerlo como los demás, si eso es lo que quieren los lectores? Es como una maldición. ¿Por qué tengo que someterme a este retorcimiento de la “idea”, del truco ingenioso, si sé que un escritor realmente bueno no lo necesita?

En fin. Como digo, no la escribí. Lo bueno, o lo malo, que tiene no escribir las novelas que se me ocurren, es que el tiempo siempre se encarga de traerme la “idea” opuesta, que me demuestra que hice bien en no escribirla. El descubrimiento de los objetos representativos, que estoy haciendo un año después, me deja ver que Jiri no necesitaba cargar con las esculturas en sí, pues a efectos del sentido podía llevar, en el bolsillo, sus reproducciones. Como el Museo Portátil de mi venerado Duchamp.

El arte como nanotecnología. Duchamp se adelantó, mostró el camino (“esculturas de viaje”), como en tantas cosas, pero la lección está por entenderse todavía. Yo lo enfocaría por el lado de lo que los psicólogos norteamericanos llaman el “control”. Ponerse al mando de los elementos, dejar de obedecerlos. Con miniaturas es más fácil; el tahúr empieza miniaturizando los objetos que hace desaparecer entre los dedos, o en la manga. Se los disminuye para manejarlos mejor. Con el tamaño real es difícil hacerlo.

La escultura es el caso extremo de la dificultad del artista para salirse con la suya. La resistencia de la materia se da en todas las actividades, no sólo las artísticas; en la escultura se da de modo más visible, nada más. El escultor quiere hacer una cosa, la estatua de sus sueños, y por supuesto le sale otra. Los sueños nunca se hacen realidad. Y si eso le pasa una y otra vez, igual lo sigue haciendo, toda su vida si es necesario, de modo de seguir siendo escultor y poder mantener su sueño.

La escultura abstracta como la de Jiri es particularmente ejemplar en este sentido. Jiri quería hacer hermosas mujeres de mármol, ciervos, orquídeas, ángeles, y le salieron cubos, esferas, pirámides... la situación se presta a la sorna, pero en el fondo es lo que nos pasa a todos.

Ahora, Ana me dice que la escultura de Jiri está terminada, y que quedó “muy bonita”. Me sorprende sobremanera, viniendo de ella, ese juicio, que quizás se debe a que el artefacto quedó lejos y no hay necesidad de verlo. Lo instalaron a la entrada del pueblo, al costado de una de las rutas, y aunque Ana insiste un par de veces en que deberíamos ir a verlo, no hacemos nada al respecto.

Me siento a leer en el sillón de la mariposa, al lado de la ventana. Siempre la tengo abierta, para escándalo y preocupación de los dueños de casa. Me amenazan con neumonías, con insomnios por el ruido (no sé cuál, porque en el valle reina un silencio perfecto), y hasta con ladrones, que podrían colarse a robar mis lapiceras. Michel: “Libramos una batalla sin tregua durante todo el año para mantener una temperatura constante de veintidós grados, pero no lo conseguimos. Sólo llegamos a veintiuno”.

Un golpe de brisa entreabre una hoja de la ventana hacia adentro, el borde me pasa a un centímetro de la nariz y veo fluir frente a mí, reflejado en el vidrio, un paisaje de bosque y montaña y casitas color crema y rojo en las laderas, y el perfil de unos pinos altísimos contra el cielo gris (sigue lloviendo) y en lo alto de la Grande Chartreuse el monasterio, miniaturizado. Y al otro lado de este cuadro, es decir del vidrio, la cortina de hilo blanco calada con el dibujo de dos flores simétricas cuyos largos tallos se unen abajo, haciendo un salto de la representación a su materia, en un moño real.

¿Qué leo? Algunas novelas cortas de Balzac que nunca había podido encontrar. Hoy: Honorine. Los dueños de casa tienen la colección de la Pléiade en una pequeña biblioteca oculta tras un sillón en el dormitorio principal. Cuando vieron que yo sacaba uno, bromearon con el carácter precioso de esos volúmenes: “¡Ojo! ¡Los tenemos contados!” Balzac es mi novelista favorito, y Michel dice que es el suyo también. Me dejo llevar en una ensoñación sobre las descripciones de interiores de Balzac, tan distintas de las que estoy intentando yo con este interior...

En un libro que leí hace poco una investigadora desarrolla la tesis de que Balzac, el gran realista, nunca escribió sobre la realidad tal como la percibía directamente sino mediada por el arte, serio o popular, por los discursos literario, periodístico, jurídico, político, etc. Cuando describe un paisaje, está pensando en los cuadros de algún pintor, y si son vistas de París, las ve a través de estampas o dibujos de algún ilustrador favorito; si éste es Grandville, le sirve para caracterizar a sus personajes, si es Piranesi le inspira sus arquitecturas. Sus heroínas le deben más a los figurines de moda, o a estatuillas de porcelana, o a las ninfas pintadas en un plato, que a las mujeres reales que trataba. Y hasta los argumentos, sobre todo los argumentos, los tomaba de diarios o libros, más que de la experiencia. Esta mediación no lo hace menos realista, al contrario. Habría que ver si hay otra forma de realismo posible. Quizás la grandeza de Balzac, lo que lo hace el padre del realismo, está justamente en haber practicado esta mediación por los signos.

A medida que una civilización progresa, sus objetos se hacen cada vez más imágenes de otros objetos. Esta casa en la que estoy, que me parece un mundo encantado de la representación, también puede ser una cámara de adaptación para salir a un Nuevo Mundo donde los objetos-imágenes proliferan; la casa serviría como cámara de adaptación, para sensibilizarse y empezar a ver signos por donde uno vaya.

Esto me trae un recuerdo. Cuando me fui a vivir a Buenos Aires, hace más de treinta años, me perdía con frecuencia, y como no conocía las calles ni los recorridos de los colectivos, tenía que tomar taxis. En aquel entonces había muchos menos taxis en Buenos Aires, y se los usaba más, de modo que no era fácil encontrar uno libre, y muchas veces yo pasaba horas esperando uno. La alegría que me producía ver la lucecita roja en el parabrisas que señalaba un taxi libre se me hizo automática, y cuando la veía, aunque no quisiera tomar un taxi, tenía un pequeñísimo y secreto movimiento de felicidad en el cerebro. Una vez se lo conté a un amigo, y me dijo: “qué fácil lo hacés, qué barata tenés la felicidad”. Pero era cierto, y sigue siéndolo hasta hoy, aunque han cesado los motivos; debe de ser uno de esos cambios orgánicos irreversibles que se producen en uno, como andar en bicicleta, que una vez que se aprende no se olvida nunca (porque se efectúa un clic en el oído interno, donde está el centro del equilibrio, y eso no vuelve atrás). De hecho, he notado que con otras cosas me pasó lo mismo, por ejemplo con el hombrecito blanco de los semáforos que me permite cruzar la calle; como soy un gran caminador, en ciudades de tres continentes, esa señal se me volvió otro disparador de alegría. Y quién sabe cuántos más tengo perdidos en el fárrago de la percepción, que me pasan inadvertidos porque su efecto es tan mínimo y subliminal. Perdidos para la conciencia pero no para mi vida, a la que estas minúsculas gratificaciones subliminales deben de estar ayudando. Si no, no me explico cómo puedo seguir adelante a pesar de todo. Quizás la creación siempre más abundante de signos en una sociedad tiene este fin oculto.

Desde que llegué, cada vez que me duermo, de noche y a la siesta, tengo pesadillas. Si no se trata de Barthes y una carrera desesperada por llegar primero a él, en las galerías de un palacio, es la pérdida o robo del pasaporte, un clásico onírico de todos mis viajes.

Gratuitas. No estoy pasando por una situación problemática o angustiosa, al contrario, pocas veces en mi vida he estado tan relajado y contento.

Vuelvo a sacar el librito con imágenes cambiantes, para examinarlo. Se llama Para los Niños que se Portan Bien y tiene cinco escenas, es decir cinco páginas, de cartón, las escenas impresas sobre tiras horizontales; tirando de una lengüeta al pie de cada página, otras tiras horizontales cubren las primeras, como en una persiana americana, haciendo aparecer otra escena que es el desenlace o reverso de la anterior. Funciona a la perfección, lo compruebo tirando de las lengüetas una y otra vez, hasta que me duelen los dedos. Es medio libro, medio máquina. Las cinco escenas son las siguientes:

1. Un jinete elegante se pasea por un parque, un perrito se le cruza al caballo / el jinete por el suelo, el caballo huye a lo lejos.

2. El maestro escribe en el pizarrón dando la espalda a la clase, los chicos hacen toda clase de morisquetas y juegos / el maestro se da vuelta, todos escriben inclinados sobre sus cuadernos.

3. Una familia elegante pasea por el parque / la tormenta los hace huir, mojados y ridículos.

4. Un lago en verano, cisnes y botes / en invierno, el lago helado, patinadores.

5. Un señor lee un libro frente a la jaula de los monos, demasiado cerca / los monos le quitan el abrigo, el sombrero, los anteojos, el paraguas, la bufanda, el sobretodo y la peluca.

Del texto de la contratapa, firmado por una tal Hildegard Krahé, tomo los siguientes datos: el autor se llamaba Lothar Meggendorfer, dibujante humorista que empezó a publicar su trabajo en 1866 y siguió haciéndolo con creciente popularidad durante cincuenta años. Su gusto lo llevaba a los contrastes y sorpresas latentes en los cuadros más estructurados de la sociedad, lo que no es sorprendente en un humorista; empezó experimentando con dibujos seriados, y después hizo una gran variedad de imágenes animadas: desplegables, móviles con lengüetas que ponían en acción uno o más personajes de una escena, y al fin las transformaciones completas, que no fueron invento suyo porque habían aparecido en Inglaterra en 1860 con el nombre de “dissolving views”. En éstas fue el indiscutido maestro, y de los cuatro libros que publicó con el sistema, Para los Niños que se Portan Bien, de 1896, es el más perfecto.

El comentario termina con una pertinente mención al cine, del que Meggendorfer fue una especie de precursor. Es muy común que hoy cuando descubrimos a un artista o escritor del pasado que nos fascina, le encontremos cualidades de precursor de alguna tecnología actual, y ahí ponemos buena parte de la fascinación que nos provoca. La alta tecnología, signo de nuestra época, nos hace vivir, paradójicamente, en una época de precursores.