UNA VIEJA AMIGA RECUERDA
—Ha tenido usted dos llamadas telefónicas, señora Oliver.
—¿De quién?
—La primera fue de Crichton y Smith. Querían saber si se quedaba con el brocado verde o azul pálido.
—Todavía no me he decidido —contestó la señora Oliver—. Recuérdeme este asunto mañana por la mañana, ¿quiere? Me gustaría verlos a la luz artificial.
—El otro comunicante era extranjero: un tal Hércules Poirot.
—¡Ah, sí! ¿Qué deseaba?
—Preguntó si podría usted llamarle e ir a verle esta tarde.
—Eso me va a resultar completamente imposible —manifestó la señora Oliver—. Llámele, ¿quiere? Yo tengo que salir inmediatamente. ¿Le dejó su número de teléfono?
—Sí, señora Oliver.
—Magnífico. Así no tendré que consultar la guía. Llámele. Dígale que siento no poder ir a verle, que ando tras la pista de un elefante.
—¿Qué?
—Dígale que estoy sobre la pista de un elefante.
—¡Oh, sí! —exclamó la señorita Livingstone, mirando a la señora Oliver un poco de reojo.
Ella sabía que Ariadne Oliver era una escritora famosa. Juzgaba que, además, no andaba muy bien de la cabeza.
—Nunca me había dedicado a la caza de elefantes —explicó la señora Oliver—. Ahora pienso que se trata de una actividad muy interesante.
Entró en el salón, abriendo el primero de los volúmenes apilados sobre el sofá, todos ellos con trazas de haber sido muy manoseados. La noche anterior había anotado en un papel varías direcciones.
—Bien. Hay que empezar por alguna parte —dijo—. Empezaré por Julia, si todavía le queda un poco de sensatez, si no está chiflada del todo. Julia fue siempre una mujer con ideas y, por otro lado, conocía aquella parte del país por haber vivido allí durante algún tiempo. Sí. Julia va a ser la primera...
—Aquí tiene usted cuatro cartas para firmar —le recordó la señorita Livingstone.
—No quiero que me moleste nadie —contestó la señora Oliver—. Es que no puedo perder ni un minuto. He de trasladarme a Hampton Court y esto queda bastante lejos.
La honorable Julia Carstairs se vio obligada a hacer un ligero esfuerzo para abandonar el sillón en que había estado sentada, el esfuerzo que normalmente tienen que hacer todas aquellas personas de más de setenta años tras un prolongado descanso o después de dar unas cabezadas. Seguidamente, dio un paso adelante y aguzó la vista para descubrir quién era la persona anunciada por la fiel servidora. Por el hecho de ser algo sorda, no había entendido bien el apellido. La señora Gulliver... ¿Era esto lo que había oído? Pues no se acordaba de ninguna señora Gulliver. Dio, vacilante, otro paso más, siempre con los párpados entreabiertos.
—No creo que me recuerde usted. Hace muchos años que no nos vemos.
Al igual que muchas personas de edad avanzada, la señora Carstairs podía recordar las voces mejor que los rostros.
—Pero... ¡Mi querida Ariadne! Me alegro mucho de verla...
Las dos mujeres intercambiaron unas cuantas frases amables.
—He tenido que venir por aquí para entrevistarme con una persona que vive no muy lejos de esta casa —explicó la señora Oliver—. Consultando mi agenda, he visto que su casa, señora Carstairs, quedaba por las inmediaciones... ¡Qué coincidencia tan agradable! —exclamó, mirando a su alrededor—. Tiene usted una vivienda muy bonita.
—No está mal —declaró la señora Carstairs—. Este grupo de casas no es lo que yo quisiera, pero reúne muchas ventajas. He podido traerme mis muebles y hay aquí un restaurante donde se come bastante bien. Sí. Estoy contenta. Los alrededores son preciosos y están bien cuidados. Bueno, Ariadne, siéntese, por favor. Tiene usted muy buen aspecto. El otro día leí en la prensa que había asistido a una comida literaria. Es curioso... No he hecho más que leer su nombre en el periódico, prácticamente, y ya la tengo aquí en persona.
La señora Oliver aceptó la silla que su interlocutora acababa de asignarle.
—Las cosas son así —repuso sencillamente.
—¿Vive usted todavía en Londres?
La señora Oliver contestó afirmativamente a esta pregunta. A continuación se interesó por la hija de la señora Carstairs y sus dos nietos, la que vivía en el país. Después preguntó por la otra. ¿Qué hacía en la actualidad? Al parecer, se encontraba en Nueva Zelanda. La señora Carstairs no estaba muy segura en lo tocante a las actividades que desarrollaba allí. Hallábase entregada a una labor de investigación sociológica, dio a entender. La señora Carstairs oprimió un botón situado sobre uno de los brazos de su sillón, ordenando a Emma que les sirviera el té. La señora Oliver le rogó que no se tomara ninguna molestia. Julia Carstairs respondió:
—Desde luego, Ariadne Oliver no puede salir de mi casa sin haber saboreado un buen té.
Las dos mujeres se recostaron en sus asientos. Rememoraron algunos hechos del pasado.
—Han pasado unos cuantos años desde la última vez que nos vimos —declaró la señora Carstairs.
—Creo que eso fue en la boda de los Llewellyn —apuntó la señora Oliver.
—Sí, creo que sí. ¡Qué vestido tan horrible el de Moira, la madrina! No estaba nada bien, ni de color ni de hechura.
—Me acuerdo perfectamente de él. Le caía pésimamente.
—Yo creo que en nuestros días las bodas eran más lucidas, más bonitas. Ahora los novios se ponen lo que les viene en gana. Y sus acompañantes hacen juego con ellos, vistiendo con una extravagancia irritante. No tienen ningún respeto para el templo. De ser sacerdote, creo que me negaría a casar a muchas jóvenes parejas de esta época.
Llegó el té. La conversación siguió por aquellos derroteros.
—El otro día vi a Celia Ravenscroft, mi ahijada —manifestó la señora Oliver—. ¿Usted se acuerda de los Ravenscroft? Claro, le hablo de muchos años atrás.
—¿Los Ravenscroft? Un momento, un momento... Fueron los protagonistas de una gran tragedia, ¿no? ¿No se pensó en un doble suicidio? Las víctimas fueron encontradas cerca de su casa, en Overcliffe.
—Tiene usted una memoria maravillosa, Julia —comentó la señora Oliver.
—Siempre tuve buena memoria. Sí, pese a recordar en cambio con gran dificultad los nombres de las personas a veces. Sí. Aquello fue una auténtica tragedia, ¿verdad?
—Una verdadera tragedia, en efecto.
—Uno de mis primos tuvo mucha relación con el matrimonio en Malaya. Hablo de Roddy Foster. El general Ravenscroft tenía una hoja de servicios en el ejército muy buena. Desde luego, estaba algo sordo en la época de su retiro. No siempre captaba lo que le decían.
—¿Se acuerda usted realmente bien de esas personas?
—¡Oh, sí! No olvida una a la gente así porque así. Además, vivieron en Overcliffe cinco o seis años.
—Yo no me acuerdo ahora del nombre de pila de ella —declaró la señora Oliver.
—Creo que se llamaba Margaret. Pero todo el mundo la llamaba Molly. Sí, Margaret. Hay muchas mujeres que llevan este nombre. Bueno, había más antes, en aquella época. Solía usar peluca, ¿no se acuerda usted?
—Sí, sí. No lo recuerdo muy bien, pero creo que usaba peluca —contestó la señora Oliver.
—Me parece que en más de una ocasión intentó convencerme de que debía usarla yo también. Insistía en que era muy útil durante los viajes. Ella tenía cuatro. Una de ellas se la ponía exclusivamente por la noche; otra la destinaba exclusivamente a los viajes, como he dicho... Era una peluca muy rara ésta. Se podía llevar con sombrero.
—Yo no conocía a los Ravenscroft tan a fondo como usted —declaró la señora Oliver—. Resulta, además, que en la época de su muerte yo andaba por América, con motivo de unas conferencias. En consecuencia, nunca estuve al tanto de los detalles del suceso.
—Aquello fue un gran misterio —dijo Julia Carstairs—. Una no sabía a qué atenerse. Circularon por ahí muchas versiones del hecho.
—¿Qué se dijo en la encuesta? Supongo que habría una encuesta, claro...
—Por supuesto. La policía realizó algunas investigaciones. Fue uno de esos enigmas que... Desde luego, se supo que las víctimas habían muerto a consecuencia de varios disparos hechos con un revólver. No se pudo concretar lo ocurrido. Al parecer, el general Ravenscroft disparó sobre su esposa, suicidándose a continuación. Pero también existe la posibilidad de que hubiese sido ella quien hiciera fuego sobre su marido, matándose seguidamente. Lo más seguro es que se hubiesen puesto de acuerdo para suicidarse los dos. A conclusiones definitivas no se llegó nunca.
—¿No se pensó en la posibilidad de un doble crimen?
—No, no. No fue sugerido nada raro. No se encontraron huellas dactilares de una tercera persona. El matrimonio, después de tomar el té, salió a dar un paseo. Era lo que hacían a menudo. No habiendo regresado para la cena, el criado, o el jardinero, no lo sé con seguridad, salió en su busca, descubriendo sus cadáveres. El revólver estaba junto a éstos.
—El revólver era del general Ravenscroft, ¿no?
—Sí. Tenía dos revólveres en la casa. Los militares siempre tienen algún arma de su propiedad. Es un efecto de la costumbre, del hábito profesional. El segundo revólver fue hallado en el cajón de un mueble. Evidentemente, habían cogido el otro con un propósito deliberado. No creo que fuese normal que el general diese su acostumbrado paseo llevando un arma encima.
—Claro.
—Luego, se vio que los dos se llevaban bien, que no habían reñido... En pocas palabras: no existían motivos para pensar en el suicidio. Sin embargo, nadie sabe lo que puede haber en el fondo de todo, cuando se trata de unas vidas ajenas.
—Es verdad —confirmó la señora Oliver—. Hay cosas que sólo conocen Dios y los interesados. ¡Qué cierto es eso, Julia! ¿Y a usted no se le ocurrió ninguna idea que pudiera explicar la tragedia?
—He pensado muchas veces en ello, calibrando algunas posibilidades, por supuesto.
—¿Por ejemplo? —insistió la señora Oliver.
—Puede ser que los Ravenscroft estuviesen enfermos. Es posible que él creyera padecer algún cáncer... El informe médico, sin embargo, desmintió tal probabilidad. Al parecer, el general había disfrutado siempre de buena salud. Bueno, me parece que tuvo algo de corazón, algo referente a la arteria coronaría. Pero de eso se había recobrado por completo. Y ella era una mujer muy nerviosa. Había sido siempre una neurótica.
—Creo recordar algo sobre el particular —confesó la señora Oliver—. Claro que, como ya he dicho, no conocía yo muy a fondo al matrimonio —De repente, preguntó—: ¿Llevaba ella la peluca?
—Pues, verá... No recuerdo con precisión ese detalle. Sé que siempre llevaba peluca. Una de las cuatro que poseía.
—Me he estado preguntando si... —La señora Oliver se interrumpió—. Yo creo que abrigando la intención de matar al esposo o de suicidarse, nadie cae en el detalle de ponerse una peluca. Lo lógico era que prescindiera de ella, ¿no?
Las dos mujeres se pusieron a discutir este asunto.
—¿Usted qué opina realmente sobre el caso, Julia?
—He tenido siempre mis dudas... Se han dicho muchas cosas. Es lo que sucede siempre, inevitablemente.
—¿Se hablaba de él o de ella?
—Verá... Se afirmó que había por en medio una mujer joven. Sí. Me parece que ella trabajó como secretaria del general durante un breve período de tiempo. El hombre escribía sus memorias, un relato de sus andanzas por el extranjero. Se las había encargado un editor. La chica iba tomando lo que él le decía al dictado. Algunas gentes afirmaron que había tenido relaciones íntimas con la secretaria. Bueno, ésta no era tan joven. Había cumplido ya los treinta. Y no era muy agraciada. Sobre ella no se había referido nada escandaloso. Bueno, no se sabe nunca... La gente dijo que el general había disparado sobre su esposa porque pretendía casarse con la secretaria. Yo nunca creí tal cosa...
—¿Usted qué pensaba?
—Mis reflexiones se centraban en la esposa, más bien.
—¿Se habló de algún hombre?
—Creo que en Malaya pasó algo. Yo había oído referir una historia acerca de lady Ravenscroft. Se dijo que había entrado en relación amorosa con un hombre mucho más joven que ella. Con tal motivo, el matrimonio había dado un escándalo. No sé dónde fue eso. Pero, de todos modos, eso había sido muchos años atrás y creo que no tuvo consecuencias.
—¿Se rumoreaba algo entre los vecinos de los Ravenscroft? ¿No estuvieron especialmente relacionados con alguno de ellos? ¿Se supo si reñían, si tenían diferencias?
—No creo que hubiese nada en tal sentido. Desde luego, en la época del crimen leí todo lo que se publicó sobre él. El tema fue apasionante para todos. Yo estimo que eran muchas las personas que relacionaban el suceso con alguna trágica historia de amor.
—Pero no se supo concretamente de ninguna, ¿verdad? El matrimonio tenía una hija, mi ahijada...
—¡Oh, sí! Y un hijo. Creo que estaba en un colegio, no sé dónde. La chica contaba solamente doce años... Bueno, quizá fuera mayor. Se encontraba en Suiza.
—Supongo que no habría enfermos mentales en la familia.
—¡Ah! Está usted pensando en el niño... Es posible que no fuese normal. Se oyen contar cosas extrañas. ¿Se acuerda usted del caso del chiquillo que disparó sobre su padre?... Esto ocurrió cerca de Newcastle, creo. Algunos anos antes de lo que hemos estado comentando. El chico fue presa de una gran depresión y me parece que al principio se dijo que había intentado ahorcarse en el colegio. Nadie supo nunca por qué... Bueno, con los Ravenscroft no hubo nada de eso. Sí, estoy segura de ello. Yo continúo obsesionada con la idea de que...
—Siga, siga, Julia.
—A mí se me antoja, pese a todo, que hubo un hombre en este asunto.
—¿Quiere usted decir que ella...?
—Sí... Se me figura lo más probable. Hay que considerar primeramente las pelucas.
—No sé qué pueden tener que ver las pelucas con lo demás.
—Ella se empeñaba en ser una mujer de buen ver.
—Contaba treinta y cinco años tan sólo.
—Algún año más tendría. Treinta y seis, tal vez. A mí me enseñó las pelucas un día y pude comprobar que un par de ellas hacíanla aparecer mucho más atractiva. Otra cosa: se maquillaba mucho. Y todo eso había empezado después de haberse venido a vivir allí. Sí. Decididamente, tenía muy buen aspecto lady Ravenscroft.
—¿Cree usted entonces en la posibilidad de que ella trabara relación con algún hombre?
—Eso es lo que he pensado siempre —declaró la señora Carstairs—. Cuando un hombre va con una mujer la gente se da cuenta en seguida de lo que hay, ya que ellos difícilmente saben ocultar sus andanzas. La mujer es siempre más reservada, más cauta, en estos casos. Se las arregla mejor a la hora de disimular.
—¿Usted cree, Julia?
—Hablo en términos generales, porque normalmente hay personas que, por su posición, están en condiciones de descubrir lo que hay. Pienso en los criados, en los jardineros, en los conductores de los autobuses... Y hasta en un simple vecino que sea un poco fisgón. Cuando se descubre una historia de éstas, la gente habla, comenta. Y si lo que habla llega a conocimiento del marido...
—¿Cree usted que aquello fue un crimen pasional?
—Pues sí.
—Así, pues, usted se inclina a pensar que el marido disparó sobre la mujer, suicidándose a continuación.
—Me inclino a pensar, efectivamente, que las cosas sucedieron de ese modo. De suponer otra cosa, la mujer habría tenido que coger un bolso bastante grande, a la hora del paseo, para guardar en él su revólver. Ninguna de nosotras coge un bolso para dar un paseo por los alrededores de su casa. Hay que buscar el lado práctico de las cosas.
—Es cierto. ¡Qué interesante!
—A usted tiene que parecérselo, por el hecho de dedicarse a la literatura policíaca. Me imagino que sus ideas serán más sensatas y razonadas que las mías. Usted sabe siempre qué es lo que con toda probabilidad va a ocurrir en un caso cualquiera.
—Yo no sé qué es lo más probable —indicó la señora Oliver—. Escribo de crímenes, ciertamente, en mis novelas, pero tenga en cuenta que esos crímenes me los he inventado yo. Quiero decir que en mis argumentos sucede lo que yo deseo que suceda. No se trata de nada que haya pasado o que pueda pasar. En consecuencia, yo soy la persona menos indicada para opinar. A mí me interesa saber lo que usted piensa por su extraordinario conocimiento de la gente, Julia. Además, usted conoció el matrimonio. Cabe la posibilidad de que ella le refiriera algo un día...
—Sí. Un momento. Añora que dice usted eso se me ha venido a la cabeza una cosa.
La señora Carstairs se recostó en su sillón, moviendo la cabeza. Luego, cerró los ojos, quedándose como en trance. La señora Oliver guardó silencio, escrutando su faz. En sus oíos apareció la mirada característica del ama de casa que observa y espera el instante en que va a empezar a hervir algo que tiene arrimado al fuego, en la cocina.
—Recuerdo que en una ocasión dijo algo y no sé qué quiso significar con sus palabras —manifestó la señora Carstairs—. Fue algo acerca de iniciar una nueva vida, en relación con Santa Teresa, Santa Teresa de Ávila.
La señora Oliver experimentó un ligero sobresalto.
—¿Pero cómo fue hablar de ella?
—No lo sé, realmente. Me parece que había estado leyendo una vida de la santa. De todos modos, me dijo que era asombroso ver cómo algunas mujeres habían cambiado de rumbo en la mitad de su existencia. Fue algo así, por el estilo, ya que no puedo recordar sus palabras con exactitud. Aludió a las que, cumplidos los cuarenta o cincuenta años, habían decidido seguir caminando por una nueva senda. Es lo que hizo la santa de Ávila. En la primera etapa de su vida no había hecho nada especial. Habíase limitado a ser una monja más. Luego, se echó a la calle, por decirlo así, reformando y creando conventos. Se empleó a fondo y llegó a ser una gran santa.
—Bueno, pero eso no parece lo mismo.
—No lo es —corroboró la
señora Carstairs—. Ahora, las mujeres emplean un lenguaje muy
especial cuando se refieren a sus asuntos amorosos. Y
frecuentemente se empeñan en poner de relieve, dando muchos rodeos,
que nunca es demasiado tarde...