Capítulo 7
Elio Espartiano a Thermuthis, saludos.
Estoy en deuda contigo por las buenas nuevas sobre la salud de Anubina, y aprovecho para desearte la felicidad propia de esta época festiva. Has de saber que hasta en un lugar tan lejano como Mediolano es posible encontrarse con oficiales que dicen guardar buenos recuerdos de su estancia en Antinópolis, y ello como consecuencia de tu hospitalidad. De hecho, un compañero de nombre Lollus Antiates me pide que te transmita sus más afectuosos saludos, a ti, a Demetra y a Thenpakebkis (si es que es así como se escribe su nombre).
Respecto al deseo de Anubina de tener hijos, huelga decir que, de no haber rechazado mi oferta de matrimonio, ya estaría encinta. No entiendo por qué no desea atarse a mí. Tú la conoces desde hace más tiempo que yo, por lo que te ruego que me expliques el porqué de su comportamiento. En cuanto a tus dificultades para hablar con ella directamente de estos asuntos, poco me creo. No en vano portas el nombre de la serpiente venenosa del Nilo, Thermuthis. Tus tretas son infinitas, y tu astucia es comparable a la de estos animales. Habíale bien de mí a Anubina, y sobre todo insiste en el hecho de que, si tuviera hijos míos, éstos gozarían de un sustento más que adecuado y además serían, si se me permite decirlo, guapos. Su vida, y también la de su hija, sería la que corresponde a las damas.
Así pues, quedo a la espera de tus noticias. Mientras, te vuelvo a desear salud y felicidad, le mando saludos a tu hermano Teo, y te pido que dirijas tus siguientes cartas a la estación de correo militar de Savaria, de modo que las pueda recibir dondequiera que esté.
Escrita la presente en sus estancias de Vicus Veneris (una dirección muy apropiada para una destinataria como tú), en Mediolano, Italia Annonaria, primer día de la fiesta de Saturnalia, día XVI de las calendas de enero, 17 de diciembre.
18 de diciembre, lunes
—No tengo por costumbre pedir disculpas —dijo Décimo desde el umbral del anexo, después de que un siervo, con la cabeza gacha, se apartara para que Elio viese quién lo visitaba tras la puesta de sol—. ¿Puedo pasar?
Elio despidió al siervo con un gesto de la cabeza.
—Es su casa.
La capa que Décimo se había echado encima para dar la vuelta al edificio estaba moteada de nieve fina.
—Pensaba que querría saber que Su Serenidad ha decidido aceptar sus credenciales. Mañana tiene una audiencia con Aristófanes, a la tercera hora de la mañana.
Era una noticia inesperada y que llegaba con retraso, pero una noticia buena en cualquier caso.
—¿Por qué no se me ha notificado de manera oficial? —preguntó Elio.
—Se hará. Lo he oído esta tarde al pasar junto a Aristófanes en uno de los pasillos, mientras hablaba con su secretario. —Décimo se quitó la capa y la sacudió. Minúsculas motas de nieve a medio derretir cayeron al suelo. Su tono era menos chulesco de lo habitual, o quizás era que estaba menos bromista—. El chambelán está bastante preocupado por la manera en que le recibió la primera vez.
—Ah.
El anexo se abría a una pequeña antecámara, tenuemente iluminada, donde el mobiliario se reducía a varias sillas de mimbre alrededor de una mesa baja y al altar familiar, éste en una hornacina. Elio invitó a Décimo a que tomara asiento mientras él, de brazos cruzados, optaba por permanecer de pie.
—¿Qué tal funciona la calefacción? —preguntó su arrendador.
—Bien.
No se habían visto desde hacía tres días, durante los cuales había dado comienzo la semana de celebraciones en honor a Saturno y a la cosecha, abundante en alegría y festejos, procesiones y mascaradas. En realidad, Elio había evitado encontrarse con él. Su falta de calidez, desprovista no obstante de hostilidad abierta, dejaba pocas opciones a Décimo, que dijo:
—A veces me exaspero. Forma parte de mi carácter —gruñó para justificar el amargo trago con que iba a proseguir—. Debería haber mostrado respeto por el orgullo con que contempla sus logros.
Elio seguía de pie junto a su silla.
—No tiene por qué tratarme con condescendencia.
Las palabras eran merecidas, y Décimo reaccionó dando fe de su valor, sin llegar a mostrar que las aceptaba.
—Ya no puedo beber como antes, hasta perder el sentido; eso es todo.
—Entonces debería elegir bien de quién se rodea en fiestas en las que corre la bebida. —No era el tono que Elio había pensado emplear si aquella conversación tenía lugar. Su intención había sido ignorar el incidente y dejar pasar el tiempo hasta que las unidades militares por fin hubieran de abandonar Mediolano; o, si no, aparcar el tema tras un intercambio lo más breve posible. Sin embargo, descubrió que tras sus palabras había cierto enfado, o cierta rectitud contrariada—. No sé si es que le gusta poner a prueba la lealtad de sus compañeros, pero en cualquier caso, yo no deseo ser puesto a prueba, ni ser forzado a entrar en terreno político con la esperanza de un tropiezo por mi parte. Décimo, he estado en la corte de manera intermitente desde que tengo diecinueve años: sé de etiqueta y sé de rumores, de cómo respetar la primera y evitar los segundos. Puede que sólo se trate de su carácter, pero mi lealtad está fuera de toda cuestión. No me pillará desprevenido.
El otro había estado escuchando, dando muestras de una ligera, si bien cada vez mayor, impaciencia. Sus ojos se deslizaban por la penumbra de la habitación, posándose sobre rincones y objetos que conocía de sobra.
—A todo el mundo se le pilla desprevenido tarde o temprano.
—No a mí.
—Ambos contamos con heridas en la cabeza que atestiguan lo contrario.
—Mejor no comparemos las circunstancias en que recibimos dichas heridas.
Elio rodeó la silla y se sentó. Al otro lado de la mesa de tres patas, Décimo debía de haber agotado sus reservas de buena voluntad, pues daba toquecitos en los reposabrazos y parecía debatirse entre la idea de marcharse o continuar la conversación desde una perspectiva diferente, más ventajosa para él. Con voz provocativa, transformándose de invitado en casero, apuntó:
—Futuisti puellam meam, como dijo el poeta.
Elio ni siquiera se permitió parpadear.
—Lo mismo podría decir yo. Helena fue mi amante tanto como lo fue la suya.
—Bueno, qué más da quién se follara a la novia de quién; tampoco es que yo sea melindroso a ese respecto. —Mirarse fijamente a los ojos no los estaba llevando a ninguna parte. Décimo sólo seguía haciéndolo porque no quería darle la satisfacción a Elio de bajar la vista—. Al igual que su tocaya en la Guerra de Troya, Helena es capaz de hacer que los hombres se maten por ella, y no sólo por ella. Por su propio bien, le insto a que se mantenga alejado de ella.
—Qué curioso que diga eso. Ella me previno en esos mismos términos respecto a usted.
—Espartiano, ni siquiera llevársela a la cama carece de peligros; aunque he de admitir que es bien placentero.
—He prometido que no hablaría de eso.
—¿De verdad? Le encanta que sus amantes comparen experiencias. No se crea nada de lo que Helena le diga, ni siquiera en lo referente a su destreza como amante, o a la de cualquier otro. Siempre presume de otros hombres en presencia de uno, y, con un poco de suerte, de uno en presencia de otros.
De nuevo otra trampa camuflada. Elio se plantó delante de la misma, sopesando el peligro y optando por no dar ningún paso al frente.
Su compañero tomó su inmovilidad por incertidumbre.
—¿Qué está haciendo realmente aquí? —preguntó. Hablaba como si fuera él quien debiera recibir una disculpa—. Llega como enviado imperial, se queda, empieza a hacer preguntas sobre asuntos que nada tienen que ver con su cometido oficial… Mediolano no es tan grande como para que ese tipo de comportamiento pase desapercibido. Tras su misión en Roma, el verano pasado, se arrestó a oficiales aquí y en otras partes de la región, los últimos apenas una semana antes de que llegara. La gente sospecha que es usted un agens in rebus, pero si en verdad es un oficial clandestino, he de decir que su clandestinidad deja mucho que desear.
«Vaya sarta de tonterías. Esto es lo que producen la tranquilidad y el aburrimiento en ciudades como ésta».
—No tengo por qué explicar mi presencia en Mediolano, ni a usted ni a nadie. Piense lo que le plazca.
Décimo seguía dando golpecitos en los reposabrazos, una secuencia que empezaba con el dedo índice y acababa con el meñique. Fijó la vista en diversos puntos de la habitación, evitando el rostro de Elio mientras hacía el siguiente comentario:
—De modo que también parte hacia el este.
—Tengo mis órdenes.
—Los nombres de los oficiales transferidos a la frontera se anuncian en palacio, de ahí que esté al tanto. Se rumorea que pronto se asignarán las unidades. No estoy seguro de si es un premio o un castigo, ¿usted que piensa?
—Las órdenes son órdenes.
—¡Vamos, Espartiano, ya basta! No se comporte como si se hubiera tragado un palo. Los hombres que parten juntos a la guerra no han de tratarse de esta manera.
Elio respiró hondo.
—Por lo general, diría que tiene razón. De modo que compórtese como un buen compañero de armas y acepte de buen grado que me encontraré con Helena mañana.
—¿Dónde? ¿A qué hora?
—No es asunto suyo.
19 de diciembre, Opalia, fiesta de la abundancia
A la segunda hora de la mañana apareció un servil subalterno de la oficina del chambelán; portaba la citación de Elio. Quiso aguardar para acompañarlo a palacio como es debido (iba con seis soldados), pero él insistió en que deseaba acudir con su propia escolta.
Una nevada consistente amortiguaba los sonidos humanos de la calle. Del canal, donde el agua sorteaba pequeños obstáculos, emanaba un suave chapoteo. Sobre un alféizar, varios gorriones beligerantes levantaban un clamor de gorjeos, luchando por las migas o semillas que alguien les había echado. El limpio olor a nieve, que tan bien conocía Elio desde su infancia, adquiría en diversos puntos el del carbón ardiendo, de las ramas y el serrín de las hogueras, el olor a sopa hirviendo en ollas de hierro; aromas que, en su cabeza, estaban asociados al hogar y a las mujeres.
A estas horas, Helena sin duda estaría dormida; quizás sola, quizás no. Dormida, evitaba preocuparse por esta o aquella arruga o pequeña flacidez, por la tan importante suavidad de la cara interior de sus muslos. ¿Y Casta, qué estaría haciendo? Hacer frente al mal tiempo, o a los soldados de algún hostil puesto fronterizo; rezarle a su dios; pensar sin demasiado interés en el oficial que había acudido a la pequeña casa oscura cerca del templo de Némesis. En su casa azul, fuera de las murallas de la ciudad, o en su taller de Antinópolis, Anubina llevaba al menos dos horas levantada. Lo mismo la madre de Elio, esposa y madre de soldados, que dejaba la cama antes del amanecer. Con poco sentido práctico, esperaba que al menos una de estas cuatro mujeres estuviera pensando en él en aquel instante, de la misma forma que él pensaba en ellas.
Cruzaban el barrio judío, camino al distrito de palacio, cuando Elio ordenó al jefe de su guardia que llevara un mensaje a Baruch Ben Matías. Las calles, resbaladizas o pastosas según los tramos, sólo empezaron a aparecer despejadas conforme se acercaban a la residencia de Maximiano; emplazados en esquinas y entradas había soldados y miembros de la Guardia de Palacio. El agua de los canales fluía a una altura amenazante allí donde se habían arrojado montones de nieve, procedente de la calle.
En su abarrotada oficina, Aristófanes iba vestido de verde. Dicho color lo hacía parecer inmaduro, comparado con el suave dorado que había llevado en su primer encuentro. Unos óvalos en la parte delantera de su túnica representaban a arqueros y jinetes, bordados en hilo negro y con algunos detalles de sus armaduras en plateado. Bordado egipcio, apreció Elio. La tienda de Anubina producía ese tipo de encajes minuciosamente decorados, vendiéndolos sueltos o bien ya cosidos a alguna prenda.
Esta vez, el eunuco se tomó la molestia de recibirlo de pie. Sus pies, que atirantaban la tela de sus zapatillas, soportaban una masa que era todo cortesía, aunque no disculpas. Dado que la primera entrevista había tenido lugar entre dos hombres diferentes, y que por lo tanto era como si se viesen por primera vez, Aristófanes le pidió las credenciales. En esta ocasión no hubo repetición impaciente; tampoco acompañó la petición de un gesto enfático con la mano derecha.
Elio le siguió el juego. Diocleciano había dado órdenes directas de que se aceptara el mensaje imperial, eso seguro. Puede que aquello significara que Elio iba a ser recibido por Maximiano después de aquel encuentro, o puede que no. Probablemente no, lo cual les ahorraría a todos tiempo y vergüenza.
—Comandante, Su Excelencia considerará el escrito de su hermano en la púrpura, y tendrá a bien dictar una respuesta el miércoles por la mañana. —Sorprendentemente, el acento griego había desaparecido de la voz del chambelán. ¿Olvido? ¿Admisión de que fingir ya no era necesario? Bajo su nariz chata, su boca esbozaba una suave mueca entre la grasa de las mejillas; no llegaba a ser una sonrisa.
Elio inclinó la cabeza.
—Agradezco la consideración a Su Serenidad. La amarga reticencia de Maximiano a abandonar el trono que ocupaba con su superior en rango desde hacía veintiún años era comprensible. La decisión irrevocable de Su Divinidad significaba que, en menos de seis meses, cortesanos, burócratas y parásitos de la corte de Nicomedia, Mediolano, Treveri y Sirmio perderían sus trabajos, o bien habrían de reinventarse para complacer al nuevo cuarteto imperial. Los clientes de todos estos individuos caerían con ellos, y los profesionales —entre ellos los peritos y los comandantes de regimiento— que desearan conservar sus empleos no tendrían más remedio que mostrarse humildes. También los mandos de la policía criminal se verían afectados. De un día para otro, Aristófanes y Sido dejarían de tener su puesto asegurado.
La reunión con el chambelán duró el tiempo necesario para fijar la hora a la que Elio debía volver a personarse el miércoles y así recibir la respuesta oficial de Maximiano. La aceptación de las condiciones de Diocleciano estaba fuera de toda duda. En cualquier caso, eran muchas las cosas que le podían pasar a un enviado imperial en cuestión de tan sólo unas horas. Por prudencia, Elio decidió que le enviaría un mensaje a Su Divinidad antes de que finalizara la mañana.
Tras el desconcierto sufrido durante su primera visita a palacio, Elio empezaba a hacerse una idea de cómo orientarse en el laberinto de salones y pasillos que lo formaban. Según el rango de los funcionarios que ocupaban sus dependencias, las paredes aparecían revestidas de mármol, yeso travertino o ladrillos. Los nombres en las puertas, el número de guardias apostados frente a ellas, la presencia y calidad de las alfombras también servían para indicar la categoría, pero mayo, como una lluvia torrencial, se encargaría de barrer todos aquellos signos de poder.
La puerta del despacho de Sido, a la cabeza del pasillo donde se encontraba ubicado, estaba abierta; Elio vio su escritorio vacío. Según Décimo, el secretario de Aristófanes había sugerido que fuera el propio speculator jefe el que le comunicara a Elio la noticia de su citación. Aristófanes habría considerado la idea unos instantes para, a continuación, decir que no. Pero estaba claro que Sido era consciente del cambio que se avecinaba, y quizás era más peligroso ahora que cuando su posición había sido inexpugnable.
Al darse la vuelta para retomar su enrevesado camino hacia la salida, Elio chocó contra dos guardias de palacio. Se habían acercado a él por la espalda, en silencio, pese a que las bóvedas magnificaban los sonidos y ecos.
—Comandante.
Casi como si lo hubieran cogido por los brazos, sin explicaciones, lo devolvieron a la entrada del despacho de Sido; desarmado, había quedado atrapado entre las armadas cinturas de ambos guardias.
Y, como aparecido por arte de magia, el jefe de la policía criminal se encontraba ahora tras su escritorio. Solo en la habitación, hizo como si acabara de percatarse de la presencia de Elio, o bien dio la casualidad de que apartó la vista de sus papeles en el momento exacto. Su cabeza de toro y su musculoso cuerpo se conjugaron en una postura que oscilaba entre la vigilancia y la agresión.
Escoltado por los guardias hasta el interior del despacho, Elio se esforzó por pronunciar un saludo.
—¿Tiene prisa, comandante?
—No especialmente. Estaba buscando la salida.
No era cierto. Se había desviado a propósito para mirar al jefe de la policía criminal a la cara. Hacía unos días, bajo presión amistosa, Elio había conseguido que el britano Duco le contara todo lo que sabía de Sido y todavía no le había dicho: básicamente, que aceptaba sobornos de parte de proveedores del ejército. Por eso, el contrato para la construcción de los muros (millas y millas de ladrillos, mortero, soportes de hierro, piedras labradas) se había inflado como una bola de masa llena de levadura.
«Sido está conectado con el negocio de los ladrillos, con el negocio de las cañerías de plomo, con el negocio de las mulas del ejército, y con cualquier otro negocio que se le ocurra. ¿Entiendes ahora por qué digo que me meto en problemas por hablar demasiado? Es mejor que no te inmiscuyas en sus asuntos».
El speculator apoyó los nudillos sobre la mesa para incorporarse, surgiendo de detrás del escritorio.
—¿Por qué se marcha? Acérquese.
Si se trataba de una invitación, el tono de la misma parecía una orden. Elio lo escudriñó en busca de señales de enfado. Al no encontrar ninguna digna de atención, lentamente se separó de los guardias y se adentró un paso más en el despacho.
—Más cerca. Más cerca. —La erizada cabeza de Sido ocupaba el centro del plano de la ciudad, en la pared; justo sobre el lugar donde estaba la vieja casa de la moneda—. Acérquese más. Tiene que ver esto.
Elio habría jurado que la caja de metal alargada que había sobre el escritorio de Sido era una sopera de las que se usaban para servir el pescado; el lucio de estanque que Décimo había servido en su fiesta había llegado a la mesa en un recipiente idéntico al que ahora le mostraba Sido.
—Más cerca, Espartiano.
Cuando el otro destapó el recipiente, Elio vio que contenía sal, apelmazada bajo una fina capa de salmuera, y percibió un olor indefinido a encurtido.
—Tome. —El jefe de la policía criminal le entregaba una pluma procedente de su estuche de escritura—. Mire en la sal.
Tras removerla apenas con la pluma, Elio dejó al descubierto una mano. Los dedos se mostraban ahora como apéndices inertes, arrugados y pálidos, de uñas azules.
—¿Cree que fue el único que se percató del rastro de una mano ensangrentada en la sala donde Marcelo fue asesinado? Lo bueno de las Termas Viejas es que precisan de pocos empleados, por lo que no requiere demasiado esfuerzo investigarlos a todos.
Elio mantenía los ojos fijos en la caja. No sentía asco; no exactamente, dada su experiencia en el campo de batalla. Malestar más bien, una sensación que percibía como un mal presagio, que lo inquietaba.
—Así que pertenece a uno de los esclavos que fueron apresados y ejecutados tras el asesinato —dijo, dejando a un lado la pluma—. ¿Estoy en lo cierto?
—No. Pertenece al secretario del juez, el antes cristiano Protasio. Tanto sus dedos como las dimensiones de su palma coincidían exactamente con la huella de la pared.
De repente, el malestar se convirtió en repugnancia. «Sabe que la huella podría corresponderse con la mano izquierda de cualquier persona —se dijo Elio, dando un rígido paso hacia atrás—. Sabe que cualquiera que ayudara a sacar de la piscina el cuerpo de Marcelo pudo haber dejado esa mancha de sangre».
—Mi impresión era que el clero cristiano había sido declarado culpable del crimen —observó Elio.
Sido volvió a coger la pluma y pinchó la mano muerta, rodeada de salmuera.
—Él fue quien mató al juez. ¿Quién cree que le encargó el crimen? No se deja de ser cristiano así como así. Sus líderes son los que toman todas las decisiones.
Los dedos pálidos de uñas azules, encogidos como estaban, parecían dedos de mujer. Elio dio un nuevo paso atrás, éste menos firme.
—Bueno, entonces supongo que el caso queda resuelto.
—Así es. —Deliberadamente, Sido acercó la punta de la pluma a los labios y la probó con la lengua—. Me trasladan a Siscia —dijo, sin ninguna relación con la conversación, como si fuera un corolario lógico de la misma, una expresión de descontento que de algún modo implicaba a Elio.
—Tiene suerte —comentó Elio. Apartar la vista de la obscena degustación de la pluma se convirtió para él en una necesidad—. Minas de hierro, la factoría de armas, la casa de moneda del ejército. En un excelente traslado. —Pese a haber centrado su atención en el plano de la ciudad, los sucesivos pinchazos de la mano con la pluma estaban elevando su asco a la categoría de náusea—. Con su permiso —añadió—, he de ocuparme de algunos asuntos.
Sido dejó que se despidiera y empezara a marcharse para entonces decirle:
—Puede estar seguro, comandante, de que ésta no será la última vez que nos veamos.
—Casi nunca lo es, en puestos como los nuestros.
—Ha actuado contra mí.
En los dramas teatrales, los espectadores se estremecían al oír este tipo de frases, enunciadas con voz mortecina por el actor que encarnaba al fantasma o al dios vengativo. En la vida real, la acusación hizo que Elio se revolviera como si le acabaran de empujar.
—¿Yo? ¿Y qué motivo tendría yo para actuar contra usted? —Lo mismo daba que Sido pudiera enumerar varias razones, todas de suficiente peso.
El jefe de la policía criminal estaba de pie tras su escritorio, dominando el centro de la sala grande y vacía. Sus puños hacían presión contra la superficie de madera; daba la impresión de que un repentino impulso le bastaría para propulsar el pesado mueble, y derribar a su interlocutor.
—No será por siempre el historiador de Su Divinidad, ni tampoco su enviado.
A saber qué intriga de palacio había llevado al traslado de Sido. Seguro que no se había ordenado como consecuencia de sus corruptelas, y menos aún por la sospecha de que había planeado el ataque de la Fortuna de Fauno.
Elio no le veía sentido a contradecirlo. En Treveri, Constancio le había mencionado su interés por contar con un erudito en su corte ahora que iba a ser elevado de viceemperador a máximo soberano. Elio se había reservado su respuesta hasta el primero de mayo, porque, como había dicho, «hasta entonces, Diocleciano es mi emperador. Crecí con él, y he de servirle hasta el último momento».
A Sido, que seguía mirándolo con el ceño fruncido y los puños cerrados, sólo podía decirle la verdad.
—Le aseguro que no he tenido nada que ver con su traslado, Perfectissimus. —Las palabras, el tono, la postura: los tres los tenía bajo control. Pero sus ojos (Elio se conocía bien) comunicaban la crueldad confiada, sonriente, del soldado que responde a un reto.
Ben Matías no quería hablar dentro.
—Caminemos hacia la sinagoga —dijo.
Una capa de piel con capucha hacía que su figura barbada se asemejara a la de un personaje tan astuto como mitológico. Ulises, bromeó Elio, y el judío rio. La nieve volvía a hacer acto de presencia, en grandes copos húmedos que caían pesadamente. En comparación con los festejos de otras partes de la ciudad, el barrio judío estaba tranquilo, pese al hecho de que también allí era época de fiestas.
—Los hombres sobre los que preguntaste, comandante… Curio Décimo los ve a menudo: Vivió Luciano, Ulpio Domnino, uno que se hace llamar Otho y que dice pertenecer al clan de los Salvios, y ese otro que se llama Frugi… sobre éste sólo sé que está gordo. También están los otros dos, los gemelos, Déxter y Siníster, los únicos que son aristócratas de nacimiento, pero cuyos antepasados (me aseguran unos amigos que vivían en Roma) eran plebeyos hasta que su padre fue elevado de rango por Aureliano.
—¿Y qué hacen?
—Preguntas demasiado. Sólo soy un judío listo, no un mago. Son oficiales, tú eres un oficial: ¿qué hacéis las personas como vosotros cuando os juntáis?
Elio ignoró la pregunta.
—Están todos adscritos a la corte, ¿no?
—No. Otho es un oficial de enlace con los fabricantes de armas de Ticinum. Todos ellos forman un club, en absoluto secreto. La Cofradía de Catón, es como se llaman. Tienen sus estatutos y su calendario; se reúnen para almorzar o cenar en sus respectivas casas, turnándose para hacer de anfitrión.
—¿Catón el Viejo o el Joven?
Ben Matías se encogió de hombros.
—No lo sé. ¿Supone alguna diferencia? Si leí la historia romana correctamente, eran unos gilipollas conservadores los dos.
En la cena de Décimo, no se había mencionado ningún club. La apariencia había sido de una reunión poco frecuente entre compañeros nacidos en Roma.
—¿Algún chismorreo sobre sus inclinaciones políticas? —inquirió Elio—. Cuando pregunté en el cuartel, lo único que conseguí fue que todos enmudecieran.
—Ninguna inclinación que les pueda traer problemas. Se cree que Décimo es un espía imperial de alto nivel, pero también lo eres tú.
Ya alcanzaban a ver la sinagoga, un edificio elegante al final de un callejón con viviendas a ambos lados. No se veía ninguna tienda o local público en las estrechas aceras. Ben Matías le guiñó un ojo.
—Somos como los amigos de Décimo, comandante: nos gusta rodearnos de los nuestros. Esas casas pertenecen a la sinagoga, y sólo se alquilan a gente conocida.
Él asintió de forma distraída.
—¿Algo más sobre Décimo?
—Hace siete años, tuvo un pleito con sus parientes por una herencia, proceso que presidió el juez Marcelo.
—¡Vaya! ¿Y ganó o perdió?
—Perdió. Las actas están en el juzgado si deseas verlas.
El repentino interés de Elio, tan claro, hizo que Ben Matías sonriera con sorna, una amplia sonrisa entre la mata parda de su barba.
—¿Ves por qué no se puede tener a un romano por amigo? Chismorreáis y os espiáis continuamente. No, no he rebuscado en las actas del juzgado. No sé si te acuerdas, pero estoy haciendo esto gratis. En cuanto a otras noticias, mi yerno me cuenta que un escándalo está sacudiendo la ciudad de Treveri y que amenaza con acabar bastante mal. Ya han arrestado a bastantes personas. El propio Isaac se ha ido de la zona con mi hija; tiene buenos abogados, de modo que confiamos en que todo se resuelva, al menos en lo que a ellos respecta.
—Supongo que estará relacionado con el fabricante de ladrillos. ¿Con los herederos de Lupo?
—¡Más bien con el propio Lupo! Varios individuos, desde médicos a sepultureros, van a ser juzgados por prestarse a participar en el engaño de su resurrección. —Al ver que Elio había dejado de escuchar, Ben Matías se permitió la confianza de agarrarlo del codo—. Los parientes del fabricante están luchando por demostrar que no tienen nada que ver con el asunto. Ahora juran que fue Lupo quien, una vez que estuvo enfermo, pidió que buscaran al guardián del fuego.
—¿Supone alguna diferencia que así fuera?
—Sí. Quién sabe cómo se las apañaría el curandero cristiano, pero la cuestión es que Lupo mejoró. Entonces, él y Agno habrían concebido un plan para fingir la muerte de Lupo, ideando una puesta en escena con la que representar su supuesta resurrección. Las ventajas para el guardián del fuego saltan a la vista. Son pocos los santones, incluso entre los cristianos, que pueden arrogarse tal éxito. En cuanto a Lupo, la idea era que su ladrillar ganara popularidad después de que él mismo se hiciera famoso como resucitado. Y ahí queda el valor de mis ladrillos grabados, los que adquirí tras la resurrección: por los suelos.
—Dejando a un lado los detalles, eso es exactamente lo que yo pensaba que había ocurrido. ¿Qué pruebas hay de que Agno fue uno de los impulsores del plan?
—Una carta anónima llegó al despacho del fiscal, tan detallada que sólo pudo haber sido escrita por alguien involucrado en los hechos. Parece ser que incluso entre los cristianos aparece algún que otro traidor; Agno debe de haber importunado a alguno de sus sagrados colegas. Por suerte, el nombre de Isaac no aparecía por ninguna parte en la carta. La cuestión es que el charlatán de Agno está en busca y captura, y, por asociación, también su fiel ayudante. Y no sólo en Bélgica Prima, donde fueron vistos por última vez. También se ha emitido orden de captura en otras provincias del Imperio.
—Vaya. —Elio reanudó el paseo. Se acordó de la mañana en que había cabalgado al ladrillar de Lupo, del grupo de hombres y de la mujer envelada, de cuclillas sobre el campo mojado, que aguardaban para conocer al hombre resucitado. Cómo los había mirado Elio, y ellos a él cubriéndose el rostro. Con mayor indiferencia de la que sentía, preguntó—: ¿Qué papel tuvo la diaconisa en la puesta en escena? ¿Lo sabemos?
—Según Isaac, su nombre tampoco sale mencionado. La carta es una invectiva contra la hipocresía y el engaño de Agno, pero claro, Casta es su principal ayudante, con lo cual… Imagina cómo están las cosas que Constancio, que hasta ahora había mostrado cierta debilidad por los cristianos, ha ordenado el arresto de los dirigentes de la Iglesia, para interrogarlos; ya se sabe: si no puedes apresar al ladrón que huye de ti, apresa al que tienes a mano.
Créeme, cuando los cojan, el guardián del fuego será pasto de las fieras, las del Circo; y en cuando a su chica, esta vez no les bastará con desnudarla. Y aquí he de parar, comandante. Tengo que volver al trabajo.
—Todo eso está muy bien, Baruch, pero no nos aclara quién envenenó a Marco Lupo.
—¿Qué importa quién lo hiciera? Envía lo que me debes a mis dependencias. —Ciñéndose la capucha algo más, Ben Matías hizo un gesto entre un saludo con la cabeza y una reverencia de despedida—. Igual que los panaderos, permíteme que añada de regalo un decimotercer bollo a la docena, aunque juro por mi vida que no sé por qué me molesto en avisarte. No te inmiscuyas. Si he llegado hasta donde he llegado en la vida es porque sé percibir cuándo acecha el peligro. Y aquí hay peligro; lo presiento. No puedo distinguir qué forma tiene, pero de algún modo siento como se desliza. Y si en un lugar tan soleado como Egipto pensabas que los enemigos acechaban en las sombras, ya sabes lo alargadas que son las sombras en las provincias del norte.
El juzgado de Mediolano se alzaba en la Explanada, y daba al Eje Principal, una de las dos primeras calles del trazado original de la ciudad. Como era fiesta, había pocos empleados. Resultó ser una ventaja para Elio, al que dejaron rebuscar en las actas a sus anchas. El edificio no tenía calefacción, y se vio obligado a caminar de un lado a otro para calentarse mientras leía diferentes listas de expedientes relacionados con bienes inmuebles y derechos de herencia. Con el nombre de Décimo aparecían cuatro disputas: «M. Curio Décimo vs. P. Curio Liviano» (dos disputas); «M. Curio Décimo vs. Publilia Otacilla» (su tercera esposa); «M. Curio Décimo vs. el Patrimonio de C. Pupieno».
Un escaso montón de carbón en un brasero era la única defensa contra el frío de la sala de archivos, de bóvedas altas. Elio se colocó de espaldas a la fuente de calor y leyó con un interés cada vez mayor cómo Décimo, haciendo gala de las pertinentes relaciones familiares, había intentado demostrar por qué la viuda de Pupieno, Annia Cincia —«apenas mayor de edad y mal aconsejada por un grupo de fanáticos»—, no podía deshacerse del inmenso patrimonio legado por su marido «en favor de personas que no tenían relación sanguínea con el difunto». La disputa había tardado meses en resolverse, hasta que Minucio Marcelo dictó sentencia favorable a la joven viuda. La lista de bienes era larga: desde una gran casa en el centro de Laumellum hasta una villa situada en las afueras, ésta con estanque, granja, establos, pastos y bosque; desde propiedades alquiladas, para uso público y privado, en Mediolano, hasta otras tierras a lo largo y ancho de la región. Todo esto, supuestamente, Annia Cincia se lo había entregado a los cristianos y, una vez emprendida la persecución religiosa, había sido confiscado por el Estado.
Décimo había olvidado contarle este pequeño detalle del juicio, cuando le había referido la historia de su prima lejana. Elio se preguntaba qué habría tenido que decir el difunto Protasio sobre la disputa. Un miembro de la aristocracia conservadora no encajaba demasiado en el perfil del asesino, pero el rencor del perdedor frente a una sentencia desfavorable seguía siendo, en cualquier caso, la razón más verosímil para la muerte de Marcelo. ¿No habían supuesto los cristianos un útil chivo expiatorio? La discreta ausencia de Décimo el día de la ejecución en la arena, con la excusa de la compañía de Helena, adquiría de repente un nuevo e inquietante significado. Los tiempos no parecían cuadrar, eso era cierto. Siete años era mucho tiempo para albergar tal descontento asesino, excepto si se tenía en cuenta que la riqueza de Pupieno no habría parecido del todo irrecuperable hasta la reciente expropiación de los bienes de la Iglesia, que habría servido para reavivar el asunto. Elio estaba colocando los expedientes de vuelta en el estante cuando vio un delgado documento que antes se le había escapado. También éste se hallaba bajo el nombre de Décimo, y declaraba la interdicción de su hija, Portia, de veintidós años, «por depravación moral».
Pensativo, salió del juzgado para adentrarse en una intensa nevada, con copos menos húmedos ahora, que se adherían a todo. Protasio le había dado la dirección de donde se iba a hospedar hasta que los herederos de Marcelo decidieran qué hacer con la villa familiar. Estaba cerca, tras la casa de moneda, edificio que llevaba varios años cerrado. Al pasar junto a su puerta, tachonada en bronce, Elio pensó que probablemente tardaría en volver a abrir, si es que lo hacía, pues, en la actualidad, el dinero con que se pagaba al ejército se acuñaba directamente en tierras del Danubio.
No tenía sentido preguntar si el pobre liberto le había dejado algún mensaje antes de morir. Con ánimo sombrío, Elio continuó con su paseo hacia el exclusivo edificio, a mitad de camino entre la Explanada y el teatro de la ciudad, donde Helena tenía sus aposentos.
Esta todavía estaba vistiéndose cuando Elio llegó. Despidió a la chica que la peinaba para terminar de hacerlo ella misma, insertando horquillas de marfil en la lustrosa trenza que rodeaba su cabeza.
—¡No me dijiste que te alojabas en casa de Décimo! Estoy tan enojada, Elio, que creo que no deseo verte.
Los bruscos movimientos de sus manos hicieron que él se acordara de Sido y el apuñalamiento de la mano desmembrada.
—Yo no le he dicho que te conocía.
—Pero ¡él sí que se ha molestado en mencionarte, bobo!
—¿Cuándo? ¿Mientras los demás presenciábamos la ejecución de los cristianos?
—No, fue después, mientras cenábamos juntos. El año pasado acabamos tan mal, que pensé que debíamos hablar. No para hacer las paces —aclaró Helena con tono malicioso, elevando la voz para asegurarse de que Elio no llegaba a tal conclusión—, sino sólo para tener la oportunidad de mostrarme algo más amable, teniendo en cuenta que, durante nuestro último desencuentro, rompí dos de sus jarrones antiguos. Estaba a punto de amargarle un poco el dulce comentándole que había venido para ver a un antiguo amor —señaló a Elio con incisivos movimientos del dedo índice, como acuchillando el aire—, cuando se me adelantó. «Tengo un invitado en casa», me dijo, «que me extraña que no te llevaras a la cama en Nicomedia: alto, bien parecido, de ojos azules».
—Éramos cientos con esas características —la interrumpió Elio—. ¿Cómo sabes que Décimo se refería a mí?
—«Es el historiador de Su Divinidad», dijo. Que dos de mis amantes compartan alojamiento y puedan intercambiar impresiones sobre mí es algo que me enoja sobremanera.
—Los caballeros jamás osarían hacer tal cosa.
—¡Ja!
Almorzaron solos, sentados a una mesa tan pequeña que una leve inclinación hacia adelante hubiera bastado para que sus cabezas se tocaran. Con una mezcla de camaradería y coquetería, Helena le habló de su atracción por alguien que había visto en la corte, para que Elio supiera que también allí había hecho su ronda diplomática.
—¿A qué altura?
—Casi arriba del todo.
—Casi arriba del todo hay un eunuco.
—Un eunuco, y un animal de ojos grises.
—¡No, Sido no!
—¿Por qué Sido no? —Imitó su sorpresa y luego sonrió—. Me recuerda a Constancio cuando era joven. Y no es apolítico.
—No, pero ¿es de fiar?
—Yo no me fío de ninguno de los hombres con los que me acuesto, Elio. No se acostarían conmigo si fueran de fiar. —Mordisqueaba una oliva, dejando al descubierto pequeños fragmentos de hueso—. Por ejemplo, tú. Soy amiga tuya, pero no puedo confiar en ti.
—¿Porque digo que tu hijo debe esperar a que llegue su turno? Su Divinidad ya ha…
—Su Divinidad, Su Serenidad, Su Excelencia… ¡Su Imbecilidad! Sólo son viejos, Elio.
—No harías afirmaciones tan arriesgadas si no confiaras en mí, Helena.
—Tienes razón. Confío en ti, pero es que me molesta. —Le tiró el hueso—. Bueno, y esto de partir a la frontera… Me parece un auténtico desperdicio de buena hombría.
—Así que también estás al tanto de eso.
Helena lo envolvió con su mirada resplandeciente.
—Cariño, voy a ser madre de un emperador. Tengo que estar al tanto de lo que pasa.
Notas de Elio Espartiano:
Los acontecimientos y revelaciones se están sucediendo a tal velocidad que ya no sé si la situación se está desenredando o al revés. En todo caso, hay una constante: los cristianos son los sospechosos o acusados, sea cual sea la acusación. Atribuir todos los crímenes a los enemigos del Estado, incluso los que claramente tienen otros culpables, es típico de las persecuciones indiscriminadas. Se dice, y Suetonio lo confirma, que en época de Nerón se acusó a los cristianos de haber provocado el Gran Incendio de Roma. Sin ir tan lejos como Suetonio (que sospecha que fue el propio emperador quien destruyó la ciudad, para así volver a construirla o por alguna otra razón), todos los que hayan visitado los superpoblados barrios de la capital del mundo sabrán lo fácil que es que se produzcan incendios fortuitos. No hace mucho, el palacio imperial de Nicomedia sufrió un demoledor incendio. Lógicamente se sospechó de los cristianos empleados en su construcción, y por consiguiente fueron juzgados.
La aplicación de los edictos contra los cristianos, tanto en Treveri como en Mediolano, no precisa de excusas. Es por ello quizás que no veo la huella de fervientes siervos del Estado (ni siquiera de los speculatores) tras el asesinato de Marcelo y la posterior destrucción de los líderes eclesiásticos de esta ciudad. Sin embargo, la huella de un aristócrata turbio y codicioso…
El caso de Lupo es incluso más complicado. No me inquieta que los hechos pongan en duda la fe depositada en el guardián del fuego, exaltado como un santo. No sería la primera vez que un charlatán se dedica a engañar hasta ser desenmascarado. Lo que me inquieta es el asesinato de Lupo, pues da la sensación de que el objeto del crimen ha sido silenciarlo. Un hombre cuya fortuna se debe a su condición de objeto de milagro no amenazaría con publicar el engaño al que previamente se prestó. De modo que quizás todo se reduzca a una conspiración entre sus parientes, por la herencia; o entre los patronos de la competencia, que temían que un «resurrecto» les fuera a quitar negocio.
El hecho es que, cuando el cadáver de Lupo apareció, Agno había desaparecido. Se había «largado de la ciudad», como dijo Ben Matías, dejando que fuera su ayudante la que se jugara el cuello en su lugar. De no haber sido por mi visita a Solis et Lunae, probablemente ésta se habría rezagado, y habría sido apresada. Si el guardián del fuego sigue con sus artimañas, Casta habrá de tener cuidado de no caer antes que él.
20 de diciembre, miércoles
Al día siguiente, la presencia de soldados en palacio se había multiplicado por dos. De camino a su tercera entrevista con Aristófanes, Elio se limitó a preguntarse el porqué —no satisfaría su curiosidad hasta que tuviera en la mano la abdicación de Maximiano— y ordenó que un mensajero estuviera listo para partir en la posta de Aspalatum.
En uno de los patios exteriores, no tardó mucho en saber que ese mismo día se comunicaban las órdenes y misiones específicas de cada unidad. Descubrió entonces que su antigua unidad de caballería, de mil efectivos, lo aguardaba en Mursella. La ciudad de Savaria sería el punto de reunión del ejército, y desde allí daría comienzo la campaña sin esperar a la llegada de la primavera, prisa que a su vez dejaba entrever la gravedad del peligro.
El oficial de nombre Safrax, reconocible por el uniforme de los arqueros sirios, hablaba con un pequeño grupo de compañeros del cuartel de los Maximiani Júniores. Duco se lo presentó a Elio, y no tardaron mucho en ponerse a hablar todos de la guerra.
Safrax era pesimista al respecto.
—Antes de venir para aquí, sugerimos a las autoridades civiles que los colonos se replegaran a un mínimo de treinta millas de la vía militar y de la frontera. La sugerencia no fue bien recibida, aunque en principio los gobernadores de Panonia y Moesia están de acuerdo. Las familias han cultivado la tierra, han construido casas; ven los asentamientos como su hogar permanente. Pero no lo será.
Por muy alta que sea la natalidad en nuestras provincias de la frontera, es mucho mayor en Barbaricum.
—Durante la campaña persa —dijo Elio—, hasta en el Eufrates oíamos hablar de importantes migraciones hacia el oeste; no hordas, sino poblaciones enteras procedentes de lugares más allá de Bactriana y Paramisos, más allá de las tierras conquistadas por Alejandro. No sé hasta qué punto es verdad. O por qué, dado que aquellas tierras son tan ricas, sus habitantes habrían de venir hacia esta parte del mundo.
—Puedo decirle que no es como lo plantea. —Safrax tenía los gestos y la apariencia de cualquier hombre nacido y educado en Italia, excepto por los ojos, alargados y extranjeros—. O bueno, es cierto que muchísimas tribus están migrando hacia el oeste, pero no se trata de poblaciones asentadas, sino de grupos nómadas que viven de sus animales y que están en constante movimiento. No les interesa nuestra cultura, sino sólo saquear. Si sabemos lo que nos conviene, los compraremos, pues está claro que no podremos contenerlos a todos.
—Bueno —intervino Duco—, a muchas de las tribus del otro lado de la frontera se las puede hacer entrar en razón.
—No nos engañemos, los que viven más cerca de la frontera llevan ya el suficiente tiempo junto a nosotros y por eso se han vuelto medio civilizados. Pero los tíos de mi madre se han encontrado con extranjeros salvajes en Bactriana y no se parecían a nada que hubieran visto antes. Llevan carne bajo las sillas de montar y se la comen cruda. Sus mujeres dan a luz mientras cabalgan.
—Parece un poco excesivo. Dar a luz, no sé…
—Duco, mis tíos vieron cómo un niño nacía en la silla, con sus propios ojos. La madre se mantenía en equilibrio gracias a esos aros de metal que los bárbaros usan para montar a caballo. —Safrax dio unas palmadas para enfatizar su sorpresa y diversión—. ¿Te imaginas? ¿Enredar los pies en unos aros que cuelgan de la silla?; ¿qué sería entonces de las tácticas de caballería? Sólo a los bárbaros se les puede ocurrir este tipo de inventos.
21 de diciembre, jueves, Divalia
Celebración del secreto bien guardado.
Notas de Elio Espartiano:
A las puertas de la guerra y yo pensando en la muerte de Lupo, en la muerte de Marcelo, y en el guardián del fuego. ¿Estaré perdiendo todo sentido de la mesura? ¿Y qué si un charlatán mató a alguien para proteger sus secretos, y qué si un juez fue liquidado? No sería la primera vez. ¿Por qué me importa? Las autoridades aquí y en Germania confían en que, ahora que se han hecho los primeros arrestos, se hará justicia. Soy el único que todavía se revuelve, que no acepta que los hechos sucedieran como dicen. Ben Matías presiente el peligro, pero él mismo admite que la gente de su raza tiene buenas razones para ello.
¡Qué equivocados estamos al decir que los muertos no pueden hablar! El pobre Protasio me está siendo más útil muerto que en vida. Un siervo de la casa de los Minucios me trajo una carta suya ayer por la tarde, mientras yo me enfrentaba al controvertido tema de la esposa y la cuñada de Severo, de su influencia en la política imperial. Para poder leerla en paz, cambié la propiedad de Décimo por una taberna pequeña y tranquila. La carta decía que, en efecto, mi casero libró una amarga batalla para evitar que la herencia de Pupieno acabara en manos de los cristianos; tan amarga que su relación con los Minucios, hasta entonces ejemplar y afectuosa, se rompió por completo una vez dictada la sentencia. Décimo se opuso a la reelección de Marcelo como juez, consiguiendo incluso que diversas familias influyentes, de su mismo clan, le retiraran su apoyo. ¡Un dato a tener en cuenta, sin duda!
Respecto a lo otro que le pedí al difunto Protasio (que me proporcionara un escrito del guardián del fuego), con la carta no venía, pero hoy, el mismo siervo, joven y discreto, ha venido a la primera hora de mañana con una cesta de manzanas.
Yo ya estaba levantado, y he pensado que era una hora extraña para traer un regalo de Saturnalia. De modo que, igual que Cleopatra, he metido la mano valientemente entre la fruta, en busca de, como dice el poema, «lo que esconde tan exquisita munificencia». Al contrario que la reina, que se encontró con los colmillos del áspid, he notado que bajo las manzanas había un sobre. El escrito había sido enviado desde Placentia (donde por aquellas fechas Agno predicaba y realizaba sanaciones) a la comunidad cristiana de Aquilea, entonces en auge. Se trataba de una homilía extensa y cargada de amonestaciones. El siervo también me ha hecho partícipe del último mensaje de Protasio: «Saboree la fruta y no deje nada para disfrute de los demás». Relacionaré a continuación aquellos elementos de la homilía que dejan entrever la personalidad del guardián del fuego, y luego, siguiendo el consejo de Protasio, la destruiré.
«Queridos hermanos en Cristo, cuya fortaleza es, según lo profetizado, puesta a prueba por hombres impíos y por las malas artes del Maligno; en respuesta a vuestro deseo de instrucciones frente al juicio y sufrimiento supremos, nuestro amor y ministerio nos llevan a instruiros lo siguiente».
A continuación sigue una serie de sugerencias absurdas destinadas a poner a prueba la paciencia de cualquier juez, tales como negarse a responder o repetir una y otra vez la frase «soy cristiano»; yo mismo he presenciado estas tácticas en Egipto, y puedo confirmar que llevan a la exasperación. Después, Agno apunta a su primer blanco.
«… ¿Y qué decir de esos hombres ciegos que se entregan a la impía vida militar? ¿Acaso no hacen del asesinato y el saqueo su ocupación diaria? ¿Acaso no portan estandartes consagrados a dioses y bestias obscenos? ¡Mejor sería que perecieran en las guerras venideras, de tal modo que su raza, sedienta de sangre, se extinguiera para siempre! Mártires como Julio el Veterano, Dasio y Expedito ya han demostrado que el ejército, para los cristianos, no encierra más que tentaciones. Preferible es, con mucho, la corona del martirio…», et cerera.
«En cuanto a las enseñanzas de Platón, Aristóteles y Plotino, y de esos mentirosos endiablados que se hacen llamar epicúreos y estoicos, es precisamente la supuesta moralidad de su instrucción lo que la hace peligrosa. De hecho, al mismo tiempo que hablan sobre la probidad ensalzan a falsos dioses cuyas historias, conocidas por todos, hasta por escolares, son abominaciones de lujuria y fornicación».
«El ejército y los falsos maestros han de ser evitados, pero de todos los peligros contra los que el hombre cristiano ha de guardarse, el mayor son las mujeres. Sus cuerpos son fosas de perdición. Corrompidas todos los meses por sucios humores, de mente débil y dadas a la irracionalidad, son inferiores al niño ignorante y al bárbaro incapaz de hablar griego o latín. Su sensualidad es un fluido que se adhiere a los ojos del hombre y obstaculiza su visión, de ahí que Eros sea representado con una venda alrededor de los ojos. ¡No olvidemos que la primera mujer arrastró al hombre al pecado!».
Dejaré a un lado el resto del texto. Como se puede observar, Agno Mande su hacha teológica contra bastantes objetivos. No le importa invocar a Uros para justificar su argumento contra las mujeres, pese a que debiera rechazar su valía. Uno nunca imaginaría, después de leer palabras tan rectas y pomposas, que este mismo guardián del fuego no duda a la hora de emplear artimañas y mentiras en su propio beneficio.
Me río al pensar en las repetidas amenazas de Helena de convertirse al cristianismo. Me pregunto qué le parecería que la llamasen «fosa de perdición». Tal desprecio hacia las mujeres me confirma que, si Casta fuera apresada o condenada a muerte, Agno no lo vería como una gran pérdida, ni para sí mismo ni para su superstición.
23 de diciembre, día XI antes de las calendas de enero
—Pantalones de cuero. ¿Significa esto que sales de campaña?
—Desde luego, no significa que se me hayan acabado los pantalones de lana.
—¿Adónde?
Elio no se lo quiso decir. Hizo un gesto con la cabeza, en dirección a las lápidas apoyadas contra la pared de Baruch.
—Buen negocio para ti, en cualquier caso.
—No me hagas parecer más cínico de lo que soy, comandante. Además, cualquier amenaza para el Imperio es mala para el negocio. —Ben Matías enganchó un pulgar al delantal, que llevaba atado a la cintura—. Sí que es cierto que he ingeniado un método para que cinco canteros trabajen en cadena: el primero sólo pule la piedra; el segundo cincela ligeramente el panel donde irá el retrato; el tercero esculpe el retrato básico, hombre o mujer, militar o civil; el cuarto graba la inscripción típica, dejando el hueco del nombre; y el quinto añade palabras o detalles cuando ya disponemos de ellos.
—Hábil. —Elio se paseaba por la estancia observando los varios diseños y modelos—. ¿Y mi lápida, la que labraste en Confluentes, dónde está?
—La dejé allí, como cartel publicitario de aquel local. —El judío se tocó la ingle, movido por la superstición—. Entregártela ahora, cuando te estás preparando para marchar a Barbaricum, sería un mal augurio. Pero te podría ofrecer… ¿pintura para escudos, a prueba de lluvia y sol?
—Si la tienes en amarillo y negro, entonces nos podría venir bien. —Elio se paró frente a un busto acabado—. ¿Un retrato de Su Divinidad? ¡Un vivo retrato, la verdad!
—Gracias.
—Aunque se le ve tan preocupado como está.
—De eso se trata, comandante. Lo que el artista intenta hacer hoy en día es captar el patetismo de la vida. Ya en la antigüedad, el griego Escopas entendió que un gobernante y soldado como Alejandro debía ser representado como esclavo del Destino: una figura que recuerda a Aquiles, de fatídica belleza. ¿Por qué crees que representó al gran macedonio con la cabeza vuelta hacia un lado y la mirada hacia arriba, como si sintiera que un águila o dios se cerniera sobre él? Así pensaban los antiguos que se debía reflejar la naturaleza de un héroe. En la actualidad tenemos un modo más controlado de expresar el drama de la vida individual. En mi opinión, el rostro debe mostrar las arrugas del pensamiento, de la preocupación, de la responsabilidad. Incluso cuando la cara es demasiado joven para verse marcada (estoy pensando en Gordiano III, o en el terrible Heliogábalo, que murieron siendo adolescentes), eso se ha de ver de alguna manera, pues nuestra mente encierra el peso y desgaste de la vida mucho antes de que el cuerpo lo refleje. Dos, tres líneas suaves, horizontales, en la frente; una coma en la comisura de los labios. El ojo debe estar abierto, y mirar de frente. Yo busco imprimir una fuerte sensación de expectativa, y al mismo tiempo la idea de que uno ha de mirar los problemas de frente. No esa conmoción a base de dobleces y retorcimientos que tanto gustaba en la época de Marco y Antonino, cuando los ataúdes de marfil eran un enredo de hombres y caballos, bacantes y sátiros borrachos, casi en relieve completo, para acumular mejor el polvo. —Ben Matías barrió la cabeza de granito con las manos, con gestos rápidos—. Menos, menos, menos. ¡Hay que simplificar! Unas cuantas líneas de expresión, bien ejecutadas, son más que suficiente.
—La simplicidad es una virtud en casi todas las empresas, creo yo.
Elio recorrió el taller con la vista. Llegaba la hora de decir adiós. La fecha de salida, cada vez más cercana, ya hacía que los objetos a su alrededor le parecieran extrañamente ajenos; una sensación que le era conocida. Objetos corrientes, y sus detalles, se tornaban nuevos y alarmantes. Fascinado, observó la manera en que el polvo del delantal de Ben Matías buscaba la calle cuando éste se paró en la entrada y echó un vistazo al cielo despejado.
—Como ves, mi taller no está en el barrio judío. Siendo judío, debería abominar de las imágenes talladas. Pero, como artista, siento que son lo único que se interpone entre el olvido de la muerte y yo. Las tallo por ansiedad, porque deseo que mi obra no desaparezca, y que dure. Es así, comandante. Vosotros vais a la guerra con vuestros grandes ejércitos: ¿y que quedará de todos vosotros una vez partáis? ¿Narraciones junto a la hoguera? ¿La historia? Puedes escribir tu propia historia, comandante, y así asegurarte de que se cuenta correctamente; pero ¿será tu versión la que quede para la posteridad, o la de tu enemigo?
La coincidencia entre sus propios sentimientos y las palabras de Ben Matías le dio a Elio que pensar, y dijo algo triste:
—Si no me equivoco, y debo decir que no soy un experto en el tema, los judíos confían en la permanencia de sus escrituras, sin necesidad de imágenes talladas.
—Por favor, comandante, no arruines mi exposición. No estamos discutiendo sobre teología. Simplicidad y permanencia. Yo prefiero pórfido y granito, porque son casi indestructibles, y porque son muy difíciles de trabajar: te fuerzan a simplificar tus retratos.
La despedida entre ambos fue característicamente corta e irónica. Baruch dijo: «Uno nunca sabe, los judíos son como el perejil: presentes en todos los platos de todas las mesas». Puede que hasta se vieran en la frontera, añadió, si daba la casualidad de que Elio paraba en Intercisa. «Es posible —comentó éste—. Tengo amigos entre los soldados de caballería estacionados en Tracia».
Despedirse de Helena fue incluso más fácil. Ella le confesó que estaba loca por Sido; lo besó en ambas mejillas, le dijo que se portara bien y que no olvidara lo que le había dicho.
—¿Mientras hacíamos el amor o en otro momento?
—Perro insolente, sabes perfectamente a lo que me refiero. —Con un último beso, le mordió el lóbulo de la oreja—. Recuerda lo que dije sobre el hombre que alcanza la cima.
En cuanto a Curio Décimo, las posibilidades de un encuentro con él se habían visto reducidas la última semana que Elio pasó en Mediolano. El romano estaba fuera, visitando a algunos parientes que vivían en la región. A dos días de partir, ya tarde, se presentó en el anexo, con la excusa de devolverle a Elio los tres meses de alquiler que había adelantado.
—Se ha quedado apenas tres semanas. No sería decente por mi parte quedarme con tal suma.
—El gobierno le está agradecido —respondió Elio. Pero estaba sonriendo—. ¿No quiere pasar?
—Esperaba que me lo pidiera.
Una vez más, se sentaron en las sillas de mimbre, frente a frente. Hacía poco que Elio había quemado incienso en el altar familiar, y el aroma, oleoso, no pasó desapercibido para Décimo, que mostró su aprobación.
—Es bueno hacerlo de vez en cuando. Estos muros no ven tantos actos de devoción como debieran.
Elio lo miró. Desde la noche de la fiesta, la máscara de cortesía y desdén no le sentaba tan bien. El comentario no precisaba de ninguna respuesta, de modo que nada dijo. De hecho, sentía que no tenía gran cosa que decirle. Las actas del juzgado, las palabras de Protasio y sus propias observaciones habían dado forma a una imagen paralela de Décimo mucho más siniestra y verosímil que el melindroso disfraz que tenía enfrente.
—Ha llegado la hora del miedo, ¿no?
Y de nuevo la cordialidad como el cebo de la trampa. Elio sintió las palabras en su interior como púas, como si, pese a su resistencia, hubiera caído en ella.
—Yo no tengo miedo —dijo lentamente.
—Ya, y nunca tropieza. Lo sé. —Décimo sonrió, mostrando sus feos dientes—. Vamos a viajar juntos, a servir juntos; de vez en cuando, hay que sincerarse. Hasta en su ejército panromano, Elio Espartiano. Los oficiales y los caballeros buscan la compañía de sus iguales antes de una campaña y abren sus corazones.
—¿Y usted? ¿Tiene miedo?
—No sé lo que es el miedo.
Y así fue como se sinceraron.
Después de que Décimo se marchase, Elio se quedó levantado hasta tarde. En el momento de la visita, se disponía a abrir una carta de su casa, cuya letra al principio no había reconocido. La abrió y vio que había sido enviada hacía un mes. Había ido pasando de una posta a otra, y le llegaba ahora: nada especial. Lo que realmente le sorprendió fue la autoría. Nunca antes le había llegado una carta de su madre. El tono y estilo de la escritura revelaban una capacidad de expresión que Elio nunca habría asociado a ella. Era consciente de que sabía leer y escribir, pero hasta entonces toda comunicación procedente de sus padres (en verdad, poca) había sido escrita y firmada por su padre en nombre de ambos. De hecho, su madre se había decidido a coger papel y pluma y contarle a su hijo qué tal iban las cosas en la provincia sólo porque su padre seguía, en palabras de ella, «alicaído».
Hacía referencia a otro correo que debía de haberse extraviado y que probablemente hablaba de algunas obras en la casa de retiro familiar. La carta confirmaba que una ominosa sensación de espera se cernía sobre Panonia y las demás regiones fronterizas.
… Elio, todo el mundo está fortificando sus casas, ha gente sabe que lo que pasó hace cuarenta años puede volver a pasar, y por si acaso prefiere estar preparada. Se ven carpinteros y canteros por todas partes; se podría decir que no hay ni una sola persona sin empleo en esta provincia, los obreros de mosaicos y los picapedreros se sacan un sueldo estupendo viajando de un lugar a otro. En su mayoría son itálicos de Aquilea y de Gradus; algunos de ellos han sido soldados y entienden las necesidades y gustos de los colonos militares.
La nuestra es una respuesta civil, independiente, a posibles ataques del exterior, y el ejército lo sabe y lo tolera. Todo hombre, un soldado; un ciudadano-soldado, si lo prefieres. Toda casa, una fortaleza. El estilo es bastante uniforme, como verás cuando —si los dioses quieren— vengas de visita, las obras incluyen dos o cuatro torres altas, por lo general de dos pisos, que además sirven como granero y para guardar la fruta seca y los instrumentos de labranza. Cerradas estas puertas, un atacante tendría que luchar mucho para poder entrar. Claro que estas adiciones nos quitan luz, y vivimos algo más apretados, pero nos contenta poder contribuir a la seguridad del Imperio proporcionando esta barrera adicional, las villas de estilo romano son mucho más bonitas, más abiertas, con sus porches y sus jardines con canales y fuentes; pero son pocas las puertas que uno puede cerrar en esas casas, de modo que —si la vida decide ponernos a prueba— ya veremos lo que pasa…
31 de diciembre, víspera de las calendas de enero
En el exterior de Puerta de Plata, un mendigo con una sola pierna cojeaba apoyándose en una muleta improvisada. Cuando llegó a la cabecera del puente, se sentó sobre las piedras y contra el parapeto, tratando de resguardarse del viento. Cubrían su cuerpo diversos harapos militares, imposibles de identificar; su único pie calzaba una bota que dejaba al descubierto un calcetín de punto, y éste los dedos. Su muñón derecho, ajustado a la tela raída de sus pantalones con un trozo de cuerda, no llegaba a la rodilla.
Se le veía mísero y helado cuando divisó a Elio, que se acercaba a caballo a paso lento y que miraba en su dirección.
—¡Caridad para un hombre que lo dio todo por Roma y quedó lisiado en la guerra!
Elio chasqueó la lengua para que el caballo parase.
—¿Qué campaña?
—Armenia, muy honorable comandante, y Persia después de Armenia. Estuve en Dafne, cerca de Antioquía, cuando tomamos el harén del rey persa… Yo estaba allí cuando entramos en Ctesifonte. ¡Caridad para un soldado!
—¿Qué unidad? —A espaldas del feroz viento, Elio se inclinó para dejar caer una moneda en la mano de aquel hombre.
—Cuerpo de caballería, Estandarte del Oso, Ala Ursiciana.
Elio dejó caer otra moneda.
—¿Tu coronel?
—Ah, comandante. —El mendigo seguía con la palma abierta, expectante. Las yemas de sus dedos y los nudillos, congelados, se veían agrietados y sangrantes bajo una capa de mugre—. Salvándolo a él perdí la pierna. Cayó al suelo y quedó atrapado debajo de su caballo muerto. Las flechas arreciaban mientras intentaba liberarlo. Dos veces me dijo que me salvara, y dos veces resulté herido, pero no desistí. —Las monedas tintineaban en su mano, reclamando más—. Debería haberme visto.
Elio sonrió.
—Sí, sin duda, debería haberle visto, pues estuve al mando del Estandarte del Oso en Dafne y en Ctesifonte.
—Ah… y… ¿y no se cayó de su caballo?
—Ni una sola vez durante aquella campaña. Y a nuestros caballos los llamamos «monturas».
El mendigo agachó la cabeza. Su escaso cuello, pensó Elio, recordaba al de una tortuga, aunque hasta las tortugas estaban menos malnutridas y más limpias que aquel hombre.
—Una persona ha de comer, comandante.
—Así es.
—Nadie quiere oír que has perdido la pierna bajo la rueda de un carro. Suena vulgar. Y la calle es terriblemente fría en esta época del año. —La mano seguía medio abierta—. Supongo que querrá que le devuelva sus monedas.
Elio miró al frente, hacia el puente vacío, y resopló entre dientes, como a veces hacen los hombres cuando dudan o están enfadados. No venía nadie en la dirección contraria, y vio que, tras él, la gente estaba ocupada entre los puestos del mercado. Se desabrochó la capa militar —tejido de primera calidad, de Aquitania— y se la alargó al mendigo.
—Pregunta a los soldados con qué unidad sirvieron antes de inventar cuentos.
El mendigo, incrédulo, no cogía la capa, hasta que vio que el oficial se impacientaba; entonces la agarró y se la enrolló dos veces alrededor del cuerpo, acomodando la pierna sana para que entrara en calor.
—Que los dioses se lo devuelvan multiplicado por diez, comandante.
Elio esbozó una sonrisa.
—Sería una capa demasiado grande.
Hacía tiempo que, la noche antes de una campaña, Elio no dormía en su cama (estuviera ésta en un campamento, cuartel u otro sitio). Para ello, se valía de posadas o casas de amigos, o incluso pasaba la noche al aire libre. Y tenía que estar solo, pese a que eran muchos los que acudían a fiestas, o buscaban la compañía de alguna mujer o bien pasaban la noche entera en prostíbulos, presentándose a la mañana siguiente faltos de sueño y de agudeza.
Él necesitaba pensar con claridad. Como ya había hecho su testamento la vigilia de su misión a Egipto —en tiempos de la Rebelión—, tenía menos preocupaciones de tipo pragmático. Era una fase que seguía a la de la enajenación de los objetos. Ahora paseaba por el anexo como un extranjero en tierra desconocida. Hasta el caótico encanto de las figuras pintadas sobre su cama —los enanos egipcios y los babuinos— lo impactó como si fuera nuevo; no tuvo más remedio que preguntarse en qué consistía realmente el hábito, cuando estaba claro que uno podía olvidarlo con tanta facilidad. A continuación, venía la decisión consciente de no familiarizarse con las cosas que lo rodeaban, porque el sentimiento de cercanía a los objetos, a las texturas y las formas podían hacer flaquear su decisión de separarse de ellos, quizás para siempre.
Si podía, Elio empaquetaba sus cosas con tiempo y las enviaba a su destino antes de partir, de modo que no tuviera que volver a verlas bajo esa otra perspectiva, quizás pensando que se iban a convertir en los objetos de un hombre muerto, como el casco hallado en aquella ciénaga del norte. ¿Cómo saber lo que pensó el hombre a quien había pertenecido, la noche antes de partir hacia el bosque de Teutoburgo? Elio se lo imaginó cogiendo el ornamentado casco, envolviéndolo con cuidado, anticipando su uso. ¿Habría pensado en él al ser herido de muerte? ¿No se suponía que, a menudo, los hombres se acordaban de este o aquel objeto familiar, a veces sin importancia, antes de morir?
En una ocasión, en Armenia, un oficial herido de muerte había pedido su pañuelo con tanta insistencia que tuvieron que ir a buscarlo, y chupándolo como un niño el hombre había muerto. La imagen se le había quedado grabada a Elio, y, con ella, un sentimiento que era mezcla de vergüenza y horror.
Hacía una semana, les había enviado una nota a sus padres informándoles de que partía para la frontera. Ahora, en su última noche, su otra cama estaba en una posada cerca del cuartel, donde también sus guardias estaban listos para partir.