Capítulo 10

 

Cinda se despertó a la mañana siguiente con el sol entrando a través de las cortinas. Escuchó un ruido, pero estaba medio dormida y no hubiera podido decir a qué respondía. Entonces se dio cuenta de que no estaba en su casa, ni en su cama.

No, estaba en la cama de Trey. Y habían hecho algo más que dormir. Mucho más. En el coche, en el jardín, en la cama... Cinda sonrió.

No estaba a su lado en ese momento, pero recordaba que cuando se metieron en la cama, con intención de dormir, no fueron capaces de controlarse. Hicieron el amor otra vez y después se quedaron dormidos, uno en brazos del otro.

Había sido maravilloso. Y aquella mañana era sábado, el cuatro de julio ni más ni menos, el día de la fiesta nacional. Por alguna razón, le parecía el primer día del resto de su vida.

En aquel momento entendía todos los poemas, todos los romances. La desesperación por estar con alguien, de ver la cara de la persona amada, volverse loco por el color de unos ojos. Y, sobre todo, tenía una cara que recordar cada vez que oyera una canción de amor.

¿No sería aquel día el primero de un futuro maravilloso? Sí, podría serlo.

Cinda sonrió de nuevo. Entonces volvió a escuchar aquel ruidito. Era un murmullo, como el de dos amantes. Pero no lo era. Parecía alguien diciéndole cosas a un niño... Entonces entendió. Y cuando se dio la vuelta en la cama y vio la imagen que había frente a ella, su corazón se encogió.

Se le hizo un nudo en la garganta al ver a Trey sentado en la mecedora, con Chelsi en brazos.

Entonces se le ocurrió pensar que Trey Cooper era el único hombre al que quería ver con su hija en brazos. Por supuesto, su suegro y sus hermanos también abrazaban a la niña... pero aquello era diferente.

Deseando poder pintar o esculpir aquella escena, o al menos poder hacer una fotografía que guardaría para siempre, Cinda apoyó la cabeza en la almohada y se quedó mirando, en silencio.

Trey estaba acariciando el pelito de la niña con una sonrisa en los labios.

—Eres preciosa —le decía en voz baja—. ¿ Quieres ser mi niña? ¿ Te gustaría?

¿Había habido una escena más emocionante en la historia de la humanidad? Era tan preciosa que Cinda tenía ganas de llorar.

—A mí me gustaría muchísimo. Nada me gustaría más que eso.

Trey levantó la mirada entonces. Sus ojos azules brillaban de alegría.

—Estás despierta.

—Eso parece — sonrió Cinda, preguntándose si también él estaría recordando lo que había pasado la noche anterior.

No podía dejar de mirar sus anchos hombros, su torso desnudo. Aquella mañana conocía cada centímetro de su piel, sabía cómo besaba, cómo era el vello de su torso, lo delicioso que era dormir abrazada a él. Conocía el olor de su pelo y los gemidos roncos que emitía cuando hacía el amor. Cinda dejó escapar un suspiro de contento, estirándose.

—Pareces una gatita contenta.

—Me siento como una gatita contenta. Trey sonrió, seguro de sí mismo.

—¿Yo tengo algo que ver?

—Todo.

—Me alegro.

De repente no parecía tan seguro, como si no supiera qué hacer.

—Mira —dijo, levantando a la niña—. Mamá está despierta.

—Hola, cariño —la saludó ella. Chelsi inmediatamente alargó las manitas... seguramente esperando su desayuno. Cinda se sentó en la cama—. Trae, tengo que darle el pecho.

—Ah, me parece justo. Yo he tenido que cambiarle los pañales.

—Oh, pobrecito.

—Ha sido horrible —sonrió Trey, poniendo a la niña en sus brazos.

—Eres muy valiente.

Él se inclinó para darle un beso en la boca.

— Hago lo que puedo.

—Y lo haces muy bien.

Se sentía feliz. Le gustaba aquella charla absurda, íntima. La conversación de una pareja enamorada. Un momento privado. ¿Estaría encantada aquella mañana? Y si era así, ¿podría durar para siempre?

Duró veinte minutos... hasta que se abrió bruscamente la puerta, sobresaltándolos a los dos. A los tres, en realidad. Porque Chelsi dejó su «desayuno» y volvió la cabecita para ver qué pasaba.

Allí, en la puerta, con una bata, el pelo lleno de rulos y un matamoscas en la mano, estaba su «suegra».

—Trey, ¿por qué hay una manta tirada en el jardín?

Cinda se puso como un tomate, pero decidió no contestar. Se concentró en la niña y dejó que Trey resolviera la situación.

—Pues...

—Bueno, da igual — suspiró Dorinda Cooper—. Siempre has sido muy desordenado. Además, esta mañana tenemos problemas más importantes que resolver.

—¿Qué pasa?

—Que no he desayunado todavía y hay un mafioso delante de la puerta.

Cinda miró de uno a otro, sorprendida.

—¿Cómo que ...?

—¡Lo sabía! —exclamó entonces Dorinda—. Estáis casados de verdad.

—No estamos casados, mamá —suspiró Trey—. Ya te lo he dicho. ¿Pero qué es eso del mafioso?

—Acaba de llamar a la puerta —contestó ella—. Lo he visto por la ventana, pero no he querido abrir. Aunque alguien tendrá que hablar con él. Ha venido en una limusina y con él hay varios tipos vestidos de negro — añadió, moviendo el matamoscas como un director de orquesta—. Están ahí, en la puerta, y seguro que Lula Johnston ya se lo ha contado a todo el mundo. Me ha dado un susto de muerte y por eso he sacado el matamoscas, para protegerme.

Cinda miró a Trey, asustada.

—¿Estás segura de que son mafiosos, mamá?

—Claro que sí. Los he visto en las películas.

Trey sacó una camiseta del cajón y empezó a ponérsela a toda prisa.

—Me parece que sé lo que pasa. Esto es cosa de Bobby Jean. Quiere asustarme y...

—No lo creo, hijo —lo interrumpió Dorinda—. Yo creo que es su marido.

Trey masculló una maldición.

—Rocco Diamante.

—Oh, Dios mío —murmuró Cinda. Y ella le había dado un puñetazo a su mujer. En aquel momento la cárcel era el menor de sus problemas. Incluso podría ser la única alternativa—. ¿Qué voy a hacer?

Trey estaba frente a la puerta, alto como una torre. Aparentemente, seguro de sí mismo.

—¿Qué vamos a hacer? No estás sola, Cinda.

Su héroe. Era como una roca, una piedra de salvación. Alguien que la pondría siempre por delante. No pasaría nada. Nada podría pasar si Trey estaba allí para ayudarla. Si hasta entonces no había estado segura de su amor, lo estaba en aquel momento.

—¿ Qué vamos a hacer?

—Tú no vas a hacer nada. Yo voy a salir para hablar con ese idiota.

En ese instante, la idea del héroe y todo lo demás cayó por su propio peso. Trey no podía salir para enfrentarse solo con aquel mafioso.

—Espera un momento. No puedes ir solo.

—No pensarás que voy a mandar a mi madre.

—Eso seguro — intervino Dorinda Cooper.

—Y tú tampoco —dijo Trey.

—Ha venido por mí. Yo hablaré con él —afirmó Cinda.

Palabras valientes para una mujer que estaba dándole el pecho a su hija.

—Tú no te mueves de aquí. Además, conociendo a Bobby Jean, seguro que con quien quiere hablar es conmigo.

—A mí me parece que quiere hablar con los dos — dijo Dorinda.

—¿Por qué no haces un café, mamá? Yo creo que nos vendría bien a todos.

—También nos vendría bien un chaleco antibalas — replicó su madre.

Dejando escapar un suspiro, Trey se volvió hacia Cinda.

—Tengo que ir yo solo. Vosotras dos no podéis hacer nada contra una panda de mafiosos.

—Y tú solo eres un hombre, Trey, pero estás actuando como lo haría Richard. Solo nos falta la manada de bueyes.

—¿Bueyes? —preguntó Dorinda.

—Es una historia muy larga. ¿Cómo que actúo como Richard?

—¿Quién es Richard? —volvió a preguntar Dorinda.

—El padre de Chelsi —contestó Cinda.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, como cuchillos.

—¿El padre de Chelsi? ¿Tú no eres el padre de Chelsi?

—No, mamá. El padre de la niña es un hombre llamado Richard Cavanaugh, el marido de Cinda. Difunto marido. Murió en el Tíbet, aplastado por una manada de bueyes.

Dorinda miró de uno a otro, sin entender.

—Entonces, me has mentido.

—No, mamá. Te conté la verdad, pero tú no quisiste creerme.

—¿Y ahora tengo que creerme esa historia de los bueyes? ¿El día cuatro de julio, con un montón de mafiosos delante de mi casa?

Trey se volvió hacia Cinda.

—Díselo tú.

—Es cierto. Mi marido murió aplastado por una manada de bueyes y Trey no es el padre de Chelsi. Y no estamos casados.

—Estáis mintiendo. La niña se parece a Trey y los dos lleváis una alianza. ¿Cómo se explica eso?

—Lo hicimos para engañar a Bobby Jean.

Y entonces los tres recordaron que el marido de Bobby Jean estaba en la puerta, seguramente armado hasta los dientes.

—Pero hijo...

—Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora voy a salir y...

—De eso nada —lo interrumpió Cinda.

—Tengo que hacerlo.

—No pienso dejar que pongas tu vida en peligro sin pensar en la gente que te quiere. Estoy harta de eso. Y si sales a hablar con ese hombre, meto a la niña en el coche y me voy a mi casa — replicó ella, furiosa.

Justo en ese momento, Chelsi decidió que estaba llena. Cinda se cubrió pudorosamente y colocó a la niña sobre su hombro para darle unos golpecitos en la espalda. Cuando eructó, Dorinda y ella se miraron, contentas. Un trabajo bien hecho.

—Que no estáis casados... —murmuró la mujer.

—No lo estamos, mamá —insistió Trey. Después se volvió hacia Cinda —. ¿De qué tienes miedo? Y no me refiero al mafioso que está en la puerta.

—Yo tampoco. Pero tengo la impresión de que está repitiéndose lo que pasó con Richard. No podía contar con él porque nunca estaba a mi lado. No pude contar con él cuando mi padre sufrió un infarto, ni cuando mi hermano presentó su candidatura para alcalde. Tengo miedo de que, como mi difunto marido, hagas alguna locura y me dejes completamente sola.

Trey se sentó al borde de la cama y acarició su pelo.

—Yo no soy Richard y no pienso hacer ninguna locura. Solo quiero hablar con ese hombre.

—¿ Y si no ha venido solo a hablar? ..

—No lo sabremos hasta que salga, ¿no?

—Pero yo quiero ir contigo. De verdad. Me sentiré mejor si estamos juntos. Nunca pude estar al lado de Richard y quiero estar a tu lado. Siempre, en todas las ocasiones. Tengo que hacerlo, Trey. Tengo que saber que confías en mí.

Cinda lo miró a los ojos y vio que él dejaba escapar un suspiro.

—Yo solo quiero protegerte.

—Lo sé. Y yo siento lo mismo por ti. Eso es lo que nos ha metido en este lío.

—No puedo discutir contigo —sonrió Trey—. Dame a Chelsi, anda. Vístete y después iremos a hablar con ese matón. Ven aquí, cariño. La abuela Cooper te va a cuidar y...

—¿Lo ves? La abuela Cooper. Claro que estáis casados.

—Muy bien, mamá. Estamos casados, lo que tú quieras. Pero llévate a la niña a la cocina y no salgas hasta que yo te lo diga.

La madre de Trey levantó una ceja.

—Yo no lo he criado para que fuera tan mandón. No dejes que se salga con la suya, Cinda. —No lo haré.

Aparentemente satisfecha, Dorinda se colocó el matamoscas bajo el brazo.

—Ven aquí, chiquitina. Estos padres tuyos quieren hacerme creer que no eres mi nieta... qué bobos. Pero si eres igualita que tu papá.

Después de decir eso, salió de la habitación y Cinda se levantó de la cama.

Sin decir una palabra Trey le dio la bata y, mientras la abrochaba, se sentía como un caballero poniéndose la armadura. En aquel momento deseaba tenerla, desde luego. Y lanzas. Y ballestas.

Pero había aprendido una lección: darle un puñetazo a alguien sin pensar no era lo mismo que disponerse al ataque... sabiendo que se estaba en desventaja.

Cinda apretó la mano de Trey, haciendo un esfuerzo para no saltar por la ventana y salir corriendo hacia la autopista.

—¿Preparada?

—Preparada.

—Muy bien. Vamos, campeona.

Después de eso salieron al pasillo, cuyas paredes estaban cubiertas por fotografías de Trey recién nacido, de niño, de adolescente, de joven y con el mono del equipo de carreras.

—Te quiero, Cinda — murmuró él—. Por si acaso no puedo decírtelo más tarde.

—Yo también te quiero —sonrió ella.

—Estupendo —dijo Trey, respirando profundamente antes de abrir la puerta—. ¿Querían hablar... ?

No terminó la frase. Cinda asomó la cabeza y vio que delante de la casa no había nadie. Ni matones, ni limusina ni nada.

—¿Dónde están?

—No lo sé. Pero no creo que mi madre se lo haya inventado.

—A lo mejor han pensado que no había nadie en casa.

—Es posible. Y podrían volver en cualquier momento.

—Tienes razón. ¿Ahora qué hacemos?

—Habrá que idear un plan —murmuró él, como si se enfrentara todos los días con la mafia.

Cinda dejó escapar un gemido.

—Es horrible. Hoy es el día más maravilloso de mi vida y vamos a morir todos.