Capítulo 1

Baruch Ben Matías al comandante Elio Espartiano, saludos.

Casi podría jurar que estoy en Vindobona o en Intercisa, y no, como es el caso, en Confluentes: los puestos militares son todos iguales. A día de hoy puedo orientarme con los ojos cerrados. Un tercio de una milla cuadrada; los cuarteles a la derecha, los puestos de mando a la izquierda; la residencia de oficiales plagada de ordenanzas aburridos hasta la extenuación, dispuestos a vender a su madre por un traslado. Incluso los oficiales al mando empiezan a parecerse entre sí, todos como soldados rasos de mediana edad y cintura cada vez más ancha.

Lo cual me recuerda, comandante, que conocía tus dos cuñados en Castra ad Herculem, junto al Danubio: dos moles de carne con piernas, si me permites la expresión. No es de extrañar que no seas asiduo a las reuniones familiares. ¿Sabías que ya eres tío de siete sobrinos y sobrinas?

No te aburriré con los detalles de mis viajes y empeños durante este último mes. Bastará con decir que salí de Egipto un poco antes que tú, y que aquí estoy. Los negocios van bien, pues he ampliado mi campo de actuación, en lo comercial y en lo artístico, y ahora también me dedico a los epitafios labrados (en prosa y en verso, con o sin retrato del difunto). Aparte de la economía, la situación en la frontera nororiental es la que con toda probabilidad ya conoces. No hay manera de contener a los extranjeros, ni con el ejército ni sin él. Por cada tres que se llevan de regreso al otro lado del Danubio, otros diez llegan al amparo de la noche. Mientras haya algún imperio que precise de mano de obra barata, o barqueros que saquen una buena suma con este tráfico humano, la cuestión de los asentamientos ilegales seguirá igual.

Pero probablemente le estés preguntando por la razón de mi carta, de modo que voy al grano. Quizás te acuerdes de mi hija (cuyos pasteles comimos en Antinópolis cuando nos vimos el año pasado, y cuya boda tuvo lugar poco tiempo después en Roma). Su esposo, Isaac, un judío nacido en Germania, trabaja como encargado en un ladrillar, al sur de aquí. La semana pasada, el dueño del mismo, un hombre llamado Lupo, falleció de una fiebre maligna y, tras las debidas ceremonias, fue enterrado en el panteón familiar. Podrás imaginar la sorpresa de mi cuñado, comandante, cuando al volver al trabajo esta mañana se ha encontrado a Lupo en su escritorio, en perfecto estado de salud tras haber enfermado, muerto y por último resucitado. Un cuento de viejas, dirás, o bien exageraciones judías. ¡En absoluto! Mi pariente no bebe, al contrario que yo es un judío practicante poco dispuesto a contar mentiras, y por otra parte, la sorpresa y el miedo atenazó a todos los empleados de la Figlinae Marci Lupi, hasta tal punto que un par de ellos se pusieron enfermos y muchos salieron corriendo, no sin antes jurar que jamás regresarían.

Pues bien, de ti —aparte de haber luchado contra ti hace casi diez años— puedo decir que sé lo siguiente: que pese a tus orígenes bárbaros eres una persona educada, valiente, respetuosa con tus dioses, si bien no más de lo adecuado en un oficial de elevado rango, y extremadamente curioso. Como historiador, quizás te interese dejar constancia de que hacia el final del reino de Nuestro Señor Diocleciano (larga vida tenga, etc., como dice la fórmula), hubo un hombre muerto que volvió a la vida en la provincia de Bélgica Prima. Como investigador con permiso imperial para indagar, quizás desees descubrir qué pasó exactamente en Noviomagus. Lo único que me resta por añadir a esta crónica es —algo que sin duda ya habrás supuesto— que Lupo es cristiano; la persecución de los de su clase no ha llegado a estas partes, conforme a la visión tolerante que nuestro César Constancio (que los dioses…, etc.) tiene de la secta.

Ten en cuenta que voy a dividir mi tiempo entre dos puntos del Rin, Confluentes y un encantador lugar al sur, de nombre Bingum. Me pregunto si algún día me acostumbraré a nombres de ciudades tan ridículos. En Confluentes me hallarás a una puerta del fabricante de barricas, Erminio. Con mis mejores deseos y saludos.

P. S.: he oído que la repudiada «esposa» de Constancio no está demasiado contenta de que su hijo favorito, Constantino, la haya convertido en abuela por inedia de Minervina. Con medio siglo de edad a sus espaldas, la gran Helena conserva algo más que las apariencias, pues resulta tan atractiva para los oficiales subalternos como lo fue para Elio Espartiano (según los chismes que circulan por el campamento) hace algunos años. No te preocupes, voy a encomendar esta carta a un amigo de confianza para que te la entregue personalmente.

Escrita la presente en Confluentes, al norte de Augusta Treverorum, provincia de Bélgica Prima, el 4 de Kislev, domingo, 19 de noviembre, día XIII antes de las calendas de diciembre.

Sur de Mogontiacum,

20 de noviembre de 304 d. C., lunes

Elio leyó la carta de Ben Matías en segundo lugar, después de la sucinta y mal escrita que le había llegado de su padre, quejándose de «los tres años de ausensia de mi único hijo» y poniéndolo al tanto de la «preocupasión de tu madre por el hecho de que todavía no hayas tomado una esposa». Pese a haberse jubilado como coronel de los Seniores Gentiliorum, su padre no había sentido deseo alguno de educarse más allá de lo justo y necesario para labrarse una carrera —si bien cabe decir que algunos llegaron a emperadores con menos—. En cuanto a la madre de Elio, ésta se encargaba de que no pasaran seis meses sin proponerle algún posible casamiento: hijas de soldados, viudas de terratenientes, o simples niñas a las que aún les faltaban bastantes años para poder compartir un lecho.

Mientras Elio dejaba caer la carta de sus padres en una caja donde (cada una prácticamente idéntica a las demás) yacían, empezó a tomar forma una extraña composición visual de lo que su antiguo enemigo, el guerrillero judío, le había relatado. Por una parte estaba Helena, que lo había seducido teniendo ella justo el doble de su edad para luego dejarlo, herido de amor como un ternero, y por otra estaba el absurdo cuento del hombre muerto y resucitado. Fiel a la fama de buenos trabajadores que tenían los cristianos parece ser que Lupo no había tenido mejor idea que volver a la fábrica después de resucitar. La idea lo hizo sonreír, seguro de que Ben Matías le estaba tomando el pelo, como buen ateo sarcástico que era. Pero la composición contaba con un tercer elemento, difuso y torcido, una flecha en el corazón: porque hacía siete años, en Egipto, Anubina le había dado una hija, y de no ser por su reticencia a casarse con él tras la muerte de su marido, Elio ya le habría escrito a su madre diciéndole que podía dejar de buscarle esposa.

Lo cierto era que la eficiencia de los correos seguía sorprendiéndole, a pesar de que los mensajeros habían conseguido localizarlo en todas partes, incluso durante las campañas orientales. Por tanto, no era de extrañar que recibiera misivas entre Noviomagus y Mogontiacum (unas millas al sur de Mogontiacum, para ser exactos). Después de abandonar la capital de verano de Diocleciano, Aspalatum, hacía dos semanas, se había dirigido hacia Tergeste y, desde allí, había cruzado cuatro provincias hasta llegar a donde ahora estaba, a menos de dos días de la capital de Constancio. Había pasado la noche en un lugar cualquiera, en eso Ben Matías tenía razón; una parada junto a la calzada militar, con su establo y su taberna, algunos vendedores de género y cualquiera que fuera la pequeña industria que caracterizara la zona. Allí no era otra que la cristalería; más adelante, quizás sería la cerámica, o el cuero.

El alba llenaba de bruma los valles entre las colinas, a lo lejos; el recto camino conducía hacia esa bruma y bajo la misma podía imaginarse cualquier paisaje: sin duda Mogontiacum, donde la vía se bifurcaba; después, campos cultivados, barbechos encrespados con las hierbas amarillas del final del otoño, y bosques interminables; incluso en el Otro Mundo, si lo que los poetas decían era cierto, las sombras se ven obligadas a pasar la eternidad en medio de una perpetua neblina.

Según sus padres, el motivo de su carta era que pronto iba a ser su trigésimo cumpleaños; pero su padre se equivocaba al decir que no había estado en casa desde hacía tres años. Eran cuatro y medio, y en lo que a Elio respectaba, no sentía gran necesidad de volver.

Cuando montó a caballo y partió, en dirección noroeste, la bruma seguía en su lugar. Quizás hasta el mediodía el sol no brillara con la suficiente fuerza como para descubrir las tierras ribereñas y las montañas de más allá, ofreciendo a la vista todos los detalles. Mientras tanto conforme avanzaba, la niebla parecía retroceder, si bien cuando echaba la vista atrás podía verla cerniéndose sobre él. Cuántas veces había cabalgado a través de la niebla hacia la batalla; o de vuelta al campamento, o bien lejos de éste. Siempre parecía la misma, pero Elio la atravesaba a veces expectante, otras atemorizado, o exhausto. Mejor sería que el Otro Mundo no fuera así, pues de lo contrario apetecería abandonarlo, tal como se suponía que Lupo, el fabricante de ladrillos, había hecho.

Ser portador de los mensajes de Su Divinidad para Constancio conllevaba que todo fueran puertas abiertas, que le dieran precedencia a la hora ele pasar por puestos fronterizos o puentes custodiados. De hecho, había marchado con tal celeridad desde que abandonó Aspalaturn que ya llevaba un día entero de adelanto. Y dado que el complejo ceremonial era tan poco permisivo con la premura como con la tardanza, tendría tiempo para parar y ver a Ben Matías en la ciudad castrense de Bingum, tres o cuatro horas al norte de Mogontiacum por el camino del río. Allí se dirigía en estos momentos, esperando llegar antes del mediodía.

Había conocido a Constancio un verano, durante una misión de servicio en la corte de la capital oriental de Diocleciano, Nicomedia, pero no lo había visto en los años que habían pasado desde entonces; era uno de los dos viceemperadores que esperaba asumir el poder en mayo siguiente, tras la esperada renuncia de Diocleciano y Maximiano. Lo recordaba como un general sólido, y le había impresionado cómo, en una ocasión, tras pasar revista al ejército, había pedido que se personaran ante él los oficiales superiores, a los que había saludado uno a uno. Era un hombre muy corpulento, pálido, de ojos saltones y pulgares ganchudos, que había tomado por esposa a la hija de su compañero Maximiano y había repudiado —como Ben Matías apuntaba— no a su primera mujer sino a su concubina de muchos años, Helena.

Aquel verano, Helena albergaba un amargo resentimiento, como le sucedería a cualquier mujer que fuera rechazada tras haber pasado con esfuerzo de la oscuridad al privilegio. Le angustiaba sobre todo no haber conseguido que Constancio se casara con ella. Elio recordaba cómo cortesanos y sacerdotes se turnaban para acompañarla, siempre aconsejándole que adoptara una vida u otra, dependiendo de quién le hablara. La primera vez que Helena lo dejó entrar en su habitación, le dijo que quizás fuese el último hombre en hacerlo, pues estaba contemplando la idea de consagrarse a la religión (no tenía claro si al judaísmo o al cristianismo). La segunda, le informó del puesto numérico que ocupaba entre sus amantes. La tercera, mencionó que soñaba con convertirse en una santa en honor a la cual levantarían altares. Con la tonta adulación de la juventud, Elio le dijo aquel día que, en lo que a él concernía, su cama ya era un altar, y ella le permitió que se tomara ciertas libertades. Constancio estaba al tanto de todo, por supuesto, pues en la corte todo se sabía. «Hazle cosquillas bajo el ombligo —le había dicho de repente una mañana en los baños—. Eso le encanta».

Conforme Elio avanzaba, iban surgiendo de vez en cuando de entre la bruma, largos muros de granjas fortificadas a ambos lados del camino, encalados o rojizos en la distancia, con sus avenidas de árboles o arbustos podados. En medio de tal turbiedad, los siervos se afanaban preparando las tierras para el invierno, y cuervos grises atravesaban la niebla a su alrededor; unos y otros con la fantasmagórica apariencia de seres del Otro Mundo; y si no al Hades, sí le recordaban a Elio los campos de batalla una vez que había acabado todo y el comandante se paseaba entre los cuerpos para reconocer a sus muertos y reunir sus anillos baratos en un saquito, para las familias. Lupo el cristiano, muerto y enterrado —pues los cristianos no creían en la incineración— supuestamente bajo algún monumento acorde a su posición, había vuelto a la vida. Tonterías, claro está. Pero Elio no podía evitar pensar en amigos y compañeros a los que había perdido en las guerras. ¿Acaso podrían regresar, acercarse a él desde la bruma de la muerte y sentir la carne una vez más?

Al cabo de un rato, cuando ya había cruzado las calles de Mogontiacum, donde uno casi no podía verse ni la punta de la nariz, el sol evaporó la niebla y la bruma ribereña. Al este apareció por fin el gran Rin, cuando el camino se elevó lo suficiente para revelar sus claras aguas trenzándose al paso de naves pesadas. Éstas seguían la corriente en dirección norte, sin duda para atracar en alguna de las diez y más ciudades que había entre ese punto y el océano. No eran embarcaciones de navegación marítima, sino barcazas de fondo plano que transportaban cerveza y vino, cerdo salado y todos aquellos productos que el ejército necesita para marchar. Un fuerte olor a rastrojo quemado llegaba de los campos, sobre cuya extensión remoloneaba el humo en este día sin viento. En la distancia, las patrullas nocturnas volvían al campamento, avanzando ordenadamente por los senderos que, invisibles desde el camino principal, atravesaban el terreno en todas direcciones.

Cuando los monumentos civiles y las sepulturas militares se hicieron más frecuentes a lo largo del camino del río, y el gentío más espeso, Elio supo que el siguiente asentamiento estaba próximo. Según el mojón, Bingum, la ciudad cuyo nombre hacía sonreír a Ben Matías, lo aguardaba a sólo cuatro millas.

Confluentes, provincia de Bélgica Prima

El logotipo que lucían los ladrillos de Lupo era, como cabía esperar, una silueta de su tocayo el lobo, con las letras EX FlG MA LUPI REN dispuestas alrededor en un surco con forma de medialuna. La pieza triangular de barro recién cocido estaba sobre la mesa del taller de Baruch Ben Matías, bien iluminado y arreglado, cerca de la puerta sur de la ciudad. Elio la estudiaba mientras escuchaba el sonido hueco de los mazos al golpear la madera, proveniente del taller de barricas que había al lado.

Ex figlinis Marci Lupi: del ladrillar de Marco Lupo. No me digas que lo de «ren» es por lo que estoy pensando, Baruch.

—Sí que lo es: renatus, de «renacido». —Y al tiempo que vertía vino en dos copas verdes y panzudas, el pintor observó—: Pensaba que estabas en Nicomedia y que habrían de pasar varias semanas hasta que te llegara mi carta. Ahora más bien supongo que debes de haber venido desde Aspalatum, y con prisa. —Elio guardaba silencio—. Yo sólo estoy aquí estableciendo mis franquicias, comandante —añadió Ben Matías, pese a que nadie le había pedido que explicase su presencia tan lejos de casa—. No es que haya abandonado Egipto definitivamente para venir a resfriarme en estas tierras fronterizas.

—Bueno, me he fijado en que tus matones viajan contigo —respondió él con un sonrisa, rehusando con un rápido gesto de la mano el vino que le ofrecía el que antaño fuera su enemigo.

—¿Matones? No son matones, son mis hijos y familiares. Además, con todos mis respetos por la organización militar del Imperio, en estos largos tramos de camino solitario entre campamentos y ciudades, uno tiene que andarse con cuidado. Los bosques están plagados de asesinos. Veo que, por el contrario, tú sigues viajando sin escolta.

—Ah, ahí te equivocas. Mis jinetes andan cerca.

Ben Matías tomó un sorbo de una de las dos copas.

—De la cosecha de este año —dijo, relamiéndose los labios—. No está mal para ser un vino blanco.

El ojo experto de Ben Matías le decía que las semanas transcurridas desde que se vieran por última vez, en la tienda de especias de Teo, en Antinópolis, Elio debía de haberlas pasado a cubierto o bien viajando en climas septentrionales, pues había perdido su bronceado. Por lo demás, seguía siendo el mismo oficial de caballería alto y ágil al que él se había enfrentado durante la Rebelión, el mismo al que estuvo a punto de dar muerte. Armenia (o las preocupaciones propias de una carrera profesional en la corte) le había llenado el cabello de canas precoces, y era sólo gracias a su pelo claro que el obvio contraste entre juventud y senectud resultaba menos estridente. Elio dejaba constancia de la naturaleza semi oficial de su visita al no quitarse la gorra militar de la frontera norte, conocida como «fieltro panonio», un cilindro bajo y granate que llevaban todos los rangos. Por otra parte, seguía observando atentamente el ladrillo sobre la mesa.

—Es la primera pieza grabada que ha salido del ladrillar desde la resurrección; como comprenderás, no he podido dejar pasar la oportunidad —comentó Ben Matías alegremente—. Es sólo cuestión de tiempo que se presente algún diácono cristiano o alguna señora piadosa buscándola, y entonces dará comienzo una subasta feroz por hacerse con un recuerdo del milagro. Por si acaso, tengo diez más en el almacén. Si quieres alguna como prueba para Nuestro Señor, et cetera, no te quepa duda de que podemos acordar un precio justo. Ya le he dicho a mi yerno que querrías conocer a Marco Lupo, de modo que, si tienes tiempo esta noche, se puede arreglar.

—Esta noche ceno con los oficiales superiores. ¿Y mañana por la mañana?

—Veré lo que puedo hacer. —Ben Matías esbozó una sonrisa burlona—. ¿De modo que la corte, eh? Bueno, dicen que el aroma del poder abre el apetito. Por cierto, si yo fuera tú, también iría a ver al obrador del milagro. De lo contrario, es como estar entre el público de un mago y no enterarse del truco.

—Bien. ¿Y de quién se trata?

—Su nombre cristiano es Agno, más conocido entre los suyos como Pyrikaios, el guardián del fuego. —Una vez más, Ben Matías tenía aquella expresión de maliciosa diversión, aunque Elio suponía que, pese a todas sus protestas de ateísmo, su sensibilidad judía lo llevaba a sentir como una ofensa que se afirmara que un ser humano podía resucitar a otro—. Sus seguidores juran que ha hecho andar a los cojos, y ver a los ciegos, en pueblos de Germania Superior e Inferior, pero esta vez ha batido todos los récords del mundo del milagro. ¡Se comenta que hasta él mismo se sorprendió de sus poderes! Como todo mago que se precie, nuestro hombre cuenta con la ayuda de una asistenta, de nombre Casta, y dicen que, para concertar una cita con él, primero hay que hablar con ella. Ya, ya, lo sé, yo también lo he pensado: sólo en los prostíbulos se precisa de la mediación de una mujer para concertar una cita. Pero ¿qué puedo decir? Es lo que me han dicho.

Tras un segundo ofrecimiento, Elio aceptó el vino, un Mosela más que pasable, servido sin agua añadida.

—Supongo que también sabrás cómo puedo encontrarla a ella.

—Precisamente estaba a punto de decírtelo. Se aloja con un grupo de ancianas en Augusta Treverorum, no muy lejos de la Puerta Central, cerca de la cual los cristianos tienen una de sus zonas de sepultura. El nombre del callejón es Solis et Lunae. —Ben Matías empezó a contar con los dedos, mirando hacia arriba—. Una, dos… no, la tercera casa de la izquierda conforme sales de la ciudad, con una guirnalda pintada en la fachada. ¿Ves lo bueno que puedo ser, y sin cobrarte por ello? ¡No, no! ¿Cómo puedes pensar eso? Me ofende, comandante. Jamás me atrevería a pedirte que dejaras caer mi nombre en presencia de Nuestro Señor Constancio, y eso que hoy en día la competencia a la que uno se enfrenta para conseguir que el ejército le comisione lápidas y monumentos es más que feroz. Me basta con poder afirmar que el comandante Elio Espartiano, praefectus Alae Ursicianae en la campaña persa, historiador oficial de Su Divinidad, ha venido a mí en busca de una lápida elegante.

La extravagante propuesta hizo reír a Elio.

—Está bien, siempre que no lo hagas constar por escrito en el letrero de la tienda, y que expreses las súplicas de rigor mientras esculpes mi retrato.

Augusta Treverorum, 21 de noviembre, martes

La capital de Constancio en la vieja provincia gálica de Bélgica Prima exhibía todos los edificios burocráticos propios de su rango, y cómo no, un puente digno de mención sobre el Mosela. No obstante era una ciudad gris; sus piedras de colores apagados parecían absorber toda la luz matinal que las nubes dejaban pasar. Era uno de esos momentos soleados en medio de la lluvia circundante, momentos en que los arcos abiertos y las columnas asumen la opacidad del hueso contra el cielo tormentoso, y en los que sin embargo los pañuelos y chales blancos que cubren las cabezas de las mujeres resultan cegadores. Elio, a la espera de encontrarse con el cosoberano durante el desayuno, se había levantado temprano y aguardaba su hora al más puro estilo militar, caminando de un lado a otro con los brazos cruzados, mirando al frente.

Pronto descubriría que, pese a sus auspiciosos títulos oficiales —Germánico, Británico, Sarmático, Pérsico Máximo, y más, algunos otorgados hasta en cuatro ocasiones—, Flavio Valerio Constancio ya no parecía hercúleo ni semidivino, más bien todo lo contrario. Había envejecido sobremanera desde el verano de Nicomedia, hasta tal punto que, cuando se le permitió levantar la vista para mirarlo, Elio hubo de contenerse para no mostrar su sorpresa. Como si estuviera desplomándose desde dentro, su robustez se había tornado flácida; su apretón de manos (rara vez concedido después de las reverencias y saludos algo bochornosos que el ceremonial exigía) era suave y húmedo, como si de un guante mojado se tratara. No obstante, Constancio vestía su decadencia con un enorme lujo: broches de oro del tamaño de las manos de un niño, y un elaborado uniforme jamás visto en el campo de batalla, aunque sí en los murales bélicos.

—El sobrino de Elio Bartario —dijo—. Te pareces a él, sobre todo en la zona de los ojos.

En su juventud, Constancio había luchado junto al tío de Elio (quien, por cierto, fue el primer marido de la madre de Elio) y lo había visto caer en la batalla, como ahora recordaba, «en Germania, protegiendo la bandera»; pasó entonces a demostrar que poseía el don de todo buen comandante para recordar los nombres de sus oficiales.

—Y tú eres hijo de Elio Esparto.

Dado que en cuestión de meses sería uno de los dos soberanos del Imperio aquella conversación cara a cara se debía sólo a esa vieja amistad. Aun así, Constancio le hubo de decir que se comportara como si estuviera hablando con un oficial de grado superior, y no con el señor del mundo.

—Y mira hacia arriba, muchacho: no deseo hablar con tu coronilla.

La habitación (no una sala regia, sino más bien una suerte de despacho) era austera, incluso poco elegante.

Para el desayuno imperial, habían dispuesto una pequeña mesa junto al escritorio con huevos duros pelados, aceitunas y huevas de pescado de un intenso color rojo. Tomando asiento con pesadez sobre un taburete, Constancio se dispuso a comer.

—Aquí —dijo, blandiendo un exquisito cuchillo para indicarle a Elio donde debía colocarse—. Ponte donde te pueda ver mientras hablo.

De todos era sabido que, tarde o temprano, Constancio habría de desembarcar en Britania y librar allí una importante batalla. De hecho, su base en aquellos momentos no era otra que Gesoriacum, en la costa opuesta, hacia el noroeste.

—Hay problemas en la frontera de la isla; seguro que algo habrás oído —apuntó, y Elio notó que al hablar su pecho producía una especie de silbido—. A veces da la sensación de que este maldito Imperio no tiene más que fronteras, como una hogaza que es todo corteza.

—La corteza es más recia que la miga, Su Serenidad.

—¿Y eso se supone que ha de hacerme sentir mejor o peor? —Constancio mordió un huevo, partiéndolo por la mitad—. Tu pobre tío, lo recuerdo bien, murió en la frontera, al sur de aquí, cuando los bárbaros nos pillaron por sorpresa en medio de la niebla del río. Su último deseo fue que su joven viuda se casara con su hermano. Dado que una mujer siempre porta la huella del hombre que la desvirgó, quisiera pensar que, en cierto sentido, eres hijo de ambos hombres. —Gotas de yema cuajaban junto a las comisuras de su boca, que él no se molestaba en limpiar—. En estos días de niebla, recuerdo a mis amigos muertos más que a los que respiran a mi alrededor. Hombres que nunca traicionaron, a ésos recuerdo.

Sí, en Nicomedia Constancio era todo fuerza y músculo. Ahora, el cuello le colgaba como un trozo de carne vacía, la barbilla y la boca dominaban su rostro, y las manos parecían demasiado grandes para sus delgadas muñecas.

Y de forma algo retorcida, después de hablar de traición, llegó al siguiente tema.

—Habrás notado que me las apaño para evitar los conflictos religiosos en mi trozo del pastel imperial, en la miga y en la corteza. En cuanto llegué, me reuní con los líderes de los cristianos de la región y alcanzamos un acuerdo: vosotros acatáis el primer edicto de Su Divinidad, entregáis o quemáis vuestros libros, dejáis de practicar, no causáis problemas, y yo seré clemente. —Constancio lo miró a la cara, con sus ojos saltones, de color barro—. Supongo que no habrás oído hablar de problemas causados por los cristianos en estas tierras, ¿no?

—De ninguno, señor —se apresuró a decir él—. Bueno, aparte de la historia del fabricante de ladrillos, pero no estoy seguro de que eso se pudiera calificar de problema.

—Podría convertirse en uno. —Era difícil saber hasta qué punto Constancio hablaba en serio. Su sentido del humor había gozado de fama en el pasado, muy al contrario de su homólogo imperial Diocleciano, de quien se decía que «sólo se había reído en una ocasión, y eso según un testigo sordo y ciego». Constancio picoteaba, dedicándose más a sorber que a masticar la comida. Con una cuchara diminuta, de mango largo, depositó una cantidad de huevas de pescado sobre el huevo que tenía en la mano y se apresuró a lamerlas cuando éstas amenazaron con resbalar—. La curación como práctica la puedo tolerar, pero ¿esto? Imagínate si todos los condenados y ejecutados en otras partes del Imperio (me refiero a los cristianos) resucitaran después de ser crucificados, degollados y demás. Por no hablar de los que envían al circo: menudo espectáculo sería verlos volver a la vida en el mismo estómago de los animales que los acaban de despedazar. ¿Se recompondría una pierna en la panza de un león y un brazo en la de una pantera? ¿Se volverían a agrupar los distintos miembros por arte de magia una vez vomitados, o seríamos testigos del nacimiento de auténticos monstruos, mitad bestias, mitad humanos?

—Creo que es todo un cuento, Su Serenidad. Historias de este tipo han estado en boca de los charlatanes muchas otras veces. Y no deja de ser un hecho que ni siquiera el legendario Penteo consiguió volver a la vida después de que las mujeres lo lincharan enloquecidas.

Constancio dejó el tema. Comió todo lo que quedaba sobre la mesa, masticando abstraído las aceitunas verdiazules y tragándose los huesos. Según el ceremonial, la respuesta oficial al mensaje de Su Divinidad, Diocleciano, le sería entregada a su emisario de manos del jefe de palacio, en un sobre lacrado, el día después del encuentro. A Elio, sin embargo, lo que le sorprendió fue que la primera cuestión privada a la que hizo alusión Constancio no tuviera que ver con su hijo. Hacía años que Constantino vivía como privilegiado rehén en Nicomedia por orden de Diocleciano, siendo éste demasiado juicioso como para formar ninguna alianza sin garantías.

Quizás el mensaje de Su Divinidad hacía referencia a la salud y bienestar del joven. Quizás no. Elio se sentía algo apurado. ¿Anhelaba Constancio una declaración espontánea por su parte, un mensaje de su hijo? No había ninguno. Constantino había sido informado oficialmente de la misión de Elio, y no le había hecho llegar a éste ningún mensaje para su padre. Constantino se dedicaba a esperar su momento, o eso les parecía a los que lo rodeaban; pasaba gran parte de su tiempo ejercitándose en el gimnasio, como si su futuro consistiera en una gran lucha física en la que habría de participar tarde o temprano. Como Majencio, su igual e hijo de Maximiano, aguardaba la abdicación de los dos emperadores para ver cómo desmigajaban la densa hogaza imperial y lo cerca que él se quedaba del manjar.

Así es que Elio permanecía de pie, callado, pensando en cómo podría transmitir algún saludo de Constantino sin para ello inventarse nada de manera descarada.

—¿Cómo está mi hijo? —capituló por fin Constancio—. Siendo ambos de la misma edad y formando parte de la corte, supongo que algo os veríais en Nicomedia.

—Estaba bien cuando lo vi en abril pasado, señor; imagino que lleno de orgullo por su reciente paternidad.

—Sin duda. ¿Realmente tiene el niño el pelo rizado? —Un repentino fruncimiento de labios hizo que su semblante adquiriese un aire amargo, en absoluto cortés—. Si no lo tuviera, ¿por qué habría de ponerle de nombre Crispo, en vez de darle el mío?

—No he visto al niño. Pero como Minervina tiene el pelo ondulado, supongo que es lógico…

Constancio se incorporó bruscamente, y con ello hizo que se tambaleara la mesita y que los platos entrechocaran y se deslizaran un tanto, sin llegar a caerse.

—Está bien. Puedes retirarte. —Su tono fúnebre no denotaba impaciencia exactamente, y, de hecho, el gesto con que lo conminaba a marcharse llegó con indulgente lentitud—. Por lo que oigo, sigues trabajando en las biografías imperiales. ¿Con cuál estás ahora?

La pregunta alcanzó a Elio cuando retrocedía de espaldas a la puerta, tal como marcaba el protocolo.

—La vida de Severo, Su Serenidad.

—¿Septimio o Alejandro?

—Septimio Severo, el africano.

—Hum —gruñó Constancio—. Otro que tampoco tuvo suerte con sus hijos.

La noche que Elio pasó en Augusta Treverorum, sería descrita por Ben Matías como «igual a cualquier otra», y para aquellas personas que no acostumbraran a prestar atención a los detalles y matices, Ben Matías estaría en lo cierto. Pero a Elio no le parecía que el pintor formase parte de tal grupo de personas, por lo que quizás el judío sólo fingía indiferencia. Los olores eran muy diversos; las esquinas y los huecos de las escaleras despedían o bien hedor o bien un aroma que harían que cualquier soldado exclamara «Siria» o «Moesia», pero no ambas cosas. Las prostitutas susurraban todas cosas por el estilo, pero las reacciones de los hombres podían variar oscilando entre el fuerte deseo, el enfado o el puro asco. Invitado por un antiguo compañero a compartir su morada frente a un cruce de caminos, Elio se hallaba en un pequeño balcón, víctima del ocasional insomnio del viajero, observando lo poco que la húmeda oscuridad a sus pies le permitía vislumbrar: guardias que hacían sus rondas, agitando las aldabas para asegurarse de que las puertas estaban bien cerradas; gente que subía o bajaba escaleras; mulas cargadas que pasaban. De repente, se dio cuenta de lo que estaba pensando: «¿Cómo un hombre que se supone que ha regresado de entre los muertos consigue volver a acostarse en su cama, y enfrentarse a la oscura noche?».

El poder de los cuentos era increíble, cuando estaban bien contados. Allí estaba él fantaseando, como si el milagro en efecto hubiera ocurrido y tuviera que practicar cómo mejor relatárselo a Su Divinidad.

Pronto nevaría. De no ser porque de pequeño se acostumbró al frío en los campamentos militares, ya tendría que haber recurrido a las capas con capucha y los mantos impermeables, como otros hacían. Conocía bien la estación, el limpio olor de los vientos invernales que estaban en camino. Durante un misterioso momento, la niebla se disiparía para no volver, y la mañana sería perfectamente clara, hasta el más lejano horizonte; y de pronto, del cielo —blanda y húmeda al principio, después tan fina y tan dura que sería imposible moldearla con los dedos— la nieve empezaría a caer. Ese momento no había llegado todavía, pero la peculiar frescura de la noche lo anunciaba.

Por la mañana, sólo las casas de más de tres pisos —no muchas— sobresalían de la niebla que cubría la ciudad. Desde el cuarto piso formaban una especie de escamoso archipiélago de tejas. Las alegres voces del gentío llegaban incorpóreas a los oídos de Elio, y una vez traspasó el umbral de casa de su amigo y pisó la calle, sintió que se convertía en parte de esa multitud invisible desde arriba. La bruma estaba suspendida en el aire; formaba un tejado blanquecino e impalpable, como una tienda de campaña que se extendiese de forma irregular. Sus guardias, alojados temporalmente en el cuartel junto al palacio, se alegraron de que les dieran un día libre para descansar o recorrer la ciudad; dos de ellos tenían mujeres e hijos allí, y estaban encantados.

Las canteras de barro y los hornos de Marco Lupo se encontraban al otro lado del río, saliendo por la puerta este, a la izquierda de la vía militar, en un lugar llamado Diana Feliz. Cabalgando hacia la ciudad el día anterior, Elio había visto el desvío, en el que sólo había un soto de robles y un pequeño altar junto al camino, consagrado a la diosa; ahora Elio tenía intención de comprobar si la estatua o imagen de culto mostraba en efecto a Diana de tan buen humor.

El sol acababa de salir cuando él cabalgaba al paso en dirección contraria a la corriente de mercaderes somnolientos que entraban en la ciudad por la puerta este. Tras el arco fortificado, la bruma adquiría un tinte feroz, entre naranja y amarillo, como una conflagración contemplada sólo a medias, ardiendo tras el velo de una mujer, o detrás de una sábana. En la puerta, los soldados saludaron y lo dejaron pasar, y una vez fuera, Elio se preguntó si eran hombres o fantasmas, pues en seguida la niebla se cerró de nuevo tras él, borró la puerta y los muros y la cabecera del enorme puente sobre el Mosela. A su alrededor no parecía existir más que el siguiente tramo de puente y el oscilante sonido del agua. Un jinete procedente del otro lado no proyectaba sombra alguna, sino un segundo halo, más pálido, justo donde hombre y montura interceptaban la llameante niebla que iban dejando atrás.

La curiosidad era una cualidad del historiador, aunque no la más importante; el amor a la verdad, pensaba Elio, encabezaba la lista. Una u otra, en cualquier caso, debía de ser la razón por la que Su Divinidad lo enviaba con órdenes de informar de todos los incidentes notables con que se encontrara en el camino. Así había sido en Egipto, donde se topó nada menos que con el asesinato y la conspiración, y su propia vida corrió peligro por ello. En el caso presente… Bueno, era difícil saber qué hacer. Hasta entonces, su tarea se había limitado a tomar nota del estado en que se hallaban las provincias que visitaba, y los milagros y portentos no entraban dentro de esa categoría. Pero la «resurrección» de Lupo podía convertirse en un problema, como el propio Constancio había dicho, en una época en que el objetivo de la sangrienta persecución que se llevaba a cabo en tres cuartas partes del Imperio era acabar con la superstición cristiana. Y, desde luego, en las provincias africanas y asiáticas la pena de muerte se aplicaba con suma facilidad. ¿Y si un hombre como el guardián del fuego se convertía en un punto de unión e inflexión para los hostigados y airados cristianos?

Impregnado de humedad, el pequeño altar del desvío de Diana Feliz tenía el color de la carne viva. Bajo un desgastado cobertizo, la pequeña estatua no era mucho mayor que una muñeca: el tiempo la había erosionado hasta dejar en el semblante de la diosa tan sólo una minúscula nariz y una boca quizás en forma de sonrisa. Las flores secas y los pequeños guijarros a sus pies atestiguaban la piedad de los transeúntes, si bien pequeñas cruces y otros garabatos cristianos habían sido grabados sobre la escayola del nicho con la uña o la punta de un cuchillo.

A lo lejos, el ladrillar era invisible en la niebla. Sólo la elevada y rojiza ladera de la que se obtenía la arcilla podía vislumbrarse, y no siempre; coronaba la ladera un círculo de robles jóvenes que aguardaban a ser sacrificados en favor de la fabricación de ladrillos. El sendero, marcado por los profundos surcos de las ruedas y sitiado por los arbustos, discurría entre charcos. Elio vio que el agua resbalaba hasta el camino desde las tierras más elevadas junto al mismo, y que ya se estaba formando hielo en los charcos cerca de los bordes, por donde los carros pasaban rara vez. Entre los árboles, en dirección a la margen del río, podía alcanzar a ver un grupo de tiendas improvisadas, y unos bultos que sin duda eran personas sentadas con sus abrigos y capas. Elio pensó que probablemente serían creyentes, o quizás esa gente curiosa que siempre acude allí donde se habla de acontecimientos milagrosos. Todavía aletargados tras haber pasado la noche a la intemperie, apenas se movieron al paso del oficial. Sólo una mujer echó un vistazo en su dirección, y en seguida se cubrió la cabeza.

Era el momento del día en que la mayoría de los fabricantes repartían sus productos. A lo largo de la vía militar (si Elio miraba hacia atrás podía ver desaparecer en la niebla los monumentos funerarios que la bordeaban), los carros de bueyes y recuas de mulas avanzaban a buen paso. Pero nada parecía salir de la figlinae, más adelante. El yerno de Ben Matías tenía su cuarto de trabajo en un pequeño edificio cerca de los hornos, y se suponía que allí lo esperaba para presentarle a Lupo. Tras preguntarse si quizás a fuerza de tanto viajar se había olvidado de que era día festivo, Elio decidió dejar de darle vueltas a la falta de actividad en el sendero hasta que oyó el traqueteo y chapoteo de una cabalgadura acercándose en sentido contrario. Tiró de las riendas para detener su caballo. Las largas orejas de una mula y su paciente y brillante cráneo emergieron primero, y después dos hombres sobre su lomo; ambos, trabajadores con algún cargo importante, quizás capataces. Vestían delantales de cuero y tenían cara de preocupación, y lo saludaron de forma apresurada en el momento en que sus monturas se rozaron en el estrecho sendero.

—¿Problemas en el ladrillar?

La seca pregunta de Elio evitó que siguieran su camino. Con la cabeza agachada, lo observaron de arriba abajo, tal como los súbditos y a menudo los civiles hacían con los hombres de autoridad. Uno de los dos, con la nariz enrojecida a causa del frío o bien por haber estado llorando, respondió:

—Nuestro patrón ha muerto.

—Sí, lo sé. —Elio hubo de hacer un esfuerzo para no reírse—. Y ha vuelto a la vida, ¿no?

—No, está muerto otra vez.

—¿Cómo? ¿Cuándo?

—Señor, el encargado se lo ha encontrado tieso en su cama cuando ha ido a despertarlo esta mañana. Por supuesto, nadie se ha atrevido a tocarlo, por si acaso vuelve a…

—Sí, Dios es misericordioso… —empezó a decir el otro, pero el primero le dio un codazo en el costado y lo silenció.

Elio no estaba prestando atención a los lapsus cristianos.

—¿En su cama, dónde? No en el ladrillar…

—Sí, sí. La casa de Lupo está en la ciudad, pero todavía se encontraba un poco débil, y cuando hay un pedido importante (y puede estar seguro de que los hemos recibido uno tras otro desde que ocurrió el milagro) se queda en una pequeña choza cerca de la cantera. De hecho, ahí está ahora nuestro pobre patrón. Nosotros vamos en busca de ayuda.

Que con «ayuda» querían decir Agno parecía obvio.

El primer impulso de Elio fue seguirlos y ver cómo reaccionaba el guardián del fuego ante un milagro fallido, pero otro tipo de curiosidad acabó venciendo, y cabalgó hasta el ladrillar. Allí, el yerno de Ben Matías, Isaac, un joven velludo sin siquiera una capa sobre los hombros, se trasladaba a su cuarto de trabajo desde el pie de la ladera. Un breve intercambio de palabras bastó para que Elio supiera que sí, que la noticia era cierta, y que si seguía un pequeño sendero empinado a la derecha de la ladera, llegaría a la choza en la que Lupo yacía muerto.

—No se ha tocado nada en la habitación, comandante —añadió Isaac—. Hemos pensado que era lo mejor. Pobre Lupo, una auténtica lástima. El campamento militar nos acababa de hacer un importante pedido. Van a agrandar los baños y la enfermería, de modo que el cirujano jefe se presentó al alba para comprobar en persona la calidad de los ladrillos. Lo encontrará junto a la cama de Lupo.

El oficial mencionado por Isaac debía de ser el cirujano castrense más brusco e imperturbable de todos los que Elio había conocido. Confirmó la muerte y negó hoscamente con la cabeza cuando Elio le preguntó si Lupo podía haber sufrido un caso de muerte aparente la primera vez.

—Sí, ya sé que «hay quienes la sufren», y que es «como un desmayo largo y profundo». Con todos mis respetos, comandante, no me enseñe a hacer mi trabajo. Conozco perfectamente la debilidad que menciona, pero le puedo asegurar que Marco Lupo murió el pasado septiembre, sin ninguna duda; varios compañeros de confianza me lo confirmaron entonces. No estaba usted presente, de modo que no puede emitir ningún juicio. Además, estará de acuerdo conmigo en que ni siquiera tras un «desmayo largo y profundo» uno tiene la fuerza suficiente para destapar un sarcófago, forzar la puerta de un mausoleo desde dentro y salir caminando. En el caso del hombre aquí presente, contamos con declaraciones juradas que aseguran que reapareció en perfecto estado de salud exactamente una semana después de su fallecimiento. Y, sin embargo, es un hecho que su sepultura no fue violada. Incluso las guirnaldas que sus familiares colocaron en la puerta seguían allí después de su resurrección, y de la misma manera en que las habían dispuesto.

Elio observó al muerto, cuyo inmóvil semblante parecía expresar sorpresa, como si algo increíble se ocultara en el tosco techo. A excepción de eso, tenía una apariencia increíblemente viva, una complexión sana y rosada, como la de ningún otro cadáver que él hubiera visto.

—Bien, pues… quizás Lupo tuviese un hermano gemelo, o un doble, al que, por la razón que fuera (se me ocurren un par de ellas, ambas relacionadas con asuntos de dinero y propiedades), le convendría interpretar el papel de Lupo resucitado. Seamos serios, cirujano jefe. ¿Se ha registrado el mausoleo para certificar la ausencia del cuerpo?

—Juran que así se hizo. Comandante, no sólo entiendo su escepticismo, sino que lo comparto. —De boca grande, con la sombra de un bigote rubio, el médico abría mucho los ojos mientras hablaba, subrayando de ese modo su mensaje—. Y aun así, como hombre dedicado al estudio de la Naturaleza y sus fenómenos, he de rendirme a la evidencia. Teniendo en cuenta las declaraciones de mis colegas, que fueron testigos de la apertura del mausoleo en presencia de varios oficiales, debo decir que Lupo volvió de entre los muertos. Y no me negará que ahora mismo tiene una excelente apariencia para ser un cadáver, ¿no lo cree así?

Elio ignoró el comentario.

—Que volvió de entre los muertos. ¿En serio? Y ¿entonces por qué ha regresado con ellos? ¿Acaso hemos de suponer que ya no le agradaban los vivos? —No deseaba ser mordaz, pero se sentía enfadado e intranquilo—. Dígame, ¿abrió usted la ventana cuando llegó?

—No. El judío, el encargado que lo ha encontrado, dice que estaba así cuando ha entrado por la mañana. Parece ser que Lupo no acostumbraba a cerrarla.

Marco Lupo debía de estar muy acostumbrado al frío. En el brasero, el carbón ya hacía mucho que se había apagado, y a través de la ventana parcialmente abierta, entraba el frío de la mañana, igual que lo hacía por la puerta. Elio echó un vistazo fuera de la ventana y vio que daba a un precipicio de frágil arcilla, imposible de escalar.

—El único indicio claro de que ha dejado de respirar hace unas horas —añadió el cirujano junto al lecho— es que la rigidez de sus miembros empieza a ceder. Y dudo que sea porque esté a punto de revivir.

Elio asintió, caminando de vuelta a los pies de la cama. Se quedó mirando distraídamente la colcha que cubría parte del muerto de cara rosada, y palpó el tejido de la misma entre los dedos pulgar y corazón, como si la tela pudiera dar respuestas que los hombres no conocían. Pero si hasta el cirujano estaba más pálido que Lupo… con toda probabilidad, su propio rostro estaba más blanco que el del fabricante de ladrillos.

—¿Sabe si tiene familia?

—Hasta donde sé, sólo un hermano y una cuñada. El judío cree que en cuanto les informen de lo sucedido, se apresurarán a buscar al obrador de milagros, como hicieron la otra vez. Debería haberlos visto llorar de felicidad ante la resurrección: costaba creer que, al no tener hijos Marco Lupo, el hermano es el heredero absoluto.

—Quizás lloraban de decepción más que de alegría.

—Está usted siendo algo cínico. En todo caso, si yo fuera el hermano, dejaría las cosas como están. —Pero lo dijo con una sonrisa desdeñosa, de esa manera en que los médicos restan importancia a la muerte, negándose a aceptar su impotencia frente a la misma—. Y les recomendaría que lo incinerasen, como mandan las buenas tradiciones romanas —añadió después—. Pero ya sabe cómo es esta gente de supersticiosa. Uno no puede evitar preguntarse por qué su poderoso dios no ha de poder resucitarlos a partir de sus cenizas.

—Parece saber más del tema que yo. Pero con herencia o sin ella, mejor será que Lupo permanezca en el estado en que se encuentra, o, de lo contrario, la histeria se apoderará de las calles de aquí a Judea.

El cirujano hizo un gesto afirmativo, arrugando el rostro en una mueca.

—Podría asegurarme de que está muerto, eso desde luego; insertarle una fina aguja en el corazón a través del tórax, por ejemplo. Veríamos entonces si ese tal Pyrikaios, o como se llame, es tan buen guardián como dicen y puede reavivar el fuego de la vida. Pero mi juramento como médico me prohíbe causarle cualquier tipo de daño a un paciente. ¿Estaría dispuesto a hacerlo usted si yo le paso la aguja?

—No. Desde luego que no.

—Señores —dijo Isaac desde la puerta mientras (después de haber oído el intercambio anterior) golpeaba en la jamba para anunciar su presencia—. Nuestros hombres ya han vuelto de la ciudad y dicen que no han podido encontrar a Agno, pero la familia ya se ha enterado de la noticia y desea seguir intentándolo. Varias mujeres estuvieron de visita anoche hasta tarde, y ahora mismo tenemos a varias más aguardando ver a Lupo, por no mencionar a la gente que está llegando de fuera de la ciudad. ¿Qué hemos de hacer mientras tanto?

—No dejar el cuerpo aquí. —El cirujano habló con autoridad, mirando a Elio, que asintió con la cabeza—. Si ha de resucitar de nuevo, puede hacerlo en cualquier parte, incluso en una enfermería. Haga saber a la familia que pueden venir a recoger el cuerpo al campamento de la legión; que pregunten por Tito Galiano, cirujano jefe.

Y luego, mientras acompañaba a Elio hacia el exterior de la choza, le dijo que se quedaría allí hasta que llegara un destacamento de soldados para llevarse a Lupo.

—Quiero estar aquí esta vez, por si acaso se presenta Agno para repetir el milagro. Si sigue en la ciudad esta noche, búsqueme en los baños militares tras la puesta de sol: puede que entonces tenga más información.

Desde donde estaban, más allá de la maraña de robles jóvenes, los claros de la niebla revelaban escarpadas vistas del paisaje, espeso y húmedo; el río fluía, todavía envuelto por una espesa capa de vapores, siguiendo su curso en dirección norte. Acostumbrado a la vista, Galiano le dio la espalda, pero Elio se quedó admirándola, intentando reconocer tal o cual edificio dentro de las murallas de la ciudad.

—Ha dicho «milagro», cirujano jefe. ¿Por qué no «truco»?

—Bueno, los cristianos tienen la magia expresamente prohibida. —El médico se encogió de hombros—. Según el edicto imperial, incluso cuando uno tiene un hijo al borde de la muerte y los médicos ya lo han dado por perdido, no se le permite buscar reencarnaciones ni curanderos. Hay que dejar que muera. Es increíble, ¿no? Como médico, estoy entre dos aguas en lo que a esto respecta. Si el arte de la medicina no puede hacer nada por un enfermo, es probable que ninguna otra cosa lo haga. Pero al mismo tiempo, sueños de curación se suceden a diario en los templos de Esculapio, a cuyo divino cuidado nos encomendamos todos como profesionales. Si alguno de mis hijos estuviera gravemente enfermo, a punto de morir, creo que yo mismo correría en busca del hechicero más cercano, o como mínimo no me opondría a que mi mujer lo hiciera por mí.

Elio comenzó a bajar el empinado sendero que conducía al pie de la ladera.

—Los hechos son los hechos —dijo—. La filosofía y la ciencia nos enseñan que el cuerpo sin vida se deteriora y que como tal no puede volver a caminar sobre la tierra. Si no es un milagro, entonces es magia. Creo que sería interesante descubrir cuál es la postura oficial de los sacerdotes cristianos con respecto a las andanzas de Agno.

—Le deseo buena suerte: últimamente andan algo escondidos. Nos veremos esta noche en los baños.

La respuesta de Constancio a Su Divinidad no llegaría a manos de Elio hasta entrada la tarde, por lo que éste tenía tiempo para organizar un encuentro con el guardián del fuego, si es que estaba disponible, y con esa intención partió a caballo hacia la ciudad. Sentía la nieve en el aire, aunque el cielo seguía despejado. Conforme cruzaba el puente de vuelta, la neblina fluía sobre la fría espuma del Mosela como un segundo río. Nevaba en las montañas del este y el sur, y la brisa sabía a escarcha.

En la zona de los trabajadores junto al río, a la izquierda una vez traspasada la puerta sur, era donde, según Ben Matías, estaba el callejón Solis et Lunae, corto y sin salida, detrás del altar consagrado al Sol y la Luna. Elio lo encontró sin dificultad, así como la tercera casa a la izquierda, fácil de distinguir gracias a la desvaída guirnalda que decoraba su corredor abovedado, el cual conducía a una escalera. En cuanto a la guirnalda, puede que en otro tiempo representara flores, pero en la actualidad se asemejaba a una ristra de salchichas color marrón pálido.

El callejón era, de hecho, una isla en medio del barrio de los carpinteros de barcos, un pequeño rincón con tiendas de ropa, puestos de comida y comercios de artículos de vidrio regentados por veteranos, escrupulosamente aseada. Las estrechas aceras estaban limpias, y todo reflejaba ese gusto por el orden que pervive en el militar una vez finalizada su etapa de servicio. Incluso los prostíbulos que había visto a lo lejos tenían puertas recién pintadas, coronadas por falos dorados esculpidos en relieve.

Desde el otro lado de la calle, la casa no ofrecía ninguna información; tenía una elevada hilera de pequeñas ventanas, todas ellas con postigos, por lo que, a menos que hubiera un patio interior, la oscuridad debía de reinar tras ellas. Elio estaba cruzando cuando un hombre que barría frente a la tienda de al lado se dirigió a él.

—¿Busca a alguien, comandante?

Fuera cristiano o no (y se decía que había muchos en la ciudad), el hombre se quedó parado frente a la casa, escoba en mano, como preparado para, según respondiera Elio, hacer alguna señal con la que alertar a los que habitaban en su interior.

—No —contestó, pero entró y subió la escalera. Al final se encontró con una pequeña puerta, cerrada. La luz procedente de la calle era muy débil, y resultaba imposible saber si había alguien al otro lado del panel, escuchando. Él golpeó y dijo—: Asunto oficial, abran. —Un comentario obtuso a más no poder, pensó.

Pero la puerta se abrió, y apareció una niña de unos diez años, sierva o criada, con esa expresión de desconcierto que muestran los niños cuando se les ha instruido que actúen de una determinada manera y llegado el momento se les olvida hacerlo.

—Ellas no están —fue lo único que consiguió decir.

Por detrás de la niña Elio podía vislumbrar una especie de pasillo que conducía a un patio interior. Le llegó un olor a cal fresca. Cuando entró, la pequeña simplemente se apartó a un lado frunciendo el ceño, como intentando recordar qué era lo que debía hacer en ese caso. Una larga estancia, que daba al patio interior, continuaba en ángulo recto a izquierda y derecha. Elio se dirigió hacia la izquierda seguido de la pequeña criada, y al llegar al segundo tramo de corredor vio una hilera de cuartos pequeños.

Algunos con cortinas en la entrada; otros no. Debían de medir unos diez pies cuadrados, y en todos había una sencilla cama pulcramente hecha y nada más. Había visto calabozos militares bastante parecidos a aquello.

—¿Quién debo decir que ha venido? —La pequeña recordó sus órdenes, pero como vigía no era de fiar.

Elio echó un vistazo al patio, más abajo, estaba enlosado y disponía de un buen número de tiestos con plantas en el centro, colocados en forma de cruz. En vez de contestar, le preguntó:

—¿Cuándo suelen regresar?

—Antes de la puesta de sol, pero hoy no lo sé.

Si el tendero era un guardián medianamente bueno, sin duda ya habría corrido la voz de que un extraño se había presentado en la casa —ni más ni menos que un oficial, con todo lo que el ejército suponía para las sectas al límite de la legalidad—, y los habitantes de la misma no aparecerían hasta que el peligro hubiera pasado. Elio se fue, pero sólo hasta la tienda de al lado, donde, mientras tanto, el hombre de la escoba se había dedicado a barrer hasta la última partícula de polvo de un mismo tramo.

—Soy Elio Espartiano, enviado del César. Me han dicho que en esta dirección podría preguntar por una mujer llamada Casta, que supuestamente se aloja aquí junto con otras. He oído hablar de los sucesos relacionados con Marco Lupo, del ladrillar, y deseo obtener más detalles.

El comerciante, sin dejar de barrer, ralentizó sus movimientos.

—Entonces a quien busca no es a Casta ni a las otras mujeres, sino al obrador de milagros.

Elio empezaba a perder la paciencia.

—Sí, pero me informaron de que, para llegar hasta él, debía hablar primero con una mujer llamada Casta.

—Le diré a Casta que ha venido, comandante.

—No, Le dirás que acuda a mis dependencias, en el barrio de Palacio, en la casa Pie Plateado, antes de la puesta de sol. Y que me organice un encuentro con ése al que llaman «guardián del fuego».

—¿Algo más?

—Sólo una cosa, dile que nunca he visto a un hombre muerto volver a la vida, pero que, por otra parte, tampoco he visto nunca nacer a nadie, y no por ello niego la realidad del nacimiento.

El tendero no parecía impresionado con la concesión filosófica, y colocó la escoba en el hueco entre la pared y la jamba de la puerta, con las cerdas hacia arriba.

—La religión de quienes viven ahí dentro prohíbe a los hombres entrar en las casas donde viven mujeres consagradas.

—¡Vaya! Pues yo acabo de hacerlo, ¿no? —Pero mientras se alejaba, Elio pensó que quizás había podido entrar sin más porque las mujeres se habían mudado a otra parte. Eso explicaría la cal recién aplicada, que sólo hubieran dejado a cargo a una pequeña sierva y las celdas desocupadas.

—Baruch, tienes que contarme más sobre esa gente, sobre el guardián del fuego y su ayudante.

—No «tengo que».

—Está bien, te pagaré.

—No. Pídelo por favor. Me encanta cuando un oficial romano me pide las cosas con educación.

Al mediodía, en una acogedora estancia de la parte de atrás de su nuevo negocio, Ben Matías dosificaba sus palabras como si de espolvorear especias se tratara, operación que, por otra parte, estaba llevando a cabo sobre un trozo de cordero asado.

—En primer lugar, una premisa y una descripción del hombre en cuestión, Agno. Su apariencia no es exactamente la que uno esperaría de un tipo sagrado. Es físicamente vulgar; desde un punto de vista artístico, sería un insufrible modelo pictórico. Como objeto de retrato, lo cierto es que la gente fea es tan interesante como la guapa. De hecho, más interesante si cabe. Los guapos no suele tener rasgos destacados con los que el pintor pueda trabajar. ¿Tú quieres salvia?

—Sí, por favor.

—¿Pimienta?

—También.

—Mayores mejor que jóvenes (con los niños es casi imposible trabajar; todos se parecen entre sí, igual que los ancianos, y por la misma razón: pocos dientes o ninguno), piel morena mejor que clara, delgado mejor que gordo. Pero me estoy desviando. Agno es lo que yo llamo un «modelo neutro». No es ni una cosa ni la contraria. Debe de tener unos cuarenta años, y en cuanto a color, peso, altura, tamaño de nariz y demás, sitúate justo en el medio y lo tienes. No lleva barba; bueno, a menos que una pulgada de pelo en el rostro te parezca una barba. Ponle una peluca o tíñele el pelo y será otra persona; tiene justo ese tipo de apariencia en la que cambiar un detalle supone una transformación. No he hablado con él, por lo que no te puedo decir nada de su voz, pero apostaría a que su acento tampoco tiene nada de especial. Oye, me has preguntado y yo contesto. —Ben Matías señaló hacia el plato que su invitado tenía enfrente—. ¿Cómo está?

—Muy bueno. Si el negocio del arte funerario decae algún día, deberías dedicarte a la cocina. ¿Y qué me dices de ella, de la tal Casta?

—Nunca la he visto.

—Pero ¿qué sabes de ella? Por favor.

Ben Matías se rascó la barbilla al tiempo que masticaba el cordero. Mientras que en Egipto, cuando trabajaba en el taller de pintura, siempre llevaba la barba moteada de verde y rojo, en su nueva ocupación se le cubría de un fino polvo de mármol que, a la luz de la hoguera y con cada movimiento, se transformaba en una tormenta de partículas.

—Las malas lenguas dicen que no siempre tuvo ese nombre.

—¿Y eso qué significa? —Elio observaba el polvo de mármol levantarse de la ropa del judío, describir unas piruetas en el aire y volver a posarse—. Casta… ¿Quieres decir que adoptó un nombre nuevo (sé que es costumbre entre los cristianos) o que su estilo de vida fue en otro tiempo distinto del que lleva ahora?

—Hay quienes dicen que ambas cosas. Si bien esos mismos dicen también que un buen fariseo cambió su nombre y su modo de vida camino de Damasco.

—Vale, Baruch; limítate a decirme lo que sabes; ya veo que lo estás pasando muy bien, y casi que tú deberías pagarme a mí por escuchar tus chismes sobre cristianos. Joven, vieja… ¿qué más?

—Es joven y es tu tipo.

—Ah.

—Pero no en el sentido que piensas. Físicamente no es… Bueno, me estoy acordando de Thermuthis, cuando era tu pelirroja favorita de Egipto… No es en absoluto como Thermuthis, pero es esquiva, como ella.

Elio saboreó la carne, tomándose su tiempo antes de contestar.

—Baruch, Thermuthis regenta un prostíbulo. Quizás «esquiva» no sea la palabra que más se le ajusta. Y dejemos a un lado tus ideas sobre cuál es o deja de ser mi tipo, ya que no has seguido mis gustos cambiantes. ¿Es esta Casta simplemente la ayudante del mago en el escenario, o me puede aportar algo importante?

—Algunos dicen que, de los dos, ella es realmente la santa.

La puesta de sol llegó y se fue sin noticias de Casta. Dos de los guardias de Elio le informaron de que no se había registrado ningún movimiento en la casa de Solis et Lunae: luces apagadas, puerta cerrada.

—Es bastante normal —explicó su anfitrión—. Para sentirse seguros, los cristianos están en constante movimiento.

Elio se aseguró de que sería informado si la mujer se presentaba, y partió hacia los baños militares, donde encontró a Tito Galiano pagando una ronda de bebidas tras un juego de pelota en el que había perdido. Éste le contó en seguida que, pese a una fuerte resistencia por parte de la familia —seguían sin encontrar a Agno ni a su gente—, había conseguido obtener el cuerpo de Lupo, no sin antes prometer que no lo desmembraría ni lo incineraría.

—Lo cual no significa que no le pudiera realizar una autopsia.

Caminando junto a Elio hacia la piscina caliente, el hombre aún parecía agitado por lo que había descubierto.

—Gracias a mis servicios en la frontera oriental, estoy muy familiarizado con heridas de todo tipo; es mi especialidad. Veo esa cicatriz que usted tiene y sé que la flecha que recibió en el pecho estuvo a punto de matarlo, y que debió de tenerle sangrando por la boca al menos dos días.

—Tres; maldito Ben Matías y sus rebeldes.

—Pues bien, el caso de Lupo es totalmente diferente. Tras examinar el cuerpo por fuera con detenimiento y cerciorarme de que no había señales de violencia, estaba dispuesto a rendirme a la idea de que quizás el hombre había vuelto a sufrir la misma fiebre maligna que acabó con él la primera vez. Pero esa lozanía, comandante, esos labios tan rosados, me hacían dudar. De modo que he esperado hasta que han empezado a aparecer manchas en las extremidades de sus miembros (una clara señal de que el cuerpo empieza a descomponerse) para a continuación abrirlo. ¡Y vaya lo que he visto! Todo ha sido observar los órganos internos y empezar a entender lo que pasaba: el estómago y los músculos color rojo vivo, la sangre en estado fluido y del color de las cerezas… Mi viejo profesor de anatomía nos dio una excelente lección sobre el tema hace años.

Elio se adentró complacido en las aguas humeantes.

—¿A qué conclusión ha llegado?

—Lupo no ha vuelto a los Campos Elíseos por sí solo, sino con la ayuda de una buena dosis de vapores de carbón.

—¿Pese a la ventana abierta?

—Ah… oh. Bueno, el asesino debe de haberla abierto a posteriori, para dar salida al aire envenenado. Aunque los vapores de carbón son inodoros, en una habitación que no haya sido aireada en seguida notaría algo, debido a los vértigos y dolores de cabeza que provocan. Isaac el judío afirma que a Lupo no le molestaba el frío, que rara vez usaba el brasero y que solía dejar la ventana entreabierta. Por lo que se ve, tampoco cerraba la puerta de su choza, ya que en ella no guardaba nada valioso.

Elio había ido allí a relajarse, pero aquello era mucho mejor que adormecerse con el calor.

—De modo que podrían haberlo hecho mientras dormía. Espere un momento. Hay… Es curioso, muy curioso… Hay otra cosa: ¿se fijó en la colcha, en el borde?

—La verdad es que no. —Galiano se sumergió, y cuando volvió a salir, se frotó la cara con las manos juntas—. ¿Qué pasa con la colcha?

—Supongo que en un ladrillar hay arcilla por todas partes. Pero lo que yo noté al tocar la tela era suciedad… Como si hubieran utilizado la colcha… no sé, quizás para tapar la ranura inferior de la puerta desde fuera, y así asegurarse de que los vapores matarían a quien se hallaba dentro. La historia contiene numerosos ejemplos de este tipo de asesinato por asfixia.

Galiano se pellizcó el pequeño bigote rubio para eliminar parte del agua. Le dijo a Elio que sí, que estaba de acuerdo, que, en teoría, los asesinos podían haber aguardado tras la puerta hasta que su víctima se asfixiara y a continuación volver a colocar la colcha en la cama y abrir la ventana para airear el cuarto.

—Todavía no he informado de mis hallazgos a la familia de Lupo ni a nadie más. Como no se sabe que tras el caso se esconde un asesinato, en el ladrillar, y en general en la ciudad, empiezan a acusar a Agno de haber llevado a cabo una resurrección fallida, y por ahora más le valdría no aparecer por aquí. Una pena, porque de hacerlo le retaría a que le devolviera la vida al muerto después de mi autopsia. Y usted, comandante, ¿de qué se ha enterado?

—De alguna cosa que otra. Aunque a primera vista los únicos que ganan algo con la muerte de Lupo son sus parientes, he sabido que el hermano y su esposa pasaron la noche en casa de unos amigos: estaban muy lejos del ladrillar cuando el hombre murió. Da igual cómo lo he sabido; tengo por costumbre hacer este tipo de preguntas… También me he enterado de que en el ladrillar no hay vigilante nocturno, ni ningún guardia cerca de los hornos o la cantera de arcilla. Cualquier persona podía pasar desapercibida, siempre que evitase el pequeño bosque donde los curiosos vivaqueaban con la esperanza de ver al muerto viviente.

Galiano se rio.

—Bueno, veo que no soy el único que ha estado husmeando. —Se dio un impulso con los brazos para salir de la piscina y se quedó sentado en el borde, con los pies en el agua—. He de confesar que estaba tan inquieto, que esta tarde he vuelto al ladrillar con un par de soldados, y los tres hemos estado inspeccionando los alrededores de la choza en busca de huellas hasta que se ha ido la luz. Pero es tarea inútil en un lugar en el que tanta gente viene y va; además, la zona está llena de arbustos, y luego está el riesgo de despeñarse.

—Un hombre de negocios con éxito, como él, podía tener enemigos dentro y fuera de la familia. —Elio seguía en el agua, que le llegaba hasta la cintura, con los brazos cruzados sobre el borde; observaba cómo el vapor formaba una neblina en el elevado techo de la sala y se condensaba sobre los muros. A la luz tenue éstos parecían llorar—. ¿Conocía a Lupo personalmente?

—No. El año pasado nos suministró ladrillos para unas reparaciones en el campamento, a un precio mucho menor que sus competidores. Por eso pensamos en él cuando decidimos agrandar este edificio. Pero lo cierto es que la cantidad de dinero que manejábamos era bastante limitada; no creo que nadie haya matado a Lupo por haber ganado una concesión para vendernos los materiales de una ampliación y letrinas nuevas. Ya que usted tiene acceso a la corte, quizás pudiera averiguar si alguien allí le había propuesto algún otro proyecto de mayor envergadura. Hay edificios públicos en obras por todas partes. Augusta Treverorum, o Treveri, como decimos para abreviar, está creciendo en todas direcciones. Si Lupo se hizo en efecto con alguna de las grandes obras públicas de la ciudad… quién sabe de lo que es capaz la competencia.

Elio no tuvo que llegar hasta la corte. De hecho, le bastó con acercarse a la estancia contigua, una especie de club de oficiales informal al que a menudo acudían trabajadores del gobierno para comer o tomar algo. No tardó mucho en enterarse de que Marco Lupo había sido uno de los tres empresarios del ladrillo en pujar por un importante contrato, relacionado con la construcción de un nuevo juzgado y varios edificios anexos. Los otros dos postores —también empresarios de la frontera, uno con base en Mogontiacum, el otro al norte de Confluentes— supuestamente habían sido eliminados por muy poco.

—Pero ya se sabe, comandante —le dijo un burócrata entrado en años y bastante parlanchín—, todo forma parte del juego, ¿no? —Estaba sentado en un taburete, completamente desnudo, balanceando sus piernas flacas y comiendo frutos secos—. Alguien tiene que ganar la subasta, y la puja de Lupo no siempre era la más baja. No entiendo por qué lo llama empresario de éxito. De éxito… ¡y un cuerno! Antes de recibir toda la publicidad por lo del «renacimiento», su ladrillar estaba a punto de cerrar, lo cual explica el que sus precios fueran tan bajos. Dicen que se ha vuelto a morir. Una pena, ¿no? Estos «milagros»… tienen una muy corta vida, ¡si me permite la gracia! Si estuviéramos en Egipto, me atrevería a decir que tras todo esto hay gato encerrado, pero vivimos en el mundo civilizado. Si proveedores y mercaderes hubieran de matarse entre sí cada vez que uno se lleva un buen contrato, los ciudadanos nos veríamos obligados a cocer cada uno nuestros propios ladrillos y a criar nuestras propias piaras.

Tenía bastante razón. Elio pensó que era sólo porque Su Divinidad lo había animado a investigar aquellas muertes en Egipto hacía meses por lo que ahora sentía que debía averiguar por qué un hombre del que no sabía nada, aparte del pequeño detalle de que había regresado de entre los muertos, había sido asfixiado en su propio ladrillar.

23 de noviembre, jueves

Tal como Elio esperaba, por la noche nevó. Por la mañana, una fina capa blanqueaba los tejados, mientras que el tráfico diario ya había deshecho la que durante unas horas había cubierto las calles. Como a menudo ocurre al principio de la estación fría, la nevada vino seguida de una subida de las temperaturas, de modo que el hielo dio paso al agua, y ésta a su vez a un día casi primaveral. Pero los pájaros volaban al sur en grandes bandadas, graznando y cantando por la noche, y si se escuchaba atentamente junto al alféizar, se podía oír el aleteo de grandes e incansables alas. «Se van a África —se había dicho Elio en la oscuridad—. Se van a Egipto. Se posarán sobre el gran río, en los juncos y en las cañas, entre los papiros. Volarán sobre la pequeña casa azul de Anubina. Es por la reciente muerte de su marido y del hijo que tuvo con él por lo que desea que estemos alejados un tiempo, o eso me digo a mí mismo. Eso dijo ella, pero no quiere que reconozca públicamente a la hija que me dio; ella desea vivir de su negocio de bordados, y si tiene una referencia, no es otra que el prostíbulo de Thermuthis, donde la conocí. Thermuthis me prometió que cuidaría de ella si hacía falta, y que me informaría por escrito».

—Han desaparecido. Se han largado de la ciudad. Han recogido sus cosas y adiós. —Ben Matías estaba cómodamente sentado frente a una plancha de mármol, sosteniendo el cincel entre los dedos índice y pulgar—. Me encanta cuando, pese al control imperial, pasan estas cosas, ¿a ti no? —Fingió no notar el malhumorado semblante de Elio—. He oído que no se quedan más de un mes en un mismo lugar, como la mayoría de los predicadores ambulantes, aunque con ello el guardián del fuego se ha perdido una gran oportunidad para hacer un bis. No hay forma de saber cuándo partieron o adonde se dirigen, aunque en mi opinión sería muy tonto por su parte salir de las provincias gobernadas por Constancio. Como se les ocurra poner el pie en el retazo imperial de Maximiano, están muertos.

—Sí, bueno. La posibilidad de morir no es algo que los vaya a frenar. En el pasado, he visto a bastantes cristianos buscar su propia ejecución. —Todavía era temprano, pero Elio no podía demorar más su partida. Sólo había acudido al taller con la esperanza de que el tan bien relacionado judío le pudiera proporcionar más información.

—Supongo que no era esto lo que querías escuchar, comandante, pero en cualquier caso te soluciona el problema. El muerto viviente está muerto, el obrador de milagros y su cohorte están huidos cuando más se los necesita y los parientes heredan el ladrillar. Y yo digo: ¿y si utilizara la muerte y la resurrección para darle publicidad a mi negocio? En la ciudad, los rumores van a más; los eunucos de la corte se están encargando de correr la voz de que la magia cristiana es un fraude. Yo desde luego me voy de aquí, antes de que empeoren el tiempo y los humores. Tengo algunos negocios que atender en Italia.

—¿Dónde exactamente?

—Primero en Mediolano, creo.

Era precisamente a donde se dirigía Elio portando el mensaje de Diocleciano para su cosoberano Maximiano. Claro está que de eso nada mencionó. En cuanto a Ben Matías, dejó que Elio pensara que tampoco él tenía nada más que decir. De hecho, esperó hasta verlo cruzar el umbral para añadir «nos vemos en Mediolano», y en seguida pasó a dedicar toda su atención a la lápida que tenía delante, como si su conocimiento de los planes de viaje de un enviado imperial no tuviera la más mínima importancia.

Primera carta de Elio Espartiano a Diocleciano:

A Nuestro Señor Emperador César Gayo Aurelio Valerio Diocleciano, Pío Félix Invicto Augusto, saludos de su Elio Espartiano.

Fiel a su deseo, Domine, de que lo mantuviera informado de todos aquellos sucesos con los que me encontrase en el ejercicio de mis obligaciones, debo contarle un hecho acontecido tras mi exitoso encuentro con Su Serenidad Constancio, César de Nuestro Señor Maximiano. Un extraño caso de superstición ha alterado las sensibilidades cristianas durante un cierto tiempo en Bélgica Prima, si bien, gracias al asesinato de uno de los actores, el caso no parece haber tenido secuelas de ningún tipo. Adjunto al presente mensaje un informe detallado de mis averiguaciones relativas al caso. Conforme a las órdenes de Su Divinidad, me dispongo a partir en dirección a la capital de Nuestro Señor Maximiano para proseguir con mi encargo. Viajando en montura de caballería y haciendo uso de postas, siempre que el tiempo me permita transitar los pasos de montaña, espero llegar a Mediolano dentro de una semana.

El cumplimento del edicto imperial sobre precios máximos es, a mi juicio, mayor en estas tierras que en Egipto. A continuación relaciono algunos de los precios observados:

Cerveza gálica, 1 sextercio itálico………… 4 denarios

Escanda descascarada, primera calidad, 1 modio milita………… 95 denarios (1/20 por debajo del precio máximo permitido).

Pintor de cuadros, sueldo más manutención por día………… 150 denarios, si bien el hombre consultado (Elio no decía que se trataba de Ben Matías) jura por la fortuna de Nuestros Señores Augustos y Nuestros Señores Césares que apenas puede cubrir gastos y ruega se revise el límite

Mantequilla, 1 libra itálica………… 10 denarios (1/3 por debajo del precio máximo, y es de excelente calidad).

Escrito en Augusta Treverorum, el 23 de noviembre, día IX antes de las calendas de diciembre, en los años IX y VIII de los consulados de Nuestros Señores Diocleciano y Maximiano respectivamente, y en el año 1057 desde la fundación de la Ciudad de Roma.