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29 DE MAYO
Sandro Guidi sabía que si los alemanes estaban implicados en el asesinato de San Juan de Letrán no aparecería ninguna foto de la víctima. La sucinta información del incidente de que disponían en la comisaría de policía el lunes era inútil, y la olvidó por completo cuando Danza llegó y le tendió un folleto en que se aseguraba que la mujer pertenecía a un grupo de la resistencia. Con un presentimiento (aún no estaba preocupado, sólo intranquilo) llamó a los Maiuli y preguntó por Francesca. La criada aseguró que la pareja había salido y que, por lo que sabía, la signorina Lippi estaba en el trabajo.
A la hora de comer fue en coche a la dirección que Francesca le había dado como domicilio de su madre. Llamó a la puerta y una mujer de mediana edad le abrió con actitud recelosa.
Poco después estaban sentados uno frente al otro. Ella tenía la mano encima de una cajetilla de cigarrillos para que Guidi no viera que era de marca alemana… pero él ya lo sabía. En la pequeña cocina una franja de sol creaba reflejos danzarines en los azulejos de la pared. La mujer bostezó. Tenía unas profundas ojeras, pero los ojos eran bonitos. La belleza de su rostro era distinta de la de Francesca; sus rasgos revelaban desilusión, pero eran menos duros, como si la vida le hubiese dispensado otro trato o ella hubiese reaccionado de forma distinta. Llevaba una bata de estar por casa que mostraba la generosidad de su cuerpo, pero ni ella ni Guidi parecían reparar en eso. El surco entre sus senos estaba allí, sencillamente, como la luz en la pared.
—¿Mi hija tiene problemas?
Guidi negó con la cabeza.
—Al menos no con nosotros… —Se refería a la policía—. Estoy realquilado en la misma casa que ella. —Por hábito profesional tomó nota, aunque sin juzgar, de la cama sin hacer, la ropa en el suelo, las hojas de periódico arrebujadas para encender el fuego de la cocina, las colillas que colmaban el cenicero, tazas y platos, todos desparejados.
En cierto modo, la mujer era mucho más guapa que Francesca. Las manos de ambas eran idénticas, largas y esbeltas, con unos dedos que parecían tener cuatro falanges, tan largos eran. Se echó el pelo hacia atrás para apartarlo de la cara, como hacía su hija.
—No sé dónde está. Rara vez viene por aquí. Sé que tuvo el niño hace una semana. Lo siento, no puedo ayudarle.
—¿Dijo si pensaba irse de Roma?
—No, que yo sepa. De todos modos, ya ha hecho esto otras veces. —La mujer se moría de ganas de fumar, era evidente, y trataba de encontrar la manera de abrir la cajetilla sin que él la viera. Al final se la acercó dándole la vuelta lentamente en la mano mientras hablaba y a continuación el cigarrillo pequeño y grueso apareció en sus labios. Guidi sacó las cerillas y se lo encendió—. He intentado ponerme en contacto con ella. He ido a su trabajo, pero la tienda está cerrada.
—Como la mayoría de los comercios hasta que lleguen los americanos.
Guidi no dijo más. Desde el día anterior daba vueltas en círculo negándose a afrontar las posibilidades. Temía ir al depósito de cadáveres para ver el cuerpo de la mujer asesinada. Por eso buscaba a Francesca en otros lugares. El rostro de la madre se contrajo cuando dio una calada. Al inspector se le ocurrió que quizá Francesca le hubiese mencionado su relación con él y, tenso, se preguntó hasta dónde sabría.
—Mire —dijo ella consultando el reloj pequeño y barato que llevaba en la muñeca—, no quiero echarle, pero va a venir un pintor. Estará aquí dentro de unos minutos, así que, si no le importa…
«Un pintor. Ya». Guidi se puso en pie, ella no. Salió de la casa y bajó con cuidado para no resbalar en los desgastados peldaños. Al final de la escalera, la acera brillaba como una explosión de luz.
La primera preocupación de Bora aquella mañana fue asegurarse de que el cargamento de la Cruz Roja llegaba al Vaticano. La segunda fue averiguar qué le había ocurrido a Antonio Rau en via Tasso. Sutor atendió la llamada y de inmediato lanzó una invectiva contra Roma y la resistencia, y se lamentó de que ya no quedara tiempo para arrestar a todos esos desgraciados.
—Ese hijo de puta traidor de Rau era uno de ellos. Si el ejército hubiese cumplido con su deber en el combate, no quedarían tantos por ahí vivos y bien escondidos.
Bora advirtió que estaba furioso, pero aun así repuso:
—Si no hubiesen matado a Foa, al menos tendrían una voz sensata en medio de esta locura. Podrían haber fusilado a cualquier otro menos a Foa.
—Sí, podríamos haberle fusilado a usted.
—Supongo que lo dice en broma, capitán, pero no me hace ninguna gracia.
—Espere a que le quiten esas rayas de los pantalones… Bora se echó a reír.
—Está tan acostumbrado a amenazar que creo que a veces se olvida de con quién está hablando.
La amargura contenida de Sutor se desbordó y su voz se volvió chillona.
—¡Estoy hablando con un entrometido medio inglés a quien teníamos que haber roto el culo hace mucho tiempo, pero lo haremos muy pronto!
—Bien —replicó Bora con tono agrio—, eso ya lo veremos.
—Sí, claro que lo veremos. Esto no es Verona, ¿sabe? ¡Siga por ese camino y acabará ante el Tribunal Popular alemán!
En ese momento cogió el teléfono Kappler, que debía de estar al lado del capitán o bien acababa de entrar en su despacho. Su tono era sereno.
—Está irritando a mis oficiales, mayor Bora.
—Sólo porque no permito que me intimiden, coronel.
—Usted también tiene sus defectos. Ser autoritario está muy bien en el campo de batalla, pero no funciona con los hermanos oficiales.
—¿Está hablando de mí o del capitán Sutor?
—Un poco de ambos. En todo caso, de ser necesario, sé del lado de quién estoy.
—Bueno, pues dígale al capitán que no me gusta que me amenacen. No pienso tolerarlo.
—Hay muchas cosas que usted no tolera, mayor Bora.
El doctor Raimondi se mostró cordial y fue breve cuando Guidi llamó a su consulta.
—No sabemos nada de Francesca desde el viernes pasado, inspector. Cuando la vea, dígale que el bautizo será el cuatro de junio en Santa Francesca Romana. Nos encantaría que asistiera. Y usted también, si quiere venir.
Guidi tragó saliva. «Deben de pensar que soy el padre».
Aquella tarde, en el hospital militar, Treib le devolvió el diario sin hacer más comentarios que cuando lo había recibido. Su rostro comprensivo parecía blando bajo la débil luz cenital.
—¿Todavía quiere que guarde las cartas?
—Sí, por favor.
—Confía en mí porque soy médico.
—No. Confío en usted porque estuvo en Rusia, igual que yo. Treib asintió con un gesto.
—Muy bien. ¿Qué tal el brazo? Déjeme echarle un vistazo. Después de examinarlo dijo, mientras ayudaba a Bora a ponerse la guerrera:
—¿Encontró algún culo sano por ahí el mes pasado? Bora, que estaba pensando en la señora Murphy, se sobresaltó.
—No.
—No queda mucho tiempo si quiere hacerlo en Roma. A decir verdad, yo estoy demasiado cansado para hacer el amor aunque se me presentase la oportunidad. ¿Cómo dice la canción? Maschine kaputt… Probablemente usted es de ésos a quienes la actividad frenética les excita.
El cirujano necesitaba que le llevaran en coche, y Bora tuvo la amabilidad de acompañarle hasta su piso, unas pocas calles más allá del hospital. Treib tropezó al bajar a la acera.
—Le invitaría a tomar algo, pero estoy agotado.
—Buenas noches.
—Buenas noches. —Con súbita preocupación, Treib se inclinó hacia la ventanilla—. ¿Qué piensa hacer ahora? ¿Adónde irá?
—Al hotel no. Si vuelvo ahora, acabaría en la cama con una puta.
—Vigile, amigo. No vale la pena.
Bora asintió y se alejó en el coche.
Por razones tan oscuras que no se atrevía siquiera a analizarlas, Guidi salió de su apartamento a última hora de la tarde y se dirigió de nuevo hacia su despacho en via Boccaccio. Aparcó el coche y subió por la triste cuesta de via Rasella hasta via Quattro Fontane. Un cuarto de luna estarcida le permitió observar que el Mercedes de Bora no estaba junto al bordillo, pero caminó a lo largo de la calle para asegurarse. Le detuvieron unos guardias de la PAI y unos soldados alemanes, y en ambos casos se dieron por satisfechos con sus papeles. No veía la matrícula del automóvil de Bora (WH 1377445) por ninguna parte; todavía no había llegado al hotel. Guidi se detuvo en la esquina para esperar, aunque no sabía qué esperaba, aparte de ver cómo el alemán llegaba y salía del coche. No tenía nada que decirle. ¿Por qué lo esperaba pues? Tenía un gusto amargo en la boca.
De algún modo tenía que ver con Bora. Era culpa de Bora. Guidi sentía el disparatado y vago deseo de hacer daño al mayor, un obstáculo para su odio hacia los alemanes. Todo era por culpa de lo que Bora había hecho, fuese lo que fuese. Lo que fuese. Estaba furioso con él, resentido por haberle ofrecido su amistad y —esta noche— lo bastante exasperado para hacerle daño. Los esporádicos ecos del frente de Anzio parecían palpables, era como si los sonidos y destellos pudiesen tocarse y cogerse con las manos. Guidi esperaba, con el alma adormecida e inmóvil como un eje en la bobina de sus pensamientos.
El teléfono sonó en la oscuridad. Era un misterio cómo había conseguido Dollmann dar con él en casa de donna Maria. Su voz llegó por el cable, inconfundible por la prudencia con que inició la conversación.
—¿Está solo, Bora?
—Sí, ¿por qué?
—Sólo quería asegurarme de que no interrumpía nada. Como sé de su interés por la lucha contra los partisanos, me gustaría facilitarle cierta información. Durante la noche un grupo que se hace llamar Unione e Libertà imprimió y puso en circulación unos panfletos. Le leeré un fragmento: «Una vez más se ha escenificado el espantoso juego de la barbarie en nuestra ciudad. El veintiocho del presente, una camarada fue asesinada, sin que mediara provocación alguna, por un alemán en la plaza de Letrán. Los que la conocíamos bien estamos convencidos de que el amor a la libertad no se extinguirá con su muerte. Mientras tanto, llamamos al pueblo romano a rebelarse contra los asesinatos y las torturas», etcétera. He pensado que le interesaría. Es asombroso dónde se encuentran las buenas noticias ahora. ¿Ha cenado ya?
Bora miró la esfera fluorescente de su reloj.
—Es casi medianoche.
—No importa, conozco un sitio donde todavía se puede comer algo.
* * *
Habían llegado dos coches desde que Guidi estaba allí, pero Bora no se había apeado de ninguno de ellos. Apoyado contra la pared, el inspector se preguntaba si estaría allí de haber tenido noticias de Francesca aquella noche. Enfrente, la imponente puerta del jardín del palacio Barberini le recordaba aquel espantoso jueves de marzo. Cualquier posible amistad con Bora había acabado aquel día, aunque él hubiese logrado sobrevivir. Los otros habían muerto. Estar allí, con la ira que sentía, era una forma de reclamar su sitio junto a los demás. El lento avanzar de las estrellas parecía fruto del esfuerzo de la bóveda celeste, deslucida por el resplandor de la guerra en el horizonte.
¿Qué significaba eso de «hacer daño» a Bora? ¿Cómo hacer daño a un soldado? Sólo había una forma, claro… Guidi cambió el peso de un pie a otro. A veces el mayor bajaba la guardia. ¿Por qué no ahora, mientras regresaba al hotel? Lenta, lentamente las estrellas se deslizaban en el cielo buscando el alero de los tejados para esconderse. Seguro que se podía hacer, dado que alguien había matado a una mujer en pleno día, en una plaza pública, y luego huir. Guidi necesitaba estar allí con toda su ira, su temor y su dolor. Necesitaba creer que era la masacre y el ultraje de haber sobrevivido a ella, no otra cosa, lo que lo había llevado allí.
Ni un hilo de luz, ninguna actividad junto a la entrada revelaba que el restaurante estaba abierto. Dollmann debía de haber llamado antes, porque un camarero les esperaba en la puerta para franquearles el paso. Unos pocos clientes privilegiados ocupaban las mesas, entre ellos algunas mujeres muy bien vestidas. Dollmann advirtió que Bora las miraba, cogió delicadamente la servilleta de la copa que tenía delante y la extendió sobre sus rodillas.
—Yo también tengo mis problemas —le confió de forma ambigua—. Ningún intelectual debería cargar con la desgracia de nuestro estado de abstinencia, pero aquí estamos. Tendría usted que haber tomado medidas en previsión de su, digamos, fragilidad humana. —Al ver que Bora, irritado, guardaba silencio, añadió—: Su defecto es que necesita amigos. Debería conformarse con amantes, parientes y colegas. Su búsqueda es inútil.
Bora suspiró.
—Supone usted que amantes, parientes y colegas no pueden ser amigos.
—En efecto. Ni siquiera yo soy su amigo. Sólo su aliado.
—He tenido amigos, coronel.
—¿Sí? ¿Qué fue de ellos?
—Algunos murieron.
—¿Y el resto?
—Ya no somos amigos.
Dollmann esbozó una sonrisa taimada.
—¿Un cigarrillo?
—No, gracias. Lo dejé hace diez días.
Llegó el menú, eligieron los platos y la bebida, y luego el SS preguntó:
—¿Por qué lo ha dejado?
Bora se relajó por fin, al parecer divertido por su propia respuesta.
—Me estoy limpiando antes de pasar por la sartén, como un caracol. Probablemente debería comer serrín también.
—¡Es usted supersticioso!
—Y tengo miedo. —Bora sirvió el vino en la copa de Dollmann y luego en la suya—. Me gustaría decir que es preocupación, pero en realidad es miedo. Hacía tiempo que no me beneficiaba de sus efectos… es muy agradable volver a sentirlo. Me ayuda a correr riesgos aún mayores.
Guidi cerró los ojos para no ver quién salía del coche que acababa de detenerse junto a la acera. Luego miró; no era Bora. Dobló la esquina. Tenía la boca seca.
Debía irse. Tan repentina e imprevisiblemente como había llegado, ahora debía marcharse. Bora no volvería aquella noche y, si lo hacía, no quería estar allí esperándolo. Las estrellas se deslizaban entre los tejados cuando echó a correr hacia su coche, donde entró como si se escondiera de ellas.
Había muchas razones para quedarse y, sin embargo, una de ellas le impulsaba a irse de allí. Sí, era cierto que su ira había empezado aquel día de finales de marzo, pero cuando sus hombres habían disparado a Bora desde las ventanas de la comisaría, él no les detuvo.
¿Cómo podía quedarse? Por el sentimiento de culpa, por ese sentimiento de culpa, no estaba preparado para matar.
29 DE MAYO
Horas después, en la mañana de primavera más desolada que había visto jamás, Guidi salió del depósito de cadáveres con un zumbido en los oídos. Le temblaban tanto las manos que no acertaba a encontrar las llaves del coche en los bolsillos y tuvo que sentarse en el vestíbulo para serenarse.
No le confortaba haberse mentido desde el principio acerca de su muerte. Durante dos días la había negado. Ahora se sentía como si una parte de él estuviese enferma y podrida y, aunque no era amor (nunca lo había sido), pensó que debería llorar. Su rostro se contrajo, pero las lágrimas no brotaron.
—¿La joven tenía parientes? —preguntó el empleado del depósito—. Alguien tiene que enterrarla. He leído el panfleto y los periódicos, y no quiero problemas con los alemanes. Si tenía parientes, dígales que deben enterrarla.
Guidi dijo que él se haría cargo de todo. Cómo le temblaban las manos. Mientras se las miraba comprendió que era su propia debilidad lo que detestaba de sí mismo. Su rabia se veía contaminada por ella y producía sólo un raquítico y malicioso deseo de encontrar y acabar con el hombre que la había matado, pero por venganza, por despecho, un sentimiento menos noble y feroz que el odio. Si al menos pudiera controlar el temblor de las manos…
Condujo hasta San Juan de la Malva, una iglesia con tres altares y seis sepulturas famosas, cerca del puente Sisto, porque el sacerdote de la parroquia se hallaba en la plaza cuando asesinaron a Francesca.
El cura, que necesitaba un afeitado y un buen baño, se encogió de hombros al oír sus preguntas.
—La verdad es que no vi nada, inspector. Sólo el cuerpo cuando ya había caído, como el resto de la gente que había en la plaza. Había dos hombres de pie junto a ella y pronto aparecieron más, algunos con uniforme, otros no. Todos alemanes. Puede que le dispararan desde una ventana. No vi cómo ocurrió.
—Quien disparó estaba cerca, en la misma plaza.
—Los SS ordenaron a todos los soldados que enseñaran sus armas y supongo que comprobaron que ninguno de ellos había disparado.
—¿Trata usted de defender a los alemanes?
El sacerdote se encogió de hombros una vez más.
—Me limito a explicar lo que vi. No ponga en mi boca palabras que no he dicho. Me sentí muy mal cuando no me dejaron acercar lo suficiente para rezar una oración por ella, pero ahora que he leído que era comunista… en fin, habría sido una oración desperdiciada. Es todo lo que vi, no puedo añadir nada más. No; no me fijé en los uniformes. Para mí todos son SS. ¿Por qué no pregunta a los empleados del hospital de San Giovanni? Puede que ellos vieran algo.
Guidi lo hizo. En la plaza, si hubiera querido buscarlo, no quedaba ningún indicio del lugar donde Francesca había caído muerta, y bajo el inmenso cielo azul las patrullas alemanas seguían apostadas en las esquinas. En una silenciosa sala del hospital encontró a un celador, un hombre con un gorro blanco y un rostro brutal, con cicatrices en las cejas que indicaban que debía de boxear en su tiempo libre. A diferencia del sacerdote, aseguró que lo había visto todo.
—Todo, lo vi todo. Pregúnteme.
—¿Dónde estaba usted cuando sonó el disparo?
—Estaba sacando a un paciente del quirófano.
—Entonces no estaba junto a la ventana.
—No, pero corrí hacia ella enseguida. Había un alemán de pie junto al cuerpo.
—¿De uniforme?
—Claro. Si no, ¿cómo iba a saber que era alemán?
—¿Y qué hacía? ¿Le vio la cara?
—No; estaba de espaldas a mí. Simplemente estaba plantado allí. Un hombre alto, un oficial. Luego se le acercó un civil y empezaron a hablar. El civil registró la ropa de la mujer muerta, buscando sus documentos quizá. Luego llegaron otros alemanes y se pusieron a discutir.
Guidi estaba decepcionado.
—¿No vio a nadie con un arma en la mano?
—No. Los alemanes apuntaron hacia las ventanas con los fusiles, de modo que retrocedí e intenté mirar a través de las rendijas de las persianas. Pero no había nada más que ver. Todos se habían ido al cabo de media hora.
—En definitiva, no vio cómo la asesinaban.
—No, pero…
—No vio cómo la asesinaban —repitió Guidi, disgustado, y se marchó.
En su despacho Bora acababa de oír las alarmantes noticias que llegaban de Velletri y Valmontone, los últimos obstáculos para el avance de los aliados hacia Roma. El tiempo que quedaba era implacablemente escaso. Durante días había intentado establecer comunicación con el campo de prisioneros en tránsito de Servigliano, pero había sido en vano. Ahora, con el expediente del caso Reiner abierto ante él, probó suerte de nuevo y volvió a fracasar.
No le sorprendió que el capitán Sutor apareciese sin anunciarse en su puerta. De hecho, temía que se presentara. Sin embargo, colgó el auricular con calma y comentó:
—No le esperaba, capitán. Tengo que salir. ¿Qué le parece si nos vemos mañana?
—No es posible. He venido para hablar del incidente del domingo.
—Comprendo. —Bora se desabrochó la pistolera, sin reparar en el sobresalto de Sutor—. ¿Quiere examinar mi arma?
—¿Después de todo el tiempo que ha tenido para limpiarla? No.
—La acusación que hace es muy grave, capitán. Espero que pueda demostrarla.
Sutor miró alrededor, tranquilo de nuevo.
—En realidad la muerte de la mujer es algo secundario. Lo que quiero saber es quién más estaba en la plaza. Sacerdotes, amas de casa y soldados pueden decirme que no vieron nada, pero usted no es de los que no prestan atención.
—A veces me distraigo.
—El coronel Dollmann estaba allí con usted.
Bora cerró el expediente del caso Reiner y lo guardó en el maletín.
—¿Se lo ha preguntado a él?
—Hay cosas que no puedo hacer. Tenemos entendido que usted fue el primero en llegar junto al cadáver.
—Es cierto. —Después de cerrar el maletín Bora se puso en pie—. Es curioso que tenga usted tanto interés por el caso. Esa mujer era de la resistencia. Una comunista. El que la mató nos hizo un favor a todos.
Sutor tenía el rostro impasible, como un perro de presa.
—¿Quién la mató, Bora?
—No lo sé.
—El disparo procedía de una P treinta y ocho del ejército. Bora rodeó el escritorio lentamente.
—Lástima. Hay miles de ésas por ahí.
—¿Quién disparó?
—No lo sé. Y no me gusta que me acosen de esta manera.
—Vamos, mayor, no me mienta. ¿Quién disparó a la mujer? Consciente de que no podría librarse del SS tan fácilmente, Bora se enfrentó a él.
—Le repito que no lo sé.
—Alguien disparó. Usted estaba allí. O bien lo vio o bien fue usted quien la mató. Si no lo hizo, está protegiendo a otra persona.
Por un instante la angustia que en su pesadilla le provocaba la persecución del animal sanguinario estuvo a punto de traicionarle.
Sin embargo, cogió el maletín con gran serenidad y dio un paso hacia la puerta, como si un visitante maleducado hubiera puesto a prueba su paciencia.
—Capitán Sutor, me ofenden sus palabras, su tono, su forma de irrumpir aquí. Su preocupación por la muerte de una enemiga del Reich me resulta sospechosa y me propongo comunicárselo al general Wolff. Quiero saber qué interés oculto tenían las SS y la Gestapo por esa mujer y por qué uno de los suyos registró su cuerpo ante mis propios ojos.
—Eso no es asunto suyo. —Sutor intentaba mantener la presión, pero ya no se mostraba tan descarado. Era como si en su determinación se hubiera abierto una brecha por la que Bora podía colarse y abrirse paso.
—¿Debo entender que su mando tal vez haya tenido tratos con el miembro de un grupo comunista, posiblemente el mismo que causó la masacre de via Rasella?
El grueso cuello de Sutor se puso rojo, como si alguien le estuviera asfixiando.
—Dice tonterías sólo para protegerse.
—Salga de aquí —indicó Bora.
—Usted se cree muy listo, y también el coronel Kappler, pero no les va a servir…
—¡Salga de aquí!
—¡No pienso irme!
—Entonces me iré yo. —Bora pasó a su lado y atravesó el umbral—. Registre mi despacho, ya que está. Vea qué más puede averiguar.
La signora Carmela no comprendía por qué Guidi había pedido hablar en privado con su marido. Esperó sentada en la cocina hasta que los hombres se reunieron con ella.
—Hay malas noticias —dijo el profesor con tono monocorde—. Francesca ha sido asesinada.
La anciana le oyó con claridad, pero se volvió hacia Guidi y preguntó:
—Inspector, ¿qué está diciendo? No lo comprendo.
—Es cierto. Los alemanes la mataron. Es la que aparece en los periódicos.
—¡Dios mío! —exclamó la signora Carmela—. ¡Ay, Dios mío, Dios mío! —Su marido trató de agarrarla, pero la mujer le esquivó y voló hacia su habitación y los santos que allí tenía—. ¡Ay, Dios mío, pobre niña! ¡Ay, Dios mío!
Maiuli parecía incapaz de bajar el brazo que había alzado para coger a su mujer. Cuando lo hizo, tenía lágrimas en los ojos.
—¿Sufrió?
—No. —Guidi tuvo que despegar las mandíbulas para hablar de forma inteligible—. Un disparo limpio, en la cabeza. Murió al instante. Probablemente no se dio cuenta de lo que pasaba.
—Pero ¿por qué iban a…?
—Al parecer estaba más metida en política de lo que usted o su mujer sabían, profesor. Iré a su habitación para deshacerme de cualquier cosa que pudiera comprometerles.
—Ella… haga lo que tenga que hacer, inspector. Francesca dormía últimamente en la habitación que usted dejó.
Guidi se sacudió toda la nostalgia para poder trabajar. El policía entrenado que había en él registró el dormitorio, mientras el otro Guidi se mantenía al margen. Enseguida encontró unos billetes apretadamente enrollados en el fondo del cajón, unas seis mil liras. También había un sobre vacío con el nombre de Francesca encima de la mesa, sin remite. Revistas, novelas de misterio, zapatos viejos. Un frasquito de colonia. Sus vestidos de algodón. Las medias de seda que él le había regalado, cuidadosamente dobladas.
El profesor Maiuli miraba desde el umbral con aire de perro apaleado.
—Inspector, dígame la verdad: ¿usted conocía sus actividades? Guidi no se volvió. Tenía el colchón levantado con una mano mientras tanteaba por debajo con la otra.
—Sí.
—Al menos podía habérmelo dicho.
—Sabía que no sería usted capaz de mentir cuando vinieran los alemanes.
—Quizá no, pero entonces me habrían arrestado con un mínimo de honor.
—Ahora eso da igual.
Maiuli movió la dentadura como un ternero que rumia.
—El oficial alemán que me arrestó es el mismo que vino a hablar con usted aquella noche. Él le conoce bien. Si usted no intentó disuadirle de que nos detuviera a los demás, que no teníamos nada que ver con la política, era porque quería proteger a Francesca. Lo comprendo. Sin embargo, no tenía que haber actuado a mis espaldas.
Guidi dejó el colchón es su sitio y echó hacia atrás la colcha. La rabia que sentía por la muerte de Francesca estaba en su punto álgido. Sus movimientos eran desordenados, meros pretextos para mover el cuerpo y descargar energía. Al no encontrar nada más pasó junto a Maiuli y atravesó el salón hacia la antigua habitación de Francesca.
Maiuli no le siguió.
—Me alegro de que ya no viva con nosotros.
Los muebles del dormitorio estaban vacíos. Aun así, Guidi buscó en los rincones y ranuras donde los alemanes seguramente husmearían. Incluso sacó un trocito de papel doblado que había debajo de la pata coja del escritorio; estaba en blanco. Arrancó de un cuaderno una hoja con números de teléfono garabateados y se la guardó en el bolsillo. En lo alto del armario había algunos bocetos de desnudos y retratos, que cogió y arrojó sobre la cama; ninguno estaba fechado después de 1943. Con los brazos alzados palpó detrás de la moldura que coronaba el armario y por fin sus dedos tropezaron con un papel. Tras subirse a una silla descubrió varias copias de papel carbón metidas apretadamente entre la moldura y la parte superior del armario. Las sacó y eligió una al azar.
Lo que leyó fueron los nombres que Bora y Montini habían leído, pero ninguno de los dos había reaccionado como lo hizo Guidi. Por un momento se le nubló la vista, porque aquello era para él una segunda muerte, inconcebible y espantosa, de Francesca. Febrilmente leyó uno tras otro el nombre de personas desconocidas, nombres que había oído alguna vez, familias enteras encerradas en la brevedad del espacio mecanografiado que las condenaba. Fue incapaz de apartar la vista del nombre de la madre de Francesca, claramente escrito junto a su dirección.
30 DE MAYO
Sus oídos ya no prestaban atención a los cañonazos. Con la tensa máscara de su rostro bien tirante sobre el cráneo, Kesselring parecía avejentado y sólo la doble hilera de dientes un tanto salidos le daba un aspecto de agresividad.
—¿Por qué no me dijo que tuvo problemas en via Tasso, Martin?
—El mariscal de campo tiene otras cosas de las que preocuparse.
—Creía que desde marzo todo estaba resuelto.
Un obús pasó silbando y ambos hombres se agacharon. La trinchera estaba construida en una escarpadura natural, bordeada de arbustos maltrechos y árboles escuálidos. De vez en cuando se veía a las tropas norteamericanas hacia el sudoeste, atisbos de ropa oscura a la que apuntaban los tiradores.
Cuando Bora miró, vio que el obús había levantado una buena cantidad de tierra, la mayor parte de la cual caía en el lado americano. Comparado con el anterior proyectil, era evidente que habían corregido el tiro; un poco más de puntería y acabarían volando su lado de la escarpadura. La artillería alemana runruneaba por encima de sus cabezas apuntando a las posiciones británicas. Bora sabía cómo estaban las probabilidades sobre el mapa. El siguiente obús cayó mucho más cerca, apenas unos cincuenta metros más allá. También entre los alemanes alguien estaba cometiendo errores. Un 88 cayó demasiado cerca y explotó en un matorral donde los soldados habían pasado la noche; los árboles saltaron en pedazos y las ramas volaron como jabalinas y flechas, junto con puñados de tierra y raíces.
Kesselring caminaba con paso firme por la línea de la trinchera, con la cabeza hundida entre los hombros.
—Tendremos que retirarnos —musitó, decepcionado— o esta tarde a ambos lados sólo habrá trozos de carne en el barro. ¿Qué tal está la moral?
—Los hombres no quieren que nos vayamos de Roma.
—Lo comprendo, pero debemos abandonar la ciudad. Lléveme de vuelta a Frascati.
Cuando hubieron recorrido un trecho en dirección a la colina donde se hallaba la ciudad, entre nubes grises de explosiones que se alzaban hacia el sol, Kesselring dijo:
—Martin, quiero que se disculpe ante Kappler y Sutor. Bora, que iba atento a la conducción, notó que se le erizaba la piel.
—¡Herr Fieldmarschall, acabo de pedirle justo lo contrario!
—Por eso precisamente tendrá que expresar a ambos sus disculpas.
—Pero el honor del ejército… ¡Esto es inaudito! Póngase en mi lugar, herr Fieldmarschall.
—Si yo estuviera en su lugar, me disculparía.
Bora comprendió cuál era la situación.
—Con todo el respeto, el coronel Dollmann no tiene ningún derecho a informarle a usted.
—Se han pescado peces mucho mayores por menos. Como sabe, mañana por la noche se celebra una fiesta en el Flora, y lo apropiado es que se disculpe entonces.
—¿En público?
—No le hará ningún daño.
Bora estaba tan furioso que casi se salió de la carretera.
—Herr Fieldmarschall, preferiría que me reprendiese usted mismo.
Kesselring soltó un gruñido.
—No quiero reprenderle. Quiero que se disculpe ante Kappler y su ayudante. Espero que Dollmann me informe de que lo ha hecho. Procure estar sobrio cuando presente sus disculpas y hacerlo con el decoro que exigen su puesto y su familia.
* * *
En la pequeña cocina, la madre de Francesca lloraba. Con las manos entrelazadas bajo la barbilla, derramaba gruesas lágrimas y Guidi se sentía impotente para consolarla. Estaba lleno de odio y, por supuesto, debía advertirla del peligro sin decirle cómo lo sabía. Todavía no tenía claro qué hacer con el dinero encontrado en la habitación de Francesca, aunque lo llevaba encima. Entonces lo sacó del bolsillo, todavía sujeto con la goma elástica, y lo dejó encima de la mesa.
—Seis mil liras —dijo y, aunque no resultaba demasiado creíble, añadió—: De los ahorros de Francesca.
Hacia el sur, los alemanes debían de estar volando otro puente u otro depósito de municiones. Los cristales de la ventana temblaban violentamente. Mientras lloraba, la mujer profirió una especie de susurro, pero no se movió ni miró el dinero.
—El domingo bautizan al niño, por si quiere verlo. Y en caso de que quisiera… bueno, ya sabe, vestirla y…
—No.
—La enterrarán por la mañana.
Ella le miró con desesperación.
—No quiero tocarla. No me pida eso. No puedo tocarla ni ir a verla. Tome el dinero, que le hagan un buen entierro.
Guidi miró el mantel lleno de manchas.
—No es necesario. Eso ya está arreglado. No tiene usted que preocuparse.
Cuando la madre de Francesca le cogió la mano, Guidi no lo esperaba; se sobresaltó por el contacto e hizo ademán de retirarla, pero ella se la retuvo. La de la mujer estaba fría y húmeda de lágrimas.
—Y usted… ¿está triste por lo ocurrido?
—Estoy aturdido. No sé lo que siento.
Aunque ya era tarde cuando regresó a Roma, Bora recibió una llamada del cardenal Borromeo, que parecía preocupado y quería que fuera a verle a su residencia aquella misma noche. A su llegada (se reunieron en privado en un estudio pequeño lleno de tapices), el prelado se mostró incluso más agitado que por teléfono. Por lo visto, Kappler había instado al Vaticano a entregar a los partisanos y desertores que se escondían en el palacio de Letrán.
—Ustedes también dan refugio a soldados enemigos, cardenal. No estoy en posición de interceder ante la Gestapo o las SS.
—¡Es lo que me ha dicho Dollmann, y él es un SS! ¿Quién va a hablar por nosotros?
—Si la Santa Sede tuviese la conciencia tranquila, no les preocuparía la intromisión de Kappler. No veo que haya nada diferente en este caso. Los hombres que ustedes ocultan son los mismos que matan a los míos en el campo de batalla; no podemos negociar sobre la complicidad con el enemigo. Intenté hacer lo que pude por otros —añadió sin pronunciar la palabra «judíos»— pero, si tuviese autoridad, yo mismo entraría en sus laberínticas habitaciones en busca de miembros de la resistencia.
—¡Van a entrar sin autorización!
—De momento nadie ha entrado sin autorización, a menos que cuente la estúpida incursión de Caruso en San Pablo. El hecho de que Kappler le haya avisado me sorprende. Yo no lo habría hecho.
—Dice usted eso aun cuando Su Santidad ha expresado sus sentimientos paternales hacia usted…
—Estoy en deuda con Su Santidad. Debería intentar matar a algún informante más a menudo.
Borromeo caminaba arriba y abajo por la pequeña habitación; tres largos pasos, y vuelta atrás.
—Ese envío de leche de la Cruz Roja… vi su firma en los papeles. ¿Cómo se le ocurrió?
—Preferiría no decirlo.
El cardenal se detuvo y dio media vuelta con tal rapidez que su vestidura púrpura relampagueó.
—He oído que el equipaje de los oficiales ya está fuera de las habitaciones de los hoteles.
Bora no le miró. Por ese motivo había vuelto del frente, para recoger sus cosas del hotel y de casa de donna Maria y despedirse de Treib, que probablemente pronto se marcharía con los heridos menos graves. Por supuesto, todavía tenía pendiente la llamada a Servigliano y resolver, en la medida de lo posible, el caso Reiner con Guidi.
Borromeo le miraba de hito en hito.
—Dígame al menos, mayor, si cree que Kappler tendrá tiempo de asaltar Letrán.
—Bueno, está al otro lado de la plaza desde via Tasso. No tardaría ni tres minutos en llegar allí.
—Estoy hablando del tiempo psicológico.
Bora mantuvo la calma.
—Si digo que sí, intentará sacar a los que tienen escondidos allí, y si digo que no, deducirá que estamos abandonando Roma. Perdóneme, cardenal, pero no le diré nada.
—Hohmann le enseñó muy bien. —Borromeo abrió la puerta para que el mayor saliera.
Desde via Giulia, una larga distancia oscura separaba a Bora de piazza Vescovio. Aun así fue hasta allí dejando atrás la larga y solitaria via Ada, desde donde se veía el serpenteante curso del Aniene. El hospital tenía un aspecto sombrío por la noche. Sus salas parecían más largas, como intestinos llenos de desechos. El hedor a desinfectante emanaba del suelo y las paredes con mayor intensidad. Bora tembló al pasar entre las hileras de camas metálicas. Bajo las mantas cuyo color la oscuridad no permitía distinguir, un hombre respiraba con dificultad, como si tuviera la garganta partida, y otro gemía. En la sombra, una doble fila de hombres temblaban, tragaban saliva o miraban al techo en espera de la muerte.
Treib estaba solo en su despacho, desplomado en un catre. Hizo un movimiento brusco con la cabeza al ver que Bora entraba y con un gesto cansino le indicó que se acercara. No dijo nada. Su cabeza se balanceó como si fuera demasiado pesada para su cuello cuando trató de incorporarse. Parecía exhausto.
—No me quedaré mucho rato, Treib. Sólo he venido porque pensaba que estaría preparándose para partir.
—¿Quién se va? Los heridos que están en condiciones de viajar han salido esta mañana.
—¿Y qué hace usted aquí?
—Me quedo con los demás. Hay veinticinco mil alemanes heridos en Roma. Si me voy, no podré dormir por las noches durante el resto de la guerra. —Los músculos de sus mejillas intentaron mover las comisuras de los labios para formar una sonrisa—. Me quedo por el mismo motivo por el que usted se va.
Bora le estrechó la mano.
—Cuídese.
—Ah, sí, lo haré. Lo único que debo hacer es rendirme. —Treib señaló unos restos grises en una pequeña palangana de acero—. Eso es lo que queda de sus dos cartas. Me alegro de que no hubiese necesidad de enviarlas.
Pasaban unos minutos de las nueve de la noche cuando Bora volvió a su despacho en el Flora y, después de asegurarse de que su diario seguía en la caja fuerte, se sentó al escritorio. Se quedó un momento con los ojos cerrados intentando vaciar su mente del torbellino de sonidos e imágenes que se agitaban en su interior, hasta que el silencio de la habitación le pareció un océano que podía ahogarle misericordiosamente. Luego, una vez más, telefoneó sin demasiada esperanza al campo de detenidos en tránsito de Servigliano, cuyo número Dollmann había tenido la amabilidad de facilitarle unos días atrás, cuando estaba en el hospital. Esta vez consiguió establecer comunicación.
El jefe del departamento de archivos le escuchó sin interrumpirle. Probablemente esperaba que el ayudante de Westphal le reprendiese por la huida de detenidos después del bombardeo nocturno que había tenido lugar tres semanas antes y, al ver que no era así, se sintió más que deseoso de responder a sus preguntas.
—Sí, mayor —dijo después de una larga pausa, que sin duda empleó en remover papeles y que hizo temer a Bora que la línea se hubiese cortado—. Lo trajeron aquí por primera vez el diecisiete de septiembre desde la cabeza de playa de Salerno. Al cabo de unos días consiguió escapar de los italianos, que, como sabe, estuvieron a cargo del campo hasta principios de octubre. Nosotros capturamos a la mayoría de los huidos, pero él siguió libre hasta finales de febrero de este año. Recuerdo las circunstancias porque nos obligó a realizar una persecución implacable, y fue por los mismos días en que recibimos a los prisioneros de Malta y Trípoli. ¿Dónde había estado mientras tanto? En los interrogatorios no lograron sacarle ninguna respuesta concreta, pero estaba bien alimentado y vestía de paisano. Seguramente no estuvo escondido en el bosque, como aseguraba, ni gorroneando a algún pobre granjero. Además, tenía una herida en el muslo que había recibido atención médica profesional. En mi opinión, debió de ocultarse en alguna ciudad, quizá en Ascoli Piceno, quizá más hacia el sur, a la espera de unirse a los suyos. Sólo por accidente un miliciano que custodiaba la estación de autobuses de Ascoli sospechó de él y, cuando se dio cuenta de que el fugitivo no sabía hablar la lengua e intentó escapar, le disparó. La bala le arrancó el lóbulo de la oreja derecha. Aun así, los italianos tuvieron que correr tras él, porque salió huyendo. Sólo la hemorragia lo obligó a detenerse.
Bora no se esperaba eso. Estaba asombrado al ver que sus suposiciones habían sido acertadas, así como por la oportuna información que el hombre le había facilitado y por la rapidez con que recuperaba la energía, como si el día no hubiese sido tan duro como en realidad había sido. Se irguió en la silla, casi incapaz de contener el entusiasmo, mientras tomaba notas a toda velocidad.
—Ha dicho: «quizá más hacia el sur». ¿Qué le hace pensar tal cosa?
—La documentación falsa que llevaba consigo estaba muy bien hecha. Yo diría que la consiguió en Pescara o incluso en Roma.
Sin dejar de escribir, Bora sintió deseos de gritar.
—¿Guardan las ropas que vestía cuando le capturaron en febrero?
El jefe de archivos se mostró desconcertado.
—Sí, mayor Bora. Es lo habitual.
—¿Tiene acceso a ellas? Bien. Antes de acabar le haré un par de preguntas acerca de la ropa y los zapatos del hombre, y quiero que me describa la herida de la pierna. No, no. Haga lo que le digo. Mientras tanto, quiero que le mantenga aislado y le vigile muy estrechamente hasta que pueda mandar a buscarlo.
—¿Mandar a buscarlo? No lo entiendo.
—El sargento primero William Bader, del ejército americano, es sospechoso del asesinato de Magda Reiner, de nacionalidad alemana, secretaria de nuestra embajada en Roma.
En cuanto hubo colgado, Bora marcó el número de Guidi. Eran casi las diez, pero no podía esperar. El teléfono sonó largo rato, hasta que se oyó la voz soñolienta de un anciano desdentado; debía de ser el profesor, pensó Bora, y preguntó por el policía.
—El inspector ya no vive aquí —respondió la voz soñolienta—. Se mudó y no dejó ninguna dirección ni número de teléfono.
Bora cayó entonces en la cuenta de que llevaba una semana sin hablar con Guidi. Había estado ausente por diversas razones y debía de parecer que había tirado la toalla en el caso Reiner. Ahora que tenía algo que decir, que había resuelto el caso y necesitaba comentar los detalles, se veía obligado a esperar hasta la mañana siguiente para hablar con Guidi. ¿La mañana siguiente? No, tenía que reunirse con Kesselring. Quizá por la noche, si un obús no le arrancaba la cabeza o los americanos no atravesaban la linea del frente.
Bien, no podía hacer nada. Una vez más caminó por la calle oscura y subió a su coche, mientras en el cielo la danza del fuego de artillería destellaba como una pálida aurora boreal.
Media hora después, donna Maria le miraba mientras él guardaba en silencio sus escasas pertenencias y las llevaba a la puerta.
—Volveré a verla, pero debo sacar esto de aquí esta noche. —Entró en el salón y tocó con ternura una foto en la que aparecían su hermano y él cogidos del brazo en algún lugar de Rusia—. Será mejor que se deshaga de esto también.
La anciana no quería llorar y se despidió de él agitando la mano con rabia.
31 DE MAYO
Bora pasó el miércoles en Frascati y regresó de mala gana a última hora de la tarde para reunirse con Dollmann, quien había de ejercer de testigo durante la recepción del Flora. Como ya habían enviado todo su equipaje, ambos vestían el uniforme de diario. Al principio ninguno sacó el tema de las disculpas y Dollmann se dedicó a contar cotilleos sobre los oficiales que asistían a la fiesta.
—En cuanto a usted, estuvo a punto de mandar a pique todo cuanto había hecho al enfadarse con Sutor. Al menos debería haber tenido el sentido común de discutir con Kappler, no con el hijo de un simple soldado, un idiota advenedizo a quien además no le cae bien.
Bora aceptó la reprimenda aun a su pesar.
—Kappler sabrá que mis disculpas no son sinceras.
En realidad lo que Kappler dijo, mientras Sutor recorría alegre el salón contando chistes y brindando por la humillación del ejército, fue:
—Es usted más taimado de lo que parece, Bora. Si esto ha sido idea suya, es usted muy listo. Si no, tiene un consejero muy sabio.
Bora lograba a duras penas controlar su ira. Consiguió esbozar una sonrisa para ocultar el deseo asesino de desquitarse.
—La disculpa era obligada —repuso, y el sentido de sus palabras era literal.
1 DE JUNIO
Una neblina rosada cubría el horizonte, donde había unas nubes orondas cuyo borde inferior se iluminaba poco a poco. Hasta el sonido de las bombas de la artillería parecía nuevo al empezar el día.
El mariscal de campo Kesselring dio una palmadita en las charreteras nuevas de los hombros de Bora.
—Bueno, Martin, esperemos que la guerra dure sólo lo suficiente para que consiga el grado de coronel. Yo era bastante mayor que usted cuando me ascendieron a teniente coronel, pero aquéllos eran otros tiempos, hijo. —Hizo una mueca enseñando sus grandes dientes como un bulldog—. Yo también tenía ese aspecto tan impecable por la mañana cuando tenía treinta años y era ayudante en la artillería de a pie bávara. —Se dieron un apretón de manos—. He vuelto a pedir permiso para abandonar Roma sin luchar —añadió—. Mañana me darán la respuesta.
Y eso fue todo en cuanto a la ceremonia. Instalados temporalmente en una ermita situada en un campo de Frascati, los paracaidistas tomaban sus posiciones para el día. En una mesa de cocina hallada quién sabía dónde Kesselring consultaba mapas y hojas mecanografiadas junto a unos comandantes con el uniforme manchado de barro. Bora conocía bien aquella ficción de control sobre el papel, el último paso antes de la rendición.
Danza no era un entrometido (había sospechado la relación entre el inspector y la chica asesinada, y mantenido la boca cerrada), pero aquella mañana, mientras estaba en posición de firmes ante el escritorio de Guidi, le preguntó qué haría cuando llegasen los americanos.
El inspector se sorprendió al principio, aunque estaba claro que todo el mundo pensaba en lo mismo y sólo se trataba de ver quién sacaba el tema el primero. Procurando no comprometerse, porque nunca se sabe, respondió:
—Danza, los gobiernos cambian, pero la policía sigue siendo la policía. He pensado en todas las posibilidades. —No podía decirle que en las últimas veinticuatro horas había acariciado la idea de unirse a la resistencia y enseguida la había desechado. No tenía el menor deseo de luchar. En los últimos seis meses su vida había dado un vuelco, y ya tenía más que suficiente.
—Yo también he pensado en las posibilidades —afirmó Danza, comprendiendo que no habría intercambio de confidencias.
Guidi asintió. Danza era un buen hombre, y muy valiente además. En cuanto a él, como con la mayoría de las cosas, su deseo de venganza había sido breve. Lo veía todo desde un punto de vista tan equilibrado que llegaba a aburrirse a sí mismo, pero al menos así se hacía daño.
A media mañana recibió una llamada de Caruso. Su tono era tan conciliador que el inspector receló de inmediato.
—Bueno, Guidi, ¿cómo le va? —No era el saludo de circunstancias al que se suele responder, de modo que Guidi se quedó callado durante los cinco minutos siguientes, mientras Caruso le felicitaba por haber cerrado un caso irrelevante de encarecimiento fraudulento de los precios en Tor di Nona—. Su buen trabajo hace que olvide nuestra discusión. —El jefe de policía soltó una risita—. Lo pasado, pasado está, ¿eh?
Guidi seguía escuchando.
—Por cierto, como está trabajando con los alemanes en el caso Reiner, especialmente con ese mayor, ¿cómo se llama…?
—Bora.
—Bora, sí. Ya me parecía a mí que tenía algo que ver con el invierno… el viento norte, je, je, je… —Su risa era tan hueca que apenas debía de abrir la boca, pensó Guidi—. Le ve con frecuencia, ¿verdad?
Conque era eso. Guidi se mostró reservado.
—Apenas le he visto desde finales de marzo. —Soltó la indirecta.
—Pero se llevan bien.
Guidi recordó a Bora subiendo a la carrera por las escaleras de via Paganini con sus hombres armados.
—No somos amigos, si es eso lo que quiere decir.
—Creo que se equivoca, Guidi. Él fue… vaya, me hizo pasar un mal trago por su causa.
—Yo no se lo pedí.
—Sé que está todavía en Roma, de modo que le pido que se ponga en contacto con él.
No ordenaba, sino que «pedía». Guidi hizo una mueca despectiva ante el auricular.
—Seguro que al jefe de la policía le resultaría más fácil que a mí hablar con él. —Se tomó su pequeña venganza.
—El caso es que Bora y yo tuvimos nuestras diferencias… asuntos profesionales. Conciérteme una cita con él.
—Sí, doctor Caruso.
—Cuanto antes mejor.
—Muy bien. Ya que estamos, permítame que le recuerde que la investigación sobre el caso Reiner continuará, aunque cambie la situación.
La falta de una reacción inmediata por parte de Caruso podía deberse a varios motivos.
—Es posible —dijo por fin—, pero ¿con quién trabajará usted? El ras Merlo no se ha dejado ver desde hace más de dos semanas y, por lo que sabemos, cabe la posibilidad de que ya no esté entre nosotros.
Guidi apretó los dientes.
—No es el único sospechoso, doctor Caruso. Además, ¿qué le hace creer que le ha ocurrido algo?
—Vivo o muerto, Merlo ha desaparecido. No tiene ningún otro sospechoso a mano. No hemos encontrado a su teniente fantasma por ninguna parte. Una vez desaparecidos víctima, acusado y testigos, aunque la situación cambiase, no tendríamos demasiados elementos para montar un caso, ¿verdad? Se lo digo para que no malgaste sus energías.
Dollmann no ocultaba que se estaba despidiendo. De sus muchos conocidos en Roma, visitó a la mayoría el 1 de junio. Cuando alguien le mencionó que Frosinone había caído ante el octavo ejército, observó:
—No se me ocurre gente más agradable ante la que caer. ¿Han estado en Frosinone? Es un sitio pequeñísimo y de lo más feo.
Al salir del Excelsior, donde había comido con el general Maelzer, encontró a Kappler esperándolo junto a su coche.
—Tenemos que hablar, coronel Dollmann.
—¿Por qué no?
—Se trata de Bora. Tenemos que hacer algo respecto a él.
—¿Eso cree? —Dollmann hizo girar los pulgares. Se había apoyado contra el brillante costado del automóvil para impedir que Kappler viera a su chófer—. Probablemente tiene razón. Los oficiales como él confunden a las tropas buscando lealtades alternativas a las que establece el partido.
—No era eso lo que quería decir. —Kappler apretó sus delgadas mandíbulas—. Mató a la mujer en la plaza, estoy convencido, por más que no puedo creer que se atreviese y de hecho nadie le vio abrir fuego; ni siquiera usted, aunque estaba detrás de él.
Dollmann no perdió el control de un solo músculo de su rostro.
—Por supuesto, sabemos con cuánta decisión persiguió a los partisanos en el pasado. Y no ignoraba que la mujer participaba en actividades de la resistencia.
—Quizá. —Kappler levantó la vista hacia el hermoso cielo de junio—. No es de los que se dejan intimidar.
—¿Lo dice por experiencia?
—No es de los que se dejan intimidar, dejémoslo así. —Hubo una breve interrupción en el curso de los pensamientos de Kappler, reflejada en una pausa—. Naturalmente, no lo tocaré si usted me dice que no lo haga.
Dollmann se quitó una mota de polvo de la manga.
—Yo no le digo nada.
A última hora de la tarde Caruso, malhumorado en su sillón, frunció el entrecejo.
—Maldito sea ese alemán. Es la tercera vez que intenta usted hablar con él… ¿Es que nunca está?
—Quién sabe. Puede que simplemente se niegue a ponerse al teléfono. —Guidi miró alrededor, con las manos a la espalda. Olía la prisa en el aire. Se notaba en la insistencia de Caruso y en sus miradas furtivas al reloj, que se había quitado de la muñeca y dejado donde pudiera verlo con el rabillo del ojo—. Son casi las ocho, doctor Caruso. —Fingió no haber reparado en que el jefe de policía miraba una vez más el reloj—. Si no desea que deje un mensaje en el despacho del coronel Bora y no tenemos la certeza de que vaya a estar disponible más tarde…
—No puede irse, si está pensando en eso. Quédese donde está e inténtelo de nuevo dentro de media hora. Ahora llame a su habitación del hotel; no hemos probado suerte ahí desde hace cuarenta y cinco minutos.
—¿Puedo al menos llamar a mi despacho para comprobar si hay alguna novedad?
—Después de llamar al hotel.
Bora no estaba en el hotel, pero Danza, que cogió el teléfono en la comisaría, informó a Guidi de que el alemán había dejado un mensaje para él durante la tarde.
—Ha dicho que es urgente, inspector. Ha dicho que esté usted en la oficina mañana por la tarde, entre las dos y las tres, porque le llamará entonces.
—Muy bien, allí estaré.
Sin embargo, Guidi no dijo a Caruso que Bora quería hablar con él al día siguiente.