CAPÍTULO 2 

 

 

No tengo buena tolerancia al alcohol, un par de copas de más me llevan de cabeza a lo inapropiado, aun así me arriesgué, prefería el olvido de acontecimientos que te regala la resaca antes que el parloteo continúo de Iris y de mi hermana.

Traté de mantener mi cabeza alejada de los pensamientos autodestructivos de declive artístico, pero ningún vino espumante consiguió que lo lograra. Estaba entre dos mundos, el que se sucedía frente a mí en ese bar ambientado en los ochenta, y mi realidad profesional que me exigía un cambio con una fecha límite que me pisaba los pies.

Todos mis recursos habían sido agotados, y por ello apelaba a la lógica de las mujeres que me acompañaban y que solían estimularme de las maneras más absurdas posibles. Trabajo e investigación de campo...allá vamos.

Hice agua, me hundí como un submarino en plena batalla naval.

No sólo no era buena escribiendo erotismo, tampoco era buena tratando de conseguir un amor de una noche. No  servía ni para representar el papel de una mujer fácil.

Con todo el alcohol posible circulando por mis venas, y con la canción “Girls just want to have fun” sonando de fondo, cometí el segundo error de la noche. El primero había sido haberle hecho caso a las dos desquiciadas que me habían empujado al lugar; el segundo, haber considerado sus sugerencias, eso me había llevado al baño a vomitar mientras hacía un llamado telefónico para concertar una cita. Una cita nocturna, y  por demás equivocada.

 

 

Tenía treinta y cuatro años y ya contaba con un divorcio. Había sido un matrimonio adolescente, un matrimonio de  dos idiotas enamorados en el colegio que creían  que su amor sería eterno. No lo fue, el amor se evaporó, se transformó en monotonía, en rutina. Al principio fuimos pareja, después nos convertimos en compañeros de departamento, y cuando asumimos el rol de madre e hijo, yo puse fin al asunto. Él coincidió conmigo al instante, y el divorció fue más rápido que un suspiro. 

Mi historia en el mundo del matrimonio no era algo que me molestara contar, contra todos los pronósticos habíamos durado más de un año, y con eso me bastaba para cerrarle la boca a todo aquel que decidía opinar sobre el asunto. No estaba del todo insatisfecha con mi historia pasada, pero quería dejarla ahí, divorciada a los veintiún  años no era un buen título. ¿O sí? No, no lo creo.

Después de Ignacio, ese es su nombre, no hubo muchos hombres más, sólo hubo crecimiento profesional. Era verdad, escribía romances pero no los vivía, y el argumento para ello consistía en que no tenía tiempo, me dedicaba de lleno a lo que en realidad me satisfacía, contar historias. Aun así tenía necesidades, y como no había incursionado en el gran universo de la autosatisfacción, recurría a lo conocido. Y ese “conocido” acababa de golpear mi puerta gracias a mis temores de fracaso, al alcohol, y a las teorías de las mujeres que me habían regresado a casa a mitad de la madrugada.

Tenía un secreto. Un muy grande, uno que no abandonaba las paredes de mi departamento. Ni siquiera Iris estaba al tanto de él, hacerlo me condenaría a la hoguera. Confesar que mantenía, cada tanto, relaciones íntimas con Ignacio, era un suicidio familiar, y sobre todo algo que atentaba contra cualquier amistad que tenía.

Esto era caer bajo, lo sabía, pero bueno...era lo que había.

«A buen hambre no hay pan duro»

 

El asumir la situación en un estado completo de embriaguez causó el efecto contrario a lo que esperaba. Dicen que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad, y desde hoy creo que están en la cierto, mientras Ignacio hacía acto de su masculinidad, mi cabeza inició un juicio y un análisis revelador de su labor sexual.

Estaba excedido de peso, y no era algo que yo criticara, no, yo también lo estaba, pero ese exceso parecía que le generaba otras reacciones...sudaba, sudaba en demasía, y ese sudor no olía a rosas. Ante tal hecho, me veía en la obligación de respirar por mi boca cada tanto para apaciguar la molesta y rancia fragancia. Intenté olvidar el asunto y dejarme llevar por el acto, le acaricié la espalda, y desestimé tal acción al instante, la humedad  sudorosa de su piel se adhirió a mis manos. Quería limpiármelas, la sensación de suciedad que me causaba hizo que las refregara contra las sábanas.

Puaj... imposible el  romance aquí.

Ahora me daba cuenta que el movimiento de sus investidas, que aprovechando la situación, aclaro, no son para nada profundas, eran favorecidas por ese sudor, que no sólo estaba en su espalda, también nacía en su pecho y le servía de lubricante natural. El muy desgraciado  se deslizaba  sobre mi cuerpo gracias al sudor.

¡Dios santo, ahora me sentía toda pegoteada!

¿Trabajo de campo? ¡¡¡¿Trabajo de campo?!!!

Él había sido mi compañero en la materia de sexualidad, y dada la comprensión actual de la situación, ambos habíamos desaprobado la materia.

Mientras trataba de motivarme con intenciones de llegar a “su climax”, el mío no parecía que iba a hacerse presente, pensé en los personajes ficticios de las miles de novelas que había leído, al tiempo que su incipiente barba me raspaba las mejilas, y me irritaba los labios. Un mar de sensaciones incómodas se agitaba en mí, más ahora que su lengua me quitaba la respiración, pero no de buena manera, no, me sofocaba, hecho que me hacía retomar la respiración por la nariz...dándole la bienvenida, una vez más, a su perfume “made in sudor”. Y como si eso no bastara,  para cerrar el cuadro de «A buen hambre no hay pan duro»...decidió jugar con mis pechos como si estos fuesen dos bollos de pastelería que necesitaban ser amasados.

«Pastelería», «amasado»,  « bollo».

Un único deseo nadaba en mi cabeza ahora, ir al refrigerador y disfrutar de las porciones olvidadas de extra queso.

Movida por ese sentimiento, que de seguro iba a colmarme de mayor satisfacción que éste, contribuí con la acción de la escena que se estaba llevando acabo sobre mi cuerpo. Acompañé sus penetraciones con mis caderas, y le regalé pequeños gemidos que anunciaban una falsa llegada al éxtasis.

Entendió el mensaje. A pesar de todo era un caballero, él no finalizaba si yo no había obtenido la retribución de su trabajo, y ahora que lo confirmaba con mis claros indicios onomatopéyicos, ponía en juego toda su energía restante.

Alzó mis piernas, las calzó a la altura de sus caderas, y al ritmo de sus embestidas, los pelos gruesos y rizados de su pecho comenzaron a rozar de forma violenta mis pezones.

Mi cabeza golpeó contra la pared.

Auuhhhh. Una vez...otra vez.

Gemí, gemí fuerte. Le clavé las uñas en la espalda fingiendo mi momento pleno, y lo hizo, se liberó de sí mismo dentro mío.

Sí, señores...y el Premio de la Academia a la mejor actriz de reparto (por qué de protagónico aquí yo nada tuve)...va para: ¡¡¡Anabela Bregan!!!!

Se desplomó a mi lado, en apariencia satisfecho, y al hacerlo arruinó por completo lo que quedaba de la situación.

¡Todavía llevaba los calcetines puestos!

Agradecía el hecho de haber bebido al extremo, contaba con el beneficio del olvido que el alcohol solía brindar, porque si antes no era capaz de escribir una escena de sexo  aceptable, después de esto me quedaba entregarme a la resignación y al entierro editorial definitivo.

Cerré mis ojos, le recé al sueño para que apareciera, y por primera vez en la historia mis plegarias tuvieron su respuesta, me dormí.

 

♥ ♥ ♥ ♥

 

La historia pasada entre ambos nos otorgaba un beneficio, no dar explicaciones ni pedirlas, y cuando los llamados a mitad de la noche aparecían ninguno de los dos hacía planteos, de la misma manera que no eran necesarias las despedidas. Ignacio todavía conservaba una copia de llaves del departamento, así como llegó, se marchó, en silencio, sin causar problemas, sin darle importancia al hecho.

Me desperté pasado el mediodía con una jaqueca terrible y una secuencia de imágenes que parecía dispuesta a acosarme para recordarme hasta el fin de mis tiempos el error que había cometido. Lo primero que vino a mi mente fue el sudor, ahora seco, adherido a mi cuerpo. Directo a la ducha, y  ahí me quedé, bajo el agua más de un cuarto de hora, el calor y el vapor me sirvieron de relajante muscular, salí renovada.

Corría con el tiempo a mis espaldas,  en menos de cuarenta y ocho horas debía presentarle a Berenice la reformulación erótica de la historia. Con una jarra de café a mi lado, y las tan preciadas porciones de pizza deseada, me largué a la aventura. La ventaja del encuentro con Ignacio había colaborado con una parte muy importante, ya estaba al tanto de lo que “no” debía escribir.

¡Dios, esos calcetines!...Vamos Anabela, concéntrate en la importante. ¡El fuego!

 

Deslizarse como una sombra más se estaba convirtiendo  en el hábito cotidiano de cada noche. Estaba encerrada en un palacio de mentiras, cada vez que ponía un pie fuera de él lo descubría. Lo que necesitaba, la verdad, estaba ahí afuera, enterrada en la arena ardiente. El rol que jugaba Jalil en todo todavía formaba parte del inconcluso rompecabezas que se empecinaba en armar, él podía poner una sentencia sobre su cabeza, lo sabía, y convencerme de ello ero lo que la apartaba de la culpa, la amarga culpa que nacía dentro de ella al contraponer sus ansías de él antes que la realidad que la había llevado hasta ahí.

Jalil Bin Hadad, era el ojo de la tormenta, y cada vez que estaba frente a ella lograba hacerle temblar cada uno de los falsos cimientos que había construido para alcanzar la verdad que había ido a buscar.

El patio interno le brindó la penumbra necesaria para mantenerse ajena a todo posible observador. La brisa caliente que atravesaba el lugar le elevó la temperatura corporal, y el perfume que llegó hasta ella la encendió por dentro.

Divisó una forma a través de las cortinas, alguien la esperaba, y su cuerpo sabía quién era, reaccionaba a él como movido por una suerte sortilegio. Mantuvo la calma en su actitud, atravesó el ventanal consciente de que sería prisionera de sus propios deseos.

—La noche es peligrosa—murmuró mientras el perfume de su cuerpo lo abandonaba  marcando un camino directo a ella.

La luz de la luna iluminó traviesa el interior de la habitación, la informalidad vestía a Jalil, y su torso desnudo, torneado y bronceado por el sol del desierto, se convertía en una imagen suprema, digna de admiración, contemplación.

Debió luchar contra sí misma, forzarse a trasladar la calma actuada de su cuerpo a la voz. Sucumbiría a él, su cuerpo convulsionaba  tan sólo con verlo, pero se aferraba al raciocinio que albergaba en su mente para controlarse y no arrojarse en sus brazos.

—No le temo a la oscuridad, la conozco—fue desafiante, no podía evitarlo, era la única forma de mantener la distancia. Una distancia que en realidad no quería.

—Pero no conoces la oscuridad del desierto—dijo al tiempo que avanzaba hacia ella—te absorbe, te devora...y no te deja ir—aprisionó contra la pared el cuerpo de Juliana con el suyo, rozó su cuello con la única intención de llegar hasta su oído y susurrar— yo no voy a dejarte ir.

Le arrancó el velo que le cubría el cabello, y enredó los dedos en él. Le gustaba sentirla libre, diferente, ello era eso, una gota de agua fresca en el desierto, en su desierto.

Juliana llevaba puesta una camisola larga de gasa, las costumbres le cubrían el cuerpo, y por ello Jalil las rasgó exhibiendo ante él sus pechos desnudos. Los besó, sintió el sabor de lo prohibido en su piel, y decidió llevar a cabo todo aquello que no había podido hacerle noches atrás. Era suya, podía sentirlo, ella vibraba entre el calor de sus brazos. Le acarició el cuello, y el fuego de sus manos trazó una ruta por todo su cuerpo hasta llegar a su...

 

♥ ♥ ♥ ♥

 

...y el fuego de sus manos trazó una ruta por todo su cuerpo hasta llegar a su centro de necesidad.

Érica estalló en una carcajada.

—¿Centro de necesidad?...¿en serio?—la burla parecía que iba a perpetuarse en el tiempo—. ¿Qué le sigue?...Rozó mi monte de Venus. Introdujo sus dedos en mi delicada flor.

Le arranqué las hojas de la mano, ya bastantes comentarios denigrantes había obtenido por parte de Berenice, no tenía ganas de más.

—Perdón, no  sabía que estaba hablando con la especialista en erotismo, deberías aleccionarme más a menudo—esa fue mi “ironía” hablando.

¡Ajá!...lo sé, ni para eso soy buena.

—Debería aleccionarte, PUNTO—finalizó y nos quedamos en silencio.

Disfrutamos del aire, cerramos nuestros ojos, y dejamos que el sol bañara nuestros rostros.

Nada mejor para el relax que el Club Privado “High Lands” un lunes a la tarde. Ese era el trabajo de Érica, gerenciar el lugar de élite más concurrido por la clase alta de la sociedad. Para alejarnos de los socios cotidianos nos ubicamos en el  área de deportes, ahí la tranquilidad era manifiesta, y sentadas en una banca frente a las canchas de tenis, disfrutamos de la tarde primaveral y de mi mal momento.

—Sabes, a veces me sorprende la soberbia de tus expresiones—retomé el asunto, Érica suponía que era un ejemplo a seguir, yo opinaba lo contrario—considerando que “tus experiencias” duran menos que un suspiro.

—Y por eso mismo deberías aprender de mí. Disfruto de la vida, mejor dicho, disfruto de los placeres de la vida—refutó mi comentario con artillería pesada— placeres que si “tú” los conocieras, no tendrías los problemas que tienes ahora...«centro de necesidad»—la broma final hizo eco en los alrededores.

Sí, sí...eso iba a quedar para los anales de mi historia familiar.

—¡Bravo! Continua, vamos...que a Berenice no le alcanzó el tiempo para más, de lo contrario hubiese tirado las hojas a la basura.

Mi hermana era directa, Berenice había adornado la misma opinión con todas las combinaciones posibles que el diccionario le había brindado para referirse a lo mío como una “perfecta porquería”.

—¿Basura? No, a esto hay que prenderlo fuego, y dejar que sus cenizas se mezclen con el suelo  para que desaparezcan de la faz de la tierra.

—¡Tampoco exageres!—no iba a darle ese lugar a ella—.Escribe un best-seller y después hablamos.

Ayyy, mi ego abandonó la oscuridad del encierro y salió a la luz, de mala manera, pero lo hizo. Aunque resultara raro, era un avance, el auto-desprecio suele ser el peor enemigo, el ego, sin embargo, siempre resulta ser un motivador, por lo menos al principio, después es un mal consejero.

Érica se puso seria, y con razón, yo podía ser muy insoportable si me daba el lugar. No me lo dio.

—Perdón, yo no soy la que anda llorando por los pasillos vestida de fracaso, así que si necesitas sentirte mejor atacando a alguien, hazlo con otro, no conmigo.

—Eres la única a la que puedo atacar con tranquilidad.

Tenía extrañas formas de decir «Te quiero», ésta era una de ellas. Mi hermana las conocía a todas.

—Gracias, aunque de vez en cuando me gustaría compartir mi lugar con otro—se adelantó a su comentario y se sonrió—. Por ejemplo con Jalil... ¿por qué no atacas a tu bendito Jeque Árabe?

—Ey, ¿Qué problemas tienes con Jalil?

—¡Todos! Empezando  por el hecho que lo considero el principal error de tu novela—Sorpresa, mi hermana estaba en plan Berenice, y eso no me lo esperaba—. ¿Cuántas veces te dije que los Jeques árabes son la peor elección de personaje romántico que existe?

Si mi editora era recurrente en el asunto de la pasión en mis historias, Érica hacía lo mismo en el área que involucraba a los personajes.

—Si vas a contar la historia de amor de un árabe con un mujer—continuó, y yo ya intuía el punto que quería alcanzar—, cuenta la de las otras dieciocho mujeres que forman parte de su harén.

—Eres una aguafiestas.

—No lo soy, simplemente prefiero un poco de realismo.

La conversación derivaría pronto en lo mismo, un hecho que la mayoría de los hombres planteaban ante los personajes multimillonarios y perfectos de los libros. Érica era también una vocera oficial de dicho asunto.

—No me vengas con lo mismo otra vez, lamento decirte que de momento un chofer de ómnibus no es un buen protagonista de novela romántica.

—¿Y qué, un hombre con dinero, por el simple hecho de tener dinero, sí?—se levantó, me tomó de la mano forzándome a levantarme—¡Ven!, vamos a los salones principales, ahí hay hombres con los bolsillos bien forrados, y dime si tienen cara de protagonistas de novela. Te apuesto lo que quieras a que sales decepcionada.

Como escritora del género debía defenderlo con uñas y dientes.

—Por algo es ficción lo que escribo, para adornarla según sea necesario.

—Escribe ficción pero no la adornes, vendé posibilidades. Créeme, ninguno de esos hombre duran más de  diez minutos en la cama.

—¿Hablas por experiencia?

Estaba al tanto de su reciente amor pasajero, un abogado corporativo divorciado de cuarenta y cinco años, apenas hablaba de él, aun así, yo sabía que la relación entre ambos avanzaba, lenta, pero avanzaba. Érica tenía un serio problema con las relaciones, ninguna pareja le había durado más de dos años, y el motivo de ello era que cuando la fase de compromiso se hacía presente, ella huía despavorida. No podía culparla, los únicos responsables de su fobia al matrimonio o a las relaciones de parejas extensas habíamos sido mi padre y yo. Papá traía en su mochila personal tres divorcios, sí, tres...y bueno, mi historia ya la conocen. No éramos el mejor ejemplo, y Érica nos utilizaba como referentes justamente por eso. Según ella vivía la vida que quería, libre, sin un hombre al cual atarse, sin suegra, sin hijos...nada, y a la misma vez, todo.

—Un poco y un poco. Por un lado, éste lugar tiene vida propia y cuenta todo, sé más de lo que te imaginas.

—¿Por el otro?—me adelanté a preguntar, quería confesiones.

Se río para sus adentros, lo noté en su mirada.

—Tengo un par de muertitos en mi armario, lo reconozco.

Indagué en lo profundo de mi cabeza, en algún lugar tenía que estar el nombre del abogado, estaba segura que por ahí estaba.

¡Apareció!

—¿Esteban es uno de ellos?

Se tomó el tiempo para pensarlo, y eso ya decía mucho, un no retundo lo condenaría a un próximo final, esto le abría la puerta a la esperanza.

—Verás, hay dos clases de hombres...con dinero—agregó puntualizando lo último— el que cree que su dinero basta para todo, inclusive como arma de conquista, motivo por el cual descarta a su desempeño sexual como un protagonista, hace lo básico, lo justo, lo necesario, más aun si la relación en sí es por completo pasajera—Dios, éste discurso debía de ser inmortalizado, no tenía papel y lápiz así que recurrí a mi anotador mental—, quieren sexo y su satisfacción, nada más. Después están los otros, los “Esteban”, que quieren algo más, y saben que el dinero no es suficiente para perpetuarse en el tiempo, entonces trabajan, trabajan duro por una. Duro...—se sonrío perdiéndose en el recuerdo—, duro en todos los aspectos.

Lo ideal era no indagar mucho en el cuarentón, cualquier movimiento en falso de mi parte activaría las alarmas de mi hermana. No hice preguntas, el desinterés familiar le hacía creer a ella que la relación que mantenía era pasajera e insustancial.

—Bueno, eso lo hace un posible protagonista de novela romántica—dije.

Desde la distancia y el anonimato quería ayudar a Esteban, no lo conocía, pero comenzaba a agradarme.

—No, ni mirándolo de lejos. Lo que gana con su voluntad, lo resta con las complicaciones de su vida.

Confirmado, mi hermana era una «aguafiestas» certificada. Nada le venía bien.

—Tiene dos hijos—sentenció antes de que yo hiciera algún comentario.

Condenado a muerte, así estaba ese pobre hombre.

Si existía algo que aterraba más a mi hermana que el matrimonio, eso eran los niños. La sola referencia a ellos era equiparable a invocar al diablo en persona.

—Eres muy extremista en limitarlo por eso—intenté dar un halo de esperanza a la relación, temía por el destino de mi hermana. Temía por el destino de ambas, íbamos a terminar solas, en ésta misma banca viendo como el sol quemaba nuestras arrugadas pieles—Un cuarentón con hijos podría llegar a ser un buen protagónico,  yo que tú lo pienso.

—Yo que tú, lo escribo.

Me arriesgaba a mucho al decir lo que estaba a punto de decir, pero por mi hermana era capaz de hacerlo.

—¡Hecho!—estaba en el bajo fondo de mi creatividad y con esto me arrojaba de cabeza a mi fin—Pero si yo la escribo, tú la vives...le das una oportunidad. ¿Quieres realismo? ¡Dámelo!

Érica descifró mis intenciones ocultas, y se aprovechó de ellas.

—Ok, pero antes que eso, tú dame una historia que sea lógica. Deja a los “Jeques”, a los “Príncipes”, a todos de lado, sé coherente en lo que cuentas si vas a escribir erotismo.

Frente a nosotras pasó un hombre de treinta y tantos de años que parecía ir en dirección al área de spa. Alto, delgado, sin mucha gracia el caminar, pero con un evidente pasar económico alto que se reflejaba en sus ropas y accesorios, especialmente su reloj, un reloj que hizo juego con el sol y relució de tal manera que nos incomodó la vista.

—Mira eso—lo señaló—. Mira sus piernas flacuchas, la pobreza de su estado físico, ese hombre en cinco minutos hizo “el trabajo que pudo”, porque su cuerpo no le da para más. Posición misionera a la una, a las dos, a las tres, y adiós, fin de la historia.

El nuevo planteo no parecía tan desacertado, la escuché, y contribuí a la idea.

—Así que ahora todo recae en el estado físico.

—Por supuesto, quieres sexo salvaje, pon a un jugador de fútbol en escena. ¡Corren durante noventa minutos seguidos sin perder el ritmo, imagínate la que esos hombres pueden resistir en la cama!

Eso era lógica pura, y no era para nada despreciable.

—Futbol, natación, tenis...ahí tienes un universo de sementales—continuó perdiéndose en su propia imaginación.

—Artes marciales, gimnastas—agregué.

—Sí, pero cuidado con los gimnastas, son arma de doble filo, si son hombres de gimnasio no sirven, son puro músculo pero poca flexibilidad.

Comenzaba a comprender la «libertad» a la que mi hermana hacía referencia, su catálogo de hombres productivos en la cama parecía extenso y elaborado. En verdad necesitaba “aleccionamiento” por parte de ella.

Mi cabeza comenzó a nadar en nuevas posibilidades, si el erotismo no nacía entre Jalil y Juliana, tal vez  no debía empujarlos a eso. Había estado una semana tratando de reformular lo escrito cuando en realidad tendría que haber comenzado desde cero.

—A las pruebas me remito, observa—continuó.

Directo a nosotras, así se encaminaba, firme,  bien erguido, haciendo perfecto uso de su altura, y moviendo con indescriptible sutiliza, sus caderas. Me perdí en él, era una broma de mal gusto para todos los hombres que estaban en ese club.

Érica se pegó a mi cuerpo para murmurar en mi oído.

—Esas piernas...esas piernas dicen a gritos: ¡No te voy a tener piedad!

—¿Conoces esas piernas?

Me palmeó el rostro a modo de reprimenda.

—No, por favor, trabaja para el club. Yo soy una profesional—primero se defendió, y luego una pequeña risa se le filtró por entre los labios—. De hecho, los dos los somos, y según me han dicho, él es...muy, pero muy buen profesional.

Se calló ni bien estuvo a pasos nuestros. Nos sonrió a ambas, o eso creo, ni bien estuvo frente a mí abandonó la realidad para convertirse en una fantasía ajena en mi cabeza. Sí, podría llegar a ser un buen personaje.

Cabello oscuro, el cabello oscuro tiene un atractivo extra, sobre todo para las latinoamericanas, el rubio es muy europeo, no lo utilizo mucho.

Bronceado, era evidente que el trabajo que llevaba a cabo en el club lo exponía al sol de forma continua, y le obsequiaba ese tono caribeño. Lo hombres de piel tostada tienen una gracia que los blanquitos no tienen.

Estado físico, ni hablar, en extremo perfecto, los músculos de sus piernas podían llegar a partir en dos la cáscara de una nuez en cuestión de segundos.

¡Dios santo! En verdad la lógica de mi hermana tenía cada vez más sentido.

Hablaban,  entre ellos, y a mi nada me importaba. Repasaba la lista de cualidades básicas en mi mente.

Cabello oscuro.OK

Piel bronceada. OK

Cuerpo escultural. OK (dos veces, OK)

Ojos... ¿Ojos? ¡Si son ojos claros, me desmayó aquí mismo!

 

Érica me regresó a la realidad con una sacudida y pude oír las últimas palabras que salieron de su boca.

—No es maleduca, es despistada nomás—eso resonó en mí.

—Lo siento, me perdí—dije a modo de disculpa.

Caí en la cuenta de que habíamos sido presentados y yo no había contribuido a dicha presentación. Sí, confirmado, tenía una altura que superaba el metro ochenta, yo le llegaba a los hombros,  y eso me imposibilitaba un contacto visual óptimo. Para colmo, el sol acechaba a su espalda e impactada de forma directa en mi vista...

¡Demonios! ¿De qué color son sus ojos?

—Según mi madre son de color almendra, yo prefiero decir que son cafés con poca personalidad—finalizó y me sonrió.

Sonrisa perfecta. OK

Ojos color almendra. OK (los ojos color almendra tienen un encanto que lo azules y verdes no tienen, científicamente comprobado...por mí)

—¡Anabela!—mi hermana me llamó la atención con un pequeño grito contenido.

¡No lo puedo creer! Sin querer había dicho lo último en voz alta.

Traía una raqueta de tenis en su mano, y en ese instante se me antojó agarrarla para darme con ella en la cabeza una vez, dos veces, todas las veces que fuesen necesarias para llevarme a un estado de inconsciencia repentina.

—¿Eres el profesor de tenis?—intenté no tartamudear, por suerte lo conseguí.

—No, pero puedo ser lo que tú quieres que sea.

Modulaba bien, tenía un tono de voz acordé al impacto de su presencia, y esa línea de diálogo ya estaba apuntada en mi anotador mental.

Érica ocultó sus deseos locos de reír. El motivo de su jocosidad sorpresiva estaba fuera de mis conocimientos. No le presté atención, ya había quedado como maleducada y desfachatada, no quería ninguna característica más encima de mí.

—Te lo agradezco, pero el deporte, en todas sus expresiones, no es lo mío—fui sincera.

Volvió a sonreírme.

Sonrisa perfecta. OK (Ah, cierto, eso ya lo dije)

—Sí, de eso ya me doy cuenta—me observó de arriba abajo, y comenzó a alejarse sin darnos la espalda—Las dejo, una jauría salvaje me espera.

—Ésta vez calma a las fieras, no las agites, por favor—Érica acompañó en tono alto su partida.

—Lo siento, hago lo que puedo—giró, y cubrió el resto del trayecto al trote.

A la distancia podía verse la hilera de mujeres que lo esperaban en las canchas. Es más, parecían pelearse entre ellas por ver quién era la primera.

¡Por favor, no podía comprender tal efusividad, el tenis siempre me había  parecido muy aburrido!

Le dediqué un tiempo a observarlo, si seguía los nuevos consejos de mi hermana debía recolectar información. Se posicionó detrás de una mujer y la guio en los movimientos iniciales de “saques”, mientras lo hacía todo el cuerpo de la mujer se adhería a él como un imán. Más que un partido de tenis era un juego de roces. Me sorprendí hasta tal punto que mi boca se abrió sola.

—¿Tu profesor de tenis no es un tanto afectuoso en exceso?—mi sorpresa se manifestó en palabras.

—No es un profesor de tenis, es un auxiliar, y por todos los dioses, ¿acaso no prestaste atención a lo que acaba de ocurrir recién?

¿Ocurrir recién?

No, no entendía a qué se refería, y lo evidente de ello la hizo volver a estallar en una carcajada.

—¡Y tú quieres escribir erotismo! Por favor, el mundo está loco...loco.

—No quiero, tengo que hacerlo—esa seguía siendo mi verdad.

Me abrazó por la cintura y comenzamos a caminar.

—¿Tienes que hacerlo? Perfecto... ¿me vas a dejar ayudarte, entonces?

Por supuesto que iba a hacerlo, para eso estaba ahí.

—¿Vas a narrarme tus aventuras sexuales así yo las traslado en papel?—si lo conseguía existía una posibilidad de supervivencia en el mundo editorial para mí.

—No, voy a hacer algo mejor que eso...—disfrutó, como siempre lo hacía, de la idea que nacía dentro de ella—, voy a conseguirte una cita.

 

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