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Liberarse de la pena
La pena puede ser devastadora y dolorosa hasta el punto de absorber toda la alegría de la vida, haciendo que el funcionamiento cotidiano sea una carga insoportable. Nos quita literalmente el aliento. Diez años después de la muerte de mi primer hijo, Adam, mientras Catherine recordaba sus vidas pasadas en mi tranquila consulta, aprendí que somos un alma, no solo un cuerpo, que somos eternos y que nos reencontraremos con nuestros seres queridos. Pero cuando murió Adam, yo no sabía nada de eso.
La inesperada muerte de Adam en 1971, cuando contaba veintitrés años, resultó ser una fuerza motriz en mi trabajo. También había llorado la pérdida de mi padre, pero más la de Adam, pues la muerte de un hijo es una aberración en el orden natural de las cosas. A uno se le truncan las esperanzas, se le parte el corazón. El dolor es indescriptible, inconmensurable. Conozco sus honduras de primera mano, así que puedo identificarme del todo con quienes hayan pasado por este proceso. Desde esa época he aprendido sobre la continuidad de la conciencia tras la muerte del cuerpo físico. He aprendido que los seres queridos siguen viviendo, que tan solo están en el otro lado, y que nos encontraremos con ellos una y otra vez. Cuando eliminamos el miedo a la pérdida y la muerte, la pena deja de ser asfixiante.
Estas cinco historias demuestran que la adquisición de sabiduría espiritual puede curar el dolor y restablecer la paz y la calma interior en nuestra vida. Nos recuerdan que el amor no se pierde nunca. Evocar episodios de vidas pasadas, prenatales o de infancia y tener experiencias místicas son solo algunas de las maneras en que se puede alcanzar este conocimiento. Tal vez leer las palabras de este capítulo sea otra.
En cuanto nos desprendemos de la tremenda carga del dolor, nos sentimos más ligeros y más vivos. He pasado por esto y sé cuánto se agradece renacer.
Espero que estas historias infundan nueva vida a todos.
. UNA INMENSA EXPLOSIÓN DE AMOR .
Mi esposo, Richard, y yo tuvimos un matrimonio con mucha tensión y cuatro hijos fabulosos. Cuando él se jubiló como piloto de líneas aéreas, nos mudamos a mi país natal, Sudáfrica, a la pequeña ciudad de McGregor, en la zona rural de la provincia occidental de El Cabo. Allí, rodeados de montañas y la belleza del veldt, estaba yo buscando algo que denominaba, en forma grandilocuente pero solo para mis adentros, «el significado de la vida». Descubrí los cinco libros escritos por el doctor Weiss. Los leí y releí con verdadero placer; y se produjo una resonancia inmediata. Ahí estaba: el significado omnibenevolente y omniabarcador que estaba buscando. «Cada vez estás más rara, Lee», decía mi esposo.
Durante unos años vivimos como antes —no felices, pero sacándole a todo el máximo provecho—. En una ocasión, me fui seis semanas a visitar a nuestros hijos y, a mi regreso, vi que Richard había cambiado: también había leído los libros de Brian. Descubrimos encantados que ahora podíamos hablar abiertamente sobre cualquier cosa, y los meses siguientes fueron los más felices de nuestra vida en común. Por primera vez fuimos capaces de decirnos que nos amábamos uno a otro de forma incondicional, e iniciamos juntos los cambios que eran necesarios pero ahora, además, posibles.
En 2002, fuimos a Francia a cuidar la casa de nuestro hijo mayor mientras él y su mujer estaban fuera. La feliz relación continuó y creció. Viajamos a Andorra y en la cena, en ese encantador país bajo los altos Pirineos, hablamos de la dicha absoluta que sentíamos ambos. Richard me dijo: «Lee, si me muero esta noche, todo habrá valido la pena por lo que tenemos ahora.»
Richard falleció dos días después debido a un ataque cardíaco masivo. Estuve con él en la UVI. Sus últimas palabras fueron estas: «Te querré siempre.» Y luego un susurro: «¡Hemos “ganado”!»
Acudieron nuestros dos hijos mayores, y ese domingo de mediados de verano nos apoyamos mutuamente y gritamos nuestra pena, balanceándonos sin decir en todo el día otra cosa que el nombre de Richard. Esa noche, Will salió a pasear el perro al sendero, y James, nuestro segundo hijo, se ofreció a acompañarle. Cuando cruzaban la verja, oí a Will: «Papá me colocó estos postes el año pasado.» Y James se agarró a uno y se quedó allí.
Sola en el patio, yo me mecía y lloraba, di un paso pequeño, arrastrando los pies, y entré en una paz absoluta. Aguanté la respiración para no interrumpirla, pero tuve que coger aire de nuevo. La paz persistía. Jadeando, me susurré a mí misma: «Oh, Richard, si estuvieras aquí y te contara esto, sé lo que dirías: “Vuelves a estar rara, Lee.”»
En ese momento, los brazos de Richard me rodearon y me agarraron con fuerza. Oí su voz solo en el oído derecho: «¿Rara? Lee, no te enteras. ¡Es... maravilloso!»
Me convertí en un bloque de hielo. Noté vagamente que regresaban mis hijos; sentí que me hacían girar y me sentaban en una silla junto a la mesa del patio. Mantuve los ojos cerrados y deseé poder contarles lo que había pasado, pero los dos eran muy escépticos y en ese momento lo que menos necesitaban era una madre loca. Así que me limité a cogerles de las manos.
De repente, James se soltó, y cuando le miré la cara vi que estaba rojo y gritaba. «¡No está bien!», decía. «Debo decírtelo. Estoy loco, estoy loco, pero cuando me he quedado junto al poste, he sentido una tranquilidad increíble. He empezado a sentirme culpable, y entonces papá me ha rodeado con los brazos y ha dicho, solo a mi oído derecho: “James, James, todo va bien. Todo es exactamente como tiene que ser.”»
Antes de poder decir yo nada, Will alzó los brazos por encima de la cabeza y dijo: «Oh, gracias, Dios mío. ¡Gracias, James! Yo también creía haber enloquecido, y tendría que dejar mi empleo porque no quieren pilotos locos. Me ha pasado lo mismo. Estaba de pie junto a esa valla de ahí y he notado un alivio dichoso y una paz total. Acto seguido, cuando comenzaba a sentirme culpable, me han agarrado los brazos de papá, un verdadero abrazo de los suyos, y me ha dicho al oído izquierdo: “Will, oh, Will, todo es como tiene que ser.” Entonces me ha dicho que abriese los ojos y mirase, y yo veía a través de todo, y todo era uno, y ¡todo era amor!»
Entonces sí les revelé cuál había sido mi contacto. Pasamos el resto de la noche en silencio salvo cuando Will y James se dijeron uno a otro: «¡Seguro!»
Nos envolvió la paz a los tres durante los días siguientes, hasta que mi hijo más joven voló conmigo a McGregor y me ayudó a instaurar una rutina. Richard me decía cosas como «es necesario» o «no será por mucho tiempo», pero yo volvía a sentirme angustiada. Tenía una pena tan grande que solo me veía capaz de seguir adelante si llevaba conmigo siempre un libro del doctor Weiss, aunque solo fuera de compras. Expliqué a mi hermana lo sucedido con mis hijos la noche posterior a la muerte de Richard. Ella, que era de una religión fundamentalista, me dijo que yo estaba «invocando al demonio» y me llamó «bruja de Endor»; y a partir de entonces no habló más conmigo ni contestó mis mensajes.
De todos modos, yo estaba decidida a seguir cambiando, a convertirme en la persona que tenía que ser. Llorando casi todo el tiempo, comencé a mostrar una franqueza y una sinceridad absolutas, aprendiendo a ser no solo afectuosa sino también «amor». Solía caminar sola por el veldt.
Un domingo por la mañana, saqué a mis cuatros perros a dar uno de esos largos paseos por sitios donde no había nadie. En esos ratos empecé a tener recuerdos nítidos de otra vida de hacía mucho tiempo, que yo consideraba «interrupciones». Intenté alejar esos pensamientos hasta que en uno aparecí yo sentada en una cena con velas, con pétalos de rosa en la mesa. Ocurría en la Edad Media. Me hallaba junto a un hombre mucho mayor, muy culto, a quien no miraba por timidez. Yo tenía dieciséis años y estaba enamorada de él. Bajé la vista a la mesa y vi su mano derecha, una manga gris cayéndole del brazo mientras sus dedos jugueteaban con una nuez, haciéndola rodar exactamente como hacía Richard con las monedas y otros objetos redondos. El corazón me latía acelerado. Quienquiera que fuera ese hombre, era Richard. Reaccioné y recobré la compostura. Los cuatro perros, todavía con las correas, echaron a correr de pronto por una cuesta donde Richard solía esperarme cuando caminábamos juntos por aquí. Los perros se sentaron en semicírculo y menearon la cola, y entonces estuve segura de que, si entraba en ese espacio, encontraría la paz de la presencia de Richard.
Y así fue por un momento. Pero de repente oí a Richard a mi lado decirme con total claridad: «Naciste en el año 1100.» Atónita, me volví hacia atrás arrastrando a mis pobres perros, gritando a cada paso «¡Demuéstralo! ¡Demuéstralo!» sin dejar de correr hasta la casa.
No podía parar la reacción, así que fui inmediatamente a ver a un amigo que, aunque no aceptaba la reencarnación, había sido muy bueno conmigo y conocido bien a Richard. Ese amigo, Manie, tampoco creía que los sueños tuvieran importancia alguna. Lo encontré tumbado en la cama, con un pie apoyado en la rodilla de la otra pierna doblada. Estaba contemplando un jacarandá lleno de flores preciosas. Mientras me acercaba, no pronunció una sola palabra de bienvenida; solo dijo eso: «Lee, he tenido un sueño de lo más alucinante.»
Siguió hablando sin dejar de mirar por la ventana. «He soñado que estaba en un jardín bellísimo. Césped tupido de un verde intenso, y las flores... oh, el aroma de las flores. Caminaba por la hierba y de pronto he visto a Richard que venía hacia mí. Nos hemos parado uno frente a otro. Nos hemos abrazado. Me ha preguntado si podía hacerle un favor. “No faltaba más —he dicho—. Lo que quieras, Richard.”
»”Lee vendrá más tarde —ha dicho Richard—. Quiero que le des un mensaje de mi parte.”»
Entonces Manie se incorporó en la cama y pidió disculpas. «Lee, el mensaje es solo un galimatías. Pero se lo he prometido a Richard.» Me miró con tristeza. «Ha dicho: “Di a Lee que hace novecientos años yo era un gran delfín.”»
Treinta años antes, Richard había sido piloto de caza en el 19.º Escuadrón de la RAF, cuyo emblema era un delfín, algo que le encantó cuando lo supo. Tras ver delfines por primera vez, se había enamorado de ellos. Al enseñarme su enorme English Electric Lightning con su nombre en un lado, Richard señalaba el delfín en la cola y decía con orgullo: «¡Ahora soy un delfín!» Más adelante abandonó la RAF y se incorporó a British Airways; una noche, en la oscuridad, le pregunté si echaba de menos ser un delfín. Entonces hablamos de la amenaza de guerra nuclear, y Richard dijo que, si sobrevivía, me mandaría un mensaje, y desde luego creo que el mensaje era suyo precisamente porque contenía la frase «yo era un gran delfín».
Hasta el momento en que Manie me repitió esas palabras treinta años después, me había olvidado de aquello por completo. Me desmayé por primera vez en mi vida. Cuando recuperé el conocimiento, se lo conté todo a Manie. Y lo más fabuloso fue que él pronto experimentó sus propias regresiones y acabó asumiendo el concepto de la reencarnación.
Yo lo aceptaba todo, pero seguía sintiendo cierta angustia. Mis hijos me preguntaron qué haría si pudiera hacer algo, y yo contesté al instante: «Me gustaría pasar una hora con el doctor Weiss.» Media hora más tarde, me habían reservado un camarote en el barco que, tras zarpar de Nueva York, albergaba un taller de Brian. Fue en la primera sesión, resplandeciente de luz y amor en el escenario, cuando descubrí que la hipnosis era exactamente como planificar un sueño consciente, y acompañada de la voz suave y afectuosa de Brian me trasladé a esa vida anterior en el París medieval. Todo había empezado con ese fantástico romance con el viejo Richard, y terminado cuando, a los dieciocho años, me vi forzada a hacerme monja. Richard se convirtió en monje, y yo fui desconsoladamente desdichada el resto de mi vida. Lo vi en su celda, golpeándose la frente y los brazos contra una pared de piedra hasta sangrar, diciendo mi nombre a voz en grito. Si en esa vida yo hubiera conocido ese pequeño detalle, mis años de sufrimiento como monja habrían sido curativos.
Sin embargo, esa vida era totalmente opuesta a la de ahora. En la Edad Media no tenía ninguna libertad; en mi vida actual soy increíblemente libre. Gracias a la experiencia de esa regresión me sentía exultante. A mi juicio, ese era el cambio colosal que necesitaba: curó el dolor que había sido como vidrio machacado en el estómago y el corazón desde la muerte de Richard. Me sentía dichosa más allá de lo que hubiera podido soñar. Además, recibí una breve carta de mi hermana, que no me hablaba desde hacía años. En ella respondía a la experiencia que yo había tenido con mis hijos tras morir Richard. Escribía lo siguiente: «Esta mañana, en mis tranquilos instantes con el Señor, Él me ha dicho que tú y tu familia habéis vivido una inmensa explosión de amor, y que yo debo mantenerme al margen.» Firmaba «con afecto». Han ido pasando los años, y mi vida ha sido dulce y maravillosamente distinta, desde el mismo momento en que cogí esos libros.
~ Lee Leach
Esta historia es tan hermosa y conmovedora que solo puedo instar al lector a leerla de nuevo y a escuchar los mensajes de Richard poniéndose en el lugar de Lee, James o Will. Los mensajes son acertados. Yo digo «hay que confiar en el proceso», y Richard dice «todo es exactamente como tiene que ser», pero se trata de los mismos conceptos. Mientras escribo que no nos morimos nunca, que el alma o la conciencia continúan después de la muerte, Richard se ofrece a demostrarnos esto y añade: «No te enteras. ¡Es... maravilloso!» La regresión de Lee a una vida de novecientos años atrás era solo la confirmación final, y ahora ella era capaz de comprender del todo y sentir la paz perfecta. Su profunda pena había desaparecido.
En la década de 1980, cuando yo dirigía el Departamento de Psiquiatría del Centro Médico Mount Sinai en Miami Beach, solía meditar antes de volver a casa por la noche después de trabajar. Una vez, al iniciar el trayecto en una hermosa noche de principios de invierno, observé una raja perfecta de luna colgando baja en el cielo del oeste. Por las ventanillas abiertas del coche soplaba una brisa marina suavemente perfumada. Tuve una envolvente sensación de paz profunda. En ese instante, se produjo de golpe un cambio en mis percepciones, como cuando se abre una cerradura de combinación al quedar alineadas todas las gachetas. Los objetos sólidos tenían una luz dorada a su alrededor y ya no parecían sólidos. Casi alcanzaba a ver a través de su recién adquirida transparencia. Aumentó la sensación de paz. Yo sabía que todo era perfecto, que no se producían accidentes, que no había nada que temer ni de qué preocuparse. Entonces, una voz suave me susurró algo: «Todo es como tiene que ser. Todo es perfecto tal y como está.»
Entiendo que en el nivel físico las cosas disten mucho de parecer perfectas. Da la impresión de que la violencia, los accidentes, las enfermedades y otros traumas se producen de manera constante, caprichosa e imprevisible. Parece que la vida puede echarse a perder de un momento a otro. Solo en el nivel cósmico es todo perfecto como tiene que ser.
La vida física es como una obra de teatro donde todo el rato hay cambios de guion imprevistos, y en el escenario reina el caos. Cuando los actores desaparecen tras el telón, se acaba el lío. Los actores se quitan la máscara. Recuperan su vida e identidad permanentes, dejan de ser los personajes que encarnan de manera temporal. El cuerpo actual es el personaje de la obra; el alma, el actor imperecedero. En el escenario, los personajes pueden sufrir desgracias atroces, incluso la muerte. Sin embargo, los actores jamás padecen daño alguno.
En el contexto de nuestra propia inmortalidad, en la eternidad que trasciende el tiempo, todo es exactamente como tiene que ser.
. UN ABRAZO DE MADRE .
Hace unos años, estaba yo en uno de sus seminarios organizados en un crucero a Alaska. En una sesión, usted dirigió una regresión de grupo en la que nos hizo volver a nuestro nacimiento y revivirlo. Eso hice, y sentí que estaba en el útero y luego el parto, y acto seguido sucedió algo asombroso. Experimenté de nuevo la sensación de ser colocada en los brazos de mi madre por primera vez.
Veamos. Mis padres murieron con una diferencia de cinco meses cuando yo contaba ocho años. Debido a ese trauma, no recordaba nada de mi madre. En esa regresión, usted me devolvió un recuerdo muy especial.
Mientras estaba usted hablando para el grupo, evoqué el pensamiento, ¡vaya!, este médico es guapo de veras, y luego el momento de estar en brazos de mi madre mientras ella me miraba y sonreía. Entonces, usted condujo al grupo a una vida pasada, pero yo pensé: No puedo dejarla. Llevo cuarenta y tres años sin estar con mi madre, me quedaré aquí a disfrutarlo. Y eso es exactamente lo que hice hasta que usted trajo al grupo de vuelta de la regresión.
Antes de esta experiencia, yo era una adulta (bastante) centrada, pero desde entonces he llevado en mi corazón un brillo adicional que se ha convertido en una calma y una confianza antes inexistentes. Viene a ser lo mismo que pasa con un niño, dubitativo respecto a sus capacidades, que florece en cuanto su madre le proporciona la seguridad de su amor y su apoyo.
Ayer era el cumpleaños de mi madre; habría cumplido ochenta y cuatro. Aunque no podía llamarla por teléfono, sí me comuniqué con ella a través de un sueño, cuyo mérito atribuyo también a la regresión. La conexión que establecí ese día ha dejado un pequeño ojo de buey abierto al otro lado al que puedo pasar siempre que necesite a mi mamá; mi agradecimiento por este regalo inaudito será eterno.
~ Patricia Kuptz
Me siento dichoso por ser capaz de ayudar a la gente a tener estas experiencias. Los recuerdos prenatales y de la primera infancia han sido confirmados una y otra vez por los padres y otras personas. Se trata de evocaciones reales y precisas.
No es difícil recuperar esos primeros recuerdos. Primero ayudo a la persona a alcanzar un nivel profundo de concentración y relajación. Luego retrocedo en el tiempo, hasta la adolescencia, la niñez, la infancia y la fase embrionaria. Cuento al revés, de cinco a uno, mientras en la mente de la persona aparecen una imagen, una escena, un olor o un suceso. Al principio, la imagen quizá se asemeje a una instantánea o una foto, aunque a veces quizá parezca una película. En ocasiones, no hay una imagen sino más bien una sensibilidad, un conocimiento. Si profundizo en el nivel, la escena, a menudo acompañada de sensaciones, emociones y sentimientos, se va aclarando. Hemos llegado, y los fabulosos reencuentros y recuerdos hacen hincapié en que el amor no se acaba nunca, que nuestros seres queridos están vivos en nuestro pasado y también en nuestro futuro.
En aquellas frías aguas de Alaska estaba desvelándose un milagro, aunque en su momento yo no lo sabía. La vida de Patricia cambió para siempre. La pena que había estado arrastrando durante cuarenta y tres años estaba desvaneciéndose. Se abría un portal al otro lado. Atravesar ese portal por primera vez fue curativo para Patricia y, lo que es aún más fantástico, se ha convertido para ella en algo casi innato.
Nuestros seres queridos también cruzan ese portal, aunque quizá no siempre seamos conscientes de ello. Nos visitan, a diario si es preciso, para expresarnos su amor, aliviar nuestras penas, e incluso, como descubrió Jessica en la siguiente historia, abrazarnos y bailar con nosotros una última vez.
. BAILANDO EN EL CAMPO .
Jessica, maestra de treinta y tantos años de pelo rubio, ojos azules y voz suave, condujo durante horas desde el centro de Florida para verme en la consulta. Había tenido dos hijos en cuyo parto se había practicado la cesárea. Se había quedado embarazada por tercera vez, de un niño sano. Había decidido parir a Elliot de forma natural en su casa, pero durante el proceso se reventó el útero, se desprendió la placenta y el bebé sufrió una carencia fatal de oxígeno mientras era trasladado a toda prisa al hospital. Lo conectaron de inmediato a una máquina para mantener las constantes vitales, pero era demasiado tarde. Murió solo diez días después.
Mientras Jessica me contaba su historia, se me hizo un nudo en la garganta. Nadie merece la experiencia de perder un hijo: la mujer sentada frente a mí era tan buena y discreta que yo no podía imaginar por qué iba a pasarle a ella algo tan demoledor. Tampoco podía imaginar la muerte de mi hijo, y menos aún la tremenda sensación de culpa por una decisión mía que pudiera haber influido en ese desenlace. Jessica había leído los libros de mi padre y encontrado en ellos cierto consuelo. Acudía a otro terapeuta que la ayudaba en su proceso de pérdida. Yo estaba impresionada por lo bien que lo estaba afrontando: me parecía un éxito que simplemente se levantara por la mañana, pusiera un pie delante del otro y sobreviviera un día más. Sin lugar a dudas, la apariencia dulce de Jessica ocultaba la dureza del acero. De todos modos, era como si llevara el dolor en el exterior del cuerpo. Yo alcanzaba a verlo, casi podía estirar el brazo y tocarlo. Su infinita profundidad me asustaba: yo era una terapeuta bastante novata, cuando menos en el campo de la hipnosis, y tenía miedo de que el viaje hasta mi consulta hubiera sido para ella una pérdida de tiempo. ¿Qué demonios podía decir o hacer yo para mitigar el sufrimiento de Jessica? ¿Y qué podía causar siquiera una mella en esa clase de dolor?
Jessica describió las dificultades que había tenido con sus médicos en el parto de sus dos primeros hijos. Su suave voz subió de tono al hablar de la desconfianza hacia ellos, de los errores clínicos cometidos y de cómo, comprensiblemente, esos errores la habían impulsado a escoger un método diferente para traer al mundo a Elliot. Había investigado escrupulosamente las ventajas y los riesgos de un parto vaginal tras dos cesáreas. Había tomado una decisión con total conocimiento de causa, y teniendo en cuenta lo sucedido con los dos primeros nacimientos, no había duda del porqué de su resolución. Cuanto más hablábamos de Elliot, más intentaba yo separarlo de su trauma, pero tuve la sensación de estar ahí con ella como si, aunque los cuerpos estaban hablando, las almas se sostenían juntas por el aire, mirándose una a otra con ojos tristes e incrédulos. ¿Puede la vida llegar a ser tan dolorosa? Y cuando lo es indefectiblemente, ¿cómo superarlo? Cuando Jessica planteó el hipotético escenario de tener otro hijo, su enojo se disolvió en puro pánico. ¿Qué sería lo correcto? ¿Iba a confiar otra vez en los médicos? ¿Y si cualquier decisión resultaba errónea? Había pensado mucho en su pasado y su futuro, y a todas luces las preguntas sobre ambos le causaban gran aflicción.
Cuando hipnoticé a Jessica y la llevé a una vida anterior, lo primero que vio ella fueron solo colores imprecisos en forma de olas y puntos. «Parecen solo luces», dijo, y durante los diez minutos siguientes no hubo nada más, en efecto, solo luces. Oh, no, pensé, juntando literalmente mis manos para rezar mirando al techo, agradecida por que mi paciente tuviera los ojos cerrados. Ángeles, Dios, quienquiera que esté ahí arriba, tenéis que hacer algo más. Yo rezaba con cada paciente pidiendo ayuda y energía curativa, pero ese día no fue una solicitud convencional.
De repente, en medio de esas formas lumínicas palpitantes, apareció en la mente de Jessica la imagen de un delantal. Gracias, dije al cielo, exhalando un suspiro de alivio. Jessica se veía como una mujer joven en un gran porche, algo que recordaba a La casa de la pradera. Estaba apoyada en un poste, sudando a causa del sol estival y el ejercicio físico. El trabajo era duro y estresante, una carga pesada. Jessica notaba la tensión en el cuello y los hombros, debida no solo al trabajo manual sino también a una soledad aplastante. Se daba cuenta de que quería hijos y una familia, pero no los tenía. «Es todo muy duro.» Y suspiró.
Nos desplazamos hacia delante en el tiempo hasta esa noche en que la mujer estaba tendida en la cama, pensando en si cogía o no la Biblia de la mesilla, pero se notaba demasiado cansada para hacer siquiera ese gesto reconfortante. Jessica vio a la mujer sollozar, sentirse a la vez triste, frustrada e inquieta. Tenía una casa grande, pero suponía para ella una tarea abrumadora, y la zona rural en que vivía estaba aislada, excluía la posibilidad de hacer amistades. Los vecinos del lugar la consideraban afortunada; poseía una casa enorme, ese gran porche delantero, una vaca. Sin embargo, ninguno de estos bienes la hacía feliz. Aunque solo tenía veintitantos años, parecía sentirse demasiado cansada y triste para vivir.
Volvimos a avanzar en el tiempo, pero nos encontramos más de lo mismo: la mujer, trabajando con ahínco en el patio, esforzándose tan solo para sobrevivir en esa existencia sombría. Y entonces Jessica vio una niña pequeña que bailaba y jugueteaba en la tierra alrededor de la mujer. «No la ve», dijo, confusa, «pero la niña está bailando, bailando sin parar». Vio también a un hombre: el esposo, de pie a cierta distancia en un lado del porche. Él y la niña estaban unidos a la mujer, la amaban mientras trabajaba, mientras permanecía sentada en el porche y lloraba, pero ella no sabía que estaban allí. Transida de dolor, solo era consciente de su soledad.
¿De dónde procedía ese abatimiento? Para averiguarlo, retrocedimos. Había un accidente, una calesa que se había estrellado tras resbalar un caballo en unas piedras mojadas. El carruaje, que llevaba a la niña y al esposo, había volcado, con lo que ambos habían muerto en el acto. La mujer no iba con ellos; quería ir, lo había planeado, pero por algún motivo en el último momento se quedó en casa. Los amaba mucho y se sintió terriblemente culpable y responsable de sus muertes. «Pero no fue culpa suya. Ni siquiera del caballo. Los accidentes ocurren sin más», dije pensando también en Elliot. Jessica asentía con lágrimas en los ojos, pero no parecía creerme. «Da la impresión de que lamenta no haber estado ahí con ellos», dije en voz baja. «Oh, sí», gimió ella.
La mujer vivió largos y solitarios años. Trabajó durante toda su vida junto al porche, donde su esposo la observaba solo con amor en la mirada, y su hija, dando vueltas ajena a todo, bailaba junto a ella un día tras otro.
Mientras Jessica flotaba más allá de su viejo cuerpo, empezó a menear la cabeza, como si no se creyera lo que había vivido. «¡No tenemos que amargarnos!», dijo. «Ella podía haber hecho mucho bien.» La mujer se había quedado tan inextricablemente empantanada en el dolor y la pérdida, que ya no se recuperó jamás. Pensando en la Jessica de ahora, pregunté: «En todo caso, ¿cómo habría podido recuperarse de esa clase de pérdida?»
«Muy fácil», contestó Jessica, sonriendo, «solo tenía que verlos bailar a su alrededor». La pequeña y el esposo, al aparecer religiosamente cada día en el patio delantero, intentaban decirle que estaban bien, que la querían y que nunca la habían dejado; sin embargo, ella no veía nada. «Lo pasaba mal... pero no tenía por qué. Eran tan, tan felices», dijo Jessica. «Se trataba de amor, ¡de puro amor que manaba de ellos y se detenía justo frente a ella! Y no lo percibía.»
Fue una extraordinaria lección que ayudó a Jessica a mitigar algunos de sus actuales sentimientos de pesar. Por increíble que parezca dado el reciente trauma experimentado con su hijo, su sufrimiento era opcional, innecesario. Solo tenía que ver bailar a la pequeña cerca de ella. Si sabe que Elliot muy probablemente sigue amándola no lejos del aire que respira, no tendrá motivos para volver a sentir ese dolor insoportable.
Al día siguiente, en la sesión que hicimos juntas, Jessica entró y salió de numerosas vidas pasadas. En una, era la hija de una especie de curandero hermético, un alma sabia y avanzada a su tiempo; a la larga, ella tuvo su propia familia pero murió joven, dejando a un niño pequeño al que amaba. Jessica creía que el niño de esa vida era Elliot. «Es como si esta vez nos hubiéramos intercambiado el sitio. Yo le dejé pronto en aquella vida, él me ha dejado pronto en esta. Vaya», dijo, comprendiendo de pronto, «en esta vida él no me castigaba en absoluto. Solo me mostraba cómo era eso de ser abandonado en vez de ser el que se va pronto. Pero el amor no desaparece. Nosotros sí, el amor nunca». Percibía que, en la regresión, Elliot también era su amado padre. «Parecía entenderlo todo», añadió. «Era muy cariñoso. No le molestaba nada. Todo lo hacía con delicadeza y ternura para que la humanidad fuera mejor.»
Las vidas de Jessica con Elliot eran innumerables, antiguas, surgían a lo largo de los años a medida que sus almas se trenzaban una y otra vez para enseñar, aprender, amar. No era casualidad que él hubiera aparecido en la vida actual de ella; estaba intrínsecamente vinculado a Jessica, de quien era una parte, si bien la forma, la relación y las circunstancias variaban siempre. Mientras estaba sentada frente a mí, su rostro cambió por completo. No se apreciaban arrugas de tristeza, ni ojos cansados; solo amor, felicidad, incluso entusiasmo. Por extraño que parezca, ni siquiera parecía ya humana; con su color rubio y su expresión beatífica, era realmente como un ángel, un espíritu dichoso, resplandeciendo con una paz que iba más allá de las palabras. Estaba radiante, y la luz transformaba todas y cada una de sus partes.
Se acababa el tiempo. No creo que Jessica pudiera llegar a ser más feliz, lo que suena un tanto retorcido si tenemos en cuenta la razón por la que había venido a verme. Presenciarlo fue algo increíble. Trabajas bien, le dije al cielo. Concluí la sesión llevando mentalmente a Jessica a un tranquilo campo de flores silvestres y haciendo que visualizara a su guía, que se reunía con ella para orientarla sobre cómo podía seguir curándose también tras salir de la consulta. El guía de Jessica, su sabio y bondadoso maestro, era, por supuesto, Elliot. Ella se imaginaba sosteniendo el pequeño cuerpo de bebé, que comenzó a emitir una luz brillante. Elliot abrió los ojos. (Después de la sesión, Jessica se maravillaba de esto. «Nació clínicamente muerto», dijo. «Nunca le vi los ojos.») En la mente de ella, Elliot le daba con la mano en la nariz y le guiñaba el ojo, como si estuviera diciendo «¡te he pillado!», como si todo aquello, esa voltereta que daban juntos por tantas vidas, ese incesante borboteo de muertes y nacimientos sucesivos, no fuera más que una broma cósmica. Aquí, Jessica, como le sucedería a cualquiera, sufría por la pérdida de un bebé sano, el cuerpo y el cerebro súbitamente muertos, pero el propio Elliot no podía tomarlo en serio; lo único que tenía que decir sobre la cuestión era algo como «se acabó mi turno; ¡ahora te toca a ti!». Para Jessica, el bebé Elliot, que ahora estaba dándole palmaditas en la barbilla y haciéndole guiños, era sin duda el adulto y ella el niño; la de él era un alma vieja y afectuosa, realmente un maestro adelantado.
Cuando Jessica lo cogió en brazos, el cuerpo de él comenzó a desaparecer, disolviéndose en la luz brillante cada vez más fuerte, cada vez más intensa, hasta ser él muy grande y estar más allá de los cuerpos, y su luz llenó el campo entero. Las flores silvestres, la hierba y el inmenso cielo azul resplandecían con su luz. El niño era más grande que Jessica, mayor que cualquier cosa imaginable. Hice reflexionar a Jessica de nuevo sobre sus sentimientos de responsabilidad, sabiendo que un alma tan vasta que abarcara el mundo entero jamás podría apagarse debido a una decisión individual, un accidente único. Ella se limitó a reír, como si la propia pregunta que no había dejado de hacerse ya no tuviera sentido. «¿Quién tuvo la culpa de su muerte? Yo, los médicos, nadie. Da igual. Es que da igual.»
A continuación, Jessica se vio embarazada, y enseguida con el bebé sano entre sus brazos en una habitación de hospital. Ese niño no era Elliot, pero estaba realmente con ella, un estallido de luz. «Está irradiando la habitación entera», musitó ella. «Es como si las paredes recibieran rayos de luz. Él es todo, está en todas partes.» Mientras Jessica sostenía al nuevo bebé, Elliot sostenía a Jessica. El hijo besó la cabeza del bebé una y otra vez. No había tristeza ni dolor, solo el amor más puro mientras Elliot velaba protectoramente por ellos. Aunque Jessica no estaba segura de si ella y su esposo querían más hijos, recuerdo que analizó minuciosamente todos los detalles sobre planes, partos y médicos mientras pensaba en lo que pasaría, lo que podía pasar, lo que pasó. Creí que le sería de ayuda saber cómo fue el nacimiento, pero ella sonrió mientras hacía caso omiso de la sugerencia como si fuera del todo irrelevante. «No importa. Son detalles humanos. La respuesta a su pregunta es que tuve una cesárea, pero da igual. Estoy dando el pecho.» Bajó la vista al bebé que tenía en brazos, perfectamente consciente de que Elliot estaba presente en la habitación y en sus vidas. «Estoy dando el pecho.»
Jessica derramó lágrimas de alegría; yo también. Me sentí sobrecogida ante el alma infinita y el amor de Elliot. Nada podía hacerle daño, es decir, a ninguno de nosotros tampoco podía hacernos daño nada. ¿Qué margen hay en el amor para la pena? ¿Qué significa la muerte de una persona cuando podemos volver a estar con ella en nuestra mente, cuando podemos volver a abrazar su cuerpo y ella puede abrazarnos a nosotros, cuando por fin podemos verle unos ojos que jamás vimos con claridad aquí en la Tierra? Nuestros propios ojos siguen cerrados a todo el amor que nos rodea y sufrimos al imaginarnos solos o abandonados, cuando lo único que hemos de hacer es simplemente abrirlos para descubrir que nuestros seres queridos están bailando y bailando con nosotros en el campo hasta el fin de los tiempos.
~ Amy Weiss
Amy ha sido meridianamente clara. Ojalá pudiéramos ver a nuestros difuntos mientras bailan a nuestro alrededor, nos siguen amando, nos protegen, nos esperan. Entonces la pena sería mucho menor.
En mi libro Muchas vidas, muchos maestros, cambié el nombre del médico que tanto había ayudado a Catherine y que me la había remitido. Él es quien sin saberlo inició todo este proceso, este descubrimiento de vidas pasadas. Lo llamé Edward por razones de confidencialidad. En realidad, se llama Elliot.
Una vez, estando profundamente hipnotizada, Catherine empezó a mover la cabeza de un lado a otro. «Me está mirando... un espíritu», dijo.
«¿A usted?»
«Sí.»
«¿Reconoce el espíritu?»
«No estoy segura... Podría ser Edward.» Edward había muerto el año anterior. Era de veras ubicuo. Parecía estar siempre alrededor de ella.
«¿Qué aspecto tiene?»
«Es solo... solo blanco... como unas luces. No tiene cara, al menos no lo que entendemos por cara, pero sé que es él.»
«¿Está comunicándose con usted?»
«No, está solo mirando.»
«¿Está escuchando lo que yo digo?»
«Sí», susurró. «Pero ahora se ha ido. Solo quería estar seguro de que yo estoy bien.» Pensé en la mitología popular del ángel de la guarda. Desde luego, Edward [Elliot], en el papel de espíritu bondadoso que ronda por ahí velando por el bienestar de ella, daba el perfil del papel angelical.
Todos tenemos a un Elliot, o dos o tres, en nuestra vida.
. APUROS Y ESPERANZA .
Clop, clop, clop. El caballo seguía un paso constante y cauteloso mientras salía de la zona boscosa y entraba en la ciudad. La mujer cabalgaba por la calle principal, llena de tiendas y comercios, saludando a caras conocidas. Lucía una chaqueta y una falda de montar de lana, y llevaba las largas trenzas pegadas a la cabeza. Con su cuerpo excepcionalmente pequeño, parecía una muñeca montada en un pura sangre. La gente de la ciudad le mostraba su respeto al pasar. La mujer era una mensajera experta que llevaba noticias de una ciudad a otra, a menudo atravesando territorios despoblados y peligrosos del sudoeste de Estados Unidos en el siglo xix.
Le encantaba manejar el semental y correr con él. Se trataba de una amazona pequeña desde cualquier punto de vista, y su queridísimo caballo era mucho más alto. La mujer lo montaba con gran destreza y velocidad por la tierra seca y polvorienta. La gente no la juzgaba por asumir un papel poco convencional, pues su labor era muy valorada y su habilidad muy respetada. De la misma manera, el norte de ella era el trabajo, el cariño a su caballo y la gestión de los peligros que afrontaba.
En uno de sus recorridos, iba a toda marcha por un trecho polvoriento del sudoeste, subía un altozano redondeado y cruzaba entre colinas chatas y agujas de cactus. Esto le exigía cabalgar despacio, anticipándose a cada paso de los cascos. Su paso lento la convertía en una diana fácil para los guerreros apaches, de quienes se sabía que atacaban.
Había hecho este trayecto muchas veces, pero en la última ocasión cinco indios ocultos tras los cactus se abalanzaron sobre ella. Acto seguido, la obligaron a mirar cómo mataban a su caballo con furia y sin sentido. La mujer fue violada una y otra vez por el jefe del grupo, un gigante en comparación con su cuerpo de niña. La cara pintada y el penacho de plumas le daban náuseas. Se sentía asqueada y traumatizada por la absurda muerte del valioso caballo pero no aterrorizada, frustrando así las intenciones del hombre.
La banda de guerreros indios la abandonó a su muerte entre los cactus, pero ella fue capaz de regresar al rancho de su familia. Una vez hubo llegado y recobrado la salud, guardó el vestido de lana, se cortó el pelo, y se sentó en el sillón que daba a las colinas por las que solía cabalgar. Pasó el resto de sus días llorando la muerte de su caballo y de su vida como mensajera.
En el telón de fondo de su existencia había una mano firme que la amaba y la admiraba en secreto. Él se pasó toda la vida velando por ella, aun cuando la mujer no prestaba atención a su presencia ni a su amor. Nunca superó la pérdida de su juventud.
Esa mujer era yo, naturalmente. Traje conmigo a esta vida el amor a los caballos y cierta destreza para montar, y practico una compasión y un respeto constantes por los animales. Traje resistencia para hacer frente a los apuros de esta vida y puedo avanzar con esperanza, algo de lo que fui incapaz cuando era mensajera a caballo. Y lo que es más importante: mientras observaba a la mensajera triste sentada en su sillón, aprendí que tras la tragedia debemos seguir adelante. En el otro lado de las dificultades siempre hay regalos, como el afectuoso mozo de cuadra.
~ Alice
El tiempo no se mide en minutos, horas o años, sino en lecciones aprendidas. Alice ha asimilado esta sabiduría. Ha aprendido a superar el poder de la pena para inmovilizar, para congelar el tiempo, y ahora es capaz de progresar. Siempre hay regalos —siempre hay amor— en el otro lado.
Con su tendencia a la violencia y al crimen, los seres humanos provocan en el mundo mucho sufrimiento. Los seres espirituales, conscientes de sus dimensiones superiores, sus vidas múltiples y su karma cósmico, arreglan el mundo nutriendo y protegiendo toda clase de vida.
A medida que evolucionamos pasando de la condición de seres humanos a la de seres espirituales, nos consolamos y curamos mutuamente el dolor en vez de causarlo.
Alice se liberó fácilmente de la tristeza experimentada en su vida anterior como mensajera. Michelle, autora de la historia siguiente, fue capaz de realizar una hazaña parecida. Da igual si la pérdida es nueva o vieja; si somos conscientes de la fortaleza de nuestros lazos y nuestra alma, es posible que su carga se aligere y desaparezca en cuestión de instantes.
. LIBERARSE DE LA PENA .
Cuando vi delante el mar de caras expectantes, el corazón comenzó a aporrearme el pecho. No había reparado en cuánta gente había hasta llegar al estrado, donde ahora estaba sentada en una silla junto al doctor Brian Weiss. Me aguanté las ganas de mirar hacia mi esposo, pues podía notar que me observaba frunciendo el ceño. Al comprender el alcance de mi compromiso, noté la cara caliente y roja. Estaba a punto de ser hipnotizada delante de cientos de personas que iban a verlo todo.
¿Y si no recuerdo ninguna vida pasada?, pensé. ¿Y si hago el ridículo? Mientras pensaba esas cosas, los rostros de los antiguos yoes que había visto durante las regresiones de grupo de los dos últimos días empezaron a aparecer en mi imaginación en un vistoso desfile. Me sentí algo más tranquila y acto seguido recorrí con la mirada las caras de los asistentes. Parecían cordiales y agradables; algunos incluso sonrieron afectuosamente cuando mis ojos rozaron los suyos.
El doctor Weiss, que había estado dirigiendo unas palabras al público mientras yo me aclimataba al escenario, se volvió y me habló directamente a mí. Me concentré en sus instrucciones; el balsámico tono de su voz me calmó al instante. Va a salir todo bien, me dije para sosegarme. Él sonrió y asintió, como si hubiera oído mis pensamientos y estuviera respondiendo. Me relajé un poco en la silla, preparada para aceptar lo que hubiera de pasar.
Oí al doctor Weiss, cuya voz parecía muy lejana, diciéndome que yo vería una puerta frente a mí. Luego me explicó que en el otro lado de esa puerta me encontraría con un recuerdo de infancia. Le oí hacer la cuenta atrás desde tres, y en mi mente la puerta comenzó abrirse, como él había dicho. Entré mentalmente por ella, ansiosa por descubrir qué habría en el otro lado.
Al meterme en la brillante luz de detrás de la puerta, sentí que necesitaba parpadear pese a tener los ojos firmemente cerrados. Bajé la vista al suelo y vi linóleo con un estampado blanco y amarillo. Había encimeras, armarios y un fregadero sobre el cual se veía una ventana cubierta con unas bonitas cortinas amarillas. La luz que entraba por esa ventana tenía un tono soleado, de media mañana. Al lado del fregadero había una gran nevera de color verde oliva, de la que emanaba una especie de zumbido. El doctor Weiss empezó a preguntarme sobre lo que estaba yo experimentando, y cuando hablé para contestar, me sorprendió advertir que mi voz era mucho más suave y baja que de costumbre.
«Estoy en mi cocina», dije, aunque la estancia me resultaba totalmente desconocida. No era ninguna cocina que recordara, y de pronto caí en la cuenta de que pertenecía a la casa de la que nos habíamos mudado cuando yo tenía tres años.
Tras reparar en eso, me miré el cuerpo y vi que era una niña pequeña sentada en una sillita. Me vi las piernas regordetas y noté el pegajoso asiento de vinilo en la piel. Sin duda esto correspondía a una época muy anterior a mi recuerdo más antiguo, que era de cuando contaba unos cuatro años. Jamás había recordado nada de esos años vividos en la casa donde nací.
«¿Qué está haciendo?», preguntó el doctor Weiss.
«Estoy comiendo compota de manzana en la sillita.» Mi respuesta automática me sorprendió. Casi podía saborear la insípida comida infantil en la boca.
Entones la vi. Estaba sentada en una silla de madera delante de mí, sosteniendo una cucharita en la mano. Su amplia sonrisa hacía que sus altos pómulos parecieran dos manzanas sonrosadas, y sus bellos ojos verdes se arrugaban en las comisuras. Mamá, pensé, y empezaron a correr las lágrimas por mis mejillas.
«Mi madre está conmigo», susurré. En cuanto brotaron las palabras de mis labios, noté una incontenible sensación de amor. ¿Era de veras mi madre? No creo que pudiera recordarla, pero allí estaba, sentada frente a mí. Tenía el corazón tan rebosante de emoción que me sentí a punto de estallar mientras permanecía allí sentada mirándola. La mujer que me diera la vida y me dejara sin ningún recuerdo suyo había muerto hacía mucho tiempo. No obstante, se hallaba delante de mí, haciéndome zalamerías y sonriendo. Era casi como si yo estuviera realmente en aquella cocina y hubiera viajado hacia atrás en el tiempo. Ella era real, y yo estaba ahí.
Me quedé sentada con los ojos cerrados, saboreando la sensación de que ella me cuidara. Estaba conmigo la que no había vivido para ver la mujer en que me había convertido yo, la que había dejado dentro de mí un agujero enorme. La había echado de menos cada día a pesar de no poder siquiera imaginarme el aspecto de su cara. Mientras estaba contemplándola, mi dicha era indescriptible.
Al mirarle el rostro sonriente, notaba lo mucho que me quería, cuánto le había gustado ser madre y lo mucho que disfrutaba estando conmigo. Le oía hablar con una voz suave y relajante, y el sonido de mi nombre al salir de sus labios era el más hermoso que yo hubiera oído jamás. Seguí derramando lágrimas, pues no había nada más salvo ese instante de pura felicidad. Sin embargo, era plenamente consciente de que se trataba solo de un recuerdo. ¡Oh, cuánto la echaba de menos!
A continuación volví a oír la voz del doctor Weiss: ya era hora de dejar atrás la escena. Sentí mucha pena, pero estaba dispuesta a hacer lo que él dijese. Sus delicadas palabras me alentaban y prometían que recordaría esas imágenes. El recuerdo había aflorado tras haber estado enterrado en el subconsciente a gran profundidad y durante mucho tiempo. No me quedaba ninguna duda de que la imagen del rostro de mi madre jamás volvería a desvanecerse.
Me ordenó que volviera a cruzar la puerta que yo había creado en mi mente, y, al hacerlo, la escena de la cocina amarilla desapareció al instante. Me sentía extrañamente efervescente, como si estuviera cargada de energía eléctrica: aunque mi cuerpo era un objeto fláccido y casi inútil en la silla, jamás me había sentido tan absolutamente viva y alerta.
De repente, apareció frente a mí una segunda puerta que se abrió. Tan pronto la hube cruzado, me llegó un fuerte olor, reconocible al punto como el de la brisa marina salada. Estoy cerca del mar, pensé, aunque era consciente del hecho de que, físicamente, me encontraba en una sala de reuniones.
Tras recibir la instrucción de bajar la vista, vi unos pies desnudos y sucios. Mi ropa consistía en un saco de arpillera reconvertido en unos improvisados pantalones, atados a la cintura con una cuerda. Notaba el basto material en las piernas. Me miré las manos, y no me lo podía creer. Provistas de gruesos dedos, estaban mugrientas y llenas de callosidades. Pertenecían a un hombre que las utilizaba para realizar un trabajo duro. ¿De quién son estas manos?, pensé. La respuesta llegó con todas las garantías desde lo más profundo y se extendió por todo mi ser. Esas manos eran mías.
Miré alrededor y enseguida vi los barcos. Me encontraba en un muelle de madera que rodeaba una especie de puerto marítimo y estaba descargando pesados barriles de los barcos, recién llegados del Nuevo Mundo. Apareció en mi cabeza el año 1689, surgido de la nada, al igual que el nombre de la ciudad portuaria: Barcelona. Aquellos barriles con los que yo forcejeaba contenían ron importado de América. El trabajo era físicamente duro, pero no me importaba demasiado ni sentía la necesidad de quejarme. No era una persona demasiado inteligente y quizá no sabía hacer otra cosa que esa labor extenuante.
Cuando el doctor Weiss me sacó de esa escena, me vi en una pequeña estructura de madera parecida a una cabaña: mi casa, de una sola habitación. Sin duda éramos muy pobres. En un extremo había una chimenea de piedra, sobre cuyo fuego se veía una gran olla negra de metal en la que se cocía algo de olor acre. En el suelo, junto a un rincón, había varios colchones de paja, y encima unas cuantas mantas de aspecto áspero. Enseguida noté varias presencias. Me volví y vi tres niños pequeños de pie, todos cubiertos de harapos. La conexión que sentí con ellos era tan palpable que casi me asfixiaba. No les veía los ojos, y las caras eran borrosas y estaban desenfocadas. No obstante, su familiaridad era innegable, y no me cupo ninguna duda de que eran hijos míos. Amaba con todo mi corazón a aquellas tres pequeñas almas a las que no había visto nunca.
Volví a mirar hacia la chimenea y vi a una mujer de aire agradable con un vestido largo. En la cabeza llevaba una gorra blanca, y estaba ocupada removiendo algo en la olla del fuego. Era mi esposa. Mientras la miraba, se me hizo en la garganta un nudo de añoranza y amor. Ella se volvió, y me sobresalté por momentos al ver que, a diferencia de los niños, los detalles de su rostro eran muy nítidos. Miré fijamente aquellos ojos de mujer, y el reconocimiento me envolvió al punto.
Era mi madre.
Casi sin dar crédito, la miré en mi imaginación. Tenía los mismos ojos e incluso las mismas mejillas sonrosadas que en esta vida. Pero, más que su aspecto, podía captar su energía. Esa amada esposa mía era la misma mujer que me había parido en esta vida. Lo sabía en lo más hondo de mi ser. Mientras la contemplaba, notaba lo mucho que nos queríamos el uno al otro. Empecé a ver escenas de nuestra vida juntos, pasando sucesivamente al tiempo que pintaban un bello cuadro de una relación basada en la adoración mutua. Ella me recibía cada noche con una cálida sonrisa y un abrazo tras mi largo día de trabajo duro. Aunque éramos pobres, y aquello era una interminable lucha por sobrevivir, vivíamos muy felices. Ella aceptaba nuestra vida sencilla con todas sus dificultades. Esto es el amor verdadero, pensé. Tuve un breve pensamiento, comprendí de súbito que, en comparación, mi matrimonio actual era bastante mediocre. Esto es lo que quiero, me dije mientras me deleitaba en el amor perfecto, equilibrado y espiritual que tenía con esa mujer.
Encontrar amor verdadero es lo más importante que podemos hacer en la vida. Y cuando lo encontramos, hemos de darlo a cambio. La idea flotaba en mi cabeza, en una corriente que evocaba una canción. ¿Acabo de pensar esto?, me pregunté, pues había sido un mensaje mucho más atinado de lo que yo me creía capaz de elaborar.
Tras avanzar unos años en el tiempo, me vi en la misma casa. Estaba de pie en aquel sucio suelo mientras se me clavaba una tristeza asfixiante como un cuchillo romo. Mi esposa yacía en uno de los colchones de paja del rincón, cubierta por una basta manta. Estaba muy enferma. Tenía la piel de un tono grisáceo, y su tos me sobresaltó hasta convertirse en una espiral descendente de pena y angustia. Hice todo lo posible para ayudarla, pero nuestra extrema pobreza excluía una verdadera atención médica. Ella iba a morir. Al captar eso, mi creciente espiral de pesar se ensombreció cuando reparé en lo furioso que estaba. Me veía arrastrado a un sufrimiento abrumador distinto de cualquier otra cosa que hubiera conocido. Mi rabia se mezcló con una tristeza inimaginable que luego fluyó fuera de mí, dejando atrás una desolación entumecida.
Estaba yo sentado en una silla, con la mirada perdida, encogido dentro de mis sombrías emociones. Mis tres hijos estaban ahí, acurrucados en el rincón. Alcanzaba a notar su miedo mientras se agarraban unos a otros y miraban a su madre moribunda. Sin hacer nada por consolar de ningún modo a mis hijos aún pequeños ni atenderlos en lo que, sin duda, era una experiencia dolorosa y aterradora, permanecí en mi asiento.
Al verme ahí sentado sin hacer caso de mis niños, empecé a sentirme disgustado por el modo en que abordaba el problema. ¿Por qué no los abrazo?, me preguntaba recordando lo mucho que los amaba. Esto no está bien; ellos me necesitan. Miré sus rostros y me sentí avergonzado. Volví a mirar el rincón donde se hallaba mi esposa, y vi que había muerto. Sus ojos miraban sin vida desde su cuerpo gris. No me moví de la silla para acercarme a ella ni consolar a los niños, que ahora estaban llorando. En lugar de ello, me limité a quedarme sentado mirando al vacío, como si el que estuviera sin vida fuera mi cuerpo, no el de mi amada esposa.
En mi mente comenzaron a flotar imágenes que reflejaban los años inmediatamente posteriores a su muerte. Me volví amargado y retraído, estaba siempre abatido y solo. Perdí mi alegría y mi amor por la vida, y jamás recuperé esa parte de mí mismo. Mi trabajo, que antes me había dado igual, era ahora una pesadez. Me pasaba las noches sentado en la silla, con la mirada extraviada. Sentía una increíble soledad pese al hecho de tener todavía tres hijos que necesitaban más que nunca a alguien que se ocupara de ellos. Qué egoísta soy, pensé, mientras me invadía una sensación de remordimiento. Los amaba. ¿Por qué los desatendía?
Avancé hasta el último día de esa vida e inmediatamente noté una presión aplastante en el pecho. La sensación era tan intensa que tuve que recordarme dónde estaba, que era imposible que algo estuviera realmente aplastándome. Parecía tan real que hube de luchar contra el pánico que comenzaba a apoderarse de mí. Costaba respirar, y el pecho me subía y bajaba con gran esfuerzo. El aire olía de nuevo a mar; estaba otra vez en los muelles donde trabajaba. No estaba muy claro qué sucedía. De repente, me sentí más ligero. Aspiré, y el oxígeno me llenó los pulmones con mucha más facilidad. Había desaparecido la sensación de pesadez en el pecho, y entonces vi lo que pasaba, pues a mi alrededor ya no estaba oscuro. Yo estaba flotando por encima del cuerpo de ese hombre que había sido yo. Él yacía sin vida en el suelo, con algunos de aquellos barriles sobre el tronco. Le habían caído encima fortuitamente desde el barco; su pecho había quedado aplastado.
Me sentí liviano como el aire mientras rondaba por encima de esa atroz escena de mi muerte. Me aturdía el contraste entre la pesadez sentida antes en ese cuerpo y la ingravidez total experimentada ahora. Era como si yo estuviera hecho de nada, aunque sabía que todavía era prácticamente lo que soy. Mi cuerpo roto yacía inútil y abandonado, pero aún existía. Empecé a ascender, sintiéndome fantástico y libre, experimentando una euforia que no había conocido jamás.
Apareció una luz brillante a lo lejos; estaba delante de mí pero más alta, en unas nubes que empezaban a diluirse y formar niebla. Dentro de esas nubes neblinosas, los colores eran de todos los tonos imaginables, y tan intensos que sin duda no podían ser percibidos por los ojos humanos. Me sentía arrastrado hacia esa luz brillantísima, y mientras la contemplaba me inundó una tremenda sensación de sosiego. A medida que me acercaba a la luz, iba aumentando la intensidad de un extraño zumbido, que vibraba a través de todo mi ser. Esa vibración eléctrica me devoraba, parecía que yo estaba siendo recargado. No parecía haber un borde desde el que comenzara la luz: esta simplemente iba creciendo poco a poco hasta fundirse conmigo. Es como si yo fuera la luz pese a percibir mi identidad y la ubicación de mis límites. Volvía a estar en casa, en el lugar al que pertenecía, totalmente en paz.
Y entonces la vi. Estaba allí de pie, mirándome expectante con su sonrisa afectuosa y sus mejillas sonrosadas. Mi madre, que había sido mi esposa, estaba esperándome. Tras verla, sentí un amor incontenible distinto de cualquier cosa de la que yo me creyera capaz fuera de esa luz. Ella no dijo nada, solo me dio un abrazo envolvente a la vez que mi nada se disolvía completamente en la suya. No teníamos forma humana para evitar nuestra conexión total, y nuestro amor puro pasaba directamente de uno a otro. Yo estaba lleno de ella, y ella de mí.
En ese estado de dicha absoluta, oí al doctor Weiss formular una pregunta: «¿Qué lección aprendida en esa vida es importante para la vida actual?»
No tuve que pensar la respuesta, pues volvió una ola de remordimiento por mis acciones cuando era aquel hombre. «Las personas mueren, esto es parte de la vida», contesté. «Uno no puede dejar que la pérdida le impida vivir la existencia con plenitud. Mis hijos me necesitaban, pero yo no era capaz de superar mi dolor para estar con ellos. Es importante lamentar las pérdidas, pero después hemos de aceptarlas y seguir adelante.»
Una vez acabada la última frase, quedó clara la relación con mi vida actual. En 1977, había perdido a mi madre a causa del linfoma de Hodgkin y había pasado apenada la mayor parte de mi época de formación. Fue especialmente difícil en los últimos años, después de que yo misma fuera madre. Sentía su pérdida como algo constante e inexorable.
En ese momento estuve preparada para dejar a un lado la pena y seguir adelante con mi vida. Estaba totalmente segura de que volvería a verla, y de que el amor mutuo que nos profesábamos no moriría jamás. Noté que desaparecía la pesadumbre, y entonces admití que siempre la echaría de menos, pero también que ya era hora de liberarse de ella. Jamás me había sentido tan libre mientras se me llenaban los ojos de lágrimas. Mi profunda tristeza había sido sustituida por un consuelo reconfortante. Había experimentado de primera mano que ella sigue existiendo... y siempre existirá.
Cuando abandoné el estado hipnótico, respiré hondo y abrí los ojos poco a poco. Parpadeé para enfocar de nuevo la estancia en la que me hallaba físicamente, y de inmediato advertí que había cambiado algo. Delante de mí estaban los cientos de caras de antes que habían presenciado la increíble experiencia; pero ahora parecía emanar de ellas un resplandor suave y etéreo. Esos resplandores se mostraban en diversos colores y matices, extendiéndose el perímetro más lejos de unos que de otros. Escrutando la audiencia, sentía un cosquilleo de la cabeza a los pies mientras contemplaba esa visión soberbia, de ensueño. Auras. No había visto en mi vida nada tan hermoso como aquellas personas, y sintiéndome aún ligera y llena de vigor, absorbí cada una con sobrecogimiento.
~ Michelle Brock
En su bella y exhaustiva descripción de los ciclos de la vida, la muerte y otra vez la vida, Michelle confirma y certifica la lección de Alice y la misma sabiduría percibida por la paciente de Amy, Jessica, que decía: «¡No tenemos que amargarnos! Ella podía haber hecho mucho bien.» «Tras la tragedia debemos seguir adelante. En el otro lado de las dificultades siempre hay regalos», decía Alicia. Michelle sabía muy bien que era «importante asumir las pérdidas, pero después hemos de aceptarlas y seguir adelante». Todas veían y sentían la parálisis que el dolor puede provocar; todas veían y sentían el dolor y el desperdicio que esta parálisis puede originar.
Michelle creía no tener recuerdos de su madre. Sin embargo, en cuestión de minutos, e incluso en la posición potencialmente incómoda de hallarse frente a un montón de observadores, recordó vívidamente escenas detalladas. Y los recuerdos no eran solo visuales. Notó el asiento de vinilo, saboreó la insípida compota de manzana, oyó la suave voz de su madre y acabó abrumada por la emoción. En un instante se superaron las décadas de separación de su madre, y la pena y la soledad jamás volvieron a ser tan intensas.
Podemos recordarlo todo. Igual que Michelle, albergamos una gran profusión de recuerdos en el cerrado cofre del tesoro de la mente subconsciente. Los hemos olvidado... no perdido. Siempre los podemos recuperar. Para abrir el cofre y ver de nuevo las escenas e imágenes de nuestros seres queridos cuando eran jóvenes y sanos, solo nos hace falta la llave. Y la llave es esta técnica de regresión, tan sencilla y segura. Y luego podremos ver otra vez sus caras sonrientes, sentir sus brazos alrededor, oler su perfume y disfrutar de su estima.
Además, podemos acceder a una vida pasada concreta tan a menudo como lo deseemos o necesitemos, igual que ocurre con cualquier recuerdo consciente. Quizá la primera vez no sea posible extraer todos los conocimientos y lecciones de esa vida experimentada en una regresión. Podemos volver atrás y recobrar más detalles o explorar esa existencia a niveles más profundos. Un recuerdo no tiene fecha de caducidad.
En todo caso, nuestros seres queridos no son solo recuerdos. Su alma sobrevive a la muerte del cuerpo físico. Además de la maravillosa reunión en el otro lado, cuando su madre la esperaba en la luz, Michelle se ha reencontrado dos veces con el alma de su progenitora. A los seres queridos no los perdemos nunca.
Me acuerdo de lo oído y experimentado muchas veces con mis pacientes. Tanto si el mensaje se oye en un sueño en el que aparece el ser querido fallecido, en una meditación o durante una regresión, como si solo nos lo susurran al oído —como hizo Richard con Lee y los chicos—, es extraordinariamente claro y sistemático: «No llores tanto por mí. Sigo aquí, estoy siempre contigo, y te querré siempre.»