40
Corro por los pasillos, examinando cada puerta, tratando de encontrar la habitación correcta. Me entra el pánico, las lágrimas me nublan la vista. Una enfermera me detiene y me ayuda, intenta calmarme. Sabe al instante de quién le estoy hablando. No debería dejarme pasar a estas horas, pero al verme tan angustiada decide serenarme demostrándome que está bien. Me deja entrar unos minutos.
La sigo por una serie interminable de pasillos y por fin llegamos a su habitación. Veo a papá en la cama con tubos conectados a las muñecas y la nariz, la piel de una palidez mortal, el cuerpo muy menudo debajo de las mantas.
—¿Eras tú la que armaba todo ese alboroto ahí fuera? —pregunta con la voz debilitada.
—Papá. —Procuro mantener la calma pero la voz me sale apagada.
—Todo va bien, cielo. Sólo ha sido un desmayo, nada más. Pensé que el corazón me la estaba jugando otra vez, fui a por mis pastillas pero entonces me mareé y se me cayeron. Es por algo del azúcar, según me han dicho.
—Diabetes, Henry —dice la enfermera, sonriendo—. El médico pasará por la mañana para explicárselo todo.
Me sorbo la nariz, procurando mantener la compostura.
—Ea, ven aquí, tontaina —dice levantando los brazos hacia mí.
Corro a su lado y lo abrazo con fuerza, notando su cuerpo frágil pero todavía protector.
—No tengo intención de marcharme a ninguna parte. Cálmate. —Me acaricia el pelo y me da unas palmaditas en la espalda para tranquilizarme—. Espero no haberte arruinado la velada. Le he dicho a Fran que no te molestara.
—Pues tendrías que haberme llamado —digo con la cabeza en su hombro—. Pasé mucho miedo cuando llegué a casa y no estabas.
—Bueno, estoy bien. Aunque tendrás que ayudarme con esto —susurra—. Le he dicho al médico que lo entendía todo, pero en realidad no he entendido nada —dice un poco preocupado—. Es un tipo muy estirado —agrega, arrugando la nariz.
—Pues claro que lo haré. —Me enjugo los ojos y me recompongo.
—Dime, ¿cómo te ha ido? —pregunta, más animado—. Dame buenas noticias.
—Pues… —frunzo los labios— no se ha presentado.
Se me saltan las lágrimas otra vez.
Papá no dice nada; triste, luego enfadado, luego otra vez triste. Me vuelve a abrazar, con más fuerza esta vez.
—Ay, cielo —dice con ternura—. Es tonto de remate.