UN ÁGAPE LITERARIO
Lo peor de la señora Oliver era que cambiaba a cada paso de estilo de peinado. Ella reconocía esta debilidad suya. Los había probado todos, por riguroso turno. Al severo estilo «pompadour» de cierto momento había seguido otro basado en el desorden, como trazado por una fugaz ráfaga de viento, que daba lugar a una expresión del rostro más bien intelectual (bueno, ella esperaba que resultase intelectual, al menos). A los rizos geométricos había seguido el artístico desarreglo. Al final, tuvo que admitir que aquel día su peinado era lo menos importante, un detalle accesorio, puesto que iba a usar lo que en raras ocasiones usaba: un sombrero.
En la parte superior del guardarropa de la señora Oliver había cuatro sombreros. Uno de ellos, concretamente, estaba destinado a las bodas. Para asistir a una boda hay que llevar un sombrero especial, ya que no todos sirven con vistas a tales acontecimientos. La señora Oliver, precavida, tenía en realidad dos de esta clase. Uno de ellos, guardado en una caja redonda, era de plumas. Se ajustaba perfectamente a su cabeza, resultando muy útil cuando, por ejemplo, al salir de un coche para pasar al interior del templo (o de un edificio oficial, como venía ocurriendo ahora, con frecuencia) caía algún pequeño e inesperado chubasco.
El otro sombrero era más complicado. Estaba destinado a las bodas que se celebraban los sábados por la tarde, en el verano. Tenía flores, encajes y una amarilla y corta redecilla.
Los otros dos sombreros del guardarropa eran de aplicación más generalizada. Uno de ellos era el denominado por la señora Oliver su «sombrero de casa de campo». Estaba hecho de fieltro y se acomodaba a muchos vestidos, contando con un amplio borde inferior que podía abatirse o levantarse.
La señora Oliver tenía un jersey grueso, de abrigo, y otro fino, para los días simplemente cálidos. Ambas prendas, por su color, se acomodaban al tocado. Sin embargo, aunque los jerseys eran frecuentemente usados por ella, el sombrero, prácticamente, quedaba siempre en el guardarropa, ya que, en verdad, ¿qué objeto tenía ponerse un sombrero para ir al campo, donde todo lo que tendría que hacer sería comer con unos amigos?
El cuarto sombrero era el más caro de los cuatro, reuniendo extraordinarias y duraderas ventajas. La señora Oliver pensaba a veces que por eso le había costado bastante. Consistía en una especie de turbante, de varias capas de terciopelos que contrastaban entre sí por sus matices, haciendo que el sombrero fuese bien con todos los vestidos.
La señora Oliver se detuvo, dudosa, llamando en su auxilio a María.
—¡María! —dijo, levantando la voz—. ¡María! Ven acá un momento.
Acudió María en su ayuda. La mujer estaba acostumbrada a aconsejar a la señora Oliver en lo tocante a sus atuendos.
—Va usted a llevar ese bonito y elegante sombrero, ¿verdad? —inquirió María.
—Sí —confirmó la señora Oliver—. Yo quisiera saber, sin embargo, si queda mejor colocado así o de la otra manera.
María dio un paso atrás, estudiando el sombrero.
—Yo creo que se lo ha colocado al revés —aventuró María.
—Sí, ya lo sé. Lo sé perfectamente, pero no sé por qué me he figurado que queda mejor así.
—¿Por qué había de quedarle mejor?
—Es que así se ven los terciopelos azules y negros, que son preciosos. De la otra manera, lo que se ve en seguida son los tonos verdes, rojo y chocolate, menos bonitos.
La señora Oliver se quitó en este momento el sombrero, cambiándolo de posición sobre su cabeza, fijando una intermedia.
—No, no —dijo María—. Así no le va bien a su rostro. Creo que no le iría bien a ninguna mujer.
—Me parece que, en fin de cuentas, me lo pondré como siempre lo he llevado, derecho.
—Pues sí, es más seguro —corroboró María.
La señora Oliver se quitó el sombrero. María la ayudó a ponerse un bien cortado vestido de lana de color castaño. Seguidamente procedieron entre las dos a ajustar el sombrero.
—Está usted muy elegante —manifestó María.
Esto era lo que a la señora Oliver le agradaba más de ella. Cuando se le daba un leve pretexto, María tenía siempre esa salida.
—¿Va usted a pronunciar algún discurso después del almuerzo?
—¡Un discurso! —la señora Oliver pareció sentirse horrorizada—. No, desde luego que no. Tú sabes que yo no hago nunca discursos.
—Bueno, yo creí que eso era lo obligado en las comidas literarias. A la de ahora van a asistir escritoras famosas, ¿no?
—Yo no tengo por qué pronunciar ningún discurso —afirmó la señora Oliver—. De eso se encargarán algunas personas que gustan de tal actividad y que además sabrán quedar en mejor lugar que una...
—Estoy convencida de que si usted quisiera podría pronunciar un bonito discurso —aseguró María, queriendo tentarla.
—Ni hablar. Sé muy bien de lo que soy capaz. Conozco mis limitaciones, María. Jamás podré pronunciar un discurso. Creo que me pondría nerviosa, que tartamudearía, que diría muchas veces lo mismo. Causaría una mala impresión en mis oyentes. Lo de escribir es algo distinto. Paso incluso por lo de dictar palabras, frases. Me arreglo bien con el lenguaje, siempre y cuando no me empeñe en componer un discurso.
—Bien, señora Oliver. Estoy segura de que todo saldrá a su gusto. No obstante, si usted quisiera... Va a ser una comida importante, ¿verdad?
—Sí —repuso la señora Oliver, deprimida—. Muy importante.
«¿Por qué habré aceptado yo esta invitación?», se preguntó a continuación. A ella le agradaba conocer sus motivaciones con anterioridad a los hechos en lugar de obrar y preguntarse después la razón de sus actos.
María había regresado apresuradamente a la cocina. Había dejado algo en el fuego minutos antes.
—Supongo —se respondió a sí misma la señora Oliver, en voz alta— que en esta ocasión me ha impulsado la curiosidad. Me han pedido muchas veces que asistiera a comidas y cenas literarias, pero jamás había aceptado antes de ahora...
La señora Oliver llegó al último plato del ágape con un suspiro de satisfacción, dedicándose a juguetear con los residuos de merengue que quedaron frente a ella. Le gustaban los merengues y aquél le había parecido delicioso, al final de un espléndido menú...
No obstante, cuando una persona llega a la edad media de la vida, debe andar con cuidado con los merengues. ¡Los dientes! Éstos suelen tener un aspecto magnífico. Se disfruta de la gran ventaja de que no pueden doler: son blancos, parejos... Los dientes postizos son como los auténticos, exteriormente. Pero no son lo mismo, claro. Y los dientes postizos no se elaboran con materiales de alta calidad. Al menos, esto era lo que la señora Oliver creía. Ella siempre había entendido que los perros, por ejemplo, poseían unos dientes de marfil auténtico, en tanto que los de los seres humanos eran de hueso, simplemente. O de plástico, suponía, en el caso de los postizos.
El caso era que cuando una persona se veía obligada a utilizar una dentadura postiza, al sentarse a la mesa debía adoptar ciertas precauciones. Aquélla podía ponerla, de lo contrario, en una situación apurada. La lechuga, por ejemplo, era un plato difícil, así como las almendras saladas, los pasteles de chocolate con rellenos duros, los caramelos y el merengue, deliciosamente adherentes. Con un suspiro de satisfacción, engulló el último bocado. Sí. Aquélla había sido una buena, una buenísima comida.
La señora Oliver lo había pasado bien. Habíase sentido a gusto en seguida entre las personas que la rodeaban. La comida, en principio pensada para festejar a varias célebres escritoras, se había ampliado, por fortuna acogiendo los organizadores a varios escritores y críticos y también a miembros distinguidos del público lector. A la señora Oliver le había tocado sentarse entre dos encantadores representantes del sexo masculino.
Uno de ellos era Edwin Aubyn, cuyas poesías siempre habían sido de su agrado. Aubyn era un gran conversador, que había vivido diversas experiencias interesantes durante sus viajes por el extranjero. El tema de la buena mesa le gustaba mucho y los dos, de mutuo acuerdo, hablaron de platos y restaurantes famosos, dejando a un lado la literatura.
Sir Wesley Kent, al otro lado de la señora Oliver, había sido para ella también un agradable compañero de mesa. Había dicho no pocas cosas halagadoras acerca de sus libros, pero de un modo muy particular, que no la hacía sentirse abrumada. Al justificar su interés por dos o tres de sus obras, había sabido exponer argumentos convincentes, por cuyo motivo la señora Oliver se formó una opinión muy favorable de él.
La señora Oliver se dijo que los elogios, cuando vienen de los hombres, son siempre aceptables. Las mujeres caían en unos extremos ridículos, absurdos. ¡Qué cosas le habían escrito algunas! Claro, no sólo recibía cartas de mujeres. A veces, le escribían jóvenes emocionales que vivían en remotos países. Una semana atrás había recibido una carta de un admirador en la que éste le decía: «Leyendo su libro me he dado cuenta de lo noble que debe ser usted.» Después de la lectura de La Segunda Carpa, el joven había caído en una especie de éxtasis literario que a juicio de la señora Oliver no estaba justificado. Francamente, encontraba algo de exageración.
Ella no era modesta por sistema. Creía, sinceramente, que las novelas policíacas que escribía figuraban entre las buenas del género. Algunas quedaban por debajo del nivel general de su obra y otras superaban el mismo. Pero no había escrito nada que pudiera inducir a la gente a pensar que ella era una mujer muy noble. Era, sencillamente, una mujer afortunada, que había tenido la suerte de llegar a escribir cosas que a la gente le gustaba leer. «Una suerte maravillosa», se dijo la señora Oliver.
Bien. Considerando todas las cosas que habían concurrido en aquella comida, había salido de la prueba complacida. Había pasado un buen rato, charlando con personas agradables. Ya se trasladaban todos al sitio en que iba a ser servido el café. Se le deparaba, pues, la oportunidad de alternar con otros asistentes al ágape literario. La señora Oliver sabía perfectamente que éste era uno de los momentos más peligrosos de la reunión. Ahora surgirían algunas mujeres, cuyos ataques tendría que soportar. Los ataques, por supuesto, serían a base de extremados elogios. En estas condiciones, ella se sentía siempre ineficiente. No daba jamás con las respuestas adecuadas porque era difícil contestar adecuadamente.
Pregunta clásica: «Tengo que decirle que me agrada mucho leer sus libros, que a mi juicio son maravillosos.»
Contestación de la agobiada autora (en su caso): «¡Oh! Es usted muy amable. Me satisface muchísimo que le gusten mis obras.»
—«Hace meses que deseaba conocerla. Ésta es una experiencia realmente deliciosa.»
—«¡Oh! Muy amable, muy amable. De veras.»
Estos diálogos se producían así. Los dos interlocutores no acertaban a dar con otro tema. Había que hablar forzosamente de los libros propios, o de los de la otra persona, si se conocían. Era una especie de tela de araña literaria, de la que no había manera de salir. Algunas escritoras se las arreglaban bien, pero la señora Oliver era consciente de su falta de habilidad en ese terreno. Con ocasión de una breve visita a una embajada de su país en el extranjero, una amiga suya había llegado a darle ciertas normas de gran utilidad, a su parecer.
—La he estado escuchando —le dijo Albertina, una encantadora joven—. He estado escuchando sus contestaciones a las preguntas que le hizo ese periodista que vino a entrevistarla. No se ha mostrado debidamente orgullosa de su trabajo, a mi entender. Usted debiera haber dicho: «Sí. Yo escribo bien. Entre las escritoras que cultivan el género policíaco soy la mejor.»
—Bueno, a mí no se me da mal el género, pero...
—¿Ve usted? Hay que hacer afirmaciones más rotundas, señora Oliver.
—Albertina querida —contestó la señora Oliver—: esos periodistas deberían entrevistarse contigo. Tú sabrías quedar en mejor lugar que yo. ¿ Por qué no te haces pasar por mí un día? Yo me limitaría a escuchar vuestra conversación al otro lado de la puerta.
—Sí. No es mala su idea. Nos divertiríamos bastante. Pero el periodista de turno se daría cuenta en seguida del engaño. La conocen por las fotografías. Usted diga siempre: «Yo soy la mejor escritora de novelas policíacas.» Esto se lo tiene que decir a todos. La prensa aireará sus palabras. ¡Oh, sí! Resulta terrible oírle hablar de su labor en tono de excusa. Tiene usted que cambiar. Debe adoptar esa táctica.
La señora Oliver pensaba que en aquella ocasión se había comportado como una actriz torpe, que no lograra aprender su papel. El director (Albertina) habíala llevado de la mano, esforzándose por conducirla por el buen camino.
Bien. Allí no se había visto en situaciones apuradas. Habíanla abordado unas cuantas mujeres, que esperaban, cuando abandonaron la mesa. Todavía veía dos o tres por los alrededores. Era igual. Si le dedicaban algunos elogios, respondería: «Es usted muy amable. Me siento muy complacida por sus palabras. Para mí es una gran satisfacción saber que a la gente le gusta leer mis libros.» Recurriría a las frases de siempre. Y en cuanto se le deparara una oportunidad saldría de allí, despidiéndose cortésmente de las personas que quedasen más cerca de ella.
Miró a su alrededor, descubriendo los rostros de algunos amigos y admiradores. A cierta distancia divisó a Maurine Grant, una persona muy divertida. Hombres y mujeres habían abandonado ya la mesa, repartiéndose por sillas, sillones, sofás y acogedoras rinconeras. Estaba viviendo el momento de mayor peligro, se dijo la señora Oliver. En el instante menos pensado podía verse abordada por alguien no recordado por ella, por alguien con quien no quería hablar o que deseaba evitar a toda costa.
De pronto, sus ojos se fijaron en una mujer de gran estatura, corpulenta, además. Era lo que un francés hubiera denominado una femme formidable. Sus ademanes eran seguros, como de quien está habituado al mando. Evidentemente, conocía a la señora Oliver. O intentaba trabar relación con ella.
—¡Oh, señora Oliver! —dijo la mujer, que tenía una voz muy aguda—. ¡Cuánto me alegra verla! Hace mucho tiempo que deseaba conocerla. Sus libros me encantan. A mi hijo le pasa lo mismo. Y mi esposo era incapaz de viajar sin llevar consigo dos o tres libros suyos. Pero, ¿por qué no nos sentamos? Quería hacerle unas cuantas preguntas.
«¡Vaya! —pensó la señora Oliver—. Este tipo de mujer no es el que más me agrada, desde luego. Pero como he de estar con alguien...»
La señora Oliver se vio conducida, como guiada por un policía, hasta un sofá de dos plazas situado en uno de los rincones de la estancia. Su nueva amiga aceptó una taza de café, colocando una taza ante ella, sobre una pequeña mesita.
—Ya estamos servidas y acomodadas, ¿ve? Supongo que mi nombre no le es conocido. Soy la señora Burton-Cox.
—¡Oh, sí! —exclamó la señora Oliver, nerviosa, como de costumbre en tales situaciones.
¿La señora Burton-Cox? ¿También se dedicaba a escribir libros? Pues no. No recordaba nada absolutamente acerca de ella. Pero le parecía haber oído o leído aquel apellido en alguna parte. Una leve idea cruzó su mente. ¿Lo habría leído en algún libro político? Nada de novelas policíacas, de simple entretenimiento; nada de literatura de evasión. ¿Se enfrentaba con una intelectual de ideas políticas o sociológicas? «Bueno —pensó la señora Oliver—. Si me habla de cosas que no entiendo saldré fácilmente del paso exclamando: "¡Qué interesante!"»
—Se quedará usted sorprendida, realmente, cuando sepa lo que voy a preguntarle... —dijo la señora Burton-Cox—. Verá. Leyendo sus libros me he dado cuenta de que es usted una mujer de sentimientos, que comprende perfectamente al ser humano. He pensado que si hay alguien en este mundo capaz de responder a mi pregunta, esa persona es usted.
—La verdad, yo no sé si... —empezó a decir la señora Oliver, dudando de su capacidad para ponerse a la altura de los conceptos que iba a esgrimir seguramente su interlocutora.
La señora Burton-Cox sumergió en su taza un terrón de azúcar, triturándolo con su cucharilla de un modo... carnívoro, como si hubiese sido un hueso. O un diente de marfil, quizá, pensó la señora Oliver. ¿Marfil? Los perros tenían marfil, como las morsas, como los mismos elefantes, desde luego. Unos grandes colmillos de marfil. La señora Burton-Cox estaba diciendo:
—He aquí ahora lo primero que deseo preguntarle... Estoy segura, completamente segura, ¿eh?, de que usted tiene una ahijada, un ahijada que se llama Celia Ravenscroft. ¿Es así?
—¡Oh! —exclamó la señora Oliver, gratamente sorprendida.
Había pensado en seguida que a base de aquel tema de la ahijada podía salir bien parada en aquella conversación, quizás. Ella tenía muchas ahijadas. Y ahijados también. Había momentos, a medida que pasaban los años, en que no acertaba a recordarlos a todos.
Había cumplido con su deber en ciertas épocas de su existencia, enviando regalos a sus ahijados por Navidad, visitándolos, a ellos y a sus padres; había llegado a ir a los colegios que los chicos y chicas frecuentaban, para llevarlos y traerlos. Posteriormente, al cumplir ellos los veintiún años, una fecha señalada, habíase portado como una buena madrina, haciendo acto de presencia en sus hogares, lo mismo que, más adelante, en la etapa nupcial, siempre con el presente adecuado o el regalo en metálico, u otra atención cualquiera por el estilo. Seguidamente, los ahijados, de uno y otro sexo, se habían ido alejando de su vida. Unas veces porque establecían sus casas en países extranjeros y otras porque ejercían sus profesiones a muchos kilómetros de su residencia o se ocupaban de proyectos que no les dejaban parar un momento. El caso era que, lentamente, se desvanecían. Por supuesto, la señora Oliver se alegraba mucho cuando, de repente, por cualquier causa, volvía a verlos. Pero entonces ya le costaba trabajo recordar cuándo había tenido lugar la última entrevista, quiénes eran sus padres, qué circunstancias especiales le habían llevado a amadrinar a una criatura.
—Celia Ravenscroft... —murmuró la señora Oliver, esforzándose sinceramente por hacer memoria—. Sí, sí, claro. Sí. Ya la recuerdo.
Desde luego, a su memoria no acudía ninguna imagen reciente de Celia Ravenscroft. El bautizo... Había estado presente en el bautizo de la niña, naturalmente, regalándole un precioso colador de plata estilo Reina Ana. Era muy bonito, sí. Servía para filtrar la leche y, más adelante, la niña podría vender su regalo fácilmente, cuando quisiera hacerse con unas monedas en el acto. Sí. Se acordaba muy bien del fino colador. Estilo Reina Ana... ¡Con qué facilidad se acordaba la señora Oliver de las cafeteras, coladores o tazas de la fiesta del bautizo! Mejor, mucho mejor que de la criatura bautizada, protagonista del acontecimiento.
—Sí —contestó—. Desde luego. Pero hace mucho tiempo que no veo a Celia.
—¡Oh, sí! Celia es, hay que decirlo, una muchacha bastante impulsiva —declaró la señora Burton-Cox—. He de señalar que sus ideas cambian muy a menudo. Hay que reconocer que es una intelectual, a quien se le dio bien la Universidad. En cuanto a sus nociones políticas... Supongo que la gente joven de ahora tiene ideas políticas más o menos definidas.
—Tengo que confesarle que en cuestiones políticas soy una ignorante —manifestó la señora Oliver, para quien la política había constituido siempre un enigma inexplicable.
—Pienso confiarme a usted. Voy a decirle qué es exactamente lo que quiero saber. Espero que no se molestará por ello. Sé por ciertas personas que la han tratado que es usted muy amable, que siempre está dispuesta a complacer a los demás.
«¿Estará pensando esta mujer en pedirme dinero en concepto de préstamo?», se preguntó ahora la señora Oliver. Habían sido varias las personas que obraran así tras una preparación semejante a la contenida en aquel preámbulo.
—Se trata de un asunto que reviste el máximo interés para mí. Es algo que me he creído en la obligación de averiguar. Celia va a casarse con mi hijo, Desmond...
—¿De veras?
—Al menos, tal es su propósito en estos momentos. Desde luego, una debe estar al tanto de la gente que la rodea y hay algo que quiero saber a toda costa. Es una pregunta extraordinaria la mía, una pregunta que no se puede formular a cualquiera, a una persona desconocida. Yo ya no la tengo a usted por tal, mi querida señora Oliver.
«Ojalá no fuese así», pensó esta última. Progresivamente, se estaba poniendo nerviosa. ¿Tendría Celia un hijo ilegítimo? ¿Iría a tenerlo acaso? La mujer iba a preguntarle si estaba al tanto de los hechos, solicitando de ella detalles. Era éste un movimiento muy torpe, sin embargo. «Por otra parte —se dijo la señora Oliver—, hace cinco o seis años que no la veo y debe de contar ahora veinticinco o veintiséis. Por tanto, es natural que diga que no sé nada.»
La señora Burton-Cox se inclinó hacia adelante, haciendo una profunda inspiración.
—Quiero que me conteste a la siguiente pregunta, porque estoy segura de que usted debe estar enterada o tener una idea muy aproximada sobre lo que pasó realmente: ¿mató la madre al padre o fue éste quien dio muerte a aquélla?
La señora Oliver había estado esperando muchas salidas, pero aquélla no. Se quedó mirando fijamente a la señora Burton-Cox, haciendo un gesto de incredulidad.
—Es que yo no... —balbuceó—. No... no comprendo. Quiero decir que no sé por qué razón...
—Querida señora Oliver: usted debe estar enterada de eso... Fue un caso famoso... Sí, ya sé que ha transcurrido mucho tiempo desde entonces, diez o doce años, por lo menos, pero en su día acaparó la atención del gran público. Seguro que lo recuerda. Tiene que recordarlo, a la fuerza.
La señora Oliver buscaba desesperadamente una respuesta. Celia era su ahijada. Esto era cierto. La madre de Celia, de soltera Molly Preston-Grey, amiga suya, aunque no particularmente íntima, había contraído matrimonio con un militar, sí, con... ¿cómo se llamaba?... en efecto, con sir No-sé-qué Ravenscroft. ¿O había sido él embajador? Resultaba extraordinario que no pudiese recordar semejantes detalles. Tampoco se acordaba de si había sido ella la madrina de boda de Molly. Pensó que sí. Una elegante reunión en la Guards Chapel con motivo del enlace matrimonial. O tal vez éste tuvo por escenario otro lugar semejante. Estas cosas se olvidan, decididamente.
Después habían transcurrido años sin verse. El matrimonio se había ido a vivir a... ¿al Oriente Medio?, ¿a Persia?, al Iraq, tal vez... ¿Había estado en Egipto? ¿En Malaya? En algunas ocasiones, hallándose temporalmente en Inglaterra, se habían visto de nuevo. Pero aquello era como una de esas fotografías que se tocan y se miran luego alguna que otra vez. Se recuerda a las personas de la instantánea vagamente, pero sus imágenes están tan desdibujadas en la mente que no se acierta a identificarlas concretamente. Y ella no acertaba a calibrar ahora hasta qué punto habíanse adentrado en su vida sir No-sé-qué Ravenscroft y lady Ravenscroft, de soltera Molly Preston-Grey. Creía que no mucho... Ahora bien, Burton-Cox continuaba escrutando su rostro. La miraba como si se sintiera decepcionada por su falta de savoir-faire, por no lograr recordar lo que había sido, evidentemente, una cause célebre.
—¿Murieron los dos? ¿En un accidente, quiere usted decir?
—¡Oh, no! No fue un accidente. Todo ocurrió en una casa situada junto al mar. En Cornualles, me parece. Era un sitio donde había muchas rocas. Los dos fueron encontrados en una escarpadura. Y habían disparado sobre ellos. La policía no pudo concretar nada. ¿Había disparado la mujer sobre el marido, suicidándose a continuación? ¿O había sido el marido quien disparara sobre la esposa, matándose después? La policía estudió los proyectiles y diversos elementos del caso, pero tropezó con muchas dificultades para poder pronunciarse en un sentido u otro. Se pensó en un doble suicidio, previo acuerdo del matrimonio... No sé qué veredicto se dio. Se estimó la posibilidad de una desgracia. Ahora, todo el mundo convenía que tenía que tratarse de algo intencionado. Fueron muchas las historias puestas en circulación...
—Posiblemente, todas ellas inventadas gratuitamente —manifestó la señora Oliver, esperanzada, tratando de recordar cualquiera de ellas.
—Bueno, es posible. ¿Quién sabe? Se dijo que aquel día, o antes, el matrimonio había reñido; se habló de otro hombre; se habló, ¿cómo no?, de otra mujer... Nadie sabe qué pasó, verdaderamente. Creo que se procuró silenciar en la medida de lo posible el caso porque el general Ravenscroft era hombre de gran posición social. Me parece que se dijo también que había estado en una clínica aquel año, de la cual había salido muy deprimido, no siendo dueño de sus actos...
La señora Oliver habló con firmeza:
—Tengo que confesar que no sé una palabra sobre ese asunto. ¡Oh! Recuerdo el caso, desde luego, por haber hablado usted de él ahora; recuerdo los nombres de los protagonistas, que yo conocía. Ignoro, en cambio, qué pudo pasar. Es que no tengo ni idea.
A la señora Oliver le hubiera gustado añadir a su breve discurso: «¿Cómo se ha atrevido a hacerme una pregunta tan impertinente, señora Burton-Cox? Es algo que tampoco me explico, créame.»
—Es muy importante que yo sepa a qué atenerme —declaró la señora Burton-Cox.
Sus ojos tenían ahora un dura expresión, por vez primera.
—Es importante por mi hijo, mi querido hijo; va a casarse con Celia.
—Creo que no puedo complacerla —contestó la señora Oliver—. No conozco la versión cierta del caso.
—Sin embargo, lo lógico es pensar que usted lo sabe... —insistió la señora Burton-Cox—. Me explicaré... Usted escribe unas novelas de crímenes maravillosas. Usted conoce la psicología del criminal y sus móviles. Estoy convencida de que más de una vez le habrán referido cosas no publicables, cosas que explican determinados actos misteriosos para los demás.
—Yo no sé nada —contestó la señora Oliver, en un tono menos cortés ahora.
—Pero usted podría hacerle esa pregunta a su ahijada. Podría hablar con Celia.
—¿Hacerle la pregunta a Celia? —inquirió la señora Oliver, muy sorprendida—. ¿Cómo voy a dar yo ese paso? Ella tenía... Bueno, creo que era una niña cuando se produjo aquel trágico acontecimiento.
—A pesar de eso, Celia debe estar informada —aseguró la señora Burton-Cox—. Hay pocas cosas que los niños ignoren. Ella se lo dirá todo a usted. Estoy convencida de que se lo dirá.
—A mí me parece que lo más natural sería que la interrogara usted directamente —aventuró la señora Oliver.
—No me es posible... Entonces, puede ser que Desmond se disgustara. Todo lo de Celia le afecta mucho y... Estoy segura de que Celia se explayaría con usted.
—Ni por un solo momento he pensado en someterla a un interrogatorio —contestó la señora Oliver, quien hizo como si consultara su reloj de pulsera—. ¡Oh, querida! Llevamos charlando mucho tiempo ya. La comida de hoy ha sido deliciosa... Pero tengo que irme. Estoy citada con una persona. Adiós, señora Burton-Cox. Lamento no poder complacerla. Usted se hará cargo: estas cuestiones son siempre delicadas...
En aquel momento pasó por delante de ellas una escritora amiga de la señora Oliver. Ésta se puso en pie, asiéndola por un brazo.
—¡Mi querida Louise! ¡Cuánto me alegra verte! No sabía que estabas aquí.
—¡Oh, Ariadne! Llevamos mucho tiempo sin vernos. Te has quedado más delgada, ¿verdad?
—Siempre tienes a mano una frase amable, Louise —dijo la señora Oliver, alejándose del sofá en que había estado sentada hasta aquel instante—. Me marchaba porque tengo una cita.
—Supongo que esa mujer ha estado acaparándote, ¿eh? —contestó Louise, mirando por encima del hombro de su amiga a la señora Burton-Cox.
—Me ha estado haciendo terribles preguntas —explicó la señora Oliver.
—¿Y qué? ¿No supiste contestar adecuadamente a ellas?
—Pues no, Louise. No tenían nada que ver conmigo. No sabía de qué me estaba hablando. Sin embargo, si quieres que te diga la verdad, me hubiera gustado haber podido satisfacer su curiosidad.
—¿Era interesante el tema de vuestra conversación?
Por la cabeza de la señora Oliver había cruzado ahora otra idea.
—Sí, francamente...
—¡Cuidado! Acaba de ponerse en pie y supongo que te va a abordar de nuevo, Ariadne —le previno su amiga-. Vámonos. Te sacaré de aquí y además estoy dispuesta a llevarte donde quieras si es que no te has traído tu coche.
—Para andar por Londres jamás saco el coche. No hay manera de aparcar en ningún sitio.
—Sé muy bien lo que pasa. Es tremendo.
La señorita Oliver se apresuró a despedirse de algunas personas. Palabras de agradecimiento, frases reveladoras de su complacencia por haber asistido a aquella agradable reunión...
Poco después, Louise y ella llegaron a una plaza de Londres.
—Me habías dicho Eaton Terrace, ¿no? —preguntó la amable amiga de la señora Oliver.
—Sí... Pero a donde tengo que ir ahora es a... Bueno, creo que se trata de las Mansiones Whitefriars. No recuerdo bien el nombre, pero sé dónde es.
—¡Oh! Es un bloque de pisos, de corte más bien moderno. Muy cuadrados y geométricos.
—Eso es —dijo la señora
Oliver.