CAPÍTULO XXIX: EL LEGADO

 

 

En contra de lo que yo mismo esperaba, me adapté bastante bien a mi nueva vida trabajando en el negocio familiar y al final, los estudios se redujeron a un lejano recuerdo. Igual que el verano anterior, en cuanto empezó el mes de julio mis amigos desaparecieron de la ciudad y yo volví a quedarme en ella sufriendo los rigores de la canícula. Roberto y Fernando se fueron cada uno a su chalet de veraneo y a éstos dos los veía de vez en cuando, porque a veces nos juntábamos para bañarnos en sus piscinas y siempre era muy bien recibido por sus familias cuando me dejaba caer por allí. En cambio, no tuve noticias de Marcos ni de Enrique hasta septiembre. Marcos se perdió de vista “en la selva”, como siempre, instalándose en el terreno que sus padres tenían en la sierra de Otiñar, entre pinares. Era una parcela enorme, de 14.000 metros cuadrados y allí Marcos podía dar rienda suelta a su espíritu aventurero de Rambo o Indiana Jones. El terreno era tan grande que había un pequeño bosque dentro de él y algunas grutas interesantes, que algún tiempo después exploramos convenientemente. Enrique se fue de nuevo a Torre del Mar, en la costa de Málaga, donde cargaba las pilas con una vida tranquila y placentera y de la que siempre regresaba a Jaén con cuatro o cinco kilos de más, que luego volvía a perder con el ajetreo del resto del año.

Aunque cada día tenía que madrugar, no era tan duro como en invierno y a veces hasta apetecía despertarse al amanecer con el fresquito, porque en esas primeras horas de la mañana todavía se podía respirar. Como en verano mi padre no abría la tienda por la tarde, trabajábamos sólo hasta mediodía y después nos marchábamos a casa. Después de comer intentaba leer algo, pero me entraba sueño a menudo y me echaba la siesta. En mi habitación hacía un calor insoportable en aquellas horas que eran las peores del día y solía despertarme envuelto en sudor. Me duchaba y cuando el sol empezaba a dar una tregua descendiendo por las montañas, salía al jardín de mi casa, donde ya había sombra y leía un buen rato. Después daba un paseo por los alrededores o me reunía con los vecinos del barrio hasta que anochecía y regresaba a casa. Otras veces iba a bañarme a la piscina municipal, pero me gustaba mucho más hacerlo en las de Roberto y Fernando.

En el trabajo, la cosa me iba más o menos bien. Mi padre no era un mal jefe, después de todo, y la mayoría de los clientes (había más clientas), eran soportables. Aunque mi sueldo no era nada del otro mundo, al no tener yo grandes gastos, mi economía mejoró ostensiblemente y pude darme caprichos de vez en cuando. Mi lema era gastar la mitad del sueldo y ahorrar la otra mitad. De esa manera me compraba libros y discos regularmente y tenía dinero para algún imprevisto. También pude ver más películas e incluso invitar a mis amigos si ellos no andaban muy boyantes.

Algunas tardes bajaba al Gran Eje, a “Jaén Rock” y le encargaba a Serafín que me grabase dos o tres discos, con lo que le sacaba más partido al presupuesto dedicado a la música que si me compraba la cassette original. Ese verano mi colección de grupos aumentó en cantidad y calidad, y me sentía muy feliz cuando escuchaba las novedades que Serafín ponía en su equipo de música. Recuerdo de aquella época haber descubierto discos buenísimos que nunca más volví a localizar. Cuando algo de lo que él pinchaba en el tocadiscos me gustaba, le encargaba su grabación. Solía tenerlo listo para el día siguiente. Serafín tomaba nota de los pedidos en silencio, con una sonrisa en los labios, y era tan amable que daba gusto pasar las horas con él en su local, escuchando música y charlando como dos viejos amigos, disfrutando del aire acondicionado en aquellas soporíferas tardes de julio y agosto. Allí trabé amistad también con otros aficionados a nuestra música, y años más tarde coincidí con ellos en distintos conciertos.

Los libros los compraba casi siempre en el mismo sitio, la librería “Metrópolis”, cuyo dueño, José Luis, se había criado en el mismo barrio que yo. “Metrópolis” era la librería de más prestigio en la ciudad (y hoy continúa siéndolo), y era un lugar pequeño, pero atestado de libros, situado en la calle Almenas, junto a la Catedral. Una vez me contó José Luis que un viajante le había dicho que su negocio era el sitio de España con más libros por metro cuadrado y que él no supo si tomárselo como un cumplido o un insulto guasón. Años más tarde se trasladó a un local más grande, de dos plantas, en la Calle Cerón, también en los aledaños de la Catedral. La cantidad de género aumentó en proporción a la cantidad de espacio, de manera que no me extrañaría que siguiera ostentando el récord.

La librería Puche, donde yo compraba el año anterior, en la calle Maestra, había cerrado dejándome con una sensación de orfandad que sólo se curó cuando descubrí “Metrópolis”. Cruzar su puerta era entrar en el paraíso. Siempre se oía música clásica o jazz, lo que propiciaba un ambiente sereno y relajado para curiosear entre sus estanterías. Parecía una de esas librerías de viejo del barrio Latino de París, en las que podías encontrar casi cualquier cosa, desde una edición antigua de Shakespeare a los últimos best-sellers de Ken Follet o Stephen King. La música solía estar puesta muy bajita y los clientes hablaban en susurros, como reverenciando el espacio sagrado de un templo. Yo me dejaba caer por allí de vez en cuando y casi siempre me llevaba algo, dejándome llevar por mi intuición o por los consejos del dueño.

José Luis era un tipo de mediana edad, delgado y tranquilo, que a veces se dejaba barba. Era amable y muy profesional con los clientes y daba la impresión de estar siempre con la mente en otra parte, a kilómetros de allí. Si le pedías algún título que no tuviera en ese momento, se encargaba de conseguírtelo sin falta. Tenía una paciencia infinita con el público y una fina ironía que sacaba a relucir cuando alguien intentaba colmarla. Cuando una mujer mayor le decía que quería un libro que trataba de una historia de amor muy bonita, pero que desconocía el título, el autor y la editorial, José Luis respondía con una sonrisa en los labios: “Señora, con los datos que usted me da, lo tenemos fácil. Sólo tenemos que elegir entre quince millones de posibilidades. Váyase usted tranquila, que en cuanto lo localice, la llamo por teléfono para que venga a por él.” Y la buena señora se marchaba tan campante y confiada.

José Luis nos lanzaba a los demás clientes una mirada irónica y cómplice, pero no decía “esta boca es mía”, ni se quejaba. Mientras nosotros comentábamos la situación o reíamos por lo bajini, él seguía con su tarea: catalogando libros y vendiéndolos. Sus compañeros del gremio lo respetaban más que a ningún otro y se había ganado una gran reputación entre ellos a base de hacer bien su trabajo. Y entre los clientes su profesionalidad era intachable. Cuando algún turista preguntaba a cualquier transeúnte dónde podía comprar algún libro concreto, sobre todo aquellos relacionados con la ciudad, sus monumentos o sus leyendas, el interpelado siempre respondía la misma frase: “Si no está en la Metrópolis no está en ningún sitio.” Frase tan contundente no precisa de más aclaraciones y suponía para el dueño del negocio orgullo y responsabilidad a partes iguales.

Como consecuencia de estas frecuentes visitas allí, mi pequeña biblioteca fue aumentando sin prisa, pero sin pausa. Tuve que comprar una nueva estantería de madera porque me había quedado sin espacio y tenía los libros amontonados unos sobre otros, cosa que odiaba porque me daba la sensación de que se deterioraban. Yo consideraba los libros casi como seres vivos y los adoraba no sólo por lo que contenían en su interior, por la historia que guardasen y lo que pudiese aprender de ella, sino también por su mera presencia física. Eran objetos preciosos y cuando compraba uno me deleitaba casi con los cinco sentidos; sólo me faltaba comérmelos. Los acariciaba con cuidado, poniendo las yemas de mis dedos en sus hojas y cubiertas, notando el tacto a veces suave y cálido, como la piel de una mujer y otras más áspero y rugoso, que sin embargo me parecía igual de atrayente. Pasaba sus páginas admirando el olor que desprendía el papel nuevo y la tinta todavía fresca, que inundaba mis fosas nasales como el mejor de los perfumes. Oía el sonido maravilloso que producían las páginas al caer una sobre otra y notaba el vientecillo fresco en mi rostro, como si fuera la brisa en un trigal verde. Mis ojos se detenían en los detalles más nimios: el color del papel, la tipografía del texto, los márgenes en cada página, la calidad de la encuadernación, la cantidad de capítulos, las salvaguardas de la cubierta… Cada nueva adquisición la inspeccionaba con una curiosidad científica, como un raro meteorito que hubiese caído en la Tierra desde otro mundo y hubiera que analizar sin pasar ni un detalle por alto.

Cuando este ritual lo realizaba en la misma librería antes de comprarlo, notaba cómo los demás clientes se me quedaban mirando de forma rara. Me miraban con la desconfianza que profesarían a un fetichista, como si aquel amor desmedido por los libros como objeto físico y no por su ingrediente espiritual, fuese algo aberrante y enfermizo que sería mejor tratar psiquiátricamente. Pero yo sólo entendía esta bibliofilia como una bendición, como un dulce veneno del que no me quería salvar. Veía cada libro como un ser vivo, que quizá aguardaba hibernando en estado latente a que apareciese el lector adecuado que lo abriría reactivándolo, alimentándolo y llenándolo de vitalidad. Cuando llegaba a mis manos un libro deteriorado por haber tenido mucho uso, ya fuese de la biblioteca o de alguna librería de viejo, me decía a mí mismo que aquél debía ser un libro feliz, porque había tenido una vida intensa, había cumplido su función y su razón de ser. Me preguntaba cuántas manos habían pasado sus páginas y cuántos ojos se habían detenido en sus textos. Qué habrían sentido las personas que lo habían poseído antes que yo, cuáles habrían sido sus sensaciones al asimilar lo escrito, cómo habrían imaginado los personajes o las descripciones. Y por supuesto, qué había sido de aquellos lectores, cuáles habían sido sus oficios, si serían hombres o mujeres, y si seguían vivos o habían muerto ya, sobreviviéndoles aquel objeto que ahora me pertenecía a mí. Y me preguntaba si yo también moriría antes de que aquel libro se deshiciese entre mis manos de puro viejo. O quizá el libro ardiese junto a otros, igual que los de caballería de don Quijote en el patio de su hacienda manchega, en un futuro maldito en el que los libros estuviesen prohibidos y los bomberos se dedicasen a quemarlos en brigadas especiales, como en la pesadilla imaginada por Ray Bradbury en Fahrenheit 451.

 

Y así pasó aquel verano de transición, entre música, libros, paseos y trabajo. De vez en cuando veía a Roberto o a Fernando. A veces, ellos venían a la ciudad y salíamos los tres juntos. Otras, era yo el que les hacía una visita a sus respectivos chalets y nos dábamos un baño en sus piscinas, pero en líneas generales pasé estos meses casi solo, sujeto a una rutina que no era desagradable y en la que lo único que echaba de menos era alguna carta o postal de Rachel, como el verano anterior y que tanta ilusión me había hecho. Pero ella no dio señales de vida y me acabé resignando y auto convenciendo de que me había olvidado definitivamente y yo debería hacer lo mismo.

Sin embargo, no conseguía sacármela de la cabeza totalmente y a veces recordaba que allá arriba, en la cumbre de la Peña de Jaén, seguía escondida la enigmática caja que me había entregado con la promesa de no abrirla hasta que tuviera dieciocho años. Con frecuencia me sentía tentado a subir de nuevo y asegurarme de que se encontraba a salvo, de que seguía intacta y no se había deteriorado con la lluvia o la humedad, pero luego me paraba a pensarlo mejor y me decía que si la localizaba con tanta antelación, sentiría el irrefrenable impulso de abrirla antes de tiempo, rompiendo así el juramento hecho a Rachel. Algunas veces tenía que luchar contra esa tentación con todas mis fuerzas y trataba de distraer mi mente leyendo o dando un agradable paseo por el barrio. En las noches de septiembre el ambiente fresco lo propiciaba y a mí me gustaba caminar en soledad, con los pensamientos bullendo en mi cabeza y la extraña sensación de que mi vida no era real; era un sueño o una ilusión. O quizás la vida de otro, la vida de alguien que yo veía proyectada en alguna película, como las que pasaban algunas noches al aire libre en el cine del Auditorio de la Alameda. Esta sensación de irrealidad me mortificaba y atormentaba porque sólo servía para crearme dudas y preguntarme si estaba en mis cabales o perdiendo la razón poco a poco, casi sin darme cuenta. ¿Por qué tenía esa sensación de no ser real? ¿Por qué no tenía la conciencia de existir, como todas las personas que conocía: mis amigos, mi familia, los clientes en el trabajo…? Ellos sí se consideraban reales, yo nunca había oído a ninguno de ellos quejarse en ese sentido, aunque a decir verdad tampoco yo había hablado con nadie de mis miedos. ¿Le pasaría a la gente lo mismo que a mí? Yo hubiera apostado a que no y si le hubiera contado a alguien mis dudas me hubiera tachado, sin duda, de loco. ¿Qué era yo? ¿Era el personaje de un libro? ¿De una película? ¿O simplemente alguien imaginado en la mente de alguien, que sólo seguiría existiendo mientras pensase en mí…?

Cuando empezó el otoño, volvieron las pesadillas. Algunas eran tan terroríficas y tan vívidas que me despertaba en mitad de la noche con el pulso acelerado, llorando y empapado en sudor, con la sensación de que mi corazón iba a estallar. Sentía tanto miedo que durante unos minutos creía seguir en la pesadilla y no me atrevía a moverme de la cama. Me quedaba allí temblando y sollozando de terror. Poco a poco, mi ritmo respiratorio se iba acompasando y lograba tranquilizarme y recobrar la movilidad. Entonces me incorporaba, salía de la habitación y me dirigía al baño. Me lavaba la cara para despejarme y bebía dos vasos de agua seguidos porque me sentía deshidratado a causa del sudor y las lágrimas. Luego volvía a la cama pero no siempre lograba conciliar el sueño de nuevo, ya fuera por nerviosismo o por el miedo a tener pesadillas otra vez. En estos casos pasaba la noche en vela leyendo o escuchando música en los auriculares y el alba me sorprendía despierto, con mal aspecto, el rostro cansado y con ojeras a causa de la mala noche. Entonces comprendía que tenía que vestirme para ir a trabajar y sabía que me esperaba una dura jornada laboral y estaría irritado por el agotamiento. Las horas serían eternas y yo no vería el momento de volver a casa para descansar.

En una de esas pesadillas tan recurrentes yo caminaba de noche por la ciudad, y la ciudad estaba a oscuras. Por alguna extraña razón no funcionaba el alumbrado público y las calles estaban vacías de peatones y tráfico, así que debía ser de madrugada. Andaba de prisa por la calle Maestra, salía a la plaza de Santa María y luego giraba a la derecha por la cuesta de Obispo González. Al llegar a la altura de la plazoleta del Conde, empezaba a notar que me espiaban y me seguían, pero no podía ver a nadie detrás de mí. Si me detenía y aguzaba el oído, oía el sonido de unos pasos, pero cesaba en seguida, como si mi perseguidor se detuviera también para no delatar su presencia. Fijaba mis ojos en la oscuridad pero me era imposible vislumbrar nada más allá de unos pasos y los contornos de los edificios y vehículos aparcados, apenas se percibían.

Continuaba andando por el Cantón de Jesús, hasta llegar al puente de Santa Ana, con la sensación cada vez más fuerte de no estar solo, de que alguien me estaba acechando y sus intenciones no eran buenas sino todo lo contrario. Imprimía un ritmo más fuerte a mis piernas, pero como suele suceder en los sueños, no me obedecían y cada vez caminaba más lentamente con el consiguiente peligro de que mi invisible enemigo me alcanzase.

A duras penas conseguía llegar a la calle Almodóvar y entrar en el barrio de San Felipe, sintiendo siempre esa presencia siniestra detrás de mí, como una amenaza intangible pero certera. Al coronar las escaleras que daban a la Carretera de Circunvalación, muy cerca ya de mi propia casa, echaba a correr porque sentía que aquello me alcanzaba. Pero aunque corría, no avanzaba, y las casas del margen derecho, donde se encontraba mi domicilio, parecían alejarse de mí. La oscuridad seguía siendo tan profunda que casi no me veía los pies y menos aún a quién quiera que viniese en mi busca, pero aún así la sensación de que el peligro se acercaba cada vez más, era total.

Por fin, llegaba a la puerta de mi casa, pero no conseguía encontrar las llaves de la verja y cuando lo hacía, se me caían de las manos. Me agachaba a buscarlas tanteando y notaba que aquella presencia invisible ya estaba junto a mí. Cuando localizaba las llaves y me incorporaba para introducirlas en la cerradura sentía que “aquello” se me echaba encima sin darme tiempo a escapar dentro de la casa. Notaba que unas manos fuertes como garras me oprimían el cuello privándome del oxígeno y hasta mi nariz llegaba el olor nauseabundo del aliento podrido de un muerto. Cuando me daba cuenta de que no podría aguantar más y que iba a morir asfixiado de un momento a otro, me despertaba mi propio grito en la soledad de mi habitación.

La pesadilla se repitió noche tras noche durante al menos diez días, de manera que empecé a preocuparme y pensé seriamente en ir al médico, ya que me daba miedo acostarme y cada día alargaba un poco más la hora de irme a la cama. Me quedaba leyendo o viendo la televisión hasta que caía rendido por el cansancio y ésto no mejoraba la situación, porque el mal sueño volvía puntual cada noche, aunque durmiese sólo un par de horas. En el trabajo me movía como un zombi y tenía que tomarme varios cafés bien cargados para despejarme y poder rendir, aunque fuese a medio gas. Lo peor de todo es que la pesadilla era tan real que yo nunca era consciente de que estaba soñando, lo cual me hubiera tranquilizado considerablemente. No conté nada a mi familia ni amigos, no sé si por pudor o estupidez, pero todo el mundo notaba mi mala cara y me preguntaban si me encontraba bien.

Entonces, una noche de finales de octubre, los sueños cesaron por completo siendo sustituidos por otros totalmente normales. La nueva situación me sorprendió y alivió a partes iguales, porque como digo, ya había pensado visitar al médico y contarle el problema. Al principio me iba a la cama con recelo, pensando cuándo volverían a atormentarme, pero lo cierto es que después de la tempestad vino la calma y empezó un período de paz y tranquilidad.

Con la llegada del nuevo curso en el instituto, al que mis amigos asistían pero yo no, me sentí raro, como si me faltara algo vital que yo no había advertido que me fuera tan necesario. Por primera vez desde que tenía uso de razón, no había comprado el material necesario, ni los nuevos libros, ni había sentido la excitación propia de la novedad de otro curso y sus expectativas. Sentía que envidiaba a mis amigos por volver a las clases y a esa rutina agradable que suponía encontrarse otra vez con compañeros y profesores. Entonces empecé a preguntarme si realmente había tomado la decisión correcta, pero fue sólo durante un instante porque mi mente acalló esa duda diciéndome que lo hecho, hecho estaba. El arrepentimiento y la culpabilidad eran una pérdida de tiempo.

De todas formas, no perdí de vista ni el instituto, ni a mis amigos, porque iba a visitarlos de vez en cuando. Como mi jornada matinal terminaba a las dos y ellos salían a las tres, a menudo me acercaba por allí y esperaba que salieran en la pista deportiva, paseando entre los árboles y sintiendo que añoraba aquello aunque me pesase. Cuando la sirena anunciaba el final de las clases y la gente salía en tropel, yo me encontraba con la S.S.B. y ellos se alegraban sinceramente de verme. Les hacía preguntas sobre cómo marchaba todo, qué tal los nuevos profesores, las nuevas asignaturas, etc. Escuchaba sus explicaciones con atención para no perderme un solo detalle y hacerme una idea de cómo era la vida en clase ahora que yo ya no estaba allí.

Aquello se convirtió en una costumbre y llegó el momento en que ya no sorprendió a nadie verme por allí casi a diario, y a veces daba la impresión de que yo seguía siendo un alumno más. Sirva de ejemplo el hecho de que incluso fui de excursión ese mismo curso, al año siguiente, en mayo de 1988, a Sevilla con mis amigos y los que habían sido mis antiguos profesores y compañeros. Aún hoy no me explico cómo me permitieron ir con ellos. Sólo sé que me apunté en la lista de alumnos que tenían intención de ir, como una especie de broma auspiciada por mis amigos y que para nuestra sorpresa, me admitieron sin ningún problema, previo pago del importe de la excursión, que incluía el billete del autobús y las visitas a los principales monumentos de la ciudad. Fue una excursión de ida y vuelta en el mismo día y lo pasamos muy bien los cinco. Recuerdo aquella jornada como uno de los momentos de mayor unión entre nosotros. Alguien nos fotografió abrazados unos a otros, con pintas de borrachos y caras de risa. Una foto en la que nuestros rostros aún tienen rasgos de niños y que al mirarla sobrecoge un poco el corazón, porque uno es consciente de que el paso del tiempo deja su huella y no es indiferente a nadie. Marcos y yo ya habíamos cumplido los dieciséis años, Enrique estaba a punto de hacerlo, y Fernando y Roberto aún tendrían quince unos cuantos meses más. Para mí, esta foto en la que estamos abrazados, hermanados y en la que todos sonreímos, simboliza nuestra esencia, lo mejor de nosotros y el auge del buen momento que vivíamos. Pero también al mirarla me doy cuenta de que ya no somos esas personas, hemos cambiado y nos hemos convertido en otras completamente distintas, porque es ley de vida y nadie permanece exactamente igual durante demasiado tiempo. El ser humano va transformándose constantemente a lo largo de su existencia y su metamorfosis no sólo es física. Quizás los cambios interiores sean los que realmente nos sirvan para darnos cuenta de que el pasado no existe y el futuro tampoco. Y de que el presente es tan inconsistente y tan poco fiable, que casi se puede decir que vivimos la vida en permanente equilibrio, como los funambulistas. Y sabemos con seguridad, con una seguridad aterradora y que no admite excepciones, que más tarde o más temprano caeremos desde la cuerda en la que caminamos precariamente y con miedo a dar el siguiente paso. Caeremos al vacío y no habrá ninguna red debajo para amortiguar el impacto que nos lleve a cruzar la última frontera. Ésa que todos algún día tendremos que afrontar y en la que por fin descubriremos qué hay más allá de la insignificante vida de un hombre.

 

El tiempo (que nunca se detiene y es inalterable) pasó. La relación con mis amigos tuvo sus altibajos; hubo momentos buenos y otros malos, pero mantuvimos nuestra amistad contra viento y marea. Durante estos años de instituto y hasta que llegó el momento de la Universidad, en 1990, nos pasaron muchas cosas. Yo seguí trabajando y nos veíamos regularmente. En 1989, Marcos abandonó el instituto y anduvo un tiempo pensando lo que debía hacer. Al final se decidió por prepararse unas oposiciones para convertirse en funcionario, mientras trabajaba esporádicamente de camarero en bares y discotecas, lo que le permitía sacarse un buen dinero, sobre todo en verano. Los demás siguieron estudiando y sacando sus cursos con relativa facilidad, hasta llegar a C.O.U. y preparar su acceso a la Universidad.

Nos veíamos de vez en cuando. A veces con más asiduidad y otras después de muchas semanas. Conocimos grupos de chicas con las que salíamos a tomar algo y meses más tarde dejábamos de verlas, ya fuera por dejadez nuestra o de ellas. Compramos motos, empezamos a fumar y luego lo dejamos, hicimos excursiones, vimos películas, nos emborrachamos… Mis amigos vivieron sus primeros enamoramientos. Yo no pude enamorarme, porque aunque no lo sabía, seguía enamorado de Rachel. Casi no me acordaba de ella y su rostro se difuminaba en mi memoria, como la imagen desenfocada que percibe un miope sin gafas que le obliga a guiñar los ojos. Yo no era consciente de seguir colado por ella, pero más tarde descubrí que así era y así sería, por los siglos de los siglos.

En junio de 1990, Enrique, Roberto y Fernando terminaron C.O.U. y prepararon sus exámenes de selectividad, que por supuesto, aprobaron. Mientras, Marcos seguía con sus oposiciones y yo trabajando en el gremio del cuchillo. En septiembre Enrique se marcharía a Granada para estudiar Matemáticas. Fernando y Roberto se quedarían en la Universidad de Jaén para estudiar Biología y Enfermería, respectivamente. Pero antes de que eso ocurriera, ellos tendrían el verano para disfrutar de sus lugares de descanso y yo me quedaría solo, como siempre, sufriendo los rigores del estío jaenés en la ciudad.

Por suerte, aquel verano fue distinto y como antes dije, toda la S.S.B. excepto Enrique, nos compramos una moto, con lo cual todo fue más fácil y nos veíamos mucho más a menudo. Yo podía ir a bañarme a los chalets de mis amigos asiduamente y ellos no dependían de sus padres para venir a la ciudad y poder salir un sábado por la noche a dar una vuelta. Nos veíamos más frecuentemente Fernando, Roberto y yo. Marcos estaba muy liado. Por una parte seguía estudiando como un condenado durante el día y por otra trabajaba por las noches en una discoteca de verano, de manera que apenas tenía tiempo de vernos.

Era una vida agradable la que yo vivía, al fin y al cabo. Aunque trabajase sin aire acondicionado y no tuviera vacaciones, recuerdo felizmente aquellos días. Trabajaba por la mañana, me bañaba por las tardes en la piscina de Roberto o Fernando (convirtiéndome en el típico pesado de turno que gorronea de los bienes de sus amigos), y por las noches, al regresar a casa, leía hasta quedarme dormido.

Entonces, una mañana desperté y recordé que en 1986 le había hecho a Rachel una promesa: guardar la caja que me había donado en un lugar seguro y no abrirla hasta que fuera mayor de edad. Hice los cálculos y me di cuenta de que tenía exactamente dieciocho años y siete meses y me pregunté a mí mismo cómo era posible que hubiera olvidado durante más de medio año que ya podía recuperarla y ver qué contenía. Desentrañar por fin el misterio. Durante toda aquella jornada laboral me estuve diciendo estúpido, despistado y mil cosas más. Tanto tiempo anhelando cumplir la edad requerida para luego olvidar lo más importante que esta circunstancia me regalaba.

Esa tarde, cuando el sol comenzó a declinar y la temperatura se suavizó un poco, hice una excursión solitaria a la montaña llamada Peña de Jaén, situada frente a mi casa. Cuando llegué a la cumbre, el sol se ocultaba detrás de la Mella y empezó el largo crepúsculo. Me dirigí hacia el sitio donde yo sabía que la caja permanecía oculta y busqué el lugar exacto durante más de media hora, sin encontrarlo. Entonces me asusté pensando que alguien había movido la piedra y encontrado el paquete antes que yo, por pura casualidad. Cuando por fin encontré la ubicación exacta del escondite y levanté trabajosamente la piedra, me sentí como el Conde de Montecristo cuando encontraba el tesoro escondido por el ábate Faria. Me sentí débil, confuso y mareado, y tuve que sentarme entre las rocas para no caerme mientras observaba la caja entre mis manos. Se encontraba en perfecto estado. El plástico la había protegido durante más de cuatro años de las inclemencias del tiempo. Me eché a llorar y di gracias a los dioses con toda mi alma, iniciando el descenso desde la cumbre. Cuando llegué a casa, era totalmente de noche y todo estaba en silencio. Me encerré en mi cuarto y abrí la caja sin más ayuda que una navaja y unas tijeras, mientras notaba cómo mi corazón latía arrítmicamente.

Dentro había un grueso cuaderno de anillas, tamaño folio. Pasé las hojas y vi que estaba lleno de la escritura apretada y firme de Rachel. También había un par de libros. En uno de ellos apareció una fotografía suya del tamaño de una tarjeta de crédito. En ella sonreía mirándome como sólo miran y sonríen las mujeres que están enamoradas y la alegría y la felicidad rebosan de sus corazones. Entonces comprendí, de golpe, que yo siempre la había amado aunque se me hubiera olvidado en estos años. Y al mirar con atención la foto sentí que Rachel Weiss (mi Rachel), volvía del pasado para recordarme que yo la amaba y que ella me amaba a mí, desde el tiempo y la distancia.

 

                                                              Noviembre, 2008