10 - Maravillosa, maravillosa Copenhague
Maravillosa, maravillosa Copenhague…
Salada vieja reina del mar.
Una vez navegué lejos.
Pero hoy he vuelto a casa.
Cantando Copenhague, maravillosa, maravillosa Copenhague para mí.
«Maravillosa Copenhague», de Frank Loesser
El significado de la mecánica newtoniana estaba claro. Describía un mundo razonable, un «universo de relojería». No necesitaba interpretación. Es verdad que la relatividad de Einstein es contraintuitiva, pero nadie interpreta la relatividad. Simplemente acabamos aceptando la idea de que los relojes en movimiento andan más despacio. La idea de que la observación crea la realidad observada es más difícil de aceptar. Eso sí requiere interpretación.
Los estudiantes entran en las facultades de física para estudiar el mundo físico tangible. El Oxford English Dictionary define este sentido de «físico» así de bien: «De naturaleza material o perteneciente a ella, en oposición a lo psíquico, mental o espiritual» (la cursiva es nuestra). Hace poco, el New York Times citaba estas palabras del historiador de la ciencia Jed Buchwald: «Los físicos… han sentido desde hace tiempo un especial aborrecimiento por admitir cuestiones con el más mínimo contenido emocional en su trabajo profesional». Es cierto que la mayoría de físicos prefiere no tener que vérselas con ese secreto de familia que es el papel del observador consciente. La interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica permite eludir la cuestión. Es la postura «ortodoxa» en nuestra disciplina.
La interpretación de Copenhague.
Niels Bohr reconoció enseguida que la física había topado con el observador, y que el asunto debía abordarse:
De hecho, el descubrimiento del cuanto de acción no solo nos muestra la limitación natural de la física clásica, sino que, al arrojar nueva luz sobre el viejo problema filosófico de la existencia objetiva de los fenómenos con independencia de nuestras observaciones, nos enfrenta a una situación hasta ahora desconocida en la ciencia natural. (La cursiva es nuestra).
La interpretación de Copenhague se concibió durante el año siguiente a la publicación de la ecuación de Schrödinger, con Niels Bohr como principal arquitecto. Werner Heisenberg, su colega más joven, fue el otro proponente principal. No hay una interpretación de Copenhague «oficial». Pero todas las versiones agarran el toro por los cuernos y afirman que una observación produce la propiedad observada. La palabra clave aquí es «observación». ¿Observación implica necesariamente observación consciente? Depende del contexto. (Cuando nos refiramos específicamente a observación consciente, intentaremos avisar al lector).
La interpretación de Copenhague rebaja la afirmación de que la observación produce las propiedades observadas estableciendo que una observación tiene lugar allí donde un objeto microscópico a escala atómica interacciona con un objeto macroscópico. Cuando una película fotográfica es golpeada por un fotón y registra dónde ha incidido este, la película ha «observado» el fotón. Cuando un contador Geiger emite un chasquido en respuesta a la entrada de un electrón en su tubo de descarga, el contador ha observado el electrón.
Así pues, la interpretación de Copenhague considera dos dominios: el dominio macroscópico clásico de nuestros instrumentos de medida, regido por las leyes de Newton, y el dominio microscópico cuántico de los átomos y otros objetos muy pequeños, regido por la ecuación de Schrödinger. Según esta interpretación, nunca tratamos directamente con los objetos cuánticos del dominio microscópico, así que no tenemos que preocuparnos por su realidad —o irrealidad— física. Todo lo que necesitamos es una «existencia» que permita el cálculo de sus efectos sobre nuestros instrumentos macroscópicos. Después de todo, lo único que reportamos es el comportamiento de esos instrumentos macroscópicos. Puesto que la diferencia de escala entre átomos y contadores Geiger es tan vasta, no hay problema en considerar lo microscópico y lo macroscópico como dominios separados.
Hay que decir que en 1932, solo unos años después de que Bohr formulara la interpretación de Copenhague, John von Neumann presentó un tratamiento riguroso también referenciado como la interpretación de Copenhague. Von Neumann demostró que si —como se dice— la mecánica cuántica tiene validez universal, el encuentro final con la conciencia es inevitable, aunque a todos los efectos prácticos podemos considerar los aparatos macroscópicos como clásicos. Desde esta perspectiva, la separación de Bohr entre lo microscópico y lo macroscópico es solo una muy buena aproximación. Discutiremos la conclusión de Von Neumann en el capítulo 16. Pero siempre que aludimos a la «observación», la cuestión de la conciencia acecha.
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Figura 10.1. Dibujo de Michael Ramos, 1991. © American Institute of Physics.
La mayoría de físicos, deseosos de evitar problemas filosóficos, aceptan por conveniencia la versión de Bohr de la interpretación de Copenhague. Ocasionalmente los físicos navegamos hasta orillas especulativas, pero cuando hacemos o enseñamos física, todos regresamos a la maravillosa Copenhague.
Aun así, a algunos físicos les incomoda que contemplemos los átomos como entes de algún modo irreales y, en cambio, aceptemos alegremente la realidad de los objetos hechos de átomos. Esta crítica es cada vez más pertinente a medida que la tecnología se adentra cada vez más en la mal definida tierra de nadie entre los dominios clásico y cuántico. Debemos explorar la interpretación de Copenhague, la postura aceptada tácitamente por los físicos en su trabajo diario.
Lo que la interpretación de Copenhague debe hacer aceptable.
Aunque en el capítulo anterior hemos presentado nuestro «secreto de familia» en forma de relato, los experimentos descritos, y muchos otros parecidos, se efectúan cada dos por tres (incluso como demostraciones en clase). En nuestro relato, una caricatura de un experimento cuántico de verdad, se envía un objeto pequeño a un par de cajas bien separadas. Al mirar dentro de las cajas, siempre encontraremos el objeto en una caja, mientras que la otra estará vacía.
De acuerdo con la teoría cuántica, sin embargo, antes de ser observado el objeto estaba en ambas cajas a la vez, y no en una de las dos. Además, podríamos haber optado por efectuar un experimento de interferencia para establecer este hecho. Así, en virtud de nuestra libre elección, podríamos establecer dos realidades previas contradictorias. Y, en principio, la mecánica cuántica se aplica a todo (a átomos tanto como a pelotas de béisbol). Es la tecnología la que restringe las demostraciones experimentales de fenómenos cuánticos a los objetos pequeños. Lo que la interpretación de Copenhague debe hacer aceptable es que la realidad física depende de cómo la observemos.
Comenzábamos nuestra exploración del enigma cuántico con algo de fantasía, relatando las peripecias de un visitante a Eug Ahne Poc. En este lugar mágico, nuestro visitante experimentaba un desconcierto como el que suscitan los fenómenos cuánticos. Pero allí las demostraciones se hacían con objetos macroscópicos. Cuando él preguntaba en qué choza estaba la pareja, se le mostraba la pareja junta en una misma choza. Cuando preguntaba en cuál de las chozas estaba el hombre y en cuál la mujer, se le mostraba un ocupante por choza. La realidad previa de la pareja dependía de la pregunta del visitante, del «experimento» que elegía. La explicación ofrecida por el Rhob era en esencia la interpretación de Copenhague (Eug Ahne Poc es Copenhague al revés).
Los tres pilares de la interpretación de Copenhague.
La interpretación de Copenhague descansa sobre tres ideas básicas: la interpretación probabilística de la función de onda, el principio de incertidumbre de Heisenberg, y la complementariedad. Examinémoslas por este orden.
La interpretación probabilística de la función de onda.
Como hemos venido diciendo, la ondulatoriedad de un objeto en una región (técnicamente, el cuadrado absoluto de la función de onda) es la probabilidad de encontrar el objeto en esa región. Esta interpretación probabilística de la ondulatoriedad ocupa un lugar central en la interpretación de Copenhague. Mientras que la física clásica es estrictamente determinista, la mecánica cuántica nos habla de la aleatoriedad última de la Naturaleza. Al nivel atómico, Dios juega a los dados (por mucho que Einstein lo negara). Que la Naturaleza tenga un carácter en última instancia estadístico no es demasiado difícil de aceptar para la mayoría. Después de todo, mucho de lo que ocurre en la vida diaria tiene una componente aleatoria. Si esto fuera todo, el «enigma cuántico» no preocuparía demasiado. Pero, en la mecánica cuántica, la probabilidad implica algo mucho más profundo que la simple aleatoriedad.
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Figura 10.2. El experimento del átomo en un par de cajas.
La probabilidad clásica en el juego de los cubiletes, por ejemplo, es la probabilidad subjetiva de la localización del guisante (para quien no la conoce). Pero hay un guisante real bajo uno u otro cubilete. La probabilidad cuántica, en cambio, no es la probabilidad de que el átomo esté en una localización dada, sino que es la probabilidad objetiva de que cualquiera de nosotros lo encuentre allí. El átomo no estaba en la caja antes de que observáramos su presencia en ella.
En la teoría cuántica no hay átomo aparte de la función de onda del átomo. Puesto que la función de onda del átomo abarca ambas cajas, el átomo mismo está simultáneamente en ambas cajas hasta que su observación causa su presencia en una de ellas.
Esto último es difícil de aceptar. Por eso insistimos una y otra vez (y pedimos perdón por ello). A la pregunta de qué nos dice la función de onda, incluso los estudiantes que han completado un curso de mecánica cuántica suelen responder incorrectamente que nos da la probabilidad de la presencia del objeto. El texto en el que basamos nuestras lecciones (y que incluimos en la lista de «lecturas recomendadas») subraya la respuesta correcta mediante una cita de Pascual Jordan, uno de los fundadores de la teoría cuántica: «Las observaciones no solo perturban lo que se va a medir, sino que lo producen». Pero somos comprensivos con nuestros alumnos. El dominio de la mecánica cuántica ya es lo bastante difícil sin entrar en lo que significa.
Aunque hemos estado hablando una y otra vez de «observación», en realidad no hemos dicho qué constituye una observación. Este es un tema controvertido. Cuando un fotón rebota en un átomo aislado, ¿se puede decir que el fotón observa al átomo?
En este caso la respuesta está clara: el fotón no observa al átomo. Tras el encuentro, el fotón es una onda de probabilidad que se propaga en todas direcciones. El fotón y el átomo están en un estado de superposición conjunto que incluye todas las posiciones posibles del átomo antes de su encuentro. Esto puede confirmarse mediante un complejo experimento de interferencia de dos cuerpos. Según la interpretación de Copenhague, solo cuando un instrumento de medida macroscópico registra la dirección del fotón rebotado, la existencia del átomo en una posición concreta se convierte en una realidad. Solo entonces se observa la posición del átomo.
En términos más generales, la interpretación de Copenhague presume que allí donde una propiedad de un objeto microscópico afecta a un objeto macroscópico, la propiedad es «observada» y se convierte en una rea lidad física.
Siendo estrictos, un objeto macroscópico también debe obedecer a la mecánica cuántica y, si está aislado del resto del mundo, simplemente se une al estado de superposición del objeto microscópico que lo afecta. Así pues, tampoco «observaría». Pero, por razones prácticas, no es posible demostrar que un objeto macroscópico está en un estado de superposición. Veremos el porqué de esta imposibilidad dentro de unas cuantas páginas.
Precisemos lo que quiere decir «no observado». Consideremos nuestro átomo en su par de cajas. Hasta que se observa la posición del átomo en una de las cajas, el átomo no existe en ninguna caja en particular. No obstante, inicialmente habíamos «observado» el átomo cuando lo atrapamos y lo introdujimos en un par de cajas. Así pues, la posición del átomo en el par de cajas sí es una realidad observada. Pero, tomando el caso extremo de cajas muy grandes, podemos decir simplemente que el átomo no tiene posición alguna. No tiene la propiedad de posición. El mismo argumento vale para cualquier otra propiedad de un objeto.
La interpretación de Copenhague suele adoptar el punto de vista simple de que solo las propiedades observadas de los objetos microscópicos existen. El cosmólogo John Wheeler lo expresó de manera concisa: «Ninguna propiedad microscópica es una propiedad hasta que es una propiedad observada».
Si llevamos este parecer a su conclusión lógica, los objetos microscópicos mismos no son cosas reales. Esto es lo que dice Heisenberg:
En los experimentos sobre sucesos atómicos tenemos que tratar con cosas y con hechos, con fenómenos que sean tan reales como cualquier fenómeno de la vida cotidiana. Pero los átomos o las partículas elementales en sí no son reales; constituyen un mundo de potencialidades o posibilidades y no de cosas o hechos. (La cursiva es nuestra).
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Figura 10.3. El rebote de un fotón en un átomo no crea la posición del átomo hasta que se detecta el fotón.
Según este punto de vista, los objetos a escala atómica existen solo en algún dominio abstracto, no en el mundo físico. Si es así, no importa que no tengan «sentido». Nos basta con que afecten a nuestros instrumentos de medida conforme a la teoría cuántica. Esos objetos grandes sí tienen sentido, podemos considerarlos físicamente reales y aplicarles la física clásica. Pero, por supuesto, la descripción clásica de su comportamiento es solo una aproximación a la descripción cuántica correcta. Si es así, en cierto sentido, el dominio microscópico no observado es el más real. A Platón le gustaría esto.
No obstante, si el dominio microscópico consiste meramente en posibilidades, ¿cómo da cuenta la física de las cosas pequeñas de las que están hechas las cosas grandes? La declaración más famosa sobre este punto suele atribuirse a Bohr:
No hay mundo cuántico. Solo hay una descripción cuántica abstracta. Es un error pensar que la tarea de los físicos consiste en descubrir cómo es la naturaleza. La física tiene que ver con lo que podemos decir de la naturaleza. (La cursiva es nuestra).
En realidad, esto es una síntesis del pensamiento de Bohr por uno de sus asociados. Pero se ajusta a lo que Bohr expresó en términos más complicados. La interpretación de Copenhague elude involucrar al observador consciente en la física a base de redefinir lo que ha sido la meta de la ciencia desde la antigua Grecia: explicar el mundo real.
Einstein rechazó la actitud de Bohr como derrotista, aduciendo que él acudió a la física para descubrir lo que pasa realmente, para conocer «los pensamientos de Dios». Schrödinger, por su parte, también rechazó la interpretación de Copenhague en términos muy amplios:
El punto de vista de Bohr de la imposibilidad de una descripción espaciotemporal [dónde está un objeto en un momento dado] lo rechazo desde un principio. La física no consiste solo en investigación atómica, la ciencia no consiste solo en física, y la vida no consiste solo en ciencia. El objetivo de la investigación atómica es encajar nuestro conocimiento empírico concerniente a ella en nuestro otro pensamiento. Todo este pensamiento, hasta donde concierne al mundo exterior, es activo en el espacio y en el tiempo. Si no puede encajarse en el espacio y en el tiempo, entonces fracasa por completo en su objetivo, y uno no sabe a qué propósito sirve realmente.
¿Negó Bohr realmente que una meta de la ciencia es explicar el mundo natural? Quizá no. Una vez dijo: «Lo opuesto de un enunciado correcto es un enunciado incorrecto, pero lo opuesto de una gran verdad puede ser otra gran verdad». El pensamiento de Bohr es notoriamente difícil de aprehender.
Un colega de Heisenberg sugirió una vez que el problema de la dualidad onda-partícula era una cuestión puramente semántica que podía resolverse diciendo que los electrones no eran ni ondas ni partículas, sino «ondículas». Heisenberg, insistiendo en que las cuestiones filosóficas planteadas por la mecánica cuántica incluían lo grande además de lo pequeño, replicó:
No, esa solución es un poco demasiado simple para mí. Después de todo, no estamos tratando con una propiedad especial de los electrones, sino con una propiedad de toda la materia y toda la radiación. Tomemos electrones, cuantos de luz, moléculas de benzol o piedras, siempre iremos a parar a estas dos características, lo corpuscular y lo ondulatorio. (La cursiva es nuestra).
Lo que Heisenberg nos está diciendo es que, en principio (y eso es lo que nos importa aquí), todo es mecanocuántico y está sujeto en última instancia al enigma. Esto nos lleva al segundo pilar de la interpretación de Copenhague, el principio de incertidumbre, la idea por la que Heisenberg es más conocido.
El principio de incertidumbre de Heisenberg.
Heisenberg demostró que cualquier ensayo experimental para refutar la tesis de la realidad creada por el observador está condenada al fracaso. He aquí un ejemplo:
Supongamos que, en el curso de un experimento de interferencia, echamos un vistazo para comprobar de qué caja ha salido cada átomo. La constatación de que cada átomo procede de una caja demostraría que el átomo había estado en esa caja antes de incidir en la pantalla, aunque parezca obedecer una regla que implica que procedía de ambas cajas. En tal caso la teoría cuántica se demostraría inconsistente y, por ende, incorrecta. Para probar que cualquier demostración experimental de esta clase debe fracasar, Heisenberg ideó el experimento mental ahora conocido como el «microscopio de Heisenberg». (Los detalles no son esenciales para lo que sigue).
Para ver de qué caja procede un átomo, podríamos reflejar luz en él (nuestro modo usual de ver cosas). Para no desviarlo de la banda permitida en el patrón de interferencia donde debería incidir, lo iluminaríamos con la mínima cantidad de luz posible: un solo fotón. Para discernir de qué caja ha salido el átomo, la longitud de onda de la luz debe ser menor que la separación de las cajas.
Pero una longitud de onda corta significa muchas crestas por segundo o, lo que es lo mismo, una frecuencia elevada. Y un fotón de alta frecuencia es una partícula de alta energía. En consecuencia, el átomo recibiría un buen golpe. Heisenberg calculó que los fotones con una longitud de onda lo bastante corta desviarían los átomos lo suficiente para difuminar cualquier patrón de interferencia al hacer que muchos de ellos fueran a parar a zonas prohibidas de la pantalla. Así, si viésemos salir cada átomo de una sola caja, no podríamos ver a la vez un patrón de interferencia indicador de que cada átomo salió de ambas cajas. Así pues, no se puede refutar la tesis de la realidad creada por el observador.
Orgulloso de su resultado, Heisenberg fue a mostrárselo a Bohr. Este quedó impresionado, pero le dijo a su joven colega que el cálculo no era del todo correcto. Heisenberg había olvidado que, si se conocía el ángulo de reflexión del fotón, entonces sí se podía calcular de qué caja procedía el átomo. Pero la idea básica era buena. Bohr le mostró que podía volver a obtener su resultado si en su análisis incluía el tamaño de la lente microscópica necesaria para medir el ángulo del fotón. Esta omisión sin duda azoró a Heisenberg, quien luego contó que determinar la dirección de una onda de luz con un microscopio era una pregunta que había fallado en su examen doctoral.
Heisenberg generalizó su idea del microscopio convirtiéndola en el «principio de incertidumbre de Heisenberg». Cuanto más precisa sea la medida de la posición de un objeto, más incierta será su velocidad. Y viceversa, cuanto más precisa sea la medida de la velocidad de un objeto, más incierta será su posición.
El principio de incertidumbre también puede derivarse directamente de la ecuación de Schrödinger. De hecho, la observación de cualquier propiedad hace incierta una magnitud «complementaria». La posición y la velocidad son magnitudes complementarias. La energía y el tiempo de observación son otro par complementario. Lo que cuenta para nosotros es que cualquier observación perturba la propiedad observada lo bastante para evitar la refutación de la tesis mecanocuántica de que la observación crea la propiedad observada.
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Figura 10.4. El microscopio de Heisenberg.
(Este es un buen lugar para poner un ejemplo de por qué no se puede poner de manifiesto la extrañeza cuántica con objetos grandes. Para apreciar la interferencia, las ondas de un objeto deben pasar a través de una abertura menor que su longitud de onda. Incluso un grano de arena a poca velocidad tendría un momento de energía suficiente para hacer que su longitud de onda fuera más corta que el grano mismo. Pero si el grano es más ancho que su longitud de onda y la abertura deber ser más estrecha que la longitud de onda, entonces el grano no podría pasar a través de la abertura para participar en la creación de un patrón de interferencia. De hecho, la interferencia sería posible si el grano de arena viajara lo bastante despacio; pero entonces tendría que recorrer una longitud menor que la de un átomo en un siglo. Nuestra paciencia no da para tanto).
Dicho sea de paso, el principio de incertidumbre asoma también en algunas discusiones sobre el libre albedrío. En la visión del mundo de la física clásica, si un «ojo que todo lo ve» conociera la posición y velocidad de cada objeto del universo en un momento dado, todo el futuro podría predecirse con certeza. En la medida en que somos parte del universo físico, la física clásica descarta el libre albedrío. Puesto que el principio de incertidumbre niega este determinismo newtoniano, ha estimulado discusiones filosóficas acerca del determinismo y el libre albedrío. Pero la aleatoriedad o la cuantización no son lo mismo que la libre elección. Volveremos a este asunto en los últimos capítulos.
El principio de incertidumbre establece que cualquier observación de un objeto perturba necesariamente el objeto observado lo suficiente para impedir el incumplimiento de la teoría cuántica, pero eso no basta. También necesitamos el tercer pilar de la interpretación de Copenhague: la complementariedad.
Complementariedad.
Consideremos un conjunto de cajas pareadas tal que cada par contiene un átomo en un estado de superposición que abarca ambas cajas. Miremos dentro de una caja de cada par. Más o menos la mitad de las veces veremos un átomo en la caja que hemos abierto. De acuerdo con el principio de incertidumbre, la observación de ese átomo lo ha perturbado por culpa de los fotones que lo han iluminado para que podamos verlo. Desechemos todos los pares de cajas en los que hemos visto, y por lo tanto perturbado, un átomo. De esta manera nos quedamos con un subconjunto de cajas pareadas cuyos átomos no han sido físicamente perturbados, ya que ningún fotón ha incidido sobre ellos. Pero ahora sabemos en qué caja de cada par está el átomo: en la que no hemos abierto.
Tratemos este subconjunto de cajas pareadas como cualquier otro y ensayemos un experimento de interferencia. Un patrón de interferencia probaría que cada átomo había estado a la vez en ambas cajas de su par. Pero ya hemos determinado que cada átomo estaba en la caja que no hemos abierto. Así pues, la aparición de un patrón de interferencia evidenciaría una inconsistencia en la mecánica cuántica.
Lo cierto es que estos átomos presuntamente no perturbados no generan un patrón de interferencia. ¿Qué es lo que hace que estos átomos no perturbados adopten un comportamiento diferente? Después de todo, si hubiéramos efectuado un experimento de interferencia antes de abrir las cajas vacías, esos mismos átomos habrían creado un patrón de interferencia.
Aunque los átomos no fueron perturbados físicamente —no colisionaron con ningún fotón— habíamos determinado en qué caja estaba cada uno. Nuestra adquisición de ese conocimiento bastó para concentrar la totalidad de cada átomo en una sola caja. No ver esto como algo misterioso requiere alguna explicación.
La explicación que ofrecemos en una clase de mecánica cuántica para estudiantes de física es que cuando miramos en una caja y no encontramos ningún átomo, instantáneamente provocamos el colapso de la función de onda del átomo en la otra caja. En el juego de los cubiletes, nuestra observación del guisante colapsa la probabilidad de su presencia, que era de ½ para cada cubilete, a 0 en el cubilete vacío y 1 —total certidumbre— en el cubilete que contiene el guisante. Lo mismo ocurre con la ondulatoriedad, que, después de todo, es una probabilidad.
La explicación es un poco facilona. La probabilidad clásica es, de entrada, una medida del conocimiento de uno. Por otro lado, la probabilidad cuántica, lo que hemos llamado ondulatoriedad, se supone que es todo lo que hay del átomo físico. Desde luego es todo de lo que se ocupa la física. Parece que tenemos un problema. Pero a los estudiantes de física, cuyo interés prioritario es aprender a calcular, raramente les distraemos con cuestiones filosóficas.
Niels Bohr comprendió que, para que los físicos se permitieran continuar haciendo física sin empantanarse en la filosofía, tenía que afrontar la influencia del conocimiento en los fenómenos físicos. Fruto de esta inquietud fue su principio de complementariedad: los dos aspectos de un objeto microscópico, el de partícula y el de onda, son «complementarios», y una descripción completa requiere ambos aspectos contradictorios, pero debemos considerar solo un aspecto cada vez.
Evitamos la contradicción aparente a base de considerar que el sistema microscópico —el átomo— no existe por sí solo. Siempre debemos incluir en nuestra discusión, al menos implícitamente, los diferentes aparatos macroscópicos empleados para evidenciar cada uno de los aspectos complementarios. Entonces todo va bien, porque, en última instancia, lo único que reportamos es el comportamiento clásico de esos aparatos. En palabras de Bohr:
El punto decisivo es reconocer que la descripción del dispositivo experimental y el registro de las observaciones debe hacerse en lenguaje llano, adecuadamente refinado por la terminología física usual. Esta es una simple demanda lógica, ya que por la palabra «experimento» solo podemos entender un procedimiento en relación al cual somos capaces de comunicar a otros lo que hemos hecho y lo que hemos averiguado.
En los dispositivos experimentales reales, el cumplimiento de tales requerimientos está asegurado por el uso, como instrumentos de medida, de cuerpos rígidos lo bastante pesados para permitir un registro completamente clásico de sus posiciones y velocidades relativas.
Dicho de otra manera, aunque los físicos hablan de los átomos y otras entidades microscópicas como si fueran cosas físicamente reales, Bohr nos dice que las cosas microscópicas son solo conceptos que empleamos para describir el comportamiento de nuestros instrumentos de medida. No son objetos con una realidad independiente, como los guisantes o las piedras, de los que podemos hablar directamente. Bueno, sí, los guisantes y las piedras son, en sentido estricto, entidades mecanocuánticas. Pero, a todos los efectos prácticos, no necesitamos ir más allá de la física clásica a la hora de describir el comportamiento de nuestros aparatos.
Esta postura recuerda el hypotheses non fingo de Newton, su convicción de que la explicación de la gravedad no tiene por qué ir más allá de las ecuaciones que predicen los movimientos planetarios. Por supuesto, Einstein proporcionó una grandiosa intuición de la naturaleza del espacio y el tiempo al ir más allá de las ecuaciones de Newton con su propia teoría de la gravitación, la relatividad general.
En el espíritu de la complementariedad, hay otra salida ligeramente diferente que la flexible interpretación de Copenhague puede tomar para no tener que preocuparnos de la realidad creada por el observador. Afirma que no tiene sentido discutir experimentos que podrían haberse hecho, pero no se han hecho. Después de todo, si uno hace un experimento de interferencia que demuestra que cada objeto estuvo simultáneamente en ambas cajas, entonces no podría demostrar que esos mismos objetos han estado en una sola caja.
Si negamos la necesidad de tener en cuenta observaciones que podrían haberse hecho, pero no se hicieron, no veremos dónde está el problema. Podríamos simplemente asumir que, para los objetos que de hecho estaban en una caja, eso es lo que queríamos demostrar; y para los objetos que de hecho estaban simultáneamente en ambas cajas, eso es lo que queríamos demostrar. Nuestras elecciones estaban correlacionadas con lo que había en los pares de cajas. No fueron elecciones auténticamente libres.
Esta situación es indistinguible de un mundo completamente determinista. También es un mundo conspirativo. No solo nuestras elecciones no fueron libres, sino que el universo conspiró para correlacionarlas con las distintas naturalezas de los objetos que estaban en los pares de cajas. En cualquier caso, al tomar esta salida, la interpretación de Copenhague parece negar el libre albedrío. Y puede que, en efecto, el libre albedrío sea una ilusión y el mundo sea completamente determinista, como algunos afirmarían.
Para la mayoría de nosotros el libre albedrío es una evidencia. Al menos nosotros (Fred y Bruce) estamos seguros de nuestro propio libre albedrío (aunque ninguno de nosotros pueda estar absolutamente seguro de que el coautor de este libro no es un robot sofisticado).
La aceptación de (y la incomodidad con) la interpretación de Copenhague.
La interpretación de Copenhague nos pide que aceptemos la mecánica cuántica pragmáticamente. (Una síntesis del pragmatismo en forma de aforismo de pegatina: «Funciona, luego es verdad»).
Cuando los físicos queremos evitar meternos en berenjenales filosóficos (es decir, casi siempre) aceptamos tácitamente la interpretación de Copenhague. Los físicos tendemos a ser pragmáticos. Aunque hablamos de objetos microscópicos como si fueran canicas reales, en rigor lo que hacemos es analizar y registrar el comportamiento de nuestros aparatos de laboratorio. Estos objetos grandes no plantean ninguna paradoja: nunca hace falta considerar que están en estados de superposición.
Las propiedades de los objetos microscópicos se infieren a partir del comportamiento de nuestros aparatos. Aun así, hablamos de objetos microscópicos, los visualizamos y hacemos cálculos con modelos de ellos como si fueran tan reales como minúsculas canicas verdes. Pero si tenemos que enfrentarnos a la paradoja, nos escudamos en la interpretación de Copenhague, que los reduce a teorizaciones. Aunque deberían explicar con exactitud el comportamiento de nuestros equipos macroscópicos, los objetos microscópicos mismos no necesitan «tener sentido».
Considérese una analogía extraída de la psicología (como hizo Bohr). Básicamente, registramos y analizamos el comportamiento de una persona. El comportamiento físico mismo no plantea ninguna paradoja. Las motivaciones de una persona, sin embargo, son teorías que deberían predecir con exactitud su comportamiento. Pero las motivaciones no necesitan tener sentido, y a menudo no lo tienen. Adoptamos pragmáticamente esta postura a la hora de tratar con personas. La interpretación de Copenhague nos pide que hagamos lo mismo a la hora de tratar con fenómenos físicos microscópicos.
Bohr y otros dotaron a la interpretación de Copenhague de amplios fundamentos filosóficos. Pero incluso cuando se acepta literalmente sin más, proporciona una base lógica para que los físicos se ocupen de los aspectos prácticos de la física sin preocuparse de buscar significados más profundos.
Si el lector no se siente cómodo con la solución de la interpretación de Copenhague al problema del observador, no es el único. Cuando nosotros dos nos interrogamos honestamente sobre lo que ocurre en realidad, siempre sentimos perplejidad. Y no conocemos a nadie que entienda y se tome en serio lo que la mecánica cuántica parece estar diciéndonos y que no admita sentirse desconcertado.
No obstante, hasta hace poco la mayoría de libros de texto de mecánica cuántica daba a entender que la interpretación de Copenhague resolvía todos los problemas. Un texto de 1980 minimizaba el enigma cuántico con un chiste, un dibujo de un ornitorrinco con la leyenda «el análogo clásico del electrón». La idea era que, en el dominio de lo muy pequeño, uno no debería sentirse más sorprendido ante un objeto que es a la vez onda y partícula que un zoólogo en Australia ante un animal que es a la vez un mamífero y un «pato» que pone huevos. En el prefacio, otro autor promete «hacer la mecánica cuántica menos misteriosa para el estudiante». Lo consigue a base de no sacar nunca a la luz el misterio.
Esta actitud probablemente motivó el comentario de Murray GellMann (en su discurso de aceptación del Premio Nobel en 1976) de que Niels Bohr lavó el cerebro de generaciones de físicos haciéndoles creer que el problema estaba resuelto. La inquietud de Gell-Mann ha perdido algo de relevancia hoy, ya que la mayoría de textos actuales al menos apunta los temas no resueltos.
Para la interpretación de Copenhague era esencial una separación clara entre el micromundo cuántico y el macromundo clásico. Esa separación dependía de la inmensa diferencia de escala entre los átomos y los objetos que manejamos directamente. En tiempos de Bohr había una amplia tierra de nadie entre ambos dominios. Parecía aceptable, pues, pensar en un macromundo regido por la física clásica y un micromundo regido por la física cuántica.
Pero la tecnología actual ha invadido esa tierra de nadie. Con un láser apropiado podemos ver átomos individuales a simple vista igual que vemos motas de polvo en un haz de luz. Con el microscopio de efecto túnel no solo podemos ver átomos individuales, sino que podemos manipularlos. Unos físicos han escrito el nombre de su empresa ordenando treinta y cinco átomos de argón. Ahora los átomos pueden parecer tan reales como las canicas verdes.
La mecánica cuántica se está aplicando cada vez más a objetos cada vez más grandes. Incluso una barra de una tonelada pensada para detectar ondas de gravedad debe analizarse mecanocuánticamente. Para estudiar el Big Bang, los cosmólogos formulan una ecuación de onda para el universo entero. Cada vez resulta más difícil aceptar a la ligera que el dominio cuántico carece de realidad física.
De todas maneras, muchos físicos, cuando se les insta a dar respuesta a la extraña naturaleza del micromundo, dirían algo así como: «La Naturaleza es así. Simplemente, la realidad no es lo que intuitivamente pensaríamos que es. La mecánica cuántica nos fuerza a abandonar el realismo ingenuo». Y aquí dejarían el asunto. Todo el mundo está dispuesto a abandonar el realismo ingenuo. Pero pocos físicos están dispuestos a abandonar el «realismo científico», definido como «la tesis de que los objetos de conocimiento científico existen y actúan con independencia del conocimiento que se tiene de ellos».
En realidad, la mayoría de físicos prefiere no hablar demasiado de las implicaciones de la mecánica cuántica. Pocos niegan la extrañeza cuántica, pero la mayoría cree que la interpretación de Copenhague (o su extensión moderna, la «decoherencia», discutida en el capítulo 14) se ha ocupado de ella a todos los efectos prácticos, y eso es todo lo que cuenta.
Pero otros físicos, especialmente los jóvenes, tienen la mente cada vez más abierta a ideas que van más allá de la interpretación de Copenhague. Han proliferado las propuestas descabelladas, que examinaremos más adelante. En los últimos años, la preocupación por la conciencia misma (así como su conexión con la mecánica cuántica) ha aumentado entre los filósofos, los psicólogos y hasta los neurólogos. Una explicación ofrecida de esta tendencia es que los estudiantes de «mente expandida» de los sesenta dirigen ahora los departamentos académicos.
La interpretación de Copenhague ha sido caricaturizada recientemente como «¡calla y calcula!». No es muy agudo, pero tampoco completamente injusto. De hecho, es el precepto correcto para la mayoría de físicos la mayor parte del tiempo. La interpretación de Copenhague es la mejor manera de tratar con la mecánica cuántica a todos los efectos prácticos. Nos asegura que en nuestros laboratorios y escritorios podemos hacer uso de la mecánica cuántica sin preocuparnos de lo que ocurre realmente. La interpretación de Copenhague nos enseña que la mecánica cuántica es una teoría plenamente consistente y suficiente como guía de los fenómenos físicos que nos rodean. ¡Eso está bien!
Pero quizá queramos algo más que un algoritmo para calcular probabilidades. La física clásica nos dio más: impartió una nueva visión del mundo que cambió nuestra cultura. Por supuesto, ahora sabemos que es una visión del mundo equivocada en lo fundamental. ¿Puede ser que en el futuro nos aguarde un impacto cuántico en nuestra visión del mundo?
Un resumen de la interpretación de Copenhague.
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Figura 10.5. Treinta y cinco átomos de argón. Cortesía de IBM.
= objetor
=
copenhaguista.
La mecánica
cuántica viola el sentido común. Debe haber algo incorrecto en
ella.
No. Ninguna
de sus predicciones se ha demostrado incorrecta. Funciona
perfectamente.
Cuanto mejor
funciona, más absurda parece. No es lógicamente consistente.
Oh, ya sabes
que Einstein intentó demostrar eso, y abandonó.
Pero la
mecánica cuántica dice que las cosas muy pequeñas no tienen
propiedades en sí mismas, que yo creo lo que veo por el acto de
mirar.
Cierto.
Percibes la idea básica con bastante claridad.
Pero si las
cosas pequeñas solo tienen propiedades creadas por el observador,
entonces no tienen realidad física. Solo se hacen reales cuando
están siendo observadas. ¡Esto no tiene sentido!
No te
preocupes por la «realidad» o por el «sentido». Las cosas pequeñas,
nunca observadas directamente, no son más que modelos. Y los
modelos no necesitan tener sentido. Solo tienen que funcionar. Las
cosas grandes sí son bien reales. Así que todo está bien como
está.
Pero una cosa
grande no es más que una colección de cosas pequeñas, de
átomos. Para ser coherente, la mecánica cuántica tendría que
decirnos que nada es real hasta que se observa.
Bueno, si
insistes. Pero eso no tiene importancia.
¡¿Que no
tiene importancia?! Si la mecánica cuántica dice que mi gato y mi
mesa no son reales hasta que son observados, lo que dice es
una insensatez.
No
necesariamente. En realidad, nunca vemos nada insensato en el
comportamiento de las cosas grandes. A todos los efectos prácticos,
las cosas grandes siempre están siendo observadas.
A todos los
efectos prácticos, sí. Pero ¿cuál es el significado
de esta realidad creada por el observador?
La ciencia no
proporciona significados. La ciencia solo nos dice lo que pasa.
Solo predice lo que se observará.
Pues yo
quiero algo más que una receta para hacer predicciones. Si
sostienes que el sentido común se equivoca, quiero saber lo que es
correcto.
Pero hemos
convenido en que la mecánica cuántica es correcta. La ecuación de
Schrödinger nos dice todo lo que ocurrirá, todo lo que puede
observarse.
¡Quiero saber
lo que ocurre realmente! ¡Quiero saber toda la verdad! La
descripción mecanocuántica es todo lo que hay. Y nada más. ¡Maldita
sea! Hay un mundo real ahí fuera. Quiero saber la verdad acerca de
la Naturaleza.
La ciencia no
puede revelar ningún mundo real más allá de lo observado. Todo lo
demás es filosofía. Esta es la «verdad» (si tienes que
quedarte con una).
¡Eso es
derrotismo! Nunca me daré por satisfecho con una respuesta tan
superficial. Con la mecánica cuántica la ciencia renuncia a su meta
filosófica básica, abandona su misión de explicar el mundo
físico.
Es una pena.
Pero no me vengas con filosofía. Tengo trabajo científico
que hacer.
¡La mecánica
cuántica es manifiestamente absurda! Nunca la aceptaré como
respuesta final.
(Hace
oídos sordos).