Capítulo 8

 

Por qué el comité organizador de la reunión de antiguos alumnos había decidido organizar una cena en el salón de actos del ayuntamiento, era algo que a Trey se le escapaba. Estaba tan abarrotado de gente que no cabía un alma, aunque, al menos, la comida era mucha y buena.

Además, los vecinos del pueblo eran tan encantadores como siempre.

Detrás de Cinda y su madre, que llevaba a Chelsi en brazos, Trey buscaba unas sillas vacías. No sabía cómo había sobrevivido a aquella tarde, pero lo hizo y le estaba agradecido al Cielo.

Lo único malo era que su madre y Cinda se habían hecho amigas y las dos estaban enfadadas con él. Por qué, no tenía ni idea. Él no había hecho nada, excepto quizá mentirles a las dos. Pero era por una buena causa. Dorinda y Cinda se habían caído bien. Entonces, ¿cuál era el problema?

Como era listo, Trey intentó hablar con ellas lo menos posible para evitar otro chaparrón y se dedicó a saludar a los amigos.

Mientras charlaba con ellos, las dos mujeres estaban hablando en voz baja, de forma conspiradora. Y eso no le gustó. Pero al acercarse comprobó que, por una vez, no estaban hablando de él. Su madre le estaba contando cotilleos del pueblo.

—Esa es la señora Ledbetter. Tiene cien años y está sorda como una tapia. Tenemos que alejarnos de ella. No tiene un solo diente, pero seguro que quiere besar a la niña. Y eso podría darle un susto de muerte. Venga, vámonos... Ah, ¿ves esa mujer de gafas y el vestido amarillo? Es Pearl Thompson. Su marido es un borracho, hija. Se lo bebe todo. A ver si encuentro... ah, ahí está. Es Lula Johnston. Siempre está hablando de sus nietos... los niños más feos que te puedas imaginar. Aunque no es culpa suya, pobrecitos. En cuanto comamos quiero presentarle a mi nuera y a mi nieta. Le diremos que no habéis venido antes a Southwood porque estabais en... Alemania, por ejemplo.

Por encima del hombro, Cinda fulminó a Trey con la mirada. Por el momento, su madre había contado unas cinco historias diferentes para explicar por qué nadie sabía que estaba casado y tenía una hija. Además de lo de Alemania había contado que vivían en una comuna en el norte de California, que ella era periodista en México... Cualquier cosa menos la verdad.

No podía contar la verdad. ¿Qué iba a decir, la pobre? ¿ Trey ha venido aparentando estar casado para que el marido mafioso de Bobby Jean no le pegue un tiro? Además, no se lo creía. Estaba segura de que eran marido y mujer y no había forma de convencerla de lo contrario.

Los vecinos parecían sorprendidos de que se hubiera casado y tuviera una hija sin contárselo a nadie. Y por eso su madre inventaba historias imposibles.

Mientras caminaba tras ellas, Trey no sabría decir si estaba triste o contento. Era difícil decirlo. Pero, desde luego, la escena en la que su madre y Cinda se conocieron era lo más parecido a una escena de duelo en el viejo oeste que había visto nunca.

Cuando Dorinda salió del coche, se quedó inmóvil durante unos segundos. Entonces Chelsi empezó a llorar y Cinda empezó a llorar también.

Y entonces cayeron una en brazos de otra, llorando a lágrima viva.

Él no pudo hacer nada más que quedarse mirando la escena, mudo.

Entonces su madre se volvió y le dio un golpe en el brazo por hacerlas llorar. Y por tenerlas separadas durante tanto tiempo.

Trey no entendía nada.

Él entendía de circuitos de carreras, de banderas, de deporte. Pero de mujeres, nada.

Y, por instinto de supervivencia, decidió no decir palabra. Mientras tanto, su madre seguía contándole a Cinda los cotilleos del pueblo. Para cuando encontraron tres sillas vacías, le había hablado de todo bicho viviente. La expresión agotada de Cinda lo demostraba a las claras.

Trey sabía que sería imposible convencer a su madre de que no estaban casados. Estaba loca con su nuera y su nieta, sencillamente. ¿Cómo podía robarle una ilusión así? Solo podía hacer una cosa: aparentar un divorcio.

Contarle que las cosas no iban bien entre ellos...

Se le encogió el estómago al pensarlo. Sería mucho más fácil casarse con Cinda, y besar el suelo que pisara durante el resto de su vida, que explicarle a su madre que le había dicho la verdad, que aquel matrimonio era una mentira.

Pero Dorinda Sue Cooper no quería oír nada. Y, además, había preparado su habitación... con una cama doble y una cuna. Una habitación que seguramente era más pequeña que el vestidor de Cinda en Atlanta.

Y, por supuesto, ella lo había fulminado con la mirada al ver la cama. Su expresión decía claramente que iba a dormir en el suelo durante todo el fin de semana.

Lo que se merecía, claro.

Cuando acababan de sentarse, aparecieron dos amigos de Trey para saludarlo. Recuerdos, bromas, preguntas. Quién estaba calvo y quién no. Quién había engordado y quién no...

La única que no había aparecido en la reunión, por el momento, era Bobby Jean. Y su marido, el mafioso.

¿Dónde estaría? O mejor, ¿qué estaría planeando? ¿Una entrada espectacular? Ese era su estilo, desde luego. Todo el mundo sabía que estaba en el pueblo. Por lo visto, había llegado a Southwood en una limosina negra, ni más ni menos. Una limosina negra. Y Trey sabía lo que eso significaba: la mafia. Afortunadamente, también le habían dicho que había llegado sola.

Justo entonces, el hombre al que más deseaba ver apareció a su lado: el jefe de policía de Southwood, Bubba Mahaffey.

—Bubba, qué alegría verte. Pero bueno... mírate. ¿Qué pasa, sigues creciendo?

El jefe de policía, con traje de chaqueta, botas vaqueras y sombrero texano, era un hombre de casi dos metros, con unos hombros como puertas y unos puños frente a los que no quería ponerse nadie.

El hombre, antiguo compañero de deportes, golpeó a Trey en la espalda, dejándolo momentáneamente sin respiración.

—¿ Cómo estás, Trey?

—Mejor que nunca.

—¿Sigues con las carreras?

—Ahí sigo. ¿Y tú, sigues combatiendo el crimen?

—Aquí ya sabes que no hay crímenes. Y eso que tengo una cárcel nueva. Me han dicho que has venido con tu mujer y tu hija.

—Están ahí, con mi madre —sonrió él.

Bubba sonrió también. Por supuesto, Trey lo había llamado la semana anterior para contarle la verdad. Es mejor tener la ley del lado de uno. Además, le había pedido que comprobase si el marido de Bobby Jean era realmente un mafioso.

—Una chica muy guapa.

—Por supuesto. No esperarías menos de mí. ¿Qué tal Marlee y los niños?

—Tan bien como siempre. Están por ahí, pero vendrán enseguida —contestó Bubba—. ¿Sabes que Bobby Jean ya ha llegado al pueblo?

—Me lo han dicho unas doscientas veces.

—He llamado a Nueva York para comprobar los datos de Rocco Diamante, pero no tienen nada —dijo el jefe de policía entonces, bajando la voz—. Eso puede significar dos cosas: o que está muy arriba en el escalafón o que es nuevo y la policía aún no tiene datos.

—En otras palabras, que no podemos probar nada.

—Eso es.

—Maldita Bobby Jean —murmuró Trey.

—Tiene a todo el pueblo pendiente de lo que hace. Mi mujer me ha dicho que esta tarde ha ido al salón de belleza diciendo que se había separado de su marido porque no podía compararse con Trey Cooper.

—¿En serio?

—Te lo juro —rió el hombre—. Y montó una escena cuando le dijeron que habías venido con tu mujer. Por lo visto, dijo que eso le daba igual porque tú eras suyo. Incluso retó a todo el mundo, diciendo que, fuera como fuera, caerías en sus brazos.

Trey se pasó una mano por el pelo.

—Tengo que hablar con esa chica antes de que me meta en un lío.

—He ido a verla esta tarde para decirle que no quería problemas.

—¿ Y cómo se lo ha tomado?

Bubba se rascó la cabeza, pensativo.

—Me ha dicho que me meta en mis asuntos.

—Pero le dirías que tu trabajo es mantener la ley y el orden, ¿no?

—Por supuesto. ¿ Y sabes lo que me dijo? Que si no la dejaba en paz le contaría a mi mujer lo que pasó cuando nos encontraron juntos en el gimnasio del instituto... —empezó a decir el hombre, rojo como un tomate.

—No pasa nada, Bubba. Ya lo sabía —sonrió Trey. Estar de vuelta en Southwood era como estar de nuevo en el instituto. Sus amigos no habían cambiado nada —. ¿ Y qué pasó?

—Nada. Bobby Jean no dijo nada más. Y ahora te digo que no quiero problemas este fin de semana.

—Espera un momento. ¿Me lo estás diciendo a mí?

—Solo quiero que te lo tomes con calma. Si no es así, el día cuatro de julio habrá algo más que fuegos artificiales.

Bubba parecía preocupado. Pero Trey lo entendía. Hasta un hombre tan grande como el jefe de policía se quedaba sin palabras con Bobby Jean Diamante.

—Haré lo que pueda. Después de todo, este lío es culpa mía. Debería haberle dicho hace mucho tiempo que me dejara en paz. Quizá pueda hacerlo este fin de semana.

Aliviado, Bubba le dio un golpecito en la espalda.

—Me alegro de que me eches una mano.

—La verdad es que he metido la pata trayendo a Cinda y a la niña. No sé en qué estaba pensando.

—Lo malo es que no estabas pensando con la cabeza —río su amigo—. Y lo bueno es que Bobby Jean ha venido sola, así que no creo que pueda causar muchos problemas. Marlee dice que lo que necesita es tener un hijo para sentar la cabeza.

—Pues no será conmigo —río Trey.

—Por lo visto, Bobby Jean quiere un hijo y quiere tenerlo con su novio del instituto. ¿Quién era? A ver si me acuerdo... ah, sí, el capitán del equipo de fútbol.

—No me digas eso, Bubba. A pesar de lo grande que eres, sabes que en el instituto te di alguna buena paliza. Y puedo seguir haciéndolo.

—Mira, Trey, voy a darte un consejo. Cásate de verdad con esa rubia tan guapa porque Bobby Jean ha puesto los ojos en ti. Y cuando Bobby Jean pone los ojos en alguien, no hay forma de escapar.

—Yo me ocuparé de ella. Tú ocúpate de su marido.

—Eso, por supuesto. Puedes contar conmigo.

— Siempre lo he hecho.

No tuvieron que esperar mucho más. Unos segundos después hubo una conmoción a la entrada del salón de actos y Trey habría podido jurar que la multitud se apartaba como las aguas del mar Rojo.

Y entonces Bobby Jean Diamante apareció ante él, con su sonrisa de vampiresa.

Los problemas habían empezado.

—¿ Qué pasa? ¿Por qué hay tanto ruido? — preguntó Cinda.

Dorinda Cooper se levantó de la silla para mirar.

—Me temo que empieza el espectáculo — suspiró la mujer.

Cinda supo inmediatamente a qué se refería.

—Ha llegado Bobby Jean, ¿ verdad?

—Radiante, como siempre. Y sola —contestó Dorinda, volviéndose hacia su nuera—. Vamos, ve a salvar a tu marido.

—¿Mi marido? Ah, sí, claro —murmuró ella.

Afortunadamente, Dorinda no había registrado su despiste.

—Vamos, ¿a qué esperas?

—¿ Y qué se supone que debo hacer para salvarlo?

—Eres una mujer, piensa en algo. Sal ahí y dile a esa Bobby Jean quién eres.

—Ya voy —murmuró Cinda, aunque no tenía ni idea de qué se esperaba de ella.

—Espera, tengo que decirte una cosa. Yo pensaba que Bobby Jean y Trey estaban hechos el uno para el otro, pero me equivoqué. Bobby Jean es como una niña, pero también puede ser un animal. Si huele el miedo, se lanzará a tu garganta. Es igual que su madre. Tiene una lengua viperina y no le da miedo usarla para hacer daño —dijo Dorinda, tomándola del brazo—. Tienes que detenerla.

Por Dios bendito. «Tienes que detenerla».

Temblando de miedo por tener que hacer algo posiblemente humillante, además de peligroso. Cinda estiró su elegante vestido texano.

—¿ Cómo estoy? — preguntó, pasándose una mano por el pelo.

Se sentía más como una boxeadora que como una mujer celosa de su marido.

—Estás muy guapa —dijo Dorinda—. Mírala a los ojos, hija. Toma a Trey del brazo y sonríe mucho. Sé muy dulce para que todo el mundo vea el contraste entre ella y tú. Venga, sal ahí, campeona.

Nadie en toda la historia se había sentido menos como una campeona. Con las piernas temblorosas, Cinda pasó entre la gente, que le hacía sitio como se lo harían a un campeón de boxeo. Por lo visto, estaban deseando ver lo que iba a pasar.

Y quizá ella no era la favorita en la pelea, pero pensaba enfrentarse a Bobby Jean con la cabeza bien alta.

Entonces vio a Trey de espaldas y tras él, lo que parecía una mutación. Era una melena roja tan alta como una tarta. Debía ser la melena de Bobby Jean. Que además de tener mucho pelo, era un pulpo. Porque tenía no solo los brazos sino las piernas alrededor del cuerpo de su marido... bueno, de Trey. Y lo estaba besando. Mucho. Por el ruido, se lo estaba comiendo vivo.

Era algo desagradable de presenciar. Muy irritante. Y humillante. Después de todo, la gente del pueblo pensaba que Trey y ella estaban casados de verdad.

No le gustaba un pelo el asunto. Ni la competencia. Pelo rojo, piel blanca, un vestido que dejaba poco a la imaginación, tacones de aguja...

Pero le daba igual. Aunque hubiera sido una supermodelo. Trey era suyo y...

Cinda se detuvo. Trey no era suyo. Todo aquello era un juego.

Pero el asunto era que Bobby Jean Diamante no podía estar besándolo como si quisiera dejarlo sin aire. Porque Trey no era su marido, pero podría serlo. Y eso era lo importante. No el matrimonio ni la relación, sino el potencial para ello.

Así de decidida, Cinda se dispuso a soltar a Trey de sus garras. Tenía que salvarle la vida, ¿no? Y, en su opinión, parecía que su vida y su reputación necesitaban ser salvadas inmediatamente.

Aunque iba a necesitar valor, tenía que hacer algo. No sabía qué, pero algo. Iba a terminar con aquella telenovela en un momento.

Colocándose al lado de la pelirroja, le dio un golpecito en el brazo.

—Perdone, señorita —dijo con su mejor tono de colegio carísimo. Esperó, pero no hubo respuesta. La pelirroja no se movió—. Perdone. Si no le importa, me gustaría hablar con mi marido.

Cinda oía los susurros de la gente, las risitas, pero eso no la detuvo.

Trey no estaba devolviendo el beso, sino intentando apartarse, pero Cinda estaba segura de que no podrían apartarlo de aquella fiera ni los bomberos.

Entonces miró alrededor, buscando ayuda. Pero nadie iba a ayudarla. Solo Dorinda, que la animaba con gestos desde el otro lado del salón de actos.

Volvió a tocar el brazo de la pelirroja, aquella vez asegurándose de clavarle la uña.

—Perdona, Bobby Jean. Ya veo que estás ocupada, pero debo recordarte que el hombre al que estás besando es mi marido. Y te agradecería que no siguieras sobándolo, bonita.

Cinda esperó de nuevo. Nada. Ni con una manguera de agua fría.

Tenía que hacer algo drástico.

—¡Suelta a mi marido de una maldita vez!

Por fin, Bobby Jean se apartó y Trey intentó llevar aire a sus pulmones. Cuando la pelirroja se volvió para mirarla, Cinda tuvo que tragar saliva. Era alta, muy alta.

—Cariño —le dijo entonces, con el tono más sureño que había oído en toda su vida—. Solo voy a decir esto una vez, así que escucha bien, ¿de acuerdo? Casado o no, este hombre no es tuyo, cielo. Es mío. Siempre ha sido mío y siempre lo será. Así que vete por donde has venido y diremos que esto ha sido un simple error.

Los murmullos de la gente subieron de tono y ella se puso colorada.

—Sí, es un error, desde luego. Pero lo cometes tú, guapa.

Furiosa como no lo había estado en toda su vida, Cinda, una niña rica educada en los mejores colegios del país, echó el brazo derecho hacia atrás y con todas sus fuerzas le dio un puñetazo en la boca a Bobby Jean Diamante.