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22 DE MARZO
El miércoles, la primera edición de Il Messaggero fue retirada después de que Bora tradujera para Westphal el editorial titulado: «Por qué bombardean Roma», donde se sugería indirectamente a los alemanes el traslado de los posibles objetivos de futuros bombardeos aliados. La segunda edición apareció sin dicho artículo, pero Francesca ya había conseguido varios ejemplares.
El día transcurría con lentitud. Estaba nublado y hacía frío, aunque ya sobraba el abrigo y las mujeres empezaban a vestirse con colores más vivos. Guidi se había instalado de nuevo en su oficina de via Boccaccio, al pie de via Rasella.
Bora, que tenía una comida de trabajo con Dollmann, aprovechó la oportunidad para mencionar que todavía no habían trasladado al general Foa a la cárcel italiana.
Dollmann refunfuñó.
—¿Por qué está obsesionado con ese viejo? Olvide la idea de sacarlo de los Mataderos. Está acabado.
—Me lo prometió, coronel. No soporto saber que están torturándolo por hacer lo que usted o yo haríamos en las mismas circunstancias: proteger a nuestros hermanos oficiales. Tiene la misma edad que mi padre.
—Vamos, déjelo ya. Su padre era un famoso director de orquesta y está muerto. En cuanto al insensato de su padrastro, tendrá usted mucha suerte si no acaba metiéndole en un lío, como cabe esperar de esos monárquicos prusianos que empezaron a escribir un diario como solteronas a los dieciocho años en Lichterfeld y nunca lo han dejado.
—Yo escribo un diario —explicó Bora—. Y además en inglés.
—¿Habla de temas políticos?
—No. Me temo que son una serie de impresiones sobre personas y lugares, al estilo de una solterona.
—Eso también puede tener un sentido político. —El tono de Dollmann era burlón pero amistoso—. ¿Me menciona en su diario?
—Sí. ¿Hablará con Himmler sobre Foa?
—Por supuesto que no. ¿Y qué dice de mí?
Bora bebió un trago de agua.
—Que es un hombre con el alma tripartita.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál de ellas domina, la racional, la irascible…?
—En realidad creo que la concupiscente, aunque no lo he reflejado en el papel.
Dollmann se reclinó en la silla y, si se sentía molesto, lo disimuló como quien embellece con adornos un trozo de feo metal.
—Procuro mi bienestar. ¿Usted no?
—No. Mi esposa cree que soy autodestructivo.
Había una fría y cauta oferta de alianza en las palabras que Dollmann pronunció a continuación:
—Dé gracias por tener a los ángeles custodios de los ayudantes de campo… die hochheilige Lampassen. —Se refería a las bandas escarlata de los pantalones de Bora.
—Les rezo a menudo.
—Bien. Reserve toda una hoja en su diario para mañana; ambos estamos invitados a las celebraciones fascistas. Podrá escribir un verdadero bestiario.
Bora sirvió vino al SS.
—El general Wolffle miraría con buenos ojos si presentase el caso de Foa ante el comisario del Reich. El tiene relación con Himmler, pero usted es su amigo.
—Creo que hace usted esto únicamente para incordiar a Kappler. Si ése fuera el motivo, y sólo ése, quizá podría pensarlo.
—¿Qué otra razón podría haber?
Dollmann se echó a reír.
—Hohmann le enseñó bien. Ya veremos. En todo caso, le daré un consejo, mayor: si no lo hace ya, mantenga su diario cerrado bajo llave y sea amable conmigo en él.
23 DE MARZO
Bora despertó mucho antes del amanecer empapado en sudor.
Todavía estaba oscuro como boca de lobo y la habitación era un vacío indescifrable. Había tenido la pesadilla de siempre, pero los detalles habían sido tan vívidos que aún le parecía oler el metal quemado y notar la resistencia de la cabina del avión agrietada y llena de sangre bajo sus puños mientras intentaba abrirla. Sin embargo, no veía a su hermano en el interior. Luego la escalera de caracol, el animal que lo perseguía, que le alcanzaba, sin la menor esperanza de poder escapar.
La manecilla fosforescente de su reloj marcaba las cinco en punto cuando se levantó. «Un lobo —pensó—, el animal es un lobo». Se afeitó bajo la ducha (el agua estaba casi fría y caía poca), se vistió y bajó por las escaleras para tomar una taza de café. «Y es hembra».
A aquella hora no había nadie en el bar, excepto la camarera, que parecía haber pasado una mala noche.
A Bora le esperaba un día largo y ajetreado. Repasó su agenda mientras el silbido de la máquina de café parecía lo único que impedía que la mujer se quedara dormida. Sus obligaciones empezaban a las seis, hora en que debía acudir a la oficina; a las siete y cuarto, despacho con el general Westphal sobre las últimas novedades; a las siete y media, reunión con el general Maelzer en el Excelsior; entre las 8.45 y las nueve se le esperaba en el Centocelle, donde las fuerzas aéreas evaluaban los daños que había sufrido el aeropuerto durante el último ataque. A mediodía, una comida rápida con Westphal antes de que el general partiese hacia Soratte y lectura crítica de la prensa romana. Antes de las dos debía asistir a las celebraciones fascistas, bien en el Ministerio de las Corporaciones (los alemanes habían conseguido convencer a los italianos de que se congregaran allí, en lugar de en el teatro Adriano) o en el palacio de Exposiciones. Después debía partir hacia Soratte para reunirse con Westphal y esperar a que Kesselring volviera de Anzio.
Se bebió el café y salió del hotel, donde le aguardaba su chófer. A medida que se alejaban en la luz grisácea que precede al amanecer, echó un vistazo a via Rasella, donde los adoquines descendían como escamas de pescado hacia la comisaría y las oficinas de Il Messaggero.
Mientras el ayudante de campo despachaba con Westphal, Guidi llegó a via Boccaccio, esquina con via Rasella, y empezó a trabajar. En el Excelsior, el Rey de Roma todavía no se había levantado de la cama a las siete y media, de modo que Bora lo esperó mirando de reojo a las personas que poblaban el hotel a aquella hora de la mañana. Reconoció al ministro del Interior, a varios oficiales que aparecían siempre que había comida gratis y al menos a dos estrellas de cine que, según había oído, tomaban drogas y, en consecuencia, tenían los ojos vidriosos. El general Maelzer le recibió a las 7.50 con el mal humor propio de quien sufre de resaca.
Mientras Bora cambiaba una rueda pinchada de camino al aeropuerto de Centocelle, Guidi telefoneaba a la signora Carmela para ver si Francesca había vuelto a casa.
—Pues no, no ha venido, pero acaba de llamar, y la verdad es que estoy muy preocupada. Ha dicho que no podía decirme desde dónde llamaba y que no la esperase pronto. No es la primera vez que lo hace, pero lo cierto es que su voz sonaba muy extraña.
Guidi colgó con un gusto amargo en la boca. Tenía delante las esquemáticas notas que había tomado sobre Antonio Rau. Nacido en Arbatax, en la costa de Cerdeña, soltero, oficialmente sin empleo. Su padre había sido minero en Austria, donde se había casado, lo que explicaba el conocimiento que tenía el joven de la lengua alemana. Nunca había ido a la universidad y sus padres no vivían cerca de San Lorenzo. ¿Estaría Francesca con él, y por qué?
—¿Qué tal es la seguridad en el palacio de los Gremios? —preguntó a Danza.
—Máxima, inspector. Además se oficiará una misa en Santa María de la Misericordia; la Guardia Republicana Fascista se ocupa de la vigilancia allí. En via Nazionale tienen preparado otro acto y la PAI ha cortado todas las entradas a la calle.
—Bien. —Guidi se levantó del escritorio y caminó hacia la ventana. A la izquierda se veían los escalones que conducían a via dei Giardini. En el húmedo cielo primaveral las primeras golondrinas volaban como lanzaderas en un telar.
En Centocelle, la combinación de insignias en los uniformes de los oficiales de las fuerzas aéreas era demasiado parecida a la que había llevado su hermano para que Bora las mirara. Con la vista baja escuchó a los pilotos que pedían que se reparasen las pistas de aterrizaje y tomó notas.
A las 11.30 un colega de Guidi se dirigió hacia el cine que había en la misma calle para ver una película.
—Es más barato que comer, y de todos modos ya no queda nada bueno para llevarse a la boca —le dijo.
A mediodía Westphal le comentó enfadado que deberían cerrar Il Giornale d’Italia.
—¡Esto es lo que pasa cuando el fundador de un periódico es medio judío y medio inglés! «Obstinada defensa de la Línea Gótica», ¿eh? Quiero llamar al editor y preguntarle quién ha escrito esto.
La Mostra della Rivoluzione Fascista había tenido su sede hasta hacía poco en el palacio de Exposiciones de via Nazionale, la larga calle que conecta las termas de Diocleciano con el mercado de Trajano. Bora se dirigió directamente allí a la una en punto y observó que había controles de seguridad en cada intersección.
Los guardias de la milicia se alineaban en los escalones de la entrada con sus uniformes negros. En el interior ya había varios invitados. Inevitablemente todos acababan hablando de glorias pasadas, a falta de otras presentes, y Bora dio gracias por no haber tenido que asistir al juramento oficial de Pietro Caruso en el Ministerio de las Corporaciones. Y le fue mucho mejor que a los que, después de la ceremonia, se excedieron con la comida y el vino en el Excelsior. Siempre procuraba asistir a los actos tediosos con el estómago vacío y, como su comida con Westphal había sido frugal, su larga experiencia en las reuniones políticas le permitió contener los bostezos tragando saliva a menudo.
El orador de las dos, por desgracia, era un anciano con una sola pierna cuya nobleza de sentimientos se veía empañada por su acento del sur y una insoportable verborrea.
—Caramba, qué aburrimiento —susurró alguien detrás de Bora.
La acumulación de símiles, hipérboles y citas continuó durante más de una hora, sin que Bora prestara atención a lo que el anciano decía. Con la muñeca izquierda cogida con la otra mano, había adoptado una rígida inmovilidad que le permitía pensar en otras cosas. Como siempre que se sentía tenso o estresado, notaba un dolor sordo en el brazo izquierdo, una advertencia de las agudas punzadas que de improviso podían despertarse en los músculos y nervios seccionados. Por su mente pasaban pensamientos sobre el viaje a Soratte y la señora Murphy, y sobre el sufrimiento que debía de soportar un hombre con la pierna amputada desde la ingle.
—Me gustaría que alguien le quitase las muletas de los sobacos.
Esta vez Bora reconoció la voz de Sutor a su espalda. Miró hacia atrás para ver si Dollmann estaba allí también, pero no estaba. Sutor susurró:
—¿Qué demonios está diciendo ese viejo idiota? Alguien debería meterle un pie en la boca. —Sin embargo, tuvieron que soportar el discurso hasta el final y aplaudir.
Después, cuando Bora estaba a punto de irse, Sutor le habló de una fiesta en la embajada alemana, en Villa Wolkonsky.
—Si es esta noche, no puedo —dijo.
—Es mañana por la noche, y lo bueno es lo que viene después.
—No tengo objeciones. ¿Dónde es eso que viene después?
—En casa de Lola, en el campo, y durará toda la noche a causa del toque de queda.
Bora sabía que Lola era la amante actual de Sutor.
—¿Cómo llego hasta allí?
Sutor le dio las indicaciones.
—A las siete en punto. Habrá intelectuales y gente del cine, y puede contar con que varias mujeres estarán drogadas. —Sonrió—. Por la mañana no sabrán qué les ha pasado ni quién se lo ha hecho.
Se habían acercado a la ventana mientras hablaban. Ambos se alarmaron al percibir la vibración de los cristales debido a cuatro explosiones cercanas. Por puro hábito, Bora miró qué hora era: las 3.35. Lo primero que pensó fue que la batería antiaérea estaba disparando a aviones enemigos. Un grupo de palomas alzó el vuelo desordenadamente desde el jardín del Ministerio del Interior. Sutor le apremió para que mirase.
—¿Qué ha ocurrido?
Para entonces los militares estaban revolucionados, mirando hacia su derecha y empuñando los fusiles.
—¡Se ha oído una explosión detrás de nosotros! —exclamó Sutor, y se apartó precipitadamente de la ventana.
Antes que los demás, ambos oficiales salieron corriendo del salón. Sutor fue en busca de un teléfono y Bora salió del edificio, donde los milicianos, nerviosos, decían tonterías.
—¡Han volado el Excelsior! —le comentaron.
Bora subió al coche y pidió al conductor que bajase por via Quattro Fontane hasta via Veneto. El automóvil pasó a toda velocidad junto a las tensas tropas de los controles de seguridad y dejó atrás la iglesia americana y el edificio del Ministerio de la Guerra. Allí Bora se dio cuenta de que ni el Excelsior ni el Flora ni el Ministerio de las Corporaciones habían sido los objetivos del ataque. Una columna de humo oscuro se elevaba del tramo de via Rasella donde se encontraba el Hotel d’Italia, y había un autobús volcado y gente que intentaba salir de él. Bora ordenó al conductor que girara a la izquierda y se aproximara a la calle desde el lado opuesto, por la paralela via dei Giardini.
Mientras se apeaba del vehículo, una ráfaga de metralla barrió los escalones que conducían a via Boccaccio. Bora disparó a ciegas. Desde allí no podía ver el principio de via Rasella. A medio camino de la pendiente, unos jirones de humo oscurecían la zona de la explosión, de donde descendía una espuma rojiza de sangre y aguas residuales. Bora pasó por encima de esa masa resbaladiza en dirección a la aullante puerta del infierno.
El pavimento había volado en pedazos. La sangre salpicaba las paredes de las casas hasta una altura de más de dos metros, y trozos desmembrados de cuerpos humanos se desangraban sobre los adoquines. Algunos hombres chillaban mientras se arrastraban bañados en su propia sangre. Los gritos, los olores y las imágenes le abrumaron por un momento como un angustioso regreso al pasado. Sin embargo, los incesantes disparos lo obligaron a mantener el control.
—¡Bloqueen el extremo occidental! —ordenó a una docena de soldados que daban vueltas y disparaban a las ventanas. Abriéndose paso entre ellos a base de empellones, entró en una casa al azar. Ante los aterrorizados propietarios, cogió un teléfono e informó a Soratte de que un batallón de las SS acababa de ser diezmado cerca de via Veneto.
Cuando volvió a la calle, Maelzer y Dollmann habían llegado desde el Excelsior. El primero estaba borracho y clamaba venganza. Los médicos se arrodillaban en la sangre y pedían camillas.
Sutor también había llegado. Estaba aturdido, paralizado al ver los intestinos de un hombre sobre el pavimento.
—Ayúdeme —dijo Bora desabrochándose el cinturón—. No puedo hacerlo con una sola mano.
Juntos aplicaron un torniquete a un soldado en la pierna, arrancada desde la rodilla. Acabaron con las mangas y los dobladillos de las guerreras empapados de sangre, y con trozos de carne pegados a los dedos. Sutor se arqueó y apenas tuvo tiempo de apartarse antes de empezar a vomitar. Bora pensó que era un cobarde, aunque sólo el estómago vacío le impedía hacer lo mismo. Oía a Maelzer vociferar histéricamente y cómo Dollmann intentaba calmarle. El ejército y las SS ocuparon toda la calle y entraron a la fuerza en los edificios afectados por la explosión. Entonces comenzaron a oírse fuertes gritos y llantos procedentes de las casas.
—¡Que vengan más médicos! —exclamó Bora—. ¡Bloqueen las calles, maldita sea!
Dollmann le hizo girar en redondo y Bora advirtió que estaba exasperado.
—Intente calmar a esa cotorra de Maelzer, o toda la manzana acabará saltando por los aires. Vienen ingenieros a sus órdenes con cargas suficientes para hacerlo.
Bora se sintió cercano al pánico.
—¿Qué puedo decirle yo que usted no le haya dicho ya, Standartenführer?
No obstante, fue al lugar donde Maelzer se secaba la cara, exhausto después de gritar al cónsul alemán. Bastó que Bora se dirigiese a él para que empezara a despotricar de nuevo salpicando saliva alrededor.
—¡No me diga lo que Kesselring debería o no saber, mayor! —Cuando el ayudante de campo intentó hablar de nuevo, exclamó—: ¡Cállese! ¡Si no cierra el pico, haré que le manden al frente ruso!
—Ya estuve allí.
La imprudencia de sus palabras sorprendió al propio Bora apenas las hubo pronunciado, pero Dollmann se adelantó para desviar la ira de Maelzer con una oportuna intervención.
La confusión era ahora extrema. Los ingenieros ya habían llegado. Los cadáveres se trasladaban a la acera, algunos a trozos, mientras multitud de detenidos era conducida con las manos detrás de la cabeza hasta via Quattro Fontane o se alineaba a las puertas del palazzo Barberini. El último en llegar a via Rasella, con una expresión de fría compostura, fue el teniente coronel Kappler.
A las cinco y cuarto Bora estaba de vuelta en el Flora, donde habló por teléfono con Westphal. El general, que acababa de llegar a Soratte, le informó sombríamente de que había recibido órdenes del cuartel general de Hitler en Rastenburg.
—Pide cincuenta por cada uno —dijo—. ¿Cuántos han muerto?
—Veinticinco, por lo menos. Algunos heridos están muy graves y probablemente morirán esta misma noche. En total calculo que habrá unos treinta o más.
—Eso supone mil quinientos rehenes. Demasiados, Bora. Demasiados. ¿Hemos capturado algún atacante?
Bora se quitó la guerrera y se quedó en camisa. La ropa salpicada de sangre estaba empapada por el sudor y se le pegaba a la piel.
—A menos que estuvieran entre los inquilinos de las casas circundantes, lo dudo. Aquello era un pandemónium y nadie acordonó las calles durante diez minutos o más. Estoy seguro de que utilizaron TNT, al menos veinte kilos. La explosión causó graves daños en las paredes de los edificios, y seguro que había otras cargas que arrojaron a mano. Está claro que participaron varias personas. Debían de estar en las esquinas de las calles perpendiculares a via Rasella, desde donde podían escapar rápidamente.
Westphal se quedó callado en el otro extremo de la línea, o bien hablaba con alguien tapando el auricular con la mano.
—¿Se ha calmado el general Maelzer? —preguntó al cabo.
—Un poco.
—¿Quién más está con usted?
—El coronel Dollmann acaba de llegar.
—Intente hablar con él.
Dollmann se hallaba en el umbral. Su enjuta y fea cara estaba llena de manchas y reflejaba cansancio.
—Tendrá suficiente para llenar el resto de su diario con esto. —Intentaba valientemente restar importancia a la situación.
—Coronel, coincidirá conmigo en que desgraciadamente este asunto es competencia del ejército, aunque el objetivo del ataque haya sido una unidad de las SS. Hasta ahora hemos recibido los consejos de políticos, diplomáticos y SS, pero en este caso la decisión debería corresponder a nuestro general Mackensen.
—Creo que más bien corresponderá al general Wolff, pero estoy de acuerdo con usted.
Bora no esperaba una aceptación tan rápida, de modo que se quedó desarmado.
—¿Qué peso tendrá Mackensen en la toma de decisiones?
—No lo sé.
—El mariscal de campo tiene previsto volver a Soratte a las siete —dijo Bora—. Si debe usted ponerse en contacto con Alemania, espero que lo retrase hasta su regreso.
—Voy a la embajada ahora. Comprenderá que habrá una represalia.
—Lo comprendo, coronel.
Con los ojos cerrados, Dollmann respiró hondo. Bora se avergonzaba de su olor a sudor y sangre, pero Dollmann se llenaba la nariz con él.
—¿Ah, sí? —dijo el coronel—. Pues yo no. —Se pasó las finas manos por las manchas rojas de las mejillas—. El propósito del ataque era hacernos reaccionar, y si Kappler no lo comprende, nos merecemos todos los problemas que vendrán a continuación. En cuanto a usted, mayor, si realmente quería poner furioso a Maelzer, tenía que haberle dicho que no existe ningún frente ruso al que poder mandarle. —Por un momento se miraron fijamente, oyendo cómo los teléfonos sonaban en el edificio a lúgubres intervalos. Luego dio unos golpecitos a Bora en el hombro con los nudillos—. Ha llegado el momento de matar. Que Dios nos ayude.
La signora Carmela pensó que Guidi entraba en casa, pero fue Francesca quien, sin aliento y con los ojos como platos, atravesó el salón corriendo en dirección a su dormitorio.
—¿Está bien, querida? —Con pasitos cautelosos, la anciana se acercó a la habitación de la joven y se asomó.
Doblada en dos sobre la cama, Francesca sollozaba. La signora Carmela consiguió que le contara que los soldados alemanes la habían seguido un rato por la calle y habían estado a punto de atraparla. Había logrado despistarlos girando por via Paganini y escondiéndose en un portal.
—¿Y por qué la seguían, pobrecilla? ¡Una joven que espera un bebé!
Al oír aquellas palabras, Francesca pasó de las lágrimas a la risa, una risa espantosa, sorda, que la puso tensa y rígida. La signora Carmela no conseguía que parase. Asustada, llamó a su marido.
—Tiene los nervios destrozados —dijo él, muy serio—. Necesita Aurum. —En casa de los Maiuli, aquel licor aromático era el último recurso, y lo que quedaba en la botella se guardaba celosamente bajo llave. El profesor vertió una dosis generosa en un vaso que su esposa tendió a Francesca—. Está fuera de sí, pobrecilla. Vamos a avisar al doctor.
Francesca se tomó la bebida.
—No. —Empezó a toser—. No avisen al doctor. A nadie. No estoy en casa para nadie. Tampoco quiero llamadas. Nadie, ¿comprenden? Ni siquiera mi madre. Ha pasado algo en el centro de la ciudad y los alemanes se han vuelto locos.
—Dios santo —musitó la signora Carmela—. Y el inspector Guidi no ha llegado todavía. —Se apartó de Francesca, que empezaba a serenarse y se secaba furiosamente las lágrimas del rostro—. ¿Dónde cree que puede estar?
—Y yo qué sé. —Temblando, Francesca se quitó los zapatos—. Estoy muy cansada, quiero dormir.
Aunque la pareja seguía allí, la chica se metió en la cama, se arropó y les dio la espalda.
Aquella misma tarde, poco después de las siete Bora telefoneó a Guidi para preguntarle por los disparos realizados desde la comisaría. Nadie atendió la llamada, de modo que probó suerte en via Paganini. Tímidamente la signora Carmela descolgó el auricular. El excelente italiano de Bora la tranquilizó y, pensando que se trataba de un amigo, compartió con él su preocupación por el inspector, que no había vuelto del trabajo.
—¿Avisó de que volvería tarde?
—Al contrario. Le tocaba comprar el pan. Es un hombre muy considerado y no nos dejaría sin pan para cenar.
Bora colgó intranquilo.
A las nueve Westphal llamó desde Soratte: el mariscal de campo Kesselring había deliberado con Hitler y el jefe de la 14a División, el general Von Mackensen. Las represalias se reducirían a diez por cada alemán muerto. Bora telefoneó a la embajada con la esperanza de encontrar todavía allí a Dollmann, pero le dijeron que había salido hacia el Vaticano, de modo que llamó allí, pero el coronel ya se había marchado. Así pues, esperó hasta las diez y telefoneó a su apartamento.
Respondió Dollmann, quien al enterarse de la cifra final exclamó:
—¡Qué descontrol! ¡Todavía no he tenido tiempo de hablar con el general Wolff!
De camino hacia el hotel Bora se detuvo a la entrada de via Rasella, cortada y fantasmagórica en la oscuridad. Las casas estaban vacías y silenciosas. En la esquina con via Boccaccio, la oficina de Seguridad Pública estaba cerrada. El cochecito de Guidi seguía aparcado delante, con todas las ventanillas rotas por los disparos.
24 DE MARZO
El sol salió entre el esplendor de innumerables nubecillas, pero Bora sentía una oscuridad nociva en su interior. No había pegado ojo en toda la noche y ahora experimentaba un dolor sordo. Decidió no tomar analgésicos porque podrían dejarlo adormilado y no podía permitírselo. Westphal no volvería de Soratte aquel día, cosa que ya esperaba. Kesselring estaba tomando importantes decisiones militares y probablemente visitaría de nuevo el frente de Anzio durante las horas siguientes.
Aunque se decía que las celdas de la muerte estaban llenas a rebosar, Bora sabía que no había suficientes reos condenados a la pena capital en las prisiones de Roma para cubrir el número de rehenes que debían ejecutar. La cifra de víctimas de las SS se había elevado durante la noche a treinta y dos, y se había enterado por Dollmann de que Kappler y Caruso habían discutido sobre las cuotas hasta muy tarde. No sabía qué pensar de la desaparición de Guidi, y con cierta esperanza volvió a llamar a su trabajo y a casa. El teléfono de la policía sonó sin que nadie descolgara. La signora Carmela se echó a llorar cuando él le preguntó si el inspector había regresado. A continuación se planteó si debía ponerse en contacto con Kappler, con quien no hablaba desde el día anterior. Una vez que Kappler recibiese órdenes, las llevaría a cabo con una firmeza inquebrantable, y no ganaría nada irritándolo. Intranquilo, Bora se sentó junto al teléfono, con la frente apoyada en la palma de la mano derecha, oyendo los incesantes disparos de cañón que resonaban desde Anzio.
A las siete y media fue a informar a Maelzer. Como el día anterior, le indicaron que esperase. Media hora después, cuando el general todavía no se había levantado de la mesa del desayuno, Bora se sintió intrigado al ver entrar a Caruso. El jefe de policía reparó en él, pero no dijo nada; con el rostro demacrado, pasó por su lado en dirección al mostrador del conserje. Bora supuso que iba a consultar con Maelzer y se dispuso a esperar aún más rato. Luego oyó a Caruso preguntar por el ministro del Interior y comprendió que la policía italiana rellenaría los nombres que faltaban en la lista mortal de Kappler.
Maelzer salió del comedor y se mostró sucinto y eficiente, como si la ira del día anterior ya estuviese aplacada. Parecía haber descansado bien. Le dijo a Bora que si el mariscal de campo hacía alguna pregunta, le informase de que se habían hecho cargo de todo. A mediodía ya habrían elegido la mayor parte de los nombres.
Bora preguntó quién ejecutaría materialmente la orden. Maelzer respondió que lo sabría a mediodía, lo que para el ayudante de campo significaba que no estaba seguro de si sería el ejército, las SS o los fascistas. ¿Y a quiénes incluirían en la lista? Maelzer habló atropelladamente. Criminales, miembros de la resistencia y judíos, trescientos treinta en total.
Desanimado, Bora se encaminaba hacia su maltrecho automóvil cuando se le ocurrió que Guidi podía estar entre los arrestados en via Rasella. La ira que había sentido por la apatía de la policía durante el ataque desapareció de pronto. Su mal presentimiento se agudizó cuando vio que no podía ponerse en contacto con nadie que tuviese autoridad en el Regina Coeli. Debía hablar con Kappler inmediatamente, pero la oscuridad que sentía en su interior crecía rápidamente.
Francesca desayunó en la cama, cuidada por la signora Carmela. Estaba muerta de hambre y, cuando terminó, pidió más. La anciana le explicó que sólo quedaban alubias y un trocito de pan, porque el inspector no había vuelto a casa ni había enviado los comestibles.
—Pues sigo teniendo hambre —exclamó Francesca—. ¿Por qué no manda al profesor a la tienda? Yo pago el alquiler, y la manutención va con la habitación. Si usted y su marido no quieren salir, pídanselo a algún vecino.
La signora Carmela no discutió. Al final fue Pompilia, la de los labios rojos, quien le dio una generosa ración de pan casi fresco y una pequeña corteza de queso, con indisimulada satisfacción por que se lo pidieran. Desde el umbral observó cómo la anciana volvía hacia su puerta.
—¿Es que los tortolitos todavía no se han levantado para hacer ellos mismos la compra? —preguntó.
—No sé qué quiere decir con eso —exclamó la signora Carmela.
Francesca estaba al teléfono cuando volvió y rápidamente tapó el receptor.
—Me encuentro mucho mejor —dijo para tranquilizarla.
La signora Carmela puso el pan y el queso en un plato que dejó sobre la mesa de la cocina.
En via Tasso había un ambiente febril. Con un simple vistazo se advertía que varios oficiales habían trabajado toda la noche. Kappler había podido afeitarse, pero tenía los ojos vidriosos mientras entraba y salía una y otra vez de la habitación. Sutor lucía una rubia barba de días y bebía café con ávidos tragos.
—Eh, aquí está Bora —anunció a alguien que estaba en la oficina detrás de él, y que resultó ser el capitán Priebke—. Bora, ¿ha traído algunos nombres?
—No. Vengo a hablar con el coronel Kappler.
—¿De qué? Estamos muy ocupados.
—Sospecho que un oficial de la policía italiana fue detenido por error en via Rasella.
—¿Quién?
—Sandro Guidi.
—¿El cara de caballo del caso Reiner? ¿Y qué demonios estaba haciendo en via Rasella?
Bora no respondió a la pregunta.
—Si estoy en lo cierto, es obvio que se trata de un error. Por favor, ¿puede echar un vistazo a la lista de detenidos?
El rostro de Sutor se ensombreció.
—¿Qué busca en realidad, Bora? ¿Quién le envía?
—Vengo por mi cuenta. Yo trabajaba con ese hombre, ¿no lo recuerda?
—No tenemos una lista general de detenidos. —Bora sabía que era mentira, pero no podía hacer nada—. Tendrá que ir a Regina Coeli y ver si está allí. Tenemos otras cosas de las que preocuparnos.
Priebke se asomó fuera de la oficina con la mitad de la cara untada de crema de afeitar.
—Sí, ¿por qué no va a Regina Coeli, Bora?
La prisión se encontraba en la otra punta de la ciudad, al otro lado del Tíber. También allí la actividad era frenética, especialmente en el ala tercera, controlada por los alemanes. Hubo de esperar hasta que por fin alguien fue a hablar con él. No tenían ni idea de quiénes estaban en el grupo de más de doscientas personas que habían llevado al campo de detenidos en tránsito del Ministerio del Interior, y tampoco sabían si habían trasladado a alguno allí. No se permitía a nadie ver a los prisioneros. Tendría que pedírselo a los SS de via Tasso.
—Vengo de allí. Lo único que quiero es sacar a ese hombre de la cárcel si lo han traído aquí por error.
Mientras esperaba de nuevo, Bora miró su reloj. Eran las diez menos cuarto cuando apareció un teniente y le informó con cierta aspereza que no sabían nada de un hombre llamado Guidi. Se marchó. En el sombrío pasillo de la planta baja se vio acosado de nuevo por un presentimiento angustioso al que todavía no quería dar nombre. Aunque sabía que Sciaba estaba allí, se negó a preocuparse por él en aquel momento, porque recordó la promesa de Kappler de trasladarlo al ala italiana a finales de marzo. Y todavía no estaban a finales de marzo.
Al salir de la prisión se detuvo junto al puente para intentar serenarse. Contempló los rápidos remolinos que formaba el río en torno a los pilares, arrastrando el barro primaveral de las lluvias en las montañas y trocitos de hojas verdes. La ansiedad se estaba convirtiendo en algo físico, un pesimismo vigilante que nunca le había fallado. Desde abajo, el olor fresco y acre del agua se elevaba hasta los arcos del puente, por donde se colaban las golondrinas para recoger briznas con que construir sus nidos.
En aquellos momentos Kappler conferenciaba de nuevo con Caruso. Y todavía no tenían nombres suficientes en la lista.
De vuelta en via Tasso, Bora detuvo a Sutor en el vestíbulo.
—Me han dicho que Guidi ha sido arrestado —mintió—. Deme los papeles para sacarle.
El otro no se impacientó al principio. Fue a su escritorio y cogió la lista de rehenes que iban a ser fusilados por la tarde. Le echó un vistazo y alzó una página para que Bora la viese.
—Ha llegado demasiado tarde.
Bora la leyó y se le secó la boca.
—No puede hablar en serio, capitán. —Le costó controlar la voz—. El general Maelzer me dio su palabra de que sólo se incluiría a criminales.
—Caruso ha propuesto el nombre. Es todo legal, Bora.
—¡Y una mierda! —Sabía que estaba levantando la voz, pero lo hizo de todos modos, sin importarle la gente que había en la oficina—. Debe retirar ese nombre de la lista, ¿me entiende?
—Conténgase.
—¡Quite ese nombre de la lista ahora mismo!
Sutor adoptó una actitud amenazadora mientras se acercaba a Bora.
—Llevamos doce horas trabajando en esto. ¿Qué le pasa? ¿Se ha vuelto loco o es que está enamorado de ese Guidi?
—¡Quite ese nombre, Sutor!
El otro contuvo el aliento.
—Sólo si pone usted su nombre en lugar del suyo.
Estuvieron a punto de llegar a las manos. Bora salió furioso del edificio, con un frenético remolino de ideas en la mente: apelar a Maelzer, a la embajada o al Vaticano. Llamar directamente a Wolff… Como si alguno de aquellos intentos pudiese funcionar.
Ante la impasible mirada de los SS apostados en la puerta, se tranquilizó y entró en su coche. Se puso un cigarrillo en los labios. Sin encenderlo, condujo hasta la plaza de San Juan de Letrán y tomó la carretera para salir de Roma.
Francesca se había lavado el pelo en el lavabo. Sentada en el borde de la bañera, empezó a secárselo con una toalla. Aunque no tenía ningún espejo de cuerpo entero, sabía que cada vez estaba más gorda. Ya no podía abrocharse ningún vestido. Gracias a Dios sólo quedaban ocho semanas. El día anterior había pasado mucho miedo y se había salvado por los pelos, pero ya estaba bien. No habían cogido a nadie. No se había dado ningún nombre. Por la mañana había hablado con el contacto de Rau y comprendido por su código preestablecido que también él estaba bien y que ya había salido de Roma. Volvería o no según se desarrollasen los acontecimientos. Los periódicos de la mañana no daban cuenta del ataque, y en la radio tampoco habían dicho nada. Eso significaba que los alemanes estaban desorientados y no se ponían de acuerdo sobre qué hacer a continuación.
Sopesó la posibilidad de que Guidi participara en la investigación del ataque, pero era bastante improbable. Seguramente se había marchado de Roma después de decidir por fin cuál era su bando. Acabó de secarse el pelo y salió del baño.
—Voy a dar un paseo —anunció a los Maiuli desde la puerta de su habitación—. Hace un día muy bueno y soleado.
* * *
Lo único que Bora sabía era que el mariscal de campo Kesselring estaba en el frente de Anzio o volvía ya desde éste, posiblemente a través de los pueblos antaño pintorescos y prósperos de los montes Albani. Alcanzarle en la zona de batalla era una idea desesperada, pero decidió ir directamente a Genzano, a unos treinta y cinco kilómetros, el más lejano de los pueblos de los montes; eso le permitiría trazar el camino de regreso a través del resto de pueblos sí no lo encontraba allí.
El campo estaba en aquella estación del año en que cada hora imprime un cambio en el color, una intensidad distinta al verde. Los almendros estaban preñados de flores blancas a lo largo de las laderas y los escarpados espolones de antiguos torrentes de lava. En otro momento el paisaje le habría maravillado; ahora no le interesaba en absoluto. Cuando un avión de reconocimiento americano empezó a sobrevolar la carretera estatal por donde conducía, hizo caso omiso de él. Durante un rato siguió a su coche a no más de quince metros de altura, luego se apartó y se alejó.
Los volcanes que salpicaban como burbujas los campos que se encontraban al sudoeste de la ciudad estaban extintos desde hacía mucho tiempo y se habían llenado de agua, por lo que ahora eran lagos redondos y de bordes empinados que brillaban como espejos. Sus costados estaban cubiertos por una masa espesa e ininterrumpida de vegetación en la que sólo recientemente las bombas habían dejado cicatrices, con algunos claros aquí y allá. Mientras se dirigía hacia los verdes montículos, Bora pasó junto a incontables ruinas antiguas y modernas, sin fijarse en ninguna. Eran casi las once. En poco más de cuatro horas tendrían lugar las ejecuciones.
Genzano estaba enclavado en el borde exterior del menor de los dos cráteres, forrado de viñedos. Bora aceleró por la carretera que conducía al centro antiguo de la localidad, echando algún que otro vistazo a la borrosa imagen de la ciudad de Roma, que aparecía abajo como una interminable playa de guijarros, hasta que al tomar la curva desapareció de la vista. Las casas que flanqueaban la calle estaban pintadas de naranja pálido y amarillo. En aquel lugar reinaba una especie de intemporalidad, aunque el fragor del frente era continuo y el humo que se elevaba de él se divisaba en la llanura, hacia el mar, a menos de veinte kilómetros de distancia. Había una patrulla del ejército en la plaza y Bora se detuvo ante ellos.
Le escucharon con atención. Habían escoltado al mariscal de campo a la ciudad; estaba comiendo en el restaurante Stella d’Italia. Bora miró hacia el lugar donde señalaban los soldados y fue a aparcar junto a la entrada. Los coches del ejército que llenaban la plaza le indicaron que dentro tenía lugar una reunión. Se preparó para esperar hasta que los otros se fueran. Cuando sacó un cigarrillo de la cajetilla, se dio cuenta de que no había encendido el que llevaba en los labios desde que salió de Roma.
La secretaria de Bora tenía una carrera en las medias, lo que el coronel Dollmann consideró una nota discordante en su uniforme del ejército, por otra parte impecable.
—¿Dónde está el mayor? —Apartó la vista de la carrera cuando la joven se volvió desde el archivador.
—Se marchó a las siete y todavía no ha vuelto.
—¿Ha llamado?
—Sí, ahora mismo.
—¿Desde dónde? Tengo que reunirme con él.
—Desde Genzano.
Dollmann decidió no mostrar su sorpresa, pero no pudo por menos de exclamar:
—Por el amor de Dios, ¿qué está haciendo allí?
Bora observaba cómo el mariscal de campo quitaba la espina al pescado que tenía en el plato. Con los dientes del tenedor separó cuidadosamente la carne frágil y cerosa, blanca con una leve tonalidad tostada, hasta que apareció la raspa, con una forma exquisita y casi transparente, que desprendió con facilidad de la carne que la rodeaba. Luego cogió la rodaja de limón y con el pulgar y el índice la exprimió encima del pescado. A continuación se secó los dedos en la servilleta y empezó a comer. Bora apartó la vista.
—Francamente, Martin, no sabe lo que hace.
—Se equivoca, herr Feldmarschall. Necesito una nota de su puño y letra o Guidi morirá. No habría venido si no supiera lo que hago.
Kesselring levantó la mirada del plato. Estaban en un balcón cubierto por una parra que daba al lago, pero la planta no tenía hojas suficientes para protegerlos por completo del sol y eran las rojizas ramas las que proporcionaban sombra.
—Ninguno de nosotros está limpio en asuntos como éste. ¿No ordenó usted represalias cuando prestó servicio en Rusia?
—Contra las fuerzas de la guerrilla, sí.
—¿Y qué eran para usted «fuerzas de la guerrilla»? ¿Hablaban ruso, llevaban botas valenki? No sé por qué ha decidido implicarse en este asunto. Si es por amistad, no existe tal cosa en la guerra. Hay camaradería, no amistad. ¡Y por un italiano, después de todo lo que nos han hecho! Han ocurrido cosas horribles otras veces. ¿Qué es distinto esta vez?
—Herr Feldmarschall —dijo Bora secamente—, las ejecuciones empezarán dentro de unas tres horas. Si cree que vale la pena salvar a un hombre inocente, le ruego que me dé un mensaje firmado para Kappler.
—Ese Guidi no será judío, ¿verdad?
—No.
—¿Está seguro?
—Sí. No es judío.
—Porque si fuera judío, como comprenderá…
—Por el amor de Dios, herr Feldmarschall, ¿acaso se lo pediría si fuese judío?
Kesselring comió otro bocado, luego dejó el tenedor y se le quedó mirando. A Bora le costaba controlarse, pero le sostuvo la mirada sin mover los labios.
Kesselring lanzó una risotada.
—Su padrastro y yo estuvimos juntos hace cuarenta años. El mejor comandante que he tenido. Usted es como él, pero menos ortodoxo aún si cabe. Siempre se está metiendo en líos.
Se limpió los labios con la servilleta. A continuación bebió un sorbo de vino blanco de su vaso y sirvió a Bora, quien ni siquiera reparó en el gesto. Al fin puso en pie su robusto corpachón.
—Llamaré al coronel Kappler y hablaré con él personalmente. Espere aquí.
Cuando entró en el restaurante, Bora se removió inquieto. En la incongruente paz del paisaje, notaba cómo le palpitaban las venas del cuello y las detonaciones del frente parecían no tener fin. Comprendía demasiado bien que Kesselring no deseaba poner su firma en una orden escrita.
El mariscal de campo volvió al fin.
—Kappler no está. He dejado un mensaje a su ayudante. Todo está arreglado. Quitarán el nombre de Guidi de la lista y se quedará en Regina Coeli hasta que vaya usted a recogerlo.
Bora le dio las gracias. Tan pronto se aflojó la tensión, el sudor bañó su rostro. En menos de una hora estaría fuera de via Tasso, de camino a la prisión… y eso sería antes de las dos.
Kesselring se sentó de nuevo.
—Ya está solucionado, Martin. Ahora déjeme comer en paz.
Francesca estaba comiendo con su madre.
—¿Qué vas a hacer con el niño? —le preguntó la madre al tiempo que cogía su larga cabellera para echársela hacia atrás. Era joven todavía, de caderas estrechas y pechos grandes. Su boca era sensual y tenía manchas amarillentas de tabaco en la yema de los dedos. Francesca apenas recordaba haberla visto con otra prenda que no fuese una bata; en verano, a veces iba desnuda. Cada una conocía muy bien el cuerpo de la otra—. ¿Tienes estrías? —añadió la madre al ver que no contestaba.
—Algunas.
—No entiendo por qué. Yo no tuve ninguna contigo.
—Lo dejaré con los Raimondi —respondió Francesca a la primera pregunta—. A ella ya la conoces, pinta acuarelas. Él es médico y no tienen hijos. Ella me dibuja cada mes y dice que mi vientre es muy bonito. Me ha comprado tres vestidos.
La madre entrecerró los ojos y puso una mano sobre la cajetilla de cigarrillos alemanes que había en la mesa.
—Te los guardo.
Francesca se encogió de hombros con una sonrisita.
—El hombre que vive de realquilado en la misma casa que yo… nos hemos acostado un par de veces. Se siente muy culpable por eso y me ha pedido que nos casemos.
—¿Y qué le has contestado?
—Me reí en su cara, mamá. Es un policía. ¿Por qué iba a querer casarme con él?
—El hecho de que lo pidan ya es buena señal.
Francesca se dirigió al largo espejo que había en la puerta y se miró de perfil.
—Ya veremos si me lo vuelve a pedir.
Con una simple mirada a la entrada meridional de la ciudad, todavía distante, Bora se dio cuenta de que el aeropuerto que se encontraba junto a la carretera estaba siendo bombardeado. Cuando pudo, giró a la derecha con la intención de llegar a Roma por una ruta paralela y se encontró con que también estaban atacando el campo de Centocelle. Así pues, finalmente llegó a via Tasso por carreteras secundarias a las dos y cinco. Los hombres de las SS no le dejaron atravesar la puerta. A juzgar por el número de vehículos que atestaban la calle, Maelzer había decidido dejar en manos de Kappler la responsabilidad de la ejecución. Bora resolvió probar suerte de nuevo en Regina Coeli y sacar a Guidi de allí.
Dollmann le esperaba junto al coche.
—No sé por qué insiste, mayor. Todas las decisiones se han tomado ya. Kappler fue a ver a Maelzer a mediodía. Mackensen se negó a dar hombres del ejército, de modo que Kappler se ha hecho cargo de la situación. Caruso debía completar la lista a la una de la tarde, pero no lo ha hecho. Kappler está fuera de sí, de modo que menos mal que no ha conseguido usted reunirse con él. Ya no podemos hacer nada para detener esto.
Con la mayor brevedad que pudo, Bora le explicó la situación. El rostro de Dollmann se endureció.
—Amigo mío, en estos momentos ya están sacando a todos de las celdas para matarlos. Si Kesselring no le ha firmado ningún papel, no tiene nada.
Bora se negó a dejarse llevar por el pánico.
—¿Vendrá conmigo a Regina Coeli?
—No. Debo reunirme con Wolff en Viterbo.
Bora se puso de nuevo al volante. Al principio de via Nazionale descubrió que se había quedado sin gasolina. Perdió veinticinco minutos esperando que le llevaran una lata. El soldado que se la entregó dijo:
—El depósito pierde gasolina, mayor. Debió de darle alguna bala el otro día. Se quedará seco otra vez si no le ponen un parche.
Bora le ordenó que lo arreglara y, con un dolor cada vez más intenso en el brazo izquierdo, se encaminó hacia el Ministerio de las Colonias, donde telefoneó a su secretaria para pedir que le mandasen otro coche de inmediato. Pasaron quince minutos hasta que llegó un BMW camuflado. Bora cogió sus mapas y la lata de gasolina y se dirigió hacia el río.
Eran algo más de las tres cuando lo cruzó. Los camiones que hasta aquella mañana atestaban el patio de la cárcel habían desaparecido. Entró. El ala tercera estaba prácticamente vacía. Se dirigió hacia el ala italiana. Guidi no estaba allí, y tampoco Sciaba. De pronto se le encogió el corazón al pensar en el general Foa, porque sabía que sería el primero en la lista de Kappler.
Volvió a subir al coche y se quedó unos minutos sentado al volante, derrotado. La cálida luz del sol parecía crear remolinos rojos ante sus ojos. Tenía calambres en el estómago. No probaba bocado desde la frugal comida del día anterior y se sentía algo mareado. Empezaba a notar unas punzadas tan agudas en el brazo que hizo una mueca de dolor y se apretó el antebrazo. De todos modos, debía pensar con rapidez.
¿Adónde? ¿A qué lugar de Roma podían llevar a más de trescientos hombres para ejecutarlos? No, en Roma no. Fuera de la ciudad, desde luego, pero ¿adónde? A un barracón, sin duda. Había decenas de ellos por todo el perímetro de la ciudad, fuertes, campos y terrenos de pruebas. ¿Cuál habrían elegido? Pensó de inmediato en los barracones del extremo norte de Roma, pasado el Vaticano, una larga hilera que formaba prácticamente una ciudadela militar. Forte Bravetta era donde tenían lugar las ejecuciones del ejército Italiano, en via Aurelia, y allí estaba el antiguo campo de tiro del ejército, en el meandro septentrional del Tíber.
Más animado, salió del coche para preguntar a los policías italianos que había a la entrada de la cárcel en qué dirección se habían ido los camiones. Le respondieron que habían cruzado el puente, cosa que Bora no comprendió.
—¿Quieren decir que se han dirigido hacia el centro de Roma?
No lo sabían. Los camiones habían pasado al otro lado del Tíber y habían tomado la carretera que discurría paralela al río.
—¿Norte o sur?
—Sur.
De vuelta en el coche, Bora estudió un mapa de la ciudad y sus alrededores. Tenía que ser fuera de Roma. No era fácil hacer desaparecer trescientos veinte cuerpos, y no creía posible que los camiones regresasen a la ciudad con un cargamento tan truculento para que lo viesen los romanos. Desde luego, él había estado en pueblos rusos donde las SS solucionaban el problema haciendo que las víctimas cavasen sus propias tumbas. Sin embargo, aquel día no había tiempo, a menos que los ingenieros hubiesen abierto las fosas con máquinas. La cuestión era dónde y a qué distancia.
Tenía que ser en Forte Bravetta, el complejo militar situado al oeste de donde se encontraba ahora. Allí habían ejecutado a los líderes de la resistencia la semana anterior. Se hallaba en un espacio abierto y desolado, más allá de la iglesia de la Madonna del Riposo, y nada señalaba el camino, salvo los ennegrecidos muñones de unas torres medievales y unas zanjas hondas. Los conductores de los camiones podían haber decidido ir hasta allí por viale del Re después de cruzar de nuevo el Tíber dos puentes más abajo. Tomó la carretera que bordeaba las colinas detrás de Regina Coeli con la esperanza de alcanzar al convoy.
Pero no fue así, y tampoco había ningún camión en el recinto de Bravetta. El oficial italiano al mando se mostró muy amable con él, pero no le ayudó en absoluto. Bora tuvo ganas de gritar de frustración. Durante todo el día, mientras iba de un sitio para otro, había acariciado su objetivo con la certeza de que podía conseguirlo. Ahora, por primera vez, pensó que quizá no lo lograría: todo había concluido, eran más de las cuatro y veinte y Guidi ya estaría muerto. Le invadió el desánimo. Tenía hambre y agudos dolores en el brazo. Era el hambre lo que más le enfurecía, porque se trataba de una reacción vil, animal, cuando todo lo demás era mucho más importante. Estuvo tentado de conducir derecho hacia su despacho y refugiarse en él, sin pensar en nada más.
El oficial italiano le observaba con cierta compasión a unos pasos de distancia.
—Mayor, no le preguntaré lo que busca —dijo— pero, sea lo que sea, déjelo. No puede hacer nada.
Bora sintió un nuevo brote de obstinación.
—¿Cuánto se tarda en ejecutar a trescientas personas? Los azules ojos del oficial parpadearon.
—¿Me lo dice o me lo pregunta?
—Le pido su opinión.
—Depende. Con una metralleta, cinco minutos. Si es una ejecución militar normal, calculo que varias horas.
—¿Cuántas?
—Cuatro o cinco por lo menos.
Bora subió al coche y encendió el motor.
—Gracias. Ahora tengo que intentar creerlo.
Francesca dejó los vestidos nuevos encima de la cama. El que más le gustaba era el azul con un ribete blanco en el cuello y las mangas, demasiado elegante para llevarlo con medias de algodón. La ponía nerviosa no haber oído ninguna noticia de represalias alemanas, especialmente cuando ya habían empezado a circular rumores del atentado. Se preguntaba si podría volver a trabajar sin correr ningún riesgo a la mañana siguiente. De un cajón sacó las medias de seda que le había regalado Guidi, las dejó junto al vestido y consideró que quedaban bien.
En el salón, los Maiuli hablaban con unos vecinos que habían ido a escuchar la radio. Por encima de las demás voces se oía la de Pompilia Marasca, que preguntaba por qué hacía dos días que el inspector no pisaba la casa. La signora Carmela le explicó que había pedido ayuda a san Antonio y san judas, que, «como se sabe, nunca fallan». Se hizo el silencio cuando el profesor puso la radio para oír las noticias de las cinco.
Veinte minutos después, Martin Bora estaba de nuevo en Regina Coeli, donde una vez más consideró sus opciones. Las carreteras por donde los camiones podían haber salido de Roma en dirección sur eran seis; no tenía ni idea de su destino final, pero saber por dónde habían salido era un primer paso.
Como los policías le habían explicado que los prisioneros iban atados en grupos de tres, con las manos a la espalda, pidió una navaja. La petición despertó cierta curiosidad, pero le entregaron una automática. Bora condujo hasta el punto donde via Portuense cruzaba las murallas y preguntó a un tendero si había visto un convoy, sin resultado. A las cinco y media probó suerte con una mujer que cosía en un portal de via della Magliana. A las seis menos veinte estaba en via Ostiense, donde empezó a ponerse nervioso ante la falta de información. A la puerta Ardeatina llegó cinco minutos después. Un mendigo le contó que no pasaba por allí ningún vehículo del ejército desde la mañana, cuando había visto salir un único coche. Bora se marchó y llegó a la puerta de San Sebastián justo después de las seis.
El sol comenzaba a ponerse y la mole vallada y siniestra de la puerta romana se alzaba ante él con sus dos torres circulares apretujadas entre las murallas. Bora miró con desaliento la silueta centenaria de san Miguel, grabado en el interior del arco para que la protegiera de las invasiones extranjeras. Al otro lado de la calle, un zapatero se disponía a cerrar su tienda. Dijo que sí, que habían pasado camiones durante todo el día, los dos últimos no hacía mucho.
Bora sintió renovados bríos. El cansancio y el dolor desaparecieron al invadirle una súbita energía nerviosa, sin reparar en que ya habían transcurrido casi tres horas desde que empezaran las ejecuciones. Sólo cayó en la cuenta cuando atravesó la puerta bajo el crepúsculo anaranjado, que hacía que los muros que flanqueaban via Appia arrojaran sombras como mortajas, inmensamente largas.
Si permitía que la tensión lo abandonara aunque sólo fuera un momento, se apoderaría de él un agotamiento peligroso, la necesidad desesperada de dormir después de treinta y seis horas de vigilia. Se movía únicamente por inercia, porque no podía haber lugar para la esperanza en la remota posibilidad de que Guidi siguiera con vida.
Estaba tan cansado que en cierto momento el coche se salió de la carretera hacia la hierba del arcén, donde dio un volantazo justo a tiempo para evitar chocar contra el muro. Unos pasos más allá había una fuente, sólo un tubo de metal por donde caía agua en una pila cubierta de verdín. Bora fue hasta allí y metió la cabeza bajo el frío chorro.
La carretera se bifurcaba a menos de dos kilómetros de la ciudad. Era un lugar romántico que conocía bien, con higueras que asomaban por encima de las cercas de los patios y la fachada barroca de una capilla en la curva. Allí, en la iglesia Domine Quo Vadis, Pedro, que huía, se encontró con Cristo y regresó a Roma avergonzado después de hacerle la pregunta que da nombre a la capilla: «¿Adónde vas?».
No había nadie a la vista a quien preguntar y no podía perder el tiempo buscando a alguien. Enfiló el ramal de la izquierda y continuó hasta que la carretera se dividió de nuevo; decidió no tomar el camino que llevaba hacia un campo. Había pasado ante la entrada de una catacumba y ya se veía la carretera lateral que conducía hacia la de Pretestato. Toda aquella zona estaba llena de pasadizos subterráneos usados como lugares de enterramiento por judíos y cristianos en tiempos de los romanos. Los túneles se extendían hasta unas distancias prodigiosas y se cruzaban en varios niveles de piedra volcánica resistente pero fácil de cortar. Bora viajaba por encima de una corteza bajo la cual se hallaban sepultadas miles de personas.
Era demasiada coincidencia para no establecer el macabro paralelismo. Enseguida lo descartó, por las repercusiones que tal violación podía tener en el Vaticano, aunque todo lo demás cuadraba, ya que las catacumbas mismas se habían excavado en unas canteras de piedra abandonadas. La lúgubre imagen de una tumba natural espoleó a Bora a dirigirse hacia la catacumba de Pretestato. Preguntaría en San Sebastián, en via delle Sette Chiese.
La puerta de la antigua basílica no estaba cerrada. Dentro la oscuridad era casi completa. Al oír el sonido de las botas militares un hombre arrodillado en el primer banco se levantó e hizo ademán de alejarse hacia un lado. Bora le indicó que se detuviera. Era un sacerdote bajito con expresión atribulada y un cuello delgado como el de un pajarito que le bailaba en el alzacuellos. Bora lo llevó hasta la débil luz que entraba por la puerta. Le habló con sequedad, sin controlar apenas sus palabras. Eran ya las siete.
—No lo sé —dijo el sacerdote con voz quejumbrosa—. No sé quién es usted.
El hombre sentía un miedo cerval; Bora se daba cuenta, pero no tenía tiempo de aplacarlo. Se metió la mano bajo el cuello de la camisa y sacó una medalla tirando de su cinta.
—Mire, el escapulario. Soy católico. Debo saber si ha pasado algún camión alemán por aquí.
—No he visto ninguno.
Bora respiró hondo. Bien. Bien. Eso significaba que el lugar elegido para la ejecución se encontraba entre aquel punto y las murallas.
—¿Hay alguna cantera o mina de arena por aquí cerca? El sacerdote puso los ojos en blanco.
—¿Cantera? Pues sí, pero nadie la usa desde hace mucho tiempo.
—¿Dónde?
Según le indicó, debía seguir varios caminos vecinales hasta llegar a una cornisa sobre un riachuelo, hacia el norte.
—No entre en el valle. Siga por la cornisa.
Bora corrió hacia el coche. La luz decreciente difuminaba el contorno de las cosas. Siguió conduciendo, pero no se acordó de girar hacia la cornisa hasta que casi había llegado al arroyo. No vio señal alguna de los camiones. Abajo reinaba la oscuridad. Bajó la ventanilla. Ningún sonido.
De nuevo le invadió el impulso de rendirse y cerrar los ojos. Estaba en medio de la nada y la oscuridad. Era tarde. Los muertos, los viejos y los nuevos, estaban allí, pero él no podía verlos. Sentía su insoportable proximidad y, sin embargo, tenía la sensación de estar irremediablemente perdido. ¿Por qué se le había permitido llegar tan lejos y fracasar? Le parecía que en su interior se aflojaba una trenza muy apretada. Pronto se desharía por completo, a menos que la sujetase de algún modo, de otra forma. Mecánicamente empezó a pronunciar las antiguas palabras en latín, como si pudiesen servir de algo, con los brazos cruzados sobre el volante y la cabeza entre ellos. Pensamientos inconexos, viejas palabras en latín, una y otra vez, para evitar que la trenza se aflojase en su interior.
—Illuminare his, qui in tenebris et in umbra mortis sedent…
Entonces lo oyó. Abrió los ojos en la oscuridad y se incorporó. El sonido de disparos llegaba a intervalos, amortiguado, como si procediera de un lugar lejano o un recinto cerrado. El coche estaba de cara al sur y los tiros procedían del oeste, pasada la ancha banda de catacumbas a lo largo de via Appia.
Bora dio marcha atrás y se dirigió hacia la carretera a campo traviesa. Se incorporó a ella cerca de via delle Sette Chiese, que encontró cerrada por las SS donde se cruzaba con la Ardeatina. Su mente funcionaba ahora siguiendo esquemas lógicos pero temerarios. Dio media vuelta y condujo en dirección a Roma a lo largo de dos kilómetros para poder entrar en la Ardeatina por su extremo norte, aunque allí también había tropas. Pronto vio las rendijas de los oscurecidos faros delanteros de los camiones que entraban en la carretera desde la dirección opuesta. Ganando velocidad, llegó hasta ellos cuando atravesaban el puesto de control, donde nadie le detuvo. Eran camiones de ingenieros; aun así, Bora se negó a que su esperanza desfalleciera.
El convoy se dirigía hacia una hondonada que había a la derecha de la carretera y donde un saliente ocultaba unas minas o cavernas. Los disparos procedían de allí. A la luz de las linternas distinguió a una veintena de hombres apiñados a la entrada de las cuevas. No se movían ni hablaban; los guardias que les vigilaban vociferaban como borrachos. Repararon en su presencia, pero no impidieron que se acercara. Un haz de luz amarilla permitió a Bora ver al capitán Sutor, que salía con dos soldados, y reconocer, por su elevada estatura y los hombros caídos, a Guidi en el grupo de prisioneros.
El resto fue como un sueño de ritmo acelerado. Bora ordenó al SS que estaba más cerca que soltase al hombre alto y recibió como respuesta una mirada de estupor. Guidi debió de oírle, pero no reaccionó. Cuando Bora tiró de él para sacarlo del grupo, salieron también los dos hombres que estaban atados con él, espalda con espalda. El alivio y la frustración habían crecido hasta tal punto en Bora que no podía controlarlos. Con la navaja cortó la cuerda, sin preocuparse por las manos ni las muñecas. Cuando la cuerda cedió, Guidi seguía sin moverse. Bora tiró de él y el inspector, que tenía los pies atados, cayó de rodillas. Exasperado, el alemán le tendió la navaja.
—¡Vamos! ¡Corra hacia mi coche cuando esté suelto!
—No sin los demás…
—¡Joder, Guidi! ¡Vaya al coche!
Los compañeros de Guidi intentaban alejarse desesperadamente dando saltos cuando los guardias comprendieron por fin la situación y les dispararon. Los hombres cayeron y todo el grupo de prisioneros se puso frenético. Sutor se volvió hacia ellos gritando. Entonces vio a Bora y corrió hacia él.
—¿Está usted loco? —aulló—. ¿Qué cree que está haciendo? Bora desenfundó su arma.
—Estoy cumpliendo las órdenes de Kesselring. Trate de impedírmelo.
Guidi se tambaleaba, aturdido, cuando Bora llegó a su lado. Lo empujó hacia delante y, ante la inercia de su respuesta, le puso la pistola en la cabeza y lo obligó a correr hacia el coche. Guidi seguía resistiéndose absurdamente a subir, pero la dureza de Bora era como metal bajo el uniforme. Con brutales patadas y rodillazos consiguió por fin que el prisionero subiera al vehículo y cerró la portezuela.
Cuando Bora se disponía a entrar en el automóvil, un haz de luz alumbró la cara de Sutor, que parecía una tensa máscara sin cuerpo. Intentaba controlarse, pero tenía el gesto torcido. Bora subió al coche y dio más potencia al motor encendido. Mientras daba marcha atrás hacia la carretera, Sutor gritó para hacerse oír por encima del estrépito de los disparos en las cuevas:
—¿Cree que ha conseguido algo, Bora? ¿Oye esos disparos? Acaban de meterle dos balas en la cabeza a su general Foa.
El coche cruzó a toda velocidad el espacio sembrado de grava. Los neumáticos giraron e hicieron saltar piedrecitas mientras los guardias conducían a los últimos prisioneros hacia la cueva a golpes de culata; Sutor, a la cabeza, blasfemaba y les propinaba puñetazos.
Circularon a lo largo de varios kilómetros por carreteras desconocidas para Guidi y luego Bora salió de la calzada y frenó en una elevación del terreno. Apagó el motor.
El sudor le empapaba las axilas y el estómago y perlaba su rostro. Apartó las manos del volante y se reclinó en el asiento, demasiado tenso para temblar siquiera, todo su ser preparado para la lucha e incapaz de relajarse. Miró a Guidi, desplomado en el asiento junto a él.
La oscuridad y el silencio eran completos, aunque Guidi respiraba… eso sí lo oía. Hacia Anzio, el frente estaba tranquilo y sólo se veía su resplandor como un falso amanecer. El frío aire nocturno se colaba por la ventanilla. Los árboles jóvenes, con hojas nuevas, emitían sonidos suaves, como de papel.
Bora temía abandonarse. Estaba muy erguido porque tenía miedo de ceder al cansancio. La acuciante necesidad de sollozar crecía en su interior; la contenía con furia, pero no demasiado bien. Se tragó las ganas de llorar y se sintió como si lo hubieran despellejado para dejar expuesta su vulnerabilidad, su ser más íntimo vuelto del revés como un amasijo de intestinos para que la gente lo viese. Si al menos Guidi dijera algo… Necesitaba oír hablar. Pero el italiano permanecía quieto y callado.
En torno al coche, la noche tejía en telares de silencio y vacío imposible de llenar. Bora alzó la vista hacia el cielo cruel cuajado de estrellas, sin volver la cabeza, y el esfuerzo de mover los ojos hacia un lado envió una descarga de dolor a sus sienes. No podía abandonarse.
La vida de los hombres no era nada, nada. En cualquier momento las estrellas podían aplastarlos desde su distancia multiforme, una cascada de mundos contra su debilidad. Sólo la furia mantenía a raya el dolor, pero el vacío era imposible de llenar. El silencio, absoluto. Bora examinó con desagrado la patética maraña de su alma. Era como un montón de despojos sanguinolentos y sólo merecía piedad en la medida en que él podía sentirla por cualquier ser humano que se hubiera fallado a sí mismo y a los demás. No se merecía nada si se abandonaba.
Sin embargo, uno por uno, mediante un proceso físico, los nudos de su tensión empezaron a aflojarse. Uno, luego otro, y otro, y tuvo miedo de verse completamente desatado cuando el trabajo todavía no había concluido.
Cuando intentó impedirlo, empezó a sentir dolor dentro de su caparazón contraído, un dolor profundo y mortal, y una gran tensión en todos los músculos, como si su cuerpo fuese una herida que lloraba por él. Bora no se abandonó.
Tampoco volvió a Roma entonces. Fue a la casa de campo de donna Maria, que se alzaba solitaria en la falda de una colina. Aparcó en el patio. En la noche suave y oscura caminó hacia la casa y abrió la puerta.
Guidi no se movió hasta que él abrió la portezuela del coche de par en par y dijo:
—Nadie le buscará aquí. Las habitaciones están arriba. Vaya a dormir. Volveré mañana en cuanto pueda.
En el Flora, sólo algunas oficinas estaban ocupadas. El mensaje de Dollmann que encontró en su escritorio había sido escrito nueve horas antes. Bora llamó a Soratte y habló con Westphal, que dijo:
—Póngase en contacto con Dollmann ahora mismo. Cuando se disponía a marcar el número del coronel, éste llamó desde el Excelsior.
—Bora, gracias a Dios que ha vuelto. Salgo de inmediato hacia allí. No; no puedo decírselo. Me reuniré con usted arriba.
Bora se puso en pie maquinalmente. No tenía ni idea de qué aspecto ofrecía hasta que pasó junto a un espejo en el vestíbulo del hotel y se vio la cara. Aun entonces sólo se preocupó de ocultar el escapulario debajo de la guerrera y de enderezar los galones mientras caminaba hacia el ascensor.
Dollmann le saludó a la entrada del salón de banquetes.
—Espere en la habitación contigua. Kappler está aquí, y también Wolff. Le mantendré informado. Debe llamar al mariscal de campo en cuanto esto haya acabado. Si cree que ha presenciado cosas terribles, espere a ver esto.
Aturdido, Bora vio cómo el coronel entraba de nuevo en el salón. Estaba demasiado cansado para permanecer de pie, pero no se atrevía a sentarse por temor a quedarse dormido. Así pues, se dedicó a caminar arriba y abajo, y la fila de baldosas de mármol parecían ondular ante sus ojos. Estaba demasiado entumecido para sentir dolor.
Dieron las once antes de que Dollmann saliera. Bora se había sentado en un sillón e intentaba apaciguar el temblor de su mano para beberse un café sin echárselo encima.
—Malas noticias —dijo el coronel—. Todavía estamos discutiendo la situación, pero parece que hay acuerdo en deportar a todos los hombres de Roma. Vaya haciéndose a la idea.
Bora se sintió consternado, pero las cosas ya estaban fuera de medida en su mente y no encontró nada que decir. Pasaron dos horas más, que luego recordaría confusamente, aunque consiguió mantenerse despierto. Incluso se puso en pie al aparecer de nuevo Dollmann.
—Ya estamos cerca, Bora. Nos aproximamos a una decisión. Luego llamaremos a Himmler. Cuando le dé el mensaje, salga de aquí corriendo.
Bora dijo que así lo haría. Menos de veinte minutos después, Dollmann salió a toda prisa. Bora estaba sentado junto a una mesita, con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados. Tenía delante una cuarta taza de café, intacta. Dollmann le zarandeó suavemente y le informó:
—El último viaje por hoy, mayor. Luego podrá acostarse.
Eran más de las tres cuando Bora entró en su habitación del Hotel d’Italia y se tumbó en la cama. Llevaba cuarenta y seis horas sin dormir.
Dos horas después, cuando sonó el despertador, lloró de cansancio mientras se ponía en pie penosamente, porque no quería enfrentarse al nuevo día. En la ducha abrió el grifo del agua y la encontró caliente; dejó que se calentase más y más, hasta que salió hirviendo, y se quedó de pie bajo una nube de vapor escaldándose el cuello y los hombros, que acabaron enrojecidos. Luego se puso el uniforme requerido para el funeral de los SS y se fue a trabajar.