16

Conduzco de regreso a casa de mi padre e intento no mirar la mía cuando paso por delante. Mis ojos pierden la batalla con mi mente y veo el coche de Conor aparcado enfrente. Desde nuestra última comida en el restaurante hemos hablado unas pocas veces, cada conversación con distintos grados de afecto mutuo, siendo la última la peor en este sentido. La primera llamada llegó entrada la noche del día después de la comida; Conor preguntó por última vez si estábamos haciendo lo correcto. Su manera de hablar arrastrando las palabras a media voz me llegaba al oído mientras yo, tendida en la cama del dormitorio de mi infancia, miraba al techo tal como lo hacía durante aquellas interminables llamadas nocturnas de cuando nos conocimos. Viviendo con mi padre a los treinta y tres años de edad después de un matrimonio fracasado, y con un marido vulnerable al otro extremo de la línea… habría sido muy fácil recordar los mejores momentos que habíamos pasado juntos y cambiar nuestra decisión. Pero la mayoría de las veces, las decisiones fáciles son las erróneas, y en ocasiones sentimos que vamos hacia atrás cuando en realidad estamos avanzando.

La siguiente llamada telefónica fue más seria, una disculpa avergonzada y la mención de un asunto legal. La siguiente, una indagación infructuosa sobre por qué mi abogado aún no había contestado al suyo. En la siguiente, Conor me dijo que su hermana recién embarazada se quedaría con la cuna, cosa que me provocó un ataque de celos en cuanto colgué y tiré el teléfono a la papelera. La última fue para decirme que lo había metido todo en cajas y que se marchaba a Japón al cabo de unos días. ¿Y podía quedarse la máquina de café expreso?

Pero cada vez que colgaba el teléfono tenía la impresión de que mi débil adiós no era un adiós. Era más bien como un «hasta la vista». Sabía que siempre habría ocasión de echarse atrás, que él seguiría ahí un tiempo después, que nuestras palabras en realidad no eran definitivas.

Aparco el coche y me quedo mirando la casa en la que hemos vivido durante diez años. ¿No se merecía algo más que unos pocos convincentes adioses?

Llamo al timbre y no hay respuesta. Por la ventana del jardín lo veo todo metido en cajas, las paredes desnudas, las superficies vacías, el escenario dispuesto para la próxima familia que entre y pise las tablas. Abro la puerta con mi llave y entro haciendo ruido para que no se lleve un susto. Estoy a punto de llamarle cuando oigo un leve tintineo musical que viene de arriba. Subo al cuarto del niño a medio decorar y encuentro a Conor sentado en la mullida alfombra, llorando a lágrima viva mientras observa al ratón que persigue el trozo de queso. Cruzo la habitación hasta él, me siento en el suelo, lo abrazo y empiezo a mecerlo. Cierro los ojos y me dejo llevar.

Conor deja de llorar y levanta la vista hacia mí lentamente.

—¿Qué? —pregunta.

—¿Hummm? —respondo saliendo de mi trance.

—Has dicho algo. En latín.

—Qué va.

—Que sí. Hace un segundo. —Se enjuga los ojos—. ¿Desde cuándo hablas latín?

—No sé latín.

—De acuerdo —dice con acritud—. Muy bien, ¿qué significa la única frase que sabes en latín?

—No lo sé.

—Tienes que saberlo. Acabas de decirla.

—Conor, no recuerdo haber dicho nada.

Me lanza una mirada fulminante, llena de algo parecido al odio, y trago saliva.

Un desconocido me sostiene la mirada en un tenso silencio.

—Vale. —Se pone en pie y se dirige a la puerta. No más preguntas, no más intentar comprenderme. Ya no le importa—. Patrick actuará como mi abogado.

Fantástico, el inepto de su hermano.

—Vale —susurro.

Se detiene en la puerta y da media vuelta, aprieta los dientes mientras sus ojos recorren la habitación. Una última mirada a todo, incluida yo, y se marcha.

El adiós final.

Paso una mala noche en casa de mi padre. Una vez en la cama, me asaltan imágenes que destellan en mi mente como relámpagos, tan rápidas e intensas que encienden mi cabeza como si fueran rayos y acto seguido desaparecen. Otra vez negro.

Una iglesia. Repican campanas. Aspersores. Una marea de vino tinto. Edificios antiguos con tiendas. Vidrieras de colores.

Entre unos barandales veo a un hombre con los pies verdes que cierra una puerta a sus espaldas. Un bebé en mis brazos. Una niña con el pelo muy rubio. Una canción conocida.

Una urna cineraria. Lágrimas. Parientes vestidos de negro.

Los columpios de un parque. Cada vez más alto. Mis manos empujan a un niño en un columpio. Yo columpiándome de niña. Un balancín. Un niño regordete me impulsa hacia arriba mientras lo veo bajar hasta el suelo. Otra vez aspersores. Risas. El mismo niño en bañador y yo. Suburbios. Música. Campanas. Una mujer con un vestido blanco. Calles adoquinadas. Catedrales. Confeti. Manos, dedos, anillos. Gritos. Portazos.

El hombre de los pies verdes cerrando la puerta.

Otra vez aspersores. Un niño regordete persiguiéndome entre risas. Una bebida en mi mano. Mi cabeza en un retrete. Auditorios. Sol y hierba verde. Música.

El hombre de los pies verdes en el jardín, con una manguera en la mano. Risas. La niña rubia jugando en el arenero. La niña riendo en un columpio. Otra vez campanas.

Entre unos barandales veo al hombre de los pies verdes cerrando la puerta a sus espaldas, con una botella en la mano.

Una pizzería. Postres helados.

También lleva unas píldoras en la mano. Los ojos del hombre se cruzan con los míos antes de que la puerta se cierre. Mi mano en un picaporte. La puerta se abre. La botella vacía en el suelo. Pies descalzos con las plantas verdes. Una urna cineraria.

Aspersores. Me balanceo adelante y atrás. Tarareo esa canción. Pelo largo y rubio cubriendo mi cara y en mi manita. Una frase susurrada…

Abro los ojos con un grito ahogado, el corazón me palpita a mil por hora. Las sábanas están húmedas, mi cuerpo empapado en sudor. En la oscuridad busco a tientas la lámpara de la mesita de noche. Con lágrimas en los ojos que me niego a derramar, cojo mi móvil y marco con dedos temblorosos.

—¿Conor? —Me tiembla la voz.

Masculla algo ininteligible hasta que se despierta.

—Joyce, son las tres de la madrugada —dice con voz ronca.

—Ya lo sé, perdona.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien?

—Sí, sí, estoy bien, es sólo que, bueno… He tenido un sueño. O una pesadilla. O quizá tampoco ha sido eso, había flashes de… bueno… muchos lugares y personas y cosas y… —Me callo y procuro centrarme—. Perfer et obtura; dolor hic tibi proderit olim.

—¿Qué? —dice Conor como grogui.

—La frase en latín que te he dicho antes, ¿es ésta?

—Sí, era algo así. Por Dios, Joyce…

—«Sé paciente y resiste; algún día este dolor te será útil» —le suelto—. Es lo que significa.

Se queda callado un momento y luego suspira.

—Vale, gracias.

—Alguien me la ha dicho, y no fue cuando era niña, sino esta misma noche.

—No tienes que darme explicaciones.

Silencio.

—Voy a ver si me duermo otra vez —agrega al cabo.

—Vale.

—¿Estás bien, Joyce? ¿Quieres que avise a alguien o…?

—No, estoy bien. Perfecta. —Se me quiebra la voz—. Buenas noches.

Ha colgado.

Una única lágrima me resbala por la mejilla y la enjugo antes de que llegue al mentón. «No comiences, Joyce. No te atrevas a comenzar ahora.»