CAPÍTULO V: LOS DUELISTAS

 

 

Fernando y Enrique, Enrique y Fernando, tanto monta, monta tanto, utilizando el símil de los Reyes Católicos. Eran como Zipi y Zape. Iban a todas partes juntos y bajo mi punto de vista, eran los dos más inteligentes del grupo. Siempre estaban discutiendo por tonterías, como un matrimonio mal avenido, pero en el fondo no podían pasar uno sin el otro. Sacaban las mejores notas de la clase y andaban picados para ver quién podía sacar medio punto más en un examen de ortografía o gramática. Enrique era más alto, con el pelo castaño y los ojos vivarachos y era capaz de sacar de quicio a Fernando en menos de treinta segundos. Fernando era el más bajito en estatura de todos nosotros, pero el más grande en corazón y sentido común.

Los dos eran auténticos pozos de sabiduría. Enrique se sabía la historia de España de cabo a rabo y era capaz de situar en su época a cualquier rey que le sugirieras, aunque en realidad, su especialidad eran las Matemáticas, que literalmente amaba. Fernando era un experto en Geografía y no tenía ningún problema en recordar las capitales de todos los países del mundo, incluyendo el continente africano. A veces, en el aula multiusos de la escuela, jugábamos al ajedrez organizando torneos. Nos enfrentábamos todos contra todos. Nunca pude ganarle a ninguno de los dos, y eso que jugamos cientos de partidas. En mi descargo diré que tampoco Marcos, ni Roberto, lo hicieron. Eran dos maestros, los mejores de la escuela. Los enfrentamientos entre ellos solían acabar en tablas o en todo caso, se alternaban en las victorias después de partidas larguísimas.

Entre ellos, todo eran duelos. En la pista de gimnasia, se retaban a ver quién llegaba antes corriendo al otro extremo o jugaban un partido de baloncesto en una única canasta. Probaban a ver quién encestaba más puntos desde la línea de tiros libres o quién metía gol desde mayor distancia en las porterías de fútbol sala. El hecho de enfrentarse los mantenía vivos.

Pero ese mismo afán competitivo tan vital estuvo a punto de acabar en tragedia en una ocasión. Yo no estuve presente y no presencié lo que sucedió, pero según me contaron luego, ocurrió más o menos así:

Estábamos casi en primavera y era época de exámenes. A veces nos reuníamos los cinco en la biblioteca municipal para estudiar, haciendo causa común. Ya se sabe, mal de muchos, consuelo de tontos. Lo más gracioso era que casi nunca estudiábamos. Marcos se cansaba a los quince minutos de sus apuntes y cogía un tebeo de Mortadelo y Filemón, para partirse de risa él solo mientras la gente lo mandaba callar. Enrique y Fernando se entretenían lanzándose bolitas de papel el uno al otro o dándose patadas por debajo de la mesa. También se pasaban mensajes escritos en trozos de folio, a cual más ingenioso. “Tengo entendido que cuando Miguel Ángel esculpió su grandioso David, no eras precisamente el modelo en el que se inspiró. En cambio, sí me han dicho que Leonardo da Vinci, te pidió que posaras para pintar la Mona Lisa. ¿Es éso cierto?”, le escribía Enrique a Fernando. Y éste respondía: “Sí, muy cierto. Pero al menos, yo no posé para Las Meninas de Velázquez y tú, sí. Por cierto, quedaste muy bien retratado de perro”. Eran capaces de pasar toda la tarde intercambiando frases de este tipo. Roberto, por su parte, solía dedicarse a mirar a todas y cada una de las chicas que hubiera en la sala y cuando decidía que alguna merecía especialmente la pena, empezaba a sonreírle hasta que conseguía hacerla enrojecer. En cuanto a mí, más que estudiar me limitaba a leer el último libro que tuviera entre manos y que muchas veces no tenía nada que ver con los clásicos y sí con el último best-seller de algún autor de moda, al que la crítica menospreciaba y al que seguramente la posteridad le hará justicia, como tantas veces la historia se ha encargado de enseñarnos con obras que hoy son supuestamente “imprescindibles” y que en su época ejercían el rol de entretenimiento de masas sin más pretensiones filosóficas, morales o sociales.

El caso es que aquella tarde en concreto, Enrique y Fernando no vinieron a estudiar. Decidieron por su cuenta y sin previo aviso hacer una excursión campestre. Era ésta una faceta (la de hacer excursiones), muy importante para nosotros y a la que me referiré más tarde. Todos, excepto Enrique, vivíamos en barrios próximos a las afueras de la ciudad, lo que nos permitía acercarnos al campo con frecuencia, ya que lo teníamos a tiro de piedra. Fernando tenía un pequeño ciclomotor que había heredado de sus hermanos mayores y cuyo gran mérito residía precisamente en que funcionaba. Tenía más años que la Catedral y el motor había sido rectificado varias veces. Emitía un sonido desordenado y arrítmico y daba la impresión de que estaba a punto de pararse para siempre. La trepidación del motor irradiaba en las piernas un calor infernal, como de fuga radiactiva, y los gases que despedía un tubo de escape con vocación de colador, eran más tóxicos que la atmósfera de Júpiter. La suspensión, que brillaba por su ausencia, ya que el único amortiguador de que disponía la moto había decidido tomarse la jubilación, provocaba en el culo unas agujetas de máquina de tortura medieval. Para colmo de males, las ruedas estaban tan lisas que pinchaban en cuatro de cada cinco viajes. Cuando esto ocurría, Fernando solía cogerse unos cabreos monumentales que le hacían maldecir en arameo y a menudo le duraban todo el día. Si a todo ésto añadimos que la moto consumía tanta gasolina que más que quemarla, parecía que se la bebía, tendremos la explicación de por qué las cuentas de Fernando casi nunca cuadraban y lo precario de su economía.

A pesar de todo, podía considerarse afortunado ya que por esa época era el único que estaba motorizado. Los demás tardamos algo más en estarlo, excepto Enrique, que se conformaba con ir de paquete a todas partes y que nunca demostró mayor interés por asuntos mecánicos, que el meramente coyuntural. A veces se burlaba de nosotros cuando nos oía hablar de términos tales como carburador, bujía o chiclé. La palabra chiclé, en particular, solía hacerle mucha gracia, o más bien cabrearle, ya que no le gustaba el sonido del vocablo y su relación con la mecánica de la moto. Para el hipotético lector que lo ignore, aclararé (aunque líbreme Dios de parecer un experto), que el chiclé, era un pequeño tornillo perforado, que estaba alojado en el carburador y que regulaba la entrada de gasolina al pistón. A veces ese pequeño agujerito se obstruía por las impurezas del combustible y el motor se paraba por falta de alimentación, con lo cual había que desmontar el carburador y limpiarlo a conciencia. Cuando alguna de nuestras motos se averiaba, aunque no tuviera nada que ver con ésto, como una bombilla fundida, o un pinchazo, Enrique siempre se guaseaba y decía: “Yo creo que eso va a ser cosa del chiclé”.

Aquella tarde Fernando recogió a Enrique con la moto en la puerta de su casa (hasta para éso era flojo; había que recogerlo siempre en su misma puerta y casi nunca estaba en ella a la hora acordada), y se dirigieron a la salida de la ciudad, hacia un paraje denominado “Los Cañones”, que visitábamos con asiduidad y que no era ni más ni menos que el curso de un riachuelo flanqueado por dos formaciones rocosas, muy escarpadas. De ahí su nombre.

Lo más habitual en estas excursiones al citado sitio, era que compráramos refrescos, aperitivos y embutidos varios, y nos dedicásemos a la muy noble tarea de darles buena cuenta. Entre bocado y bocado hacíamos planes respecto a qué parte del río íbamos a ver ese día o qué cueva exploraríamos. Lo malo era que cuando terminábamos la pitanza y nuestros estómagos trabajaban a destajo, asimilando los nutrientes, nos invadía una somnolencia que invitaba más bien al dulce menester del reposo. Al cabo de un rato, todos roncábamos como cosacos en la hierba que crecía junto al río, cada uno soñando con sus cosas. Cuando el sol se iba y empezaba a hacer frío, alguno de nosotros se desperezaba, despertaba a los otros y nos marchábamos a casa, no sin antes comentar entre todos, lo provechosa que había resultado la tarde, cuánto habíamos explorado y la cantidad de ejercicio que habíamos hecho.

Pero aquel día Fernando y Enrique debieron perder el sentido común y en vez de pasar una agradable tarde de picnic, se retaron a escalar una de las paredes del cañón, sin más ayuda que la de sus pies y sus manos. Es decir, sin cuerdas, arneses, ni elementos de sujeción de ningún tipo. Como dos suicidas. No sé cuál de los dos convenció al otro, sólo sé que la locura es contagiosa.

La pared medía unos veinte metros y no era totalmente lisa, sino que estaba salpicada de aristas, salientes y recovecos. Cinco minutos más tarde iniciaban la ascensión, uno junto al otro, bromeando como siempre, como dos niños traviesos haciendo una fechoría. Enrique le decía a Fernando que le pesaba el culo y que escalaba como una abuela reumática. Fernando le respondía que los grandes logros de la humanidad se conseguían paso a paso. Una media hora después y ocho metros más arriba, ambos habían dejado de hablar para preservar el aliento y los dos sudaban y jadeaban a causa del tremendo esfuerzo.

Al principio los dos subían más o menos a la vez. Luego, poco a poco, Enrique fue tomando ventaja. Tres cuartos de hora más tarde, conseguía llegar a la cima y se tumbaba en el suelo, cuan largo era, mirando hacia el cielo azul y respirando fuerte para recuperar el resuello. Veía puntitos negros y los músculos le temblaban a causa del sobreesfuerzo. Gruesas gotas de sudor le resbalaban por la frente, y el corazón le latía tan rápido que pensó que le iba a dar un colapso. De pronto se asustó y cayó en la cuenta de la locura que acababan de cometer. Eran unos inconscientes. Se prometió a sí mismo que nunca volvería a hacer algo así. Ojalá Fernando ya estuviera arriba y se fueran pronto a casa. De repente, el viento que soplaba en la cumbre, le secó el sudor y comenzó a sentir un frío intenso.

Se puso boca abajo y se asomó al precipicio, buscando a Fernando con la mirada, pero no lo vio por ninguna parte. El corazón le dio un vuelco y por un segundo pensó que se habría caído y estaría muerto, veinte metros más abajo. Miró al suelo pero sólo distinguió los bultos de sus mochilas. Sin embargo, esto no le hizo sentirse mejor. Puso las manos en su boca para amplificar la voz y comenzó a llamarlo.

—¡Fernando!

El sonido de su propia voz lo asustó al chocar contra la pared contraria. El eco se la devolvía multiplicada y su timbre no le gustó. Era de una triste melancolía, como una soledad infinita. Notaba como iba creciendo una angustia dentro de él y se dijo que ojalá no se les hubiera ocurrido la idea de la excursión y estuvieran con los otros en la sala de estudio de una biblioteca. Se preguntó qué pasaría si a su amigo le había ocurrido algo. Cómo reaccionaría. Se obligó a apartar esos pensamientos de su mente y siguió buscando a Fernando con la mirada. El sol empezaba a ponerse detrás de las montañas y se dio cuenta de que el silencio era opresivo. Se oía el rumor del viento al pasar por el cañón entre el río, y era un sonido siniestro, como el silbido de un misil al caer desde un bombardero. Se sentía tan solo como un astronauta en mitad del espacio. Siguió llamándolo intentando controlar el temblor de su voz.

—¡Fernando! ¡Fernando! ¿Dónde estás?

De repente, lo vio. Estaba debajo de una arista que sobresalía un poco de la roca, por eso no había reparado antes en él. Se sujetaba con fuerza a unos salientes, pero no avanzaba. Todo su cuerpo temblaba por el esfuerzo que estaba realizando y la expresión de su cara era la del terror en estado puro. Estaría cinco o seis metros por debajo de él. Enrique sintió que se le encogía el corazón.

—¡Fernando! —inquirió—. ¿Qué pasa? ¡Sube de una vez!

El otro pareció no haberlo oído y siguió aferrando con fuerza la roca para mantenerse en equilibrio. Lo hacía con tal vehemencia que Enrique temió que la arrancara de su sitio. Sus manos estaban rígidas como garras y sólo tenía apoyadas las puntas de los pies. Estaba inmóvil, pero un segundo después, giró la cabeza muy despacio, como si temiera que este mínimo movimiento, le hiciera precipitarse al vacío. Miró a Enrique y éste se dio cuenta de que lloraba de miedo.

—No puedo… —dijo, y su voz no parecía la suya, sino la de alguien que ya había muerto—. Si me muevo, me caeré. No puedo moverme.

Enrique se quedó horrorizado. Su estómago se agitó y sintió náuseas. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para contener las arcadas. Fernando tenía el “síndrome del alpinista”. Enrique lo había leído en un artículo de una revista. El problema era el miedo, que paralizaba el cuerpo impidiendo avanzar ni un centímetro más. Los novatos solían ser presa fácil de él, pero un montañero experimentado sabía que nunca se estaba totalmente a salvo. El pánico a caer en un determinado momento de la ascensión, hacía que los músculos se agarrotasen  y brazos y piernas se negaban a obedecer las órdenes del cerebro. El cuerpo se bloqueaba y permanecía inmóvil, suspendido a muchos metros del suelo. Si este bloqueo, mental y físico, se mantenía durante demasiado tiempo, los músculos fallaban por puro agotamiento y la persona se precipitaba al vacío. Esto ocurría en un porcentaje muy alto de casos y si el alpinista no estaba sujeto a un arnés, el resultado era fatal.

Enrique se dio cuenta de que debía ayudar a su amigo a salir de allí, y tenía que hacerlo ya. Y la única forma que se le ocurrió para tranquilizarlo fue la de bromear con él. Es decir, hacer lo que siempre hacía y que los mantenía tan unidos. Empezó a burlarse diciéndole que parecía una lagartija en una pared, y que subiera de una vez, que se estaba haciendo tarde, y quería llegar a casa a tiempo para poder ver un rato la televisión. Después le dijo que hasta su abuela escalaba mejor que él, y que había que ver lo que le gustaba hacerse de rogar. Poco a poco, Fernando empezó a reaccionar. Al principio lo hizo muy lentamente, con mucha precaución, como si sus músculos no se creyeran del todo que podían moverse. Pero lo que en realidad le sirvió de revulsivo fue lo siguiente que le dijo Enrique.

—Por cierto, Fernando. ¿Te acuerdas de la última partida de ajedrez que echamos en la escuela? ¿Recuerdas que a los cinco minutos ya te había hecho un jaque mate? Pues hice trampa. Aproveché un momento en el que no mirabas para mover tu reina. No te enfades, ¿eh? Eso no quiere decir que en partidas anteriores yo…

Fernando le dedicó una mirada iracunda y empezó a subir, ya de una manera decidida. Yo creo que en ese momento dejó de ser consciente de dónde estaba y se le olvidó que unos minutos antes su vida pendía (casi literalmente) de un hilo.

—¡Serás mamón! —le gritó ascendiendo cada vez con mayor seguridad—. ¡Ve haciendo testamento porque cuando te coja te voy a sacar los higadillos!

Enrique empezó a reírse, francamente contento de que su táctica hubiera dado resultado. Al fin y al cabo, reflexionó, se trataba de las palabras. Del poder de las palabras en una situación tan angustiosa. Y de cómo algo tan aparentemente trivial como una partida de ajedrez, un lluvioso jueves por la tarde, podía influir de forma tan decisiva en los acontecimientos del futuro. Se felicitó a sí mismo por haber dado en el clavo y a punto estuvo de echarse a llorar de alegría cuando Enrique apareció por fin en la cima y empezó a perseguirlo prado arriba mientras no dejaba de jurarle que se lo iba a hacer pagar con creces.

No sé si Fernando fue consciente en ese momento o después de que Enrique le había salvado la vida. Tampoco creo que entre ellos hablaran mucho del tema, ya que a pesar de que todo salió bien, quedaba un poso oscuro en todo este asunto que les hizo replantearse la vida de otra manera. Enrique me contó esta historia un día en el que ambos tomábamos café en el salón de su casa, años después. De lo que sí estoy seguro, es que aquella tarde la muerte anduvo por allí, junto a ellos, lista para hacer su trabajo. Pero quizás el Azar, o la Divinidad, decidieron en el último momento, que aún no era la hora de Fernando. Y la muerte acató esa orden con resignación, marchándose hacia otro sitio en el que probar el filo de su guadaña, sonriendo como sólo ella lo hace, y pensando que, de todas formas, sólo era cuestión de tiempo.