11
—¿Qué opinas, Gracie? ¿Crees que Betty será millonaria al final del programa?
He visto un sinfín de programas matinales de media hora en estos últimos días y ahora estamos viendo el Antiques Roadshow.
Betty tiene setenta años, es de Warwickshire y en estos momentos aguarda expectante a que el vendedor ponga precio a la vieja tetera que ha llevado consigo.
Observo cómo el vendedor inspecciona con delicadeza la tetera y me sobreviene una grata sensación de familiaridad.
—Lo siento, Betty —digo al televisor—, es una réplica de las del siglo XVIII. Los franceses las usaban, pero la de Betty la hicieron a principios del siglo XX. Se nota en la forma del asa. Un trabajo burdo.
—¿En serio? —Papá me mira con interés.
Miramos la pantalla atentamente y escuchamos al vendedor repetir mis comentarios. La pobre Betty se queda anonadada, pero intenta fingir que le tiene tanto cariño al regalo de su madre que de todos modos no iba a vender.
—Mentirosa —exclama papá—. Ya tenía hecha la reserva de un crucero y se había comprado un bikini. ¿Cómo sabes tantas cosas sobre la cerámica y los franceses, Gracie? ¿Lo has leído en alguno de tus libros, tal vez?
—Tal vez. —No tengo ni idea, y me da dolor de cabeza pensar en estos conocimientos recién descubiertos.
Papá repara en mi expresión.
—¿Por qué no llamas a una amiga? Te haría bien charlar un poco.
No me apetece, pero sé que debería hacerlo.
—Seguramente llamaré a Kate.
—¿La huesuda? ¿La que te emborrachó con poteen[3] cuando teníais dieciséis años?
—La misma. —Me río. Nunca la ha perdonado.
—¿Cuándo se ha visto que alguien se llame así, cuándo? Era una lianta, esa chica. ¿Ha hecho algo de provecho con su vida?
—No, qué va. Vendió la tienda que tenía en el centro por dos millones para convertirse en madre y ama de casa.
Aguza el oído.
—Ya, claro, pues llámala. Charla con ella. A las mujeres os gusta eso de charlar. Tu madre siempre decía que era bueno para el alma. A tu madre le encantaba hablar, siempre andaba parloteando con alguien sobre esto o aquello.
—Me pregunto de dónde le vendría esa afición —digo entre dientes, pero como por milagro, las orejas rocosas de mi padre funcionan.
—De su horóscopo. Tauro. No paraba de decir chorradas[4]
—¡Papá!
—¿Qué pasa? ¿Acaso significa que la odiara? No. Ni mucho menos. La amaba con todo mi corazón, pero decía un montón de chorradas. Como si no tuviera bastante con oírla hablar sobre algo, también tenía que escuchar cómo se sentía al respecto.
—Tú no crees en los signos del zodíaco —le provoco.
—Claro que creo. Soy Libra. La balanza. —Se balancea de un lado al otro—. Perfectamente equilibrado.
Me río y escapo a mi dormitorio para llamar a Kate. Entro en la habitación, que prácticamente no ha cambiado desde el día que me fui. Pese a las raras ocasiones en que algún invitado se ha quedado a dormir, mis padres nunca quitaron una sola de mis pertenencias. Los adhesivos de The Cure siguen pegados en la puerta y hay trozos de papel desgarrado por el celo con el que sujetaba mis pósteres. Como castigo por estropear las paredes, papá me obligó a cortar el césped del jardín de atrás, pero al hacerlo pasé la máquina por encima de una mata del parterre. No me dirigió la palabra el resto del día. Al parecer era el primer año que la mata había florecido desde que la había plantado. Entonces no comprendí su frustración, pero después de haberme pasado varios años cultivando un matrimonio para que acabara marchitándose y muriendo, ahora comprendo mejor su aflicción. Aunque apuesto a que él no sintió el alivio que yo siento ahora.
Mi dormitorio en la buhardilla sólo tiene sitio para una cama y un armario, pero era todo mi mundo. Mi único espacio privado para pensar y soñar, llorar y reír y aguardar a ser lo bastante mayor para hacer todo lo que mis padres no me dejaban hacer. Mi único espacio en el mundo y, con treinta y tres años de edad, mi único espacio ahora. ¿Quién iba a decir que me encontraría aquí otra vez sin ninguna de las cosas que tanto había anhelado y, peor aún, sin las que sigo anhelando? Ya no se trata de ser miembro de The Cure o de estar casada con Robert Smith, sino de tener un hijo y un marido. El papel pintado es floral y disparatado, completamente inapropiado para un lugar de descanso. Millones de diminutas flores marrones se arraciman con diminutos zarcillos de pedúnculos verde pálido. No es de extrañar que lo cubriera de pósteres. La moqueta es marrón con volutas beige, con manchas de maquillaje y perfume derramado. Como adiciones recientes a la habitación hay unas viejas maletas de cuero marrón desvaído guardadas encima del armario, donde acumulan polvo desde que mamá murió. Papá nunca va a ninguna parte; una vida sin mamá, decidió hace tiempo, es suficiente viaje para él.
El edredón es el añadido más nuevo, si se considera nuevo algo comprado hace más de diez años; mamá lo adquirió cuando mi habitación pasó a ser la habitación de invitados. Yo me mudé un año antes de que muriera para ir a vivir con Kate, y desde entonces cada día deseo no haberlo hecho; todos esas preciadas mañanas de permanecer en la cama mientras oía sus largos bostezos que se convertían en canciones, hablando sola mientras repasaba en voz alta su agenda del día con el programa radiofónico de Gay Byrne de fondo. Le encantaba Gay Byrne; su única ambición en la vida era conocerle. Lo más cerca que estuvo de hacer realidad ese sueño fue cuando ella y papá consiguieron entradas para hacer de público en The Late Late Show, y estuvo hablando de ello durante años. Creo que le hacía tilín. Papá le odiaba. Supongo que se daba cuenta de todo.
Ahora, sin embargo, le gusta escucharle siempre que está en antena. Creo que le recuerda los buenos tiempos con mamá, como si cuando todos oímos la voz de Gay Byrne él, en cambio, oyera la voz de mamá. Cuando murió, le dio por rodearse de todas las cosas que mamá adoraba. Ponía a Gay Byrne en la radio cada mañana, veía los programas de televisión favoritos de mamá, compraba sus galletas favoritas cuando hacía la compra semanal aunque nunca se las comía. Le gustaba verlas en el estante cuando abría el armario, le gustaba ver sus revistas al lado del periódico. Le gustaba que sus zapatillas estuvieran al lado de su butaca junto al fuego. Le gustaba recordarse a sí mismo que su mundo no se había desmoronado por completo. A veces todos necesitamos tanto pegamento como podamos conseguir, sólo para no caernos a pedazos.
Con sesenta y cinco años de edad, papá era demasiado joven para perder a su esposa. Con veintitrés, yo era demasiado joven para perder a mi madre. Con cincuenta y cinco, ella no tendría que haber perdido la vida, pero el cáncer, el ladrón de segundos, inadvertido hasta que fue demasiado tarde, se la arrebató a ella y a todos nosotros. Papá se casó mayor para su época, y me tuvo a los cuarenta y dos años. Me parece que antes hubo alguien que le partió el corazón, alguien de quien nunca ha hablado y sobre quien nunca he preguntado, pero lo que sí dice acerca de ese periodo es que pasó más días de su vida esperando a mamá que estando realmente con ella, que cada segundo que pasó esperándola y finalmente recordándola compensa con creces todos los momentos anteriores.
Mamá no llegó a conocer a Conor, pero no sé si le habría gustado, aunque era demasiado educada para haberlo demostrado jamás. Mamá adoraba a toda suerte de personas, pero sobre todo le gustaban las que tenían espíritu y energía, las que vivían e irradiaban vitalidad. Conor es agradable. Siempre sólo agradable. Nunca sobreexcitado. Nunca, en realidad, excitado en lo más mínimo. Sólo agradable, que no es más que un sinónimo de amable. Casarte con un hombre amable te da un matrimonio agradable pero poco más. Y agradable está bien cuando va acompañado de otras cosas, pero no cuando viene solo.
Papá puede hablar con cualquiera y no albergar sentimientos en un sentido u otro. Lo único negativo que una vez dijo sobre Conor fue: «Vaya, ¿a qué clase de hombre puede gustarle el tenis?» Socio de la GAA[5] y apasionado del fútbol, papá escupió esa palabra como si sólo pronunciarla le hubiese ensuciado la boca.
Nuestro fracaso en engendrar un hijo no ayudó mucho a cambiar la opinión de papá. Cada vez que una prueba de embarazo daba negativo, le echaba la culpa al tenis, pero sobre todo a los pantalones cortos blancos que Conor se ponía de vez en cuando. Me consta que lo decía para hacerme sonreír; a veces daba resultado, otras no, pero era una broma segura porque todos sabíamos que el problema no eran los pantalones de tenis ni el hombre que se los ponía.
Me siento encima del edredón que compró mi madre procurando no arrugarlo; un conjunto de edredón y almohadas de Dunnes con una vela a juego para el alféizar de la ventana, la cual nunca se ha encendido ni perdido su fragancia. El polvo se acumula en la parte de arriba, prueba incriminatoria de que papá no cumple al día con sus obligaciones, como si a los setenta y cinco años tuviera que ser prioritario quitar el polvo de otra parte que no sea el estante de su memoria. Pero el polvo se ha acumulado y es lo que hay.
Conecto el móvil, que lleva días apagado, y comienza a pitar avisando de la recepción de mensajes. Ya he hecho mi ronda de llamadas a los más próximos, queridos y entrometidos. Como quitarse una tirita; no lo piensas, lo haces deprisa y casi no duele. Abres el listín y pim, pam, pum: tres minutos con cada uno. Llamadas breves y vivaces hechas por una mujer extrañamente optimista que por un momento habita en mi cuerpo. Una mujer increíble, en realidad, positiva y animada, si bien emotiva y sensata en las dosis precisas. Su sentido de la oportunidad, impecable; sus sentimientos tan conmovedores que casi me vinieron ganas de anotarlos. Incluso intentó poner un poco de humor, cosa que algunos miembros del grupo de allegados, queridos y entrometidos aceptaron bastante bien, mientras que otros casi se mostraron ofendidos; tampoco es que le importara, pues se trataba de su fiesta y podía llorar si le venía en gana. No es la primera vez que toma las riendas, por supuesto; siempre pronta a echarme un cable si sufro algún trauma, se pone en mi lugar y asume las partes más difíciles. Seguro que no tarda en volver a aparecer.
No, pasará mucho tiempo hasta que pueda hablar con mi propia voz con estas personas.
Kate contesta a la cuarta llamada.
—¡Hola! —grita, y me sobresalto. Se oyen ruidos frenéticos de fondo, como si hubiese estallado una mini-guerra.
»¡Joyce! —chilla, y comprendo que ha conectado el manos libres—. Te he llamado un montón de veces… Derek, ¡siéntate! ¡Mamá se va a enfadar!… Perdona, es que estoy haciendo la ronda del colegio. Tengo que llevar a casa a seis críos, luego picaré algo rápido antes de llevar a Eric a baloncesto y a Jayda a nadar. ¿Quieres que nos veamos allí a las siete? Hoy entregan a Jayda la insignia de los diez metros.
Se oye a Jayda berrear que odia las insignias de los diez metros.
—¿Cómo puedes odiarlas si nunca has tenido una? —le espeta Kate. Jayda suelta un alarido aún más fuerte y tengo que apartarme el teléfono del oído—. ¡Jayda! ¡No atosigues a mamá! ¡Derek! ¡Ponte el cinturón de seguridad! Si tengo que frenar en seco, saldrás volando a través del parabrisas y te destrozarás la cara… No cuelgues, Joyce.
Silencio mientras espero.
—¡Gracie! —chilla papá. Corro hasta la escalera presa del pánico, no estoy acostumbrada a oírle gritar así desde que era niña.
—¿Sí? ¡Papá! ¿Estás bien?
—¡He sacado siete letras! —grita.
—¿Que has sacado qué?
—¡Siete letras!
—¿Qué quieres decir?
—¡En Countdown!
Se me pasa el susto y me siento en el primer escalón un poco frustrada. De pronto resurge la voz de Kate y parece que se ha restablecido la calma.
—Vale, ya no estamos en manos libres. Seguramente me arrestarán por sostener el teléfono, por no mencionar que me borrarán de la lista de coches compartidos, como si me importara una mierda.
—Voy a contarle a mi mami que has dicho la palabra M —oigo decir a una vocecilla.
—Estupendo. Llevo años esperando a que lo haga —me murmura Kate, y me río.
—Mierda… Mierda… Mierda… Mierda… —oigo corear a un montón de niños.
—Jesús, Joyce, mejor cuelgo. ¿Nos vemos en el centro recreativo a las siete? Es mi única pausa. O si no, mañana estoy libre. ¿Tenis a las tres o gimnasia a las seis? Podría llamar a Frankie y ver si se apunta.
Frankie. Bautizada Francesca, se niega a responder a ese nombre. Papá se equivocó con Kate: por más que ella fuese quien consiguió el poteen, técnicamente fue Frankie quien me sostuvo la boca abierta y me obligó a tragarlo. Pero como esta versión de los hechos nunca llegó a sus oídos, piensa que Frankie es una santa para gran fastidio de Kate.
—Me apunto a gimnasia mañana —digo sonriendo, oyendo los gritos de los niños. Kate ha colgado y reina el silencio.
—¡Gracie! —Papá me llama otra vez.
—Soy Joyce, papá.
—¡He sacado el acertijo!
Vuelvo a mi cama y me tapo la cabeza con una almohada.
Pocos minutos después papá se planta en la puerta y me da un susto de muerte.
—He sido el único que ha sacado el acertijo —anuncia—. Los concursantes no tenían ni idea. De todos modos ha ganado Simón, que pasa al programa de mañana. Ha ganado tres días seguidos y ya empiezo a estar harto de verle. Tiene una cara divertida; no tienes más remedio que reírte cuando le ves. No creo que a Carol le caiga muy bien, tampoco, y vuelve a estar empeñada en perder un montón de kilos. ¿Quieres una HobNob[6]? Voy a prepararme otra taza.
—No, gracias. —Vuelvo a ponerme la almohada encima de la cabeza, mientras sigue hablando por los codos.
—Bueno, voy a comerme una. Tengo que comer algo con las pastillas. Se supone que tengo que tomarlas con el almuerzo, pero hoy me he olvidado.
—Has tomado una pastilla a la hora de comer, ¿te acuerdas?
—Ésa era para el corazón. Ésta es para la memoria. Pastillas para la memoria a corto plazo.
Me aparto la almohada de la cara para ver si habla en serio.
—¿Y se te ha olvidado tomarla?
Asiente.
—Oh, papá. —Me echo a reír y me mira como si me hubiera dado un ataque—. Eres la mejor medicina que podrían darme. Oye, tienes que tomar pastillas más fuertes. No te están yendo muy bien, ¿verdad?
Da media vuelta y enfila hacia el recibidor rezongando.
—Me irían de perlas si me acordara de tomarlas —comenta.
—Papá —le llamo, y se detiene en lo alto de la escalera—. Gracias por no preguntarme nada sobre Conor.
—Déjalo, no hay de qué. Sé que volveréis a estar juntos dentro de nada.
—No, no será así —digo en voz baja.
Se acerca un poco a mi habitación.
—¿Le hace la corte a alguna otra?
—No, de verdad. Y yo tampoco. No nos queremos. Desde hace mucho tiempo.
—Pero te casaste con él, Joyce. ¿No te llevé yo mismo al altar? —Parece confundido.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Os hicisteis una promesa en la casa de nuestro Señor, te oí con mis propios oídos. ¿Qué os pasa a los jóvenes de hoy en día, rompiendo y volviendo a casaros cada dos por tres? ¿Qué ha sido de lo de mantener las promesas?
Suspiro. ¿Qué puedo responder a eso? Comienza a alejarse otra vez.
—Papá. —Se detiene pero no se vuelve—. Me parece que no has pensado en la alternativa. ¿Preferirías que mantuviera la promesa de pasar el resto de mi vida con Conor aunque no le quiera y sea infeliz?
—Si crees que tu madre y yo tuvimos un matrimonio perfecto te advierto que te equivocas, porque tal cosa no existe. Nadie es feliz siempre, cielo.
—Eso lo entiendo. Pero ¿qué pasa si no eres feliz nunca?
Piensa en ello como si fuera la primera vez y aguanto la respiración hasta que finalmente habla:
—Voy a comerme una HobNob. —A medio camino del recibidor añade con rebeldía—: Y además de chocolate.