Con la cabeza alta, frío y completamente dueño de mí, me hice anunciar. Me pasaron a un hall invadido por una tamizada claridad. Reinaba allí una penumbra estremecida de un lujo discreto. Por una ventana abierta, orificio de una flauta, entraban bocanadas de aire desde el jardín, ligeramente perfumado como el aire de una habitación de enfermo. El soplo invisible penetrando a través de las cortinas suavemente hinchadas, animaba los objetos que se despertaban con un suspiro, arpegios angustiados recorrían las filas de vasos venecianos en una gran vitrina, las hojas de los tapices crujían, inquietas y plateadas.
Después las paredes se apagaban, volvían a sumirse en la penumbra, y su sueño tapizado, desde hace mucho tiempo encerrado entre esos tallos, despertaba súbitamente en un delirio de aromas; así, a través de las praderas calcinadas de antiguos herbarios pasan vuelos de colibríes y manadas de bisontes, incendios de estepas y caballos, una cabellera atada a la silla de montar.
Extraño. Esos antiguos interiores no pueden encontrar la paz fuera de su pasado oscuro y convulso: en su silencio, historias consumadas, terminadas, intentan representarse una vez más, las mismas situaciones componiendo variantes infinitas, representadas ad nauseam por la dialéctica estéril de las tapicerías. Su silencio podrido y desmoralizado se descompone en el transcurso de meditaciones solitarias y recorre las paredes donde provoca oscuros relámpagos. ¿Por qué ocultarlo? ¿No había que calmar aquí, cada noche, emociones demasiado violentas, paroxismos de fiebre que aliviaban inyecciones de drogas secretas, drogas que llevaban a paisajes insospechados, tranquilos y dulces, más allá de los tapices, donde brillaban los reflejos de aguas lejanas?
Oí un ruido. Precedido por el lacayo, descendía la escalera. Era de baja estatura, aunque fuerte; de ademanes sobrios, parecía ciego detrás del reflejo de sus grandes gafas con montura de carey. Por primera vez me encontraba cara a cara con él. Era impenetrable, mas, después de mis primeras palabras, vi no sin satisfacción que dos arrugas de sufrimiento y amargura le marcaban el rostro. Mientras que, protegido por el bastión de sus gafas, se confeccionaba la máscara de una suprema invulnerabilidad, vi cómo se deslizaba entre los pliegues de esa máscara el pálido horror. Poco a poco, pareció interesado; por su expresión atenta comprendí que solamente ahora comenzaba a apreciarme en mi justo valor. Me hizo entrar en su despacho situado al lado del hall. Cuando entrábamos, pude ver cómo una mujer vestida de blanco se apartaba, inquieta, como si hubiera sido sorprendida escuchando tras la puerta, y después se alejaba hacia el fondo de la casa. ¿Era la institutriz de Bianka? Al franquear el umbral de la pieza, me pareció que entraba en una jungla. Allí reinaba un crepúsculo glauco rayado por las sombras de los estores cerrados. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de botánica, en grandes jaulas retozaban pequeños pájaros de todos los colores. Queriendo sin duda ganar tiempo, se puso a explicarme las armas primitivas: jabalinas, boomerangs y tomahawks dispuestos sobre las paredes. Mi sensible olfato me permitió detectar el olor del curare[38]. En el momento en que manipulaba una especie de alabarda primitiva, le recomendé la mayor precaución, y, en apoyo de mi puesta en guardia, saqué súbitamente mi pistola. Un poco sorprendido, dejó su arma con una sonrisa desagradable. Nos sentamos en torno a un enorme escritorio de ébano. Rechacé el cigarro que me ofrecía alegando mi abstinencia. Tantas precauciones me valieron al fin su aprobación. Con el cigarro colgando de la comisura de sus labios, me observaba con una sombría benevolencia que me hacía desconfiar. Sacó un talonario de cheques y —hojeándolo con un aire de indiferencia— me propuso inesperadamente un compromiso, adelantando una cifra de múltiples ceros, mientras que me miraba de soslayo. Mi sonrisa irónica le hizo abandonar ese tema. Dejando escapar un suspiro abrió los libros de cuentas. Entonces comenzó a darme explicaciones sobre el estado de sus negocios. El nombre de Bianka no fue pronunciado ni una sola vez, aunque ella estuviese presente en cada una de nuestras palabras. Yo lo miraba sin protestar, con la misma sonrisa irónica aún en mis labios. Finalmente, agotado, se dejó caer en su sillón. «Usted es intratable —dijo como si hablara para sí mismo—, ¿qué quiere usted, verdaderamente?» Yo me puse a hablar con una voz sofocada, con un fuego contenido. Sentí que mis mejillas enrojecían. Repetidas veces pronuncié el nombre de Maximiliano y me di cuenta que a cada instante la palidez de mi interlocutor se acentuaba. Me contuve al fin, respirando entrecortadamente. Él, abatido, permanecía inmóvil. Ahora ya no vigilaba su rostro, súbitamente envejecido y fatigado. «Las decisiones que usted tome me dirán —concluí— si ha comprendido el nuevo estado de cosas y si está dispuesto a reconocerlo. Exijo hechos, sólo hechos...»
Extendió una mano temblorosa hacia la campanilla. Lo detuve con un gesto y, con el dedo sobre el gatillo de la pistola, salí sin dejar de mirarle. En el vestíbulo, el lacayo me tendió mi sombrero. Me encontré en la terraza inundada de sol, con los ojos aún llenos de oscuridad y vibraciones. Descendí la escalera sin volverme, triunfante y seguro de que ahora ningún cañón de fusil asesino me apuntaba detrás de uno de los estores cerrados del castillo.
XXXIX
Importantes asuntos, asuntos de Estado de la mayor trascendencia me obligan ahora a tener con Bianka frecuentes conferencias secretas. Me preparo escrupulosamente, trabajando hasta avanzadas horas de la noche en mi escritorio, sumido en todos esos problemas dinásticos de una naturaleza particularmente delicada. El tiempo pasa, la noche se detiene silenciosa en el halo de la lámpara delante de la ventana abierta, noche avanzada y solemne; cada vez más oscura, desamparada e impotente, lanza en mi ventana suspiros inefables. A largos y lentos tragos mi habitación aspira las malezas del parque, se llena de la oscuridad mezclada con las semillas de los granos que se esparcen en el aire, con los pólenes oscuros y las mariposas nocturnas de terciopelos silenciosos que sobrevuelan las paredes al ritmo de pánicos inaudibles. Las espesuras arboladas de los tapices se erizan de angustia, a través de las hojas de plata se deslizan pavores letárgicos, éxtasis, estremecimientos y terrores que colman la noche de mayo más allá de los márgenes de la medianoche. Su fauna de cristal, plancton ligero de mosquitos, me envuelve mientras que me inclino sobre mis papeles, intercala en el espacio su blanco bordado espumeante y precioso que la noche sigue tejiendo más allá de la medianoche. Saltamontes y efímeras, mariposas nocturnas de cristal, finos monogramas, arabescos imaginados por la noche, vienen a posarse sobre las páginas, cada vez más grandes y fantásticos, tan grandes como murciélagos, como vampiros, hechos del aire y la caligrafía. Por el visillo filigranea ese sensitivo bordado, invasión silenciosa de una blanca fauna imaginaria.
Una noche así, que ignora sus propios límites, hace que la noción de espacio pierda su sentido. Rodeado por esa danza como de derviches giradores de los insectos, con un fardo de papeles ya analizados bajo el brazo, doy algunos pasos en una dirección indeterminada, hacia el callejón sin salida de la noche cerrada por una puerta blanca, la puerta de la habitación de Bianka. Muevo el picaporte y entro en su casa como si pasara de una pieza a la otra. A pesar de eso, en el momento de franquear el umbral, los bordes de mi sombrero negro de carbonario[39] golpean contra el viento de una larga caminata, la seda de mi corbata atada en un nudo fantástico murmura en las corrientes de aire, aprieto contra mí el portafolios con el voluminoso dossier de documentos ultra secretos. Tengo la impresión, después de haber franqueado su vestíbulo, de entrar en el centro de la noche. ¡Qué profundamente se respira aquí! Esto es el núcleo, el corazón de la noche ahogada de jazmín. Aquí comienza entonces la verdadera historia. Una gran lámpara arde sobre la cabecera de la cama. Bajo la sombra carmínea de su pantalla Bianka descansa entre enormes almohadones, llevada por la crecida de las sábanas como por la marea ascendente de la noche. La ventana está abierta, Bianka lee, con la cabeza apoyada sobre su pálido brazo. Me inclino profundamente, ella me responde con una breve mirada, apartando por un segundo los ojos del libro. Vista de cerca, su belleza parece controlarse, podríamos decir que se retira. Con una sacrílega emoción observo que el dibujo de su pequeña nariz está lejos de ser noble y su tez lejos de ser perfecta. Lo percibo con un cierto alivio, aunque sé que si borra así su resplandor, es únicamente por una especie de piedad, para no cortarme el aliento y la palabra. Con el alejamiento, su belleza se regenera y enseguida se vuelve dolorosa, desmesurada e insoportable.
Animado por su gesto, me siento cerca de la cama y comienzo mi informe sirviéndome de los documentos que he preparado. Por la ventana abierta —a la altura de la cabeza de Bianka—, los rumores enloquecidos del parque entran por oleadas. Desfiles de árboles, todo un bosque penetra a través de las paredes, omnipresente, envolvente. Bianka me escucha con cierta distracción. En el fondo, me parece irritante que no interrumpa la lectura. Ella me deja exponer cada problema bajo todos sus aspectos, demostrar todos los pros y los contras, después, alzando los ojos, parpadea, con un aire un poco ausente, y zanja rápido el asunto, superficialmente pero con una precisión asombrosa. Atento a cada una de sus palabras, escucho ardientemente el tono de su voz con el fin de descubrir su intención oculta. Entonces le presento humildemente los decretos, los firma, y sus pestañas arrojan largas sombras sobre sus mejillas, después me observa con leve ironía cuando yo los rubrico.
Es posible que la avanzada hora —pasada la medianoche— no favorezca la concentración en los asuntos de Estado. Superada la última frontera, la noche entra en una cierta relajación. Mientras conversamos, la ilusión de la pieza se difumina cada vez más, estamos realmente en el bosque: matas de helechos invaden todos los rincones, justo detrás de la cama brota una pared de maleza, móvil, enredada. De esa pared frondosa surgen —con las reverberaciones fulgúreas de la lámpara— ardillas de grandes ojos, picos y criaturas nocturnas; estáticas, miran el espacio luminoso con ojos saltones. A partir de un cierto momento, entramos en un tiempo ilegal, en una noche incontrolada, culpable de todos los excesos, de todas las fantasías. Lo que ocurre es inesperado, fútil, teñido de infracciones imprevisibles. Sólo a eso puedo atribuir el cambio extraño que se produjo entonces en el comportamiento de Bianka. Ella, siempre tan seria y dueña de sí misma, personificación de una bella disciplina, se vuelve caprichosa y obstinada, de reacciones sorprendentes. Los papeles están diseminados sobre la gran superficie del cobertor, Bianka los coge negligentemente y echa una ojeada distraída, después los deja deslizar de sus dedos indiferentes. Con un rictus malhumorado en sus labios, su pálido brazo bajo la cabeza, posterga su decisión y me hace esperar. O bien me vuelve la espalda, se tapa los oídos con las manos, sorda a mis proposiciones y súplicas. O bien, súbitamente, con un movimiento brusco del pie tira al suelo todos los papeles y me mira desde la altura de sus almohadones, con las pupilas misteriosamente dilatadas, cuando me inclino para recogerlos y sacudirles las agujas de pino. Esos caprichos, por lo demás encantadores, no facilitan mi tarea de regente, difícil y llena de responsabilidades. Durante nuestra conversación, el susurro del bosque y el olor del jazmín hacen desfilar a través de la habitación paisajes siempre nuevos, siempre más vastos: fragmentos de bosques, cortejos de árboles y arbustos, escenarios forestales. Se hace evidente que, desde el principio, nos encontramos como en un tren nocturno que se desplaza lentamente al borde de un barranco, en las proximidades boscosas de la ciudad. De allí viene ese soplo de aire, embriagador y profundo, que penetra en los compartimientos con un argumento nuevo que se prolonga en una perspectiva infinita de presagios. Hay incluso un revisor con su pequeña linterna, surgido de no se sabe dónde o de entre los árboles, que perfora nuestros billetes. Penetramos en la noche, las corrientes de aire hacen crujir las puertas. Los ojos de Bianka parecen más profundos, sus mejillas arden, una sonrisa enigmática se dibuja en sus labios. ¿Va a confiarme un secreto? Habla de traición y su cara se enciende, sus ojos se empequeñecen ante la subida del placer cuando, retorciéndose como un lagarto bajo el cobertor, insinúa que yo he traicionado, yo, la misión más sagrada. Indaga atentamente mi cara palidecida con sus ojos dulces que súbitamente se ponen a bizquear. "Hazlo, murmura con insistencia, hazlo. Tú te convertirás en uno de ellos, en uno de esos negros..." Y, cuando lleno de desesperación, llevo un dedo a mis labios con gesto de súplica, una repentina maldad se dibuja en su cara. "Eres ridículo con tu fidelidad, tu misión. ¡Dios sabe lo que te imaginas! Te crees indispensable. ¿Y si hubiera elegido a Rudolf? Lo prefiero mil veces a ti, aburrido pedante. Ah, él me obedecería, me obedecería hasta el crimen, hasta borrarse a sí mismo, hasta aniquilarse." Después, con un aire repentinamente triunfante, me pregunta: "¿Recuerdas a Lonka, la hija de la lavandera Antosia, con la que tú jugabas cuando eras pequeño?" Yo la miré asombrado. "Era yo, dijo sonriendo ahogadamente, sólo que en aquella época yo era un muchacho más. ¿Te gustaba entonces? "
Ah, en el seno de la primavera algo se rompe y se deshace. Bianka, Bianka, ¿también tú me decepcionas?
XL
Temo desvelar demasiado pronto mis últimas bazas. La apuesta es muy elevada como para correr tal riesgo. Hace mucho tiempo que he dejado de dar cuenta a Rudolf del desarrollo de los acontecimientos. Además, su comportamiento ha cambiado. La envidia, que era el rasgo dominante de su carácter deja paso a una cierta generosidad. Una benevolencia servil mezclada de turbación se manifiesta en sus gestos y en sus palabras torpes cuando nos encontramos por azar. Antes, detrás de su aspecto sombrío de hombre taciturno, detrás de su reserva que disimulaba una expectativa, había en efecto una curiosidad devoradora, ávida de detalles nuevos, de una nueva versión del asunto. En la actualidad, está extrañamente tranquilo, ya no desea conocer nada de mí. En el fondo prefiero eso, ahora que cada noche tengo esas conferencias tan importantes en el museo de figuras de cera, y que deben todavía permanecer absolutamente secretas. Los vigilantes, inconscientes por la vodka que les ofrezco en abundancia, duermen el sueño de los justos mientras que yo delibero entre esa augusta asamblea, al resplandor de algunas velas humeantes. Hay entre ellos cabezas coronadas y no resulta fácil su trato. Todos conservan su heroísmo de antaño, hoy desprovisto de sentido, la facultad de consumirse en el fuego de un ideal, de jugárselo todo a una sola carta. La prosa cotidiana ha desacreditado una tras otra las ideas por las que vivieron, y helos aquí llenos de una energía inútil, con los ojos brillantes, la mirada ausente: esperan la última réplica de su papel. Me será muy fácil falsear esa réplica, inducirles una idea cualquiera: ¡son tan crédulos, tan desamparados! Eso hace mi tarea menos ardua. Aunque, por otro lado, me cuesta llegar a su espíritu, encender ahí la chispa de un pensamiento, pues el viento de la nada sopla a través de sus almas. Tan sólo el despertarlos de su sueño me ha llevado un gran esfuerzo. Estaban todos postrados en sus camas, mortalmente pálidos y no respiraban. Me incliné sobre sus rostros, pronuncié en voz baja las palabras esenciales para ellos, las palabras que hubieran debido traspasarlos, electrizarlos. Abrieron un ojo. Tenían miedo de los vigilantes, ponían semblante de estar sordos, de estar muertos. Solamente una vez tranquilizados se levantaron de sus lechos, cubiertos de vendajes, compuestos de piezas, sujetando las prótesis de madera, los falsos pulmones y las imitaciones de hígados. Al principio, se mostraron muy desconfiados, intentaban recitar los papeles que se les había enseñado. Les parecía inconcebible que se les pudiera pedir otra cosa. Y yo los veía inmóviles, turbados, exhalando a veces un gemido, esos hombres espléndidos, flor de la humanidad, esos Dreyfus y Garibaldi, Bismarck y Victor Manuel I, Gambetta y Mazzini, y tantos otros. El archiduque Maximiliano era el que peor lo entendía. Cuando, pegado a su oreja, murmuré, repitiéndole cálidamente, el nombre de Bianka, sus ojos parpadearon, un gran asombro se dibujó en sus rasgos, pero ninguna luz de comprensión los iluminaba. Sólo entonces, cuando pronuncié lentamente, con fuerza, el nombre de Francisco José I, una mueca salvaje torció sus rasgos durante un segundo: como un reflejo que no tuvo ya correspondencia en su alma. Ese complejo, también, hace mucho tiempo que fue expulsado de su conciencia. ¿Cómo pudo vivir con una tensión de odio así, él, reconstituido y cicatrizado tan penosamente después de la sangrante descarga de fusilería de Veracruz[40]? Tuve que volver a enseñarle su vida desde el principio. La anamnesia era muy débil, tuve que recurrir a sus reflejos emocionales. Le inculqué los rudimentos del amor y el odio. Una noche después, puede creerse que lo había olvidado todo. Más dotados que él, sus camaradas venían en mi ayuda aconsejándole las reacciones con las que debía responderme. Así, su educación avanzaba lentamente. Él estaba muy castigado, muy devastado interiormente por sus vigilantes, sin embargo obtuve al fin el siguiente resultado: al oír pronunciar el nombre de Francisco José I sacaba su espada de la funda. Incluso estuvo a punto de traspasar a Victor Manuel I que no se apartó a tiempo de su camino.