En el jardín del restaurante los senderos eran de gravilla. Dos farolas de gas silbaban en sus postes. Vistiendo negras levitas, los señores permanecían sentados —ora dos, ora tres—, encorvados ante las mesas cubiertas de manteles blancos, con su mirada apagada fija en los relucientes platos. Inmóviles, calculaban los movimientos en el gran tablero negro de ajedrez del cielo, imaginaban los saltos de los caballos, las piezas perdidas y las constelaciones que enseguida ocupaban su lugar.

En el estrado, los músicos mojaban sus bigotes en jarras de cerveza amarga, apagados y silenciosos, sumidos en sí mismos. Sus instrumentos, violines y violonchelos de nobles contornos, yacían abandonados bajo el aguacero silencioso de las estrellas. A veces los agarraban con las dos manos, los probaban, los afinaban con la nota quejumbrosa de su pecho que verificaban carraspeando. Después los dejaban, como si los instrumentos no estuvieran todavía maduros, a la medida de aquella noche que seguía transcurriendo impasible. Entonces, en la marea baja de los pensamientos, entre el ligero tintineo de los cubiertos proveniente de las mesas blancas, un solo violín se alzó bruscamente, precozmente crecido, adulto; hace un momento tan quejumbroso y meditabundo, se mantenía ahora ante nosotros, esbelto, de talla fina, y, consciente de su misión, retomaba la causa humana diferida un instante, continuaba el proceso perdido ante el tribunal del firmamento donde se dibujaban con signos de agua las curvas y los perfiles de los instrumentos, fragmentos de llaves, liras y cisnes inacabados,[1] imitativo comentario maquinal de las estrellas al margen de la música.

El señor fotógrafo, que desde hacía algún tiempo nos lanzaba miradas de inteligencia, vino finalmente a sentarse a nuestra mesa trayendo su jarra de cerveza. Nos dirigía sonrisas equívocas, luchaba con sus propios pensamientos, hacía tamborilear los dedos, perdía sin cesar el hilo de la situación. Sentíamos desde el primer momento cuánto había allí de paradójico. Ese campamento improvisado en el restaurante bajo los auspicios de las estrellas lejanas caía irremediablemente en quiebra, se hundía de modo miserable, no pudiendo hacer frente a las pretensiones de la noche que crecían con desmesura. ¿Qué podíamos nosotros oponer a aquellos desiertos sin fondo? La noche aniquilaba la empresa humana que el violín trataba en vano de defender, ocupaba el lugar vacío, disponía sus constelaciones en las posiciones conquistadas.

Veíamos el campamento de mesas en desbandada, el campo de batalla de servilletas y manteles abandonados que la noche franqueaba triunfal: la noche luminosa e incontable. Nosotros nos levantamos, mientras que, habiéndose adelantado a nuestros cuerpos, nuestro pensamiento corría ya tras el rumor de sus carros,[2] tras el lejano y difuso rumor de sus grandes caminos claros.

Caminábamos bajo los cohetes de los astros, nuestra imaginación anticipando iluminaciones cada vez más altas. ¡Oh, el cinismo de la noche triunfante! Habiendo tomado posesión de todo el cielo, jugaba ahora al dominó, sin apresurarse, sin contar, recogiendo con desdén los millones ganados. Después, aburrida, trazaba sobre el campo desolado miles de garabatos traslúcidos, caras sonrientes, siempre una única y misma sonrisa que, en algunos instantes, ya eterna, pasaría a las estrellas para perderse en su indiferencia.

Nos detuvimos en la pastelería para comprar dulces. Apenas habíamos traspasado la puerta acristalada, resonante, con un interior blanco, frío, lleno de golosinas brillantes, cuando la noche detuvo de golpe todas sus estrellas, bruscamente atenta, curiosa de saber si no iríamos a escaparle. Nos esperó todo ese tiempo pacientemente, montando guardia delante de la puerta, haciendo brillar a través de los cristales los planetas inmóviles, mientras que nosotros escogíamos los dulces tras una madura reflexión. Fue entonces cuando vi a Bianka por primera vez. Acompañada de su institutriz, permanecía de pie cerca del mostrador, en vestido blanco, de perfil, delgada y caligráfica, como salida del Zodíaco[3]. Manteniendo una pose característica de joven altiva, no se volvió y siguió comiendo un pastel de crema. Todavía bajo la influencia del zigzag de las estrellas, no la veía con claridad. Así se cruzaron por primera vez nuestros horóscopos, aún muy enredados. Se encontraron y se separaron insensiblemente. Aún no habíamos comprendido nuestro destino en ese temprano aspecto astral y salimos haciendo resonar la puerta acristalada.

Regresamos después por un camino apartado, atravesando un lejano suburbio. Las casas eran cada vez más bajas y dispersas; finalmente, las últimas estaban separadas y entramos en un clima diferente. De súbito, nos encontramos en medio de una primavera suave, de una noche tibia que plateaba el fango con los rayos de una luna joven, malva pálido, apenas surgida. Esa noche se anticipaba con un apresuramiento febril a sus fases ulteriores. Hace un momento sazonada con el sabor acre habitual de la estación, el aire se tornó repentinamente suave, insípido, impregnado de los olores de la lluvia, de la tierra húmeda y de las prímulas que florecían en la blanca luz mágica. Era igualmente extraño que bajo aquella luna generosa la noche no llenase aquel plateado fango con el desove gelatinoso de las ranas, que no abriese las ovas, o hiciese hablar a las miles de pequeñas y locuaces bocas diseminadas por los espacios pedregosos, donde en los menores intersticios rezumaban los hilos brillantes de una dulcedumbre agua. Hay que adivinar, añadir el croar al rumor de las fuentes, a los temblores secretos. Un momento detenida, la noche se puso en marcha, la luna estaba cada vez más pálida, como si hubiera vertido su blancura de una copa a otra, cada vez más alta y luminosa, cada vez más mágica y trascendente.

Caminábamos así bajo la gravitación creciente de la luna. Mi padre y el señor fotógrafo me habían cogido entre ellos, porque me caía de sueño. La tierra húmeda crujía bajo nuestros pasos. Yo dormía desde hacía algún tiempo, encerrando bajo los párpados toda la fosforescencia del firmamento barrido por signos luminosos, por señales y fenómenos estrellados, cuando finalmente nos detuvimos en pleno campo. Mi padre me acostó sobre su abrigo extendido en el suelo. Con los ojos cerrados, veía el sol, la luna y once estrellas alineadas en el cielo para el desfile, que marchaban delante de mí.