Capítulo 2

 

Cinda se puso nerviosa. ¿Cómo sería un beso de Trey Cooper? Pero entonces la realidad, o sea, que estaba de parto encerrada en un ascensor, apareció ante sus ojos.

—Ahora no. Pero otro día me lo das.

—De acuerdo — sonrió él.

Sus miradas se encontraron. Y aquel intenso y totalmente inapropiado estremecimiento volvió a aparecer de nuevo.

Para evitarlo, Cinda se puso a buscar el móvil.

—Lo llamo «el bolso de las maravillas». Aquí se puede encontrar de todo. La gente se ríe porque es muy grande, pero cuando necesitan algo yo siempre lo tengo.

—¿Tienes un ginecólogo dentro?

—No lo sé, voy a mirar —sonrió ella—. No, no hay ningún ginecólogo. Pero puedo hacer algo igual de interesante: llamar a uno. Mi ginecóloga está en este mismo edificio.

Mientras buscaba, empezó a sentir dolores de nuevo. Se decía que no podían ser contracciones, pero lo eran. Claro que lo eran. Le dolía tanto que tuvo que darle el móvil a Trey.

— Toma, llama tú... Ay, llama a...

— Aguanta un poco, por favor. Agárrate a mí si quieres.

Cinda se agarró a su brazo como si fuera un salvavidas. Y si esas contracciones se repetían, podría serlo.

— Aprieta fuerte, no te preocupes. ¿Cuál es el número de tu ginecóloga?

Ella se lo dio, entre jadeo y jadeo. Unos segundos después, Trey le contaba a la recepcionista cuál era el problema mientras Cinda apoyaba la frente sobre el musculoso brazo del hombre.

Unas lágrimas de gratitud asomaron a sus ojos. Nunca había tenido eso con Richard, ese apoyo, esa sensación de seguridad. Ni una vez en los cinco años que estuvieron casados.

Y supo que se había equivocado con aquel hombre. No era como Richard Cavanaugh. Al contrario, Trey Cooper era fuerte, sólido y seguro de sí mismo. Y generoso. Y considerado.

—Nada de lágrimas —dijo él entonces, levantando su barbilla con un dedo. Después, con toda tranquilidad, le dio un beso en la frente —. La recepcionista dice que están intentando abrir el ascensor y que va a llamar inmediatamente a una ambulancia.

—Gracias a Dios...

—Hola, doctora Butler. Me llamo Trey Cooper... Sí, está conmigo, aunque seguro que preferiría estar con usted.

Sonreía, mostrando unos dientes blancos y perfectos. Y Cinda se preguntó cómo podía fijarse en eso.

—Toma, quiere hablar contigo.

—¿Doctora Butler? Gracias a Dios. Sí, estoy bien... por el momento al menos. ¿Cuántas contracciones? Dos o tres... No sé... nunca he estado de parto... ¿Qué? Sí, me parece que cada vez son más seguidas... Un momento. Trey, quiere hablar contigo.

—¿Conmigo? —Murmuró él, arrugando el ceño—. ¿Dígame?

Unos segundos después hacía una mueca de espanto.

—¿ Cómo que la ayude a dar a luz si es necesario? Yo no puedo hacer eso, señora. Cinda me ha dicho que el niño no está bien colocado... ¿Cómo? Sí, ahora se lo digo. Dice que lleva un inalámbrico y está bajando al vestíbulo para atenderte en cuanto salgamos.

«En cuanto salgamos».

Una frase maravillosa, pero Cinda tenía sus reservas.

—¿Está bajando quince pisos a pie? Pobrecilla. Cuando llegue abajo, estará en buena forma.

— No te preocupes. Todo saldrá bien. Mientras tanto, tengo que repetir las instrucciones que ella vaya dándome por teléfono.

Sabiendo lo que podría suponer que tuviera que ayudarla a dar a luz en aquel ascensor, Cinda se puso como un tomate.

— A lo mejor no tienes que hacer nada. Hace varios minutos que no tengo una contracción y... — Un dolor repentino, como una puñalada, la dejó sin aire—. Esta es horrible —murmuró, sujetándose de nuevo a su brazo—. Pregunta qué hacemos...

Trey estaba pálido.

—Le duele mucho... ¿Qué las cronometre? No puedo, Cinda me está sujetando el brazo donde llevo el reloj. ¿Que le diga que respire? Respira, Cinda —dijo, muy serio.

Sintiendo como si alguien estuviera arrancándole las entrañas, ella dejó escapar un grito.

—Estoy respirando, imbécil.

— Está respirando, imbécil — gritó Trey al teléfono—. Ah, no. Perdone. Es que no me daba cuenta... ¿Qué? No, yo no puedo. Vale, vale, ahora se lo digo. Tu ginecóloga quiere que te desnudes de cintura para abajo. Quiere que compruebe si estás...

— Tú no vas a comprobar nada —lo interrumpió Cinda, furiosa y dolorida—. Ni te acerques.

—Dice que... bueno, ya la ha oído. ¿Qué? ¿Que respire? Pero si ya estoy respirando. Ah, ella...

En ese momento el ascensor dio un salto y Cinda volvió a gritar.

—¡Ay, Dios mío!

—Es el ascensor, ha dado un salto. Espere... sí, parece que se mueve, doctora Butler.

Como si nunca hubiera tenido problema alguno, el ascensor empezó a descender.

— ¿Se está moviendo o me he vuelto loca del todo?

—Se está moviendo —corroboró Trey—. Doctora Butler, estamos bajando. ¿Dónde está ahora? ¿En el quinto? Vaya, es usted una atleta. Sí, nos vemos en el vestíbulo —dijo, antes de cortar la conexión.

—¿Seguro que estamos bajando?

— Estamos bajando. Y no te preocupes, la ambulancia está a punto de llegar.

Otro salto del ascensor, que afortunadamente no detuvo el descenso, hizo que Cinda cayera torpemente en brazos de Trey. Su cuerpo era cálido y olía a una colonia muy masculina. Y en sus brazos se sentía más segura de lo que se había sentido desde que salió de casa de sus padres para casarse con Richard.

— Lamento haberte hablado así. Y gracias por quedarte conmigo.

Él sonrió.

—No hace falta que te disculpes. Pero antes de que te pongas sentimental, recuerda que no tenía alternativa.

—Estoy segura de que no me habrías abandonado aunque hubieras podido hacerlo—murmuró Cinda.

—No, es verdad. Me habría quedado de todos modos a tu lado.

Después de decirlo, Trey se puso muy serio. Pero no sabía bien por qué.

Las puertas del ascensor se abrieron poco después. Y en el vestíbulo fueron recibidos por una multitud.

Fuera había una ambulancia, un coche de bomberos y varios coches de policía. Más que traer un niño al mundo, parecía que hubieran sobrevivido a una catástrofe.

Dentro del vestíbulo había varios policías apartando a la gente para que los dejasen pasar. Delante del ascensor, dos enfermeros con una camilla y, a su lado, una mujer de bata blanca. La doctora Butler presumiblemente, guapa, morena y con cara de saber lo que tenía que hacer.

Solo faltaba una banda de música.

Los enfermos prácticamente le arrancaron a Cinda de los brazos para tumbarla en la camilla Debería alegrarse, se dijo a sí mismo. Y se alegraba, por ella. Pero, absurdamente, sentía que no estaba preparada para dejarlo.

Entonces, uno de los mecánicos del ascensor sorprendió a Trey dándole la enhorabuena por el próximo nacimiento de su hijo. Y al oír eso, uno de los policías lo llevó hasta la ambulancia.

— Pero yo no... — fue lo único que pudo decir antes de que cerraran las puertas.

— Venga, papá —le dijo uno de los enfermos—. Tenemos que salir pitando.

—Pero yo no... —intentó decir Trey de nuevo. — No pasa nada. Vemos padres nerviosos todos los días.

La ambulancia arrancó, abriéndose paso con la sirena y Trey intentó molestar lo menos posible. Por los gemidos de Cinda y por las órdenes de la doctora Butler, las cosas iban más deprisa de lo que habían previsto.

Y a él le sudaban las manos.

El viaje al hospital, con la ambulancia sorteando el atascado tráfico de Nueva York, para Trey fue como bajar un rápido en el río Colorado. Y como no quería convertirse en el próximo paciente, se sujetó a una barra de metal que había encima de su cabeza. Unos minutos después, aunque a él le habían parecido horas, llegaban al hospital.

En unos segundos, la camilla de Cinda había desaparecido y Trey no sabía qué hacer... hasta que uno de los enfermeros lo tomó del brazo.

Entonces decidió dejar de protestar. En lugar de hacerlo, se preguntó si cada vez que nacía un niño se montaba aquella feria... y debía ser así. Iba a nacer un niño, un ser humano nuevo y diferente de los demás.

El pensamiento le hizo un nudo en la garganta. Iba a ser padre... ¡No! Él no iba a ser padre, ¿qué tonterías estaba pensando? Debían ser los nervios. Todo era tan emocionante... Y ver sufrir a la pobre Cinda le encogía el corazón.

Mientras iban corriendo tras la camilla habría querido gritar que hicieran algo, que no la dejaran sufrir. Aunque, por supuesto, ya estaban haciéndolo.

De repente, alguien le puso una bata verde en la mano.

—Póngasela —le dijo una enfermera con cara de perro—. Déjese solo los calzoncillos y los zapatos. Quítese el reloj y no se mueva de aquí hasta que venga a buscarlo. Y una vez en el quirófano, intente no molestar. Si se pone enfermo o se marea, es problema suyo. ¿De acuerdo?

—Pero es que yo...

—No se preocupe. Solo verá la cabeza de su mujer. Dígale cosas bonitas y no moleste.

—Pero...

—Le doy cinco minutos para cambiarse. Me llamo Pego Si hace todo lo que he dicho, nos llevaremos bien. ¿De acuerdo?

—Sí, señora.

—Muy bien — murmuró ella, abriendo la puerta de la habitación donde debía cambiarse.

Suspirando, Trey miró la bata verde. No podía entrar en el quirófano para presenciar un parto. Solo había ido a Nueva York para encargarse de un problema técnico de su equipo. ¿Quién iba a pensar que el bufete del abogado estaba en el mismo edificio que una consulta de obstetricia y ginecología?

Entonces pensó en marcharse. Se veía intentando escapar del hospital... y siendo atrapado por Peg. Eso sí que no.

Nervioso, se puso la bata verde a toda prisa. No dudaba ni por un segundo que la enfermera estaba esperando en la puerta como un centinela. Y que lo metería en el quirófano en calzoncillos a si no estaba listo en cinco minutos.

Cuando estaba atándose la bata se abrió la puerta y Peg lo miró de arriba abajo con gesto de desaprobación. Trey sintió el deseo de hacer un saludo militar.

— Muy bien. Vamos.

—Mire, yo no soy el padre...

— Ya —lo interrumpió la enfermera—. Y todos los que están en la cárcel son inocentes.

Dos horas más tarde, Trey estaba sentado en un horrible sofá de vinilo verde, mirando la televisión. Pero no veía ni oía nada.

Había visto nacer a una niña. Una persona diminuta, pero perfecta. Y, á juzgar por sus gritos, no muy contenta de haber llegado al mundo.

Nunca había visto nada tan hermoso. Chelsi Elise, la llamó su madre. Sana, gordita, preciosa. Con el pelo de color miel y un par de pulmones de categoría.

Trey no podía disimular que estaba emocionado. Se le había caído una lágrima en el quirófano y fue entonces cuando la doctora Butler se fijó en él y le dijo a todo el mundo que no era el padre de la criatura. Ni el marido de Cinda. Ni siquiera el novio. Solo el tipo que se había quedado encerrado con ella en el ascensor. Un completo extraño.

Peg amenazó con cortarle la cabeza cuando salió del quirófano. Le había dicho que se quedara en la sala de espera, sin moverse. Y él obedeció. Le recordaba a un sargento que tuvo cuando hacía el servicio militar. Oliver Dimwitty. Un hombre tan serio que ningún recluta se atrevía a hacer bromas con él.

En ese momento la doctora Butler entró en la sala de espera. Era una chica muy guapa, con el pelo de color chocolate, los ojos castaños y una sonrisa preciosa.

Al contrario que Peg, que iba tras ella con cara de pocos amigos.

—No quería que lo echasen del quirófano. Pero no podía estar allí.

—Lo sé. ¿Cómo está Cinda?

—Muy bien. Y la niña también. Chelsi ha pesado tres kilos cuatrocientos gramos y mide cuarenta y siete centímetros. Una niña muy sana que tiene la buena suerte de parecerse a su madre.

— Desde luego.

— La mamá también está bien. Un poco aturdida, pero bien.

Trey se dio cuenta de que estaba escuchando cada detalle como si fuese el verdadero padre. Y no lo era.

—Me alegro. La verdad es que me asusté un poco en el ascensor. Pero bien está lo que bien acaba. Gracias a usted.

La doctora Butler sonrió.

— Y a usted. Dice que se asustó, pero no parecía asustado.

— Porque no vio cómo me subía por las paredes. Literalmente.

— A cualquiera le habría pasado lo mismo. Pero esto aún no ha terminado. Si usted no quiere que termine.

— ¿ Qué quiere decir?

—Cinda me ha dicho que le gustaría darle las gracias.

Trey controló una sonrisa de felicidad antes de que apareciera en su rostro. No podía atarse a aquella chica. Cinda no era su mujer y Chelsi no era su hija. Una esposa y un hijo era algo que había pospuesto debido a su ritmo de vida. La verdad era que debía marcharse. Inmediatamente.

—Es muy amable por su parte, pero...

— Venga, vamos a ver a la madre —quien había hablado era, por supuesto, Peg —. Vamos, muévase.

— Ya veo por qué la ha traído —sonrió Trey—. Cualquiera le dice que no.

— Tendrá que perdonamos. Cinda Cavanaugh es una persona muy especial para nosotros. Lo ha pasado mal, señor Cooper. Y no me refiero solo al parto.

— Lo sé — murmuró él—. Me ha contado lo de su marido. Una tragedia.

—Sí, aunque las circunstancias fueron cómicas, es una tragedia.

— ¿ Y qué puedo hacer yo?

— No lo sé. Pero Cinda quiere verlo y como su familia no ha llegado todavía...

— Ah, muy bien. Gracias por todo, doctora Butler.

— De nada — sonrió ella —. Tengo que irme. El pediatra está examinando a Chelsi y voy a echarle una mano. Peg lo llevará a la habitación.

Cuando la ginecóloga salió de la sala, Trey miró a la enfermera con expresión burlona.

—La seguiré hasta el fin del mundo.

Peg se puso en jarras.

—Mi primer marido era un tipo del sur, como usted. El mayor error que he cometido en toda mi vida. Así que no pruebe sus encantos sureños conmigo porque no le servirán de nada. Además, soy una mujer casada.

Trey sonrió.

—Sí, señora. Pero dígame una cosa... ¿por qué las mejores siempre están casadas?

—No todas —dijo Peg—. La señora Cavanaugh no lo está.

Cinda Cavanaugh, con los ojos cerrados y el pelo empapado de sudor, estaba tumbada en la cama.

Pero ni su palidez ni el horrible pijama del hospital podían, en opinión de Trey, disimular su atractivo. Le habían puesto una vía en el brazo derecho y, al otro lado, un monitor controlaba los latidos de su corazón.

Creyéndola dormida, se sentó al borde de la cama y se puso a mirar alrededor. Aquella no era una habitación normal, parecía más bien una suite. Pero, claro, ella había dicho que su marido era millonario. Su difunto marido, se corrigió a sí mismo, recordando las palabras de Peg.

Trey sonrió. Peg no le había preguntado si estaba casado. Debía dar por sentado que seguía soltero.

Justo entonces Cinda abrió los ojos y una sonrisa iluminó su rostro. Una sonrisa débil, pero una sonrisa al fin y al cabo. Parpadeando, se pasó la punta de la lengua por los labios resecos.

—Estás aquí —dijo, casi sin voz—. Y me gusta mucho esa bata verde. Té queda muy bien.

—¿Esto? Es un trajecito que guardo en él armario para ocasiones especiales.

Cinda sonrió de nuevo y esa sonrisa le hizo algo por dentro.

— Me alegro mucho de que estés aquí, Trey Cooper.

Con el corazón acelerado y más afectado de lo que hubiera querido admitir, Trey reconoció que debía irse de allí enseguida. Antes de que aquella mujer lo volviera loco del todo.

— Yo también me alegro —murmuró. Después de eso no sabía qué decir y el silencio se alargó, incómodo y cargado de... emociones. Entonces recordó lo que le había dicho Peg —. ¿Quieres agua? Me han dicho que tienes que beber.

La sonrisa de Cinda se convirtió en una mueca de dolor.

—¿Tienes un poco de ginebra?

Se permitía el lujo de bromear después de lo que había pasado. Desde luego, era una mujer extraordinaria.

—Maldita sea... Sabía que se me olvidaba algo. ¿Quieres que vaya a comprar unas latas de cerveza?

Cinda sonrió otra vez, iluminando la habitación.

—De verdad me alegra que estés aquí. Temía que te hubieras marchado y quería darte las gracias. No sé qué habría hecho sin ti.

—No he hecho nada — murmuró él, entrando en el cuarto de baño para llenar un vaso de agua.

—¿Cómo que no?

—No tienes que darme las gracias, Cinda. Hice lo que habría hecho cualquiera. En realidad, nada.

Los ojos de color caramelo... un color muy poco habitual, se clavaron en él. Parecía entender sus dudas, su nerviosismo. Sus ganas de marcharse. Una sonrisa triste apareció en sus labios entonces.

— Al menos, estuviste a mi lado.

—Eso no me ha costado nada. Eres una chica estupenda, Cinda. Y una mamá estupenda. Enhorabuena — sonrió Trey —. Debería haberte comprado flores o un peluche para Chelsi, pero Peg no me ha dejado bajar a la tienda.

—¿Peg?

—La enfermera. Cuidado con ella. Solo puedo aconsejarte que la obedezcas en todo. Aunque te duela.

— Intentaré recordarlo.

Era el momento de marcharse, pensó él entonces.

—Bueno, tengo que irme. Ha sido un placer... —el corazón de Trey se encogió al ver la expresión de «no te vayas» en sus ojos—. Ha sido un placer conocerte. Nunca podré entrar en un ascensor sin acordarme de ti.

Cinda levantó una mano y él la apretó, luchando para no llevársela a los labios.

— Trey... —murmuró, dándole a su nombre una intensidad que no había poseído antes -. Muchas gracias. No quieres creerlo, pero has salvado mi vida y la de mi hija. Ojalá pueda devolverte el favor algún día.

Él se apartó. Tanto para evitar que ocurriese algo que no debía ocurrir como para que Peg no le clavase un bisturí en la espalda.

—¿Devolverme el favor? Vale, quizá un día puedas salvarme la vida.

— Dame el cuaderno que hay sobre la mesa, por favor. Quiero darte mi número de teléfono. Si algún día me necesitas, llámame.

— Y yo perdiendo el tiempo en bares — intentó bromear Trey —. ¿Quién iba a decirme que para ligar hay que ir a una maternidad? Aquí tengo una chica preciosa dándome su número de teléfono...

Cinda sonrió.

—No sé cómo puedes decir que esto preciosa.

— Porque lo estás.

—Eres muy amable.

—No. Lo digo de corazón.

Trey guardó el papel en el bolsillo. No pensaba llamarla, por supuesto. Cinda estaba muy emotiva en ese momento, por eso lo veía como a un héroe. Pero al día siguiente lamentaría haberle dado su teléfono a un tipo con las manos manchadas de grasa.

— Bueno, tengo que irme. Mañana he de tomar un avión muy temprano. Cuide de su hija, ¿de acuerdo, señora Cavanaugh?

Cuando la miró a los ojos, temió que Cinda pudiera ver en su corazón lo que él no quería ver... que apenas unas horas después de conocerla, la idea de no volver a verla le encogía el alma.

— Adiós, señor Cooper.