17 - La conciencia y el cosmos cuántico
En el principio solo había probabilidades. El universo solo podía acceder a la existencia si alguien lo observaba. No importa que los observadores aparecieran varios miles de millones de años más tarde. El universo existe porque tenemos conciencia de él.
Martin Rees
Nos preguntamos cuán literalmente se expresó Martin Rees, catedrático de la Universidad de Cambridge y astrónomo real de Inglaterra, en el comentario arriba citado. Habiendo llegado hasta aquí, el lector al menos conoce lo que motivó esas palabras. Aunque se supone que la mecánica cuántica se aplica a todo, hay un gran trecho desde las cosas para las que se ha demostrado una realidad creada por el observador hasta el universo entero.
La teoría de la gravitación de Einstein, la «relatividad general», parece funcionar perfectamente para el universo a gran escala. Nos habla de agujeros negros y la necesitamos para tratar con el Big Bang. Entender los agujeros negros y el Big Bang también requiere entender las cosas a pequeña escala y, por lo tanto, requiere la mecánica cuántica. Este doble requerimiento plantea un problema, porque la relatividad general se resiste a conectarse con la mecánica cuántica. Los proponentes de las teorías de supercuerdas y otros se han devanado los sesos durante décadas para acoplar estas dos descripciones fundamentales de la Naturaleza en una teoría de la gravitación cuántica.
Cuando, hace algunos años, uno de nosotros le habló a un teórico de las supercuerdas de su interés en el enigma cuántico, su respuesta fue: «Bruce, no estamos preparados para eso». Su argumento era que el progreso en lo que él llamaba el problema de la medida cuántico probablemente requería avances aún por llegar en la teoría de la gravitación cuántica. Puede ser. Pero, si bien la cosmología actual vuelve a poner el enigma cuántico sobre la mesa, presenta el mismo enigma a una escala cada vez más grandiosa. En este capítulo contemplaremos este gran cuadro para ver cómo afecta la creación de la realidad por la observación consciente a nuestra visión del universo entero.
Agujeros negros, energía oscura y el Big Bang.
Agujeros negros.
Cuando una estrella agota el combustible nuclear que la mantiene caliente y expandida, colapsa por su propia atracción gravitatoria. Si su masa excede cierto valor crítico, ninguna fuerza puede parar el colapso. La relatividad general predice que la estrella se contraerá en un punto infinitesimal masivo, una «singularidad». Los físicos odian las singularidades, pero la teoría cuántica reemplazaría la singularidad por una masa extremadamente compacta, aunque finita, de alguna manera aún no bien comprendida.
A cierta distancia (que podría ser de muchos kilómetros) de esta masa compacta, dentro del llamado «horizonte», la atracción gravitatoria es tan intensa que ni siquiera la luz puede escapar. Esto significa que la estrella colapsada no emite luz y, por consiguiente, es negra. Cualquier cosa que se adentre más allá del horizonte quedará atrapada y nunca podrá escapar: tenemos un agujero negro.
Stephen Hawking demostró que la mecánica cuántica interviene en la descripción del agujero negro no solo al nivel de la singularidad, sino también en el horizonte. Los efectos cuánticos deberían hacer que el horizonte del agujero negro emita lo que ahora se conoce como «radiación de Hawking». Al emitir energía, cualquier agujero negro que no succione masa de sus alrededores acabará «evaporándose».
Aunque el tiempo que tardaría en evaporarse un gran agujero negro podría superar la edad del universo, esta evaporación plantea una paradoja: la teoría cuántica insiste en que la «información» siempre se preserva, pero si la radiación de Hawking no fuera más que ruido aleatorio, como se pensó inicialmente, la información contenida en un objeto que cayese en un agujero negro se perdería al evaporarse este.
El concepto de información que estamos empleando aquí es ideal. Por ejemplo, si arrojamos nuestro diario al fuego, en principio alguien podría recuperar la información que contenía analizando el humo y las cenizas. Pero la aparente pérdida de información en la evaporación de un agujero negro llevó a Hawking a suponer que la información perdida podría canalizarse hacia un universo paralelo. (Esta idea nos recuerda la interpretación de mundos múltiples, y da pábulo a los escritores de ciencia ficción).
Hawking decidió después que la radiación de un agujero negro no es aleatoria, sino que porta la información que contenía el agujero (algo parecido al humo que se lleva información de nuestro diario en llamas). No hay necesidad de universos paralelos que recojan la información del agujero negro. Aun así, otros cosmólogos, basándose en otros argumentos cuánticos, sugieren que nuestro universo probablemente no es el único.
Energía oscura.
La cosmología moderna se basa en la teoría de la relatividad general de Einstein. Es «general» en el sentido de que amplía su anterior teoría de la relatividad especial para incluir el movimiento acelerado y la gravedad, con la constatación de la equivalencia de ambos. Por ejemplo, cuando se rompe el cable del ascensor, la aceleración de la caída cancela nuestra experiencia de la gravedad.
Aunque matemáticamente compleja, la relatividad general es una teoría conceptualmente simple y bella. Pero en su primera versión de 1916 parecía tener un serio problema: decía que el universo no podía ser estable. La atracción gravitatoria mutua de las galaxias haría que el universo acabara colapsando. Para remediarlo, Einstein le puso a su teoría un parche que llamó «constante cosmológica», una fuerza repulsiva para contrarrestar la atracción gravitatoria intergaláctica.
En 1929, el astrónomo Edwin Hubble anunció que el universo no era estable, sino que, de hecho, se estaba expandiendo. Cuanto más distante era una galaxia, más deprisa se alejaba de nosotros. Si esto era así, entonces en algún momento del pasado toda la materia del universo estuvo compactada, lo que inspiró la idea de que el universo nació de una gran explosión, el Big Bang. Presumiblemente, ello explicaría por qué las galaxias no caían las unas hacia las otras: no hacía falta ninguna fuerza repulsiva en forma de constante cosmológica.
Una explosión no es una imagen del todo correcta. La relatividad general dice que es el espacio mismo el que se expande, no las galaxias las que se separan en un espacio fijo. Una buena analogía sería confeti pegado sobre un globo que se infla, lo que nos permitiría ver que los círculos de papel se separan tanto más deprisa cuanto más alejados están unos de otros.
Cuando Einstein se enteró de que, en efecto, el universo no era estable, desechó su constante cosmológica, de la que dijo que fue «la mayor metedura de pata de mi carrera». Si se hubiera creído la versión original y más elegante de su teoría, podría haber predicho un universo en expansión (o contracción) más de una década antes de su descubrimiento.
La atracción gravitatoria mutua de las galaxias debería frenar la expansión, igual que la gravedad frena el ascenso de una piedra lanzada hacia arriba. La piedra alcanza cierta altura y luego vuelve a caer. Similarmente, podría esperarse que las galaxias se fueran frenando, alcanzaran cierta separación máxima y luego comenzaran a atraerse mutuamente hasta acabar en una gran contracción, o Big Crunch.
Si lanzamos una piedra hacia arriba con la velocidad suficiente, vencerá la atracción gravitatoria y se perderá en el espacio para siempre, aunque la gravedad siempre la frenará algo. Por lo mismo, si el Big Bang hubiera sido lo bastante violento, el universo se expandiría para siempre, aunque a velocidad decreciente. Si determinamos la desaceleración de la piedra lanzada hacia arriba, sabremos si volverá a caer o se perderá en el espacio. Similarmente, si determinamos la deceleración de la expansión del universo, sabremos si podemos o no esperar un Big Crunch.
En realidad, desde hace un par de décadas se sabe que las galaxias no constituyen toda la masa del universo, ni siquiera la mayor parte. Los movimientos de las estrellas dentro de las galaxias y otros indicios nos dicen que, además de la materia que constituye las estrellas, los planetas y nosotros mismos, ahí fuera hay otra clase de materia que ejerce atracción gravitatoria, pero no emite, ni absorbe, ni refleja luz, así que no podemos verla: es la «materia oscura». Nadie sabe qué es, pero se han construido detectores para buscar a los sospechosos más probables. Es la suma de la materia normal y la materia oscura lo que cabe esperar que retarde la expansión y determine el destino último del universo.
(En un documental de la serie Nova, un astrónomo dijo que no se le ocurría una pregunta más fundamental para la humanidad que «¿Cuál es el final del universo?». Puede que esta sea una cuestión apremiante, pero nos recuerda la siguiente anécdota. En una conferencia, un astrónomo concluyó que, dentro de unos cinco mil millones de años, el Sol se expandirá convirtiéndose en una gigante roja que incinerará los planetas interiores, la Tierra incluida. «¡Oh, no!», gimió un hombre en la última fila. El astrónomo lo tranquilizó: «Pero, señor, aún tienen que pasar cinco mil millones de años hasta que eso ocurra». Aliviado, el hombre replicó: «¡Gracias a Dios! Creía que había dicho cinco millones de años»).
Durante la pasada década, los astrónomos se propusieron determinar el destino del universo midiendo la desaceleración de ciertas estrellas en explosión —supernovas— distantes. Estas estrellas explosivas tienen un brillo intrínseco característico, lo que permite estimar la distancia a la que se encuentran por su brillo aparente. Además, cuanto más lejos están, más tiempo hace que se emitió la luz que nos llega ahora. Juntándolo todo, los astrónomos han podido determinar la velocidad a la que se expandía el universo en diferentes momentos del pasado y, por ende, el retardo de la expansión.
Pues bien, ¡oh sorpresa!, resulta que la expansión del universo no solo no se está retardando, sino que se está acelerando. Esto quiere decir que existe una fuerza repulsiva que no solo cancela la atracción gravitatoria mutua de las galaxias, sino que es mayor que esta. Y esa fuerza debe venir dada por alguna energía.
Puesto que la masa y la energía son equivalentes (E = mc ²), esta misteriosa energía repulsiva tiene una masa distribuida en el espacio. De hecho, la «energía oscura» constituye la mayor parte del universo. Se estima que el universo estaría compuesto por un 70% de energía oscura y un 25% de materia oscura. La materia de la que están hechas las estrellas, los planetas y nosotros mismos apenas representaría el 5% del universo.
Aunque nadie sabe en qué consiste la energía oscura, en el aspecto formal vuelve a introducir la constante cosmológica de Einstein, su «mayor metedura de pata», en las ecuaciones de la relatividad. Las especulaciones teóricas tienen una inquietante manera de enderezar las cosas.
¿Es concebible que la misteriosa energía oscura tenga algo que ver con la conexión entre el universo a gran escala y la conciencia que parece implicar el comentario de Rees citado en el epígrafe de este capítulo? Aquí vale la pena citar otro comentario del físico teórico Freeman Dyson, escrito incluso antes de que surgiera la idea de la energía oscura:
No sería sorprendente que el origen y el destino de la energía en el universo no pueden entenderse del todo si se aíslan de los fenómenos de la vida y la conciencia […]. Es concebible […] que la vida tenga un papel mayor de lo que hemos imaginado. La vida puede haber tenido éxito contra pronóstico en moldear el universo a sus propósitos. Y el diseño del universo inanimado quizá no esté tan desconectado de las potencialidades de la vida y la inteligencia como los científicos del siglo XX habían tendido a suponer.
El Big Bang.
Los astrónomos determinan la velocidad con la que una galaxia se aleja de nosotros por el corrimiento al rojo de su luz. (Este descenso de la frecuencia se parece a un «efecto Doppler», el tono rebajado de la sirena de una ambulancia que acaba de pasar a nuestro lado. En realidad es la expansión del espacio la que estira la longitud de onda de la luz). Los astrónomos correlacionan el corrimiento al rojo con la distancia mediante el estudio de los corrimientos al rojo de objetos cuyo brillo absoluto y, por ende, su distancia de nosotros se conocen. Y han comprobado que los objetos más distantes que alcanzamos a ver, galaxias que se alejan de nosotros casi a la velocidad de la luz, emitieron la luz que ahora nos llega hace unos catorce mil millones de años. Esas galaxias probablemente tenían alrededor de mil millones de años de edad cuando emitieron esa luz, lo que sugiere que el Big Bang (la expansión del espacio que se inició violentamente en una región pequeña) tuvo lugar hace unos quince mil millones de años.
Hacia los 400 000 años de edad, el universo ya se había enfriado lo suficiente para permitir que los electrones y protones que dispersaban la luz se combinaran en átomos neutros, y por primera vez el universo se hizo transparente a la radiación creada en la bola de fuego inicial. La radiación y la materia en el universo joven se independizaron una de otra. En este punto, la radiación, en un inicio a muy alta frecuencia, estaba mayormente en la región visible del espectro. Pero desde entonces el espacio se ha expandido varios miles de veces, así que la longitud de onda de esa luz primordial se ha estirado hasta convertirse en el «fondo cósmico de microondas» que hoy nos baña desde todas direcciones. Esta radiación de microondas, accidentalmente descubierta en 1965 por físicos que estudiaban satélites de comunicaciones en los laboratorios Bell de la AT&T, es la prueba más poderosa a favor del Big Bang. Sus detalles finos confirman llamativamente algunos cálculos teóricos.
Las teorías «inflacionarias» especulan sobre lo ocurrido justo después del Big Bang para explicar la notable uniformidad del universo a gran escala. Según estas teorías, el espacio se expandió, o «infló», casi instantáneamente, a una velocidad mucho mayor que la de la luz. A partir de un volumen inicial muchísimo menor que el de un átomo, el universo entero presumiblemente se infló de golpe hasta alcanzar el tamaño de un pomelo grande.
La física que conocemos hoy parece capaz de dar cuenta de lo ocurrido a partir de entonces. Al cabo de un segundo de existencia del universo, los quarks se combinaron en protones y neutrones. Minutos después, los protones y neutrones se combinaron para formar los núcleos de los átomos más ligeros: hidrógeno, deuterio (hidrógeno pesado, un protón y un neutrón), helio y algo de litio. La abundancia relativa de hidrógeno y helio en las estrellas y nubes de gas más viejas concuerda con lo que se esperaría de este proceso de creación.
Pero durante ese segundo antes de que quarks y electrones se materializaran, el Big Bang tuvo que ajustarse con precisión para producir un universo en el que pudiéramos evolucionar nosotros. ¡Un ajuste asombrosamente preciso! Las teorías varían. De acuerdo con una de ellas, si las condiciones iniciales del universo se fijaran aleatoriamente, solo habría una posibilidad en 10120 (un uno seguido de 120 ceros) de que el universo permitiera la evolución de la vida. El cosmólogo Roger Penrose va aún más lejos y propone una posibilidad en 10123. Según esta estimación, la probabilidad de que se cree un universo apto para la vida como el nuestro es mucho menor que la probabilidad de dar con un átomo particular entre todos los átomos del universo.
¿Podemos aceptar tales cifras como una pura coincidencia? Uno diría que es más probable que algún factor en una física aún por conocer determine que el universo tenía que nacer como lo hizo. Esa nueva física probablemente incluiría una teoría cuántica de la gravitación. Muy bien podría ser la anhelada «teoría de todo». —TDT— unificadora de las cuatro fuerzas fundamentales en un solo cuerpo teórico. Todos los fenómenos serían entonces explicables (en principio).
De hecho, sabemos cómo será una TDT. Será un sistema de ecuaciones. Después de todo, eso es lo que buscan los que la buscan. ¿Puede dejarnos satisfechos un sistema de ecuaciones sin más? ¿Puede resolver el enigma cuántico un sistema de ecuaciones que no involucre de algún modo al observador consciente? Recordemos que el encuentro de la física con la conciencia surge directamente del experimento cuántico teóricamente neutral. Antecede conceptualmente a la teoría cuántica. Ninguna interpretación de la teoría cuántica, ni siquiera su deducción a partir de una presentación matemática más general, puede resolver lo que experimentamos en el enigma cuántico sin involucrar también nuestro proceso de decisión consciente.
Con una perspectiva similar en cuanto a si una TDT explicaría todo lo que vemos, Stephen Hawking plantea una pregunta relevante:
Aunque solo hubiera una teoría unificada posible, no sería más que un conjunto de leyes y ecuaciones. ¿Qué es lo que infunde fuego en las ecuaciones y crea un universo describible por ellas? El enfoque científico usual de construcción de un modelo matemático no puede responder la cuestión de por qué debería haber un universo describible por el modelo. ¿Por qué el universo se toma la molestia de existir?
Demos un paso atrás para echar una mirada a una hueste de «coincidencias», aparte de las relacionadas con el Big Bang, que conducen a mundos aptos para la vida. Se ha sugerido que una eventual TDT predecirá todo lo que vemos (aunque no lo «explique»). Así pues, deberíamos buscarla y darnos por satisfechos con ella cuando la encontremos.
Pero los críticos de esta actitud hablan de un principio antrópico. Comenzaremos con la versión más fácil de aceptar.
El principio antrópico.
En el Big Bang solo se crearon los núcleos atómicos más ligeros. Los elementos más pesados —carbono, oxígeno, hierro y todos los demás— se crearon en el interior de las estrellas, las cuales se formaron mucho después. Estos elementos se liberan al espacio cuando una estrella masiva agota su combustible nuclear, colapsa violentamente y explota convirtiéndose en una supernova. Las estrellas de las generaciones posteriores y sus planetas, incluido nuestro sistema solar, incorporan estos escombros estelares. Estamos hechos de los residuos de estrellas explosionadas: somos polvo de estrellas.
Además del ajuste extremadamente preciso del Big Bang que acabamos de comentar, la suerte parece haber tenido algo más que ver en nuestra creación estelar. Algunos cálculos iniciales habían mostrado que la producción de elementos pesados en las estrellas no podría haber llegado ni siquiera a los núcleos de carbono (seis protones y seis neutrones). El cosmólogo Fred Hoyle razonó que, si el carbono estaba ahí, tenía que haber una manera de producirlo. Hoyle advirtió que determinado estado cuántico, entonces inesperado, del núcleo de carbono a cierta energía muy precisa podía permitir que la producción estelar de elementos continuara para dar carbono, nitrógeno, oxígeno y demás. Hoyle sugirió que se buscara el estado nuclear inesperado. Y se encontró.
Hay otras coincidencias: si las intensidades de las fuerzas electromagnéticas y gravitatorias fueran apenas diferentes de las que son, o si la intensidad de la fuerza nuclear débil fuera apenas mayor o menor, el universo no sería apto para la vida. Ninguna física conocida obliga a que estas cosas sean precisamente así.
Se han señalado muchas otras coincidencias que no vamos a mencionar aquí. El que las cosas encajen tan bien, pero tan improbablemente, ¿es algo que requiere explicación? No necesariamente. Si las cosas no fueran como son, no estaríamos aquí para hacernos la pregunta. ¿Es suficiente esta respuesta? Este estilo de razonamiento retrospectivo, basado en el hecho de nuestra existencia y la de nuestro mundo, se conoce como «principio antrópico».
El principio antrópico puede implicar que nuestro universo acoge la vida solo por puro azar. Por otro lado, hay quienes conjeturan el nacimiento de gran número de universos, incluso infinitos, cada uno con su propio conjunto de condiciones iniciales aleatorias, incluso con sus propias leyes físicas. Algunas teorías postulan un gran «multiverso» del que nacen constantemente nuevos universos. La gran mayoría de estos universos tendría una física no apta para la vida. De ser así, ¿requeriría explicación nuestra improbable existencia en un universo inusualmente hospitalario?
A modo de analogía, consideremos cuán improbable es cada uno de nosotros, en lo que respecta a las posibilidades de que nazca alguien con su secuencia única de ADN. (Millones de posibles hermanos nuestros no fueron concebidos. Y ahora remontémonos unas cuantas generaciones atrás). Con estas cifras en mente, cada uno de nosotros es un suceso esencialmente imposible. ¿Requiere explicación nuestra existencia?
Recurriendo a analogías como esta, algunos demandan el veto científico a «la palabra que empieza por A». El principio antrópico, dicen, no solo no explica nada, sino que tiene una influencia negativa, por lo que debería rechazarse como «jerigonza innecesaria en el repertorio conceptual de la ciencia». Entendemos que el razonamiento antrópico puede empantanar el camino hacia investigaciones más profundas; pero a veces puede ser útil. Considérese la predicción de Hoyle del nivel energético para el carbono.
Los objetores a la versión del principio antrópico que hemos expuesto, y que a partir de ahora podemos llamar «principio antrópico débil», seguramente sentirán aún más aversión hacia el «principio antrópico fuerte». De acuerdo con esta idea, el universo está hecho a nuestra medida. «Hecho a medida» implica un sastre, presumiblemente Dios. Esta es una posibilidad digna de contemplarse. Pero no debería ser un argumento a favor del diseño inteligente, como se ha sugerido en ocasiones. Quienquiera que «infundiera fuego en las ecuaciones» presumiblemente sería lo bastante omnipotente para hacer lo idóneo desde el principio, sin necesidad de chapucear con cada paso evolutivo.
Introdujimos una versión diferente del principio antrópico fuerte al citar a Rees en el epígrafe de este capítulo: nosotros hemos creado el universo. La teoría cuántica establece que la observación crea las propiedades de los objetos microscópicos. Y los físicos en general aceptan que la teoría cuántica tiene una aplicación universal. Si esto es así, la realidad a mayor escala también es creada por nuestra observación. Llegando hasta las últimas consecuencias, este principio antrópico fuerte afirma que el universo es apto para nosotros porque no podíamos crear un universo en el que no pudiéramos existir. Mientras que el principio antrópico débil implica un razonamiento retrospectivo, nuestro principio antrópico fuerte implica una suerte de acción retrospectiva.
En los años setenta, el cosmólogo cuántico John Wheeler dibujó un ojo contemplando la prueba del Big Bang y preguntándose: «Mirar atrás “ahora”, ¿da realidad a lo que ocurrió “entonces”?». Su estimulante esquema no ha perdido impacto. En una conferencia reciente de homenaje a Wheeler en su noventa cumpleaños, un distinguido ponente comenzó su conferencia con el dibujo de Wheeler.
Las implicaciones antrópicas del esquema de Wheeler deben de haber resultado demasiado caras incluso para su autor. Tras plantear la pregunta anterior, enseguida añadió el siguiente comentario: «El ojo también podría haber sido un trozo de mica. No tiene por qué formar parte de un ser inteligente». Por supuesto, ese trozo de mica que supuestamente confiere realidad al Big Bang se creó después de la gran explosión. (Da la impresión de que, para un físico, la creación del Big Bang por un trozo de mica es menos problemática que su creación por la observación consciente).
En realidad, este principio antrópico fuerte está más allá de nuestra comprensión. Aunque la mecánica cuántica parece negar la existencia de una realidad física independiente de su observación consciente, si nuestra observación lo crea todo, nosotros incluidos, estamos tratando con un concepto que es lógicamente autorreferencial (y mentalmente desconcertante).
Admitiendo nuestro desconcierto, podríamos atrevernos a preguntar: aunque solo podíamos haber creado un universo en el que podíamos existir, ¿el que hemos creado es el único que podíamos haber creado? Con una observación diferente, o un postulado diferente, ¿sería diferente el universo? Dando rienda suelta a la especulación, se ha sugerido que postular una teoría que no entre en conflicto con ninguna observación previa crearía una nueva realidad.
Por ejemplo, Hendrick Casimir, tras el descubrimiento del positrón después de su aparentemente improbable predicción, hizo esta reflexión: «A veces casi parece que las teorías no son una descripción de una realidad casi inaccesible, sino que lo que llamamos realidad es un resultado de la teoría». Puede que la reflexión de Casimir también estuviera motivada por su propia predicción, luego confirmada, de que la energía del vacío mecánico cuántico en el espacio haría que dos placas metálicas macroscópicas se atrajeran mutuamente.
Si hay algo de cierto en la hipótesis de Casimir, ¿podría ser que la sugerencia original de Einstein de una constante cosmológica haya causado la aceleración del universo? (La falsedad de esta suposición no puede demostrarse, por lo que no es una suposición científica). Aunque tomar al pie de la letra una idea como esta seguramente es ridículo, nos permite apreciar cuán desbocadamente el enigma cuántico le permite a uno especular.
Figura 17.1. Mirar atrás «ahora», ¿da realidad a lo que ocurrió «entonces»?
John Bell nos dijo que la nueva manera de ver las cosas probablemente nos asombrará. Es difícil imaginar algo realmente asombroso que inicialmente no hayamos rechazado como absurdo. La especulación audaz está permitida, pero también la modestia y la cautela. Una especulación no es más que una conjetura hasta que conduce a predicciones comprobables y confirmadas.
Reflexiones finales.
Hemos presentado el enigma cuántico que emana de los hechos puros y duros evidenciados por experimentos cuánticos indiscutibles. No hemos pretendido resolverlo. Las cuestiones que plantea el enigma son más profundas que cualquier respuesta que nosotros pudiéramos proponer en serio.
La teoría cuántica funciona perfectamente; ninguna de sus predicciones se ha demostrado nunca errónea. Es la teoría que está en la base de toda la física y, por ende, de toda la ciencia. Un tercio de nuestra economía depende de productos derivados de ella. A todos los efectos prácticos, podemos sentirnos plenamente satisfechos con ella. Pero si la examinamos seriamente más allá de los propósitos prácticos, tiene implicaciones turbadoras.
La teoría cuántica nos dice que el encuentro de la física con la conciencia, tal como queda demostrado en el dominio de lo muy pequeño, se aplica, en principio, a todo. Y ese «todo» puede abarcar el universo entero. Copérnico despojó a la humanidad de su trono en el centro cósmico. ¿Sugiere la teoría cuántica que, en algún misterioso sentido, somos un centro cósmico?
El encuentro de la física con la conciencia ha importunado a los físicos desde los inicios de la teoría hace ocho décadas. Muchos físicos, sin duda la mayoría, desestiman la creación de la realidad por la observación como algo que tiene poca significación fuera del dominio limitado de la física de las entidades microscópicas. Otros argumentan que la Naturaleza nos está diciendo algo que deberíamos escuchar. Nuestro propio sentir es afín al de Schrödinger:
El imperativo de encontrar una salida de este atolladero no debería verse amortiguado por el miedo de suscitar las burlas de los sabios racionalistas.
Cuando los expertos discrepan, uno tiene permiso para elegir su experto. Puesto que el enigma cuántico surge desde el experimento cuántico más simple, su esencia puede comprenderse del todo con una formación técnica limitada. Así pues, los no expertos pueden sacar sus propias conclusiones. Esperamos que las del lector, como las nuestras, sean provisionales.
Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo que puede soñar tu filosofía.
Shakespeare, Hamlet.