Vías aéreas
I
A Mijaíl Alexéievich Kuzmin
La niñera dormía a la sombra de una morera secular apoyada en su tronco. Cuando la enorme nube malva se alzó sobre el borde del camino, haciendo callar hasta a los grillos que chirriaban de calor en la yerba, y en los campamentos respiraron aliviados los tambores, los ojos de la tierra se nublaron y la vida cesó en el mundo.
—¡Aquí, aquí! —vociferó la pastora semilela del labio leporino, que precedida de un joven buey arrastraba su pierna magullada y agitaba una vara silvestre con la velocidad del relámpago. Había surgido entre una nube de polvo desde aquella parte del jardín donde sólo había desperdicios: yerba mora, ladrillos, alambres rotos, penumbras podridas.
La pastora desapareció.
La nube ojeó los secos y bajos rastrojos. Se extendían hasta el mismísimo horizonte. La nube se encabritó ágilmente. Se extendían incluso más lejos, pasados los propios campamentos. La nube bajó las patas delanteras, cruzó plácidamente el camino, trepó silenciosa a lo largo del cuarto carril de la vía muerta. Los arbustos, destocadas las cabezas, avanzaban tras ella a lo largo de todo el terraplén. Fluían, haciéndole reverencias. Ella no les respondía.
Caían bayas y orugas del árbol. Se desprendían apestadas por el calor y afondadas en el delantal de la niñera ya no pensaban en nada.
El niño llegó a rastras hacia el grifo del agua. Hacía tiempo que se arrastraba y prosiguió su avance.
Cuando por fin llueva y los dos pares de raíles vuelen a lo largo de los torcidos setos, salvándose de la negra noche metida en agua que ha descendido sobre ellos, cuando enfurecida les grité a toda prisa, sin dejar de correr, que no le tengan miedo, que la llaman chubasco, amor y alguna otra cosa, les contaré que los padres del niño secuestrado habían limpiado su piqué desde el día anterior y era muy temprano aún, cuando con ropas de inmaculada blancura, como si fueran a jugar un partido de tenis, cruzaron el oscuro jardín y salieron hacia un poste con el nombre de la estación en el momento justo que la panzuda locomotora surgió tras los huertos e invadió de remolinos de humo amarillo, asfixiante, la pastelería turca.
Se dirigían al puerto para recibir al guardamarina que antaño la amó, era amigo del marido y regresaba aquella mañana de un viaje de prácticas alrededor del mundo.
El marido estaba ansioso por iniciar a su amigo en el profundo sentido de la paternidad que no le había cansado todavía. Así suele suceder. Un hecho simple nos enfrenta, casi por primera vez, con el encanto del sentimiento genuino. Es tan nuevo para nosotros que en el encuentro inminente con un amigo que dio la vuelta al mundo, lo ha visto todo y tiene, al parecer, mucho que contar, se nos figura que él será el oyente y que asombraremos su mente con nuestro incesante parloteo.
Al contrario que a su marido, a ella le atraía, como el agua atrae al ancla, el estrépito metálico del jaleo portuario, la ocre herrumbre de los gigantes de tres chimeneas, los granos que fluían bajo el claro chapoteo de los cielos, las gorras marineras. Sus motivos eran distintos.
Llueve, diluvia. Voy a cumplir lo prometido. Sobre la zanja crujen las ramas del nogal. Dos figuras corren por el campo. El hombre tiene barba negra. El viento agita la melena desgreñada de la mujer. El hombre, que viste un caftán verde y pendientes de plata, lleva en brazos a un niño extasiado. Llueve, diluvia.
II
Supieron que había ascendido a alférez de navío ya hacía tiempo.
Son las once de la noche. Se aproxima a la estación el último tren que llega de la ciudad. Harto ya de gemir, ahora, al tomar la curva que le conduce a su destino, recobra la alegría y se agita diligente. Aspira todo el aire de los alrededores juntamente con las hojas, la arena y el rocío absorbidos por sus depósitos a punto de estallar. Se detiene, palmotea y calla, esperando el fragor de la respuesta, que debe llegar a él desde todos los senderos. Cuando ésta llegue a sus oídos, la dama, el marino y el civil, todos de blanco, dejarán el camino para seguir un sendero y surgirá frente a ellos, tras los álamos, el deslumbrante disco del tejado cubierto de rocío. Caminarán hacia la tapia, cerrarán ruidosamente la cancela, y sin que caiga ni una gota de agua de los canalones, parhileras y cornisas que se mece en sus orejas como juguetones aretes, irá desapareciendo, a medida que se acerquen a la casa, el férreo planeta. De pronto, el estruendo del tren se acrecienta en la lejanía, se reviste durante cierto tiempo de silencio, engañándose a sí mismo y a los demás, para desparramarse después en una lluvia de agonizantes y menudas pompas de jabón. Se sabe luego que no es el tren, sino el mar que se divierte lanzando cohetes de agua.
Sale la luna por detrás del seto que rodea la estación. La vista de aquel panorama puede parecer la invención de un poeta muy conocido y constantemente olvidado, panorama que ahora, además, suele regalarse a los niños por Navidad. Recordarán que precisamente esa tapia la han visto en sueños y que entonces se llamaba el extremo del mundo.
Junto al porche bañado por la luna, blanqueaba un pequeño cubo con pintura y se veía una brocha apoyada en la pared con los pelos para arriba. Abrieron luego la ventana que daba al jardín.
—Han blanqueado hoy —dijo la mujer en voz baja—. ¿Lo nota? Vamos a cenar.
De nuevo reinó el silencio. Sin embargo, duró poco. Se armó, en la casa, un alboroto increíble.
—¡Cómo que no está! ¿Bajo el árbol? ¡Levántate ahora mismo y explícalo todo con claridad! ¡No chilles! ¡Suelta mis manos, por amor de Dios! ¡Santo cielo, qué es esto! ¡Mi Tosha, mi hijito! ¡No te atrevas! ¡No te atrevas! ¡Desvergonzada, miserable, indecente!—. Los sonidos dejaron de ser palabras, se fundieron en gemidos, se cortaron, se alejaron. Ya no se oían.
La noche finalizaba. Pero el amanecer aún estaba lejos. Cubrían la tierra, como almiares, formas estupefactas por el silencio. Reposaban. La distancia entre ellas había aumentado en comparación con la del día. Como si quisieran descansar mejor, las formas se dispersaron, se alejaron. Diríase que los friolentos prados se comunicaban entre sí, resoplaban silenciosamente, intercambiaban sonidos como relinchos bajo unas gualdrapas transidas de sudor. De vez en cuando alguna de aquellas formas resultaba ser un árbol, una nube o bien algo conocido. Pero en la mayoría de las veces eran confusas aglomeraciones sin nombre. Estaban como mareadas, y en ese estado de semiconsciencia apenas si eran capaces de decir si había llovido recientemente, si ya había cesado la lluvia o bien se disponía tan sólo a caer y ya empezaban las primeras gotas. A cada momento eran precipitadas del pasado al futuro, del futuro al pasado, como la arena en las ampolletas que se vuelven con frecuencia.
A una distancia lejana a ellas, como ropa que una ráfaga de viento hubiera arrancado de las vallas al amanecer llevándolas sabe el diablo adonde, se divisaban confusamente en el otro extremo del campo tres figuras humanas, mientras que en la parte opuesta a ellos rodaba, se revolvía, el rumor siempre evaporado del lejano mar. Ellos eran llevados tan sólo del pasado al futuro y jamás los volvían atrás. Vestidos de blanco corrían de un lado para otro, se inclinaban, se erguían, saltaban a las zanjas, desaparecían de la vista, aparecían luego en otro lindero, en distinto sitio. Cuando estaban muy separados entre sí, hablaban a gritos, agitaban los brazos haciendo señas que eran interpretadas cada vez de errónea manera; volvían entonces a moverse de otro modo, con mayor ímpetu y fastidio, con mayor frecuencia, dando a entender que como las señales no habían sido entendidas, quedaban anuladas, que no regresaran, que siguieran buscando donde estaban. El ardor armonioso de aquellas figuras daba la impresión que habiéndoseles ocurrido jugar de noche a la pelota, la habían perdido y rebuscaban ahora en las zanjas para encontrarla y seguir jugando.
Entre las formas que reposaban no soplaba nada de viento; el amanecer parecía próximo y posible, pero al mirar a las personas que en impetuoso torbellino se alzaban sobre la tierra, cabía pensar que la pradera había sido sacudida, desgreñada por el viento, la oscuridad y la angustia, como peinada con un peine negro de tres púas.
Existe una ley según la cual no nos puede ocurrir a nosotros aquello que les pasa a los demás, lo que a ellos les sucede de continuo. Los escritores se han referido a ello más de una vez. Es irrefutable mientras nos reconocen los amigos, pues suponemos reparable la desgracia. Cuando la conciencia de su irreparabilidad se adueña de nosotros, los amigos dejan de reconocernos y como confirmación de la regla nos hacemos distintos, es decir, nos convertimos en seres que están destinados a quemarse, arruinarse, a ser llevados ante los tribunales o al manicomio.
Las personas que no habían perdido aún la cabeza atosigaban a la niñera pensando, probablemente, que del ardor del castigo dependía que al entrar en la alcoba vieran, con un suspiro de alivio, al niño en su cuna, devuelto al hogar por las proporciones de su desesperación y angustia.
La visión de la cuna vacía arrancaba la piel de su voz. Pero incluso con el alma rota, en su búsqueda por el jardín, primero, y luego cada vez más y más lejos de la casa, seguían siendo seres como nosotros: buscaban para encontrar. Las horas, sin embargo, iban pasando; la noche cambiaba de fisonomía, ellos también cambiaban y ahora, a su término, eran seres totalmente irreconocibles, habían dejado de comprender por qué pecados y para qué el destino cruel les seguía arrastrando, llevándoles de un lado para otro en una tierra en la cual nunca más verían de nuevo a su hijo. Hacía mucho tiempo que tenían olvidado al alférez de navio, que había trasladado su búsqueda al otro lado del barranco.
¿Se debe, quizá, a esa observación discutible que el autor oculte a sus lectores lo que él conoce tan bien? Ya que él, mejor que cualquier otro, sabe que tan pronto como abran las panaderías y se crucen los primeros trenes, el rumor del triste acontecimiento recorrerá todas las dachas, indicando, por fin, a los liceístas gemelos de Olguino a dónde deben llevar a su amigo sin nombre, el trofeo de su victoria de la víspera.
Por debajo de los árboles, como por debajo de gorros profundamente embutidos, emergían los primeros brotes de la mañana todavía somnolienta. Amanecía por partes, con intervalos. El rumor del mar desapareció de pronto como si jamás hubiera existido; el silencio era todavía mayor que antes. Una brisa dulzona, cada vez más frecuente, venida no se sabe de dónde, agitaba las filas de los árboles, unos tras otros; su plateado sudor salpicaba las vallas, pero volvían a sumirse en su sueño, recién interrumpido. Dos diamantes singulares relucían por separado, independientemente, en los profundos nidos de aquella semioscura bienaventuranza: el pajarito y su gorjeo. Temeroso de su soledad, avergonzado de su insignificancia, el pajarito, distraído y somnoliento, incapaz de coordinar sus pensamientos, trataba con todas sus fuerzas de diluirse sin dejar rastro en el infinito mar del rocío. Y lo conseguía: ladeada la cabecita, cerrados fuertemente los párpados, se delectaba con el silencio, avergonzado por la estupidez y tristeza de la tierra, alegrándose de haber desaparecido. Pero le fallaron las fuerzas. Rompiendo de pronto su resistencia y traicionándole por entero, su gorjeo sonoro se encendió como fría estrella siempre a la misma altura, siempre con el mismo dibujo; los trinos elásticos se dispersaron igual que rayos punzantes, sus armoniosas salpicaduras parecían asombradas y temblorosas como si hubieran derramado un plato con un ojo enorme y asombrado.
Empezó a clarear con mayor unanimidad. Una luz blanca, húmeda, llenó todo el jardín. Se adhería sobre todo al muro recién enlucido, a los senderos cubiertos de grava y a los troncos de aquellos árboles frutales embadurnados con solución sulfatada, blancuzca como la cal.
De regreso del campo, la madre del niño, con la muerte pintada en el rostro, atravesó el jardín arrastrando las piernas. No se detuvo, se dirigió con pasos vacilantes a la parte posterior de la casa, sin darse cuenta lo que pisaba y en qué se hundían sus pies. Los surcos, que descendían y ascendían, tan pronto la hacían subir o bajar, como si su agitación necesitara ser sacudida. Cruzó la huerta y se acercó a la parte de la tapia, tras la cual se veía el camino a los campamentos. Hacia ese lugar se dirigió el alférez de navío dispuesto a saltar la valla para no tener que dar la vuelta por el jardín. El Oriente, bostezando, le llevaba hacia la tapia como la vela blanca de una barca muy ladeada. Ella le esperaba sujetándose a los balaustres de la barandilla. Quería decirle algo y tenía preparado del todo su breve discurso.
En la orilla del mar, igual que arriba, se percibía la misma proximidad de la lluvia recién caída o inminente. ¿De dónde podía proceder el rumor que se había sentido durante toda la noche al otro lado de la vía férrea? El mar yacía enfriándose como el fondo mercurizado de un espejo y tan sólo en sus bordes se movía y sollozaba quedamente el agua. Amarilleaba el horizonte con luz maligna y enfermiza. Eso podía perdonarse a la aurora que se adhería a la parte posterior de un establo enorme, emporcado en cientos de verstas, donde en cada momento podían enfurecerse las olas y alzarse desde cualquier parte. Ahora trepaban sobre su panza y apenas si se rozaban unas con otras, como un rebaño infinito de cerdos negros y relucientes.
Detrás de unas rocas, el alférez salió a la orilla. Caminaba con paso rápido y animoso, saltando a veces de piedra en piedra. Lo que le habían dicho arriba le dejó estupefacto. Levantó de la arena un fragmento plano de ladrillo y lo tiró al agua; la piedra rebotó oblicuamente como si estuviera engrasada y emitió un sonido infantil casi imperceptible, propio de aguas poco profundas.
Cuando desesperado y perdida la esperanza de encontrar al niño regresaba a la dacha, acercándose a ella por el lado de la pradera, Lelia, desde el interior del jardín, corrió hacia la valla cuando él ya estaba a punto de saltarla y le dijo rápidamente:
—¡Ya no podemos más! ¡Sálvalo! ¡Encuéntralo! ¡Es tu hijo!
Cuando él la sujetó por la mano, ella se desasió y escapó. Saltó la valla, pero no pudo encontrarla por ninguna parte. Levantó otra piedra y así, sin dejar de tirarlas, comenzó a distanciarse y desapareció detrás del saliente de una roca.
Tras él continuaron moviéndose y viviendo sus propias huellas. También ellas querían dormir. Era la arena, que removida por sus pasos, se volvía de un lado a otro, se desmoronaba suspirando, buscando la forma de tumbarse lo más cómodamente posible para dormir de una vez con toda tranquilidad.
III
Han pasado más de quince años. Anochecía en la calle, pero las habitaciones estaban a oscuras. Era la tercera vez que la dama desconocida preguntaba por el ex oficial de la marina Polivanov, miembro de la presidencia del comité ejecutivo provincial. Un soldado de aire aburrido respondía a la dama. Por la ventana del vestíbulo se veía un patio abarrotado de montones de ladrillos bajo la nieve. En sus ocultas profundidades, donde antaño hubo una fosa aséptica, se alzaba ahora una montaña dé basura no recogida desde hacía mucho tiempo; el cielo parecía allí un seto salvaje crecido en las laderas de aquel amasijo de gatos muertos y latas de conserva, que resucitaba en primavera, cuando se fundía la nieve y, tomando aliento, comenzaba a exhalar las primaveras pasadas y la libertad de las gotas, de los gorjeos y el estruendo de los hierros removidos. Bastaba con apartar la vista de aquel rincón y mirar hacia arriba para sorprenderse de ver lo nuevo que era el cielo.
Su actual capacidad de repartir el estruendo de los fusiles y cañones durante las veinticuatro horas del día desde el mar y la estación, había desplazado a un pasado remoto el recuerdo del año mil novecientos cinco. Alisado por el incesante cañoneo que como un rodillo pasaba de un extremo a otro, se le veía ahora definitivamente apisonado y muerto, hosco y taciturno. Sin moverse, parecía llevar a alguna parte, como sucede en invierno con la cinta de las vías férreas que se va desenvolviendo poco a poco.
¿Qué cielo, pues, era aquel? Incluso de día evocaba la imagen de la noche que veíamos en los años de nuestra juventud y durante las marchas. Hasta de día saltaba a la vista, y, visible en toda su infinitud, se saciaba, también de día, con la tierra devastada, abatía a los somnolientos y ponía en pie a los soñadores.
Eran las vías aéreas por las cuales, como trenes, partían todos los días las rectilíneas ideas de Liebknecht, Lenin y unas cuantas mentes más de su talla. Vías establecidas a un nivel suficiente para cruzar todas las fronteras, sea cual fuere su nombre. Una de ellas, ya tendida en tiempos de guerra, conservaba su antigua altitud estratégica, impuesta a los constructores por la naturaleza de los frentes por los cuales fue trazada. Era un viejo ramal militar que en cierto lugar y a unas ciertas horas había cruzado la frontera de Polonia, después la de Alemania y aquí, a su mismo inicio, a la vista de todos, se salía de los límites del entendimiento mediano y de su paciencia. Pasaba por encima del patio y asustaba al cielo por la extensión de sus designios y su abrumador volumen, como asustan siempre a las líneas férreas los barrios extremos que huyen de ellas a la desbandada. Era el cielo de la Tercera Internacional.
El soldado decía a la dama que Polivanov no había regresado aún. Se percibían en su voz tres clases de tedio. El tedio de un ser que habituado a vivir en medio de una suciedad húmeda se encuentra ahora, de pronto, envuelto en polvo seco. El tedio de un ser que en los destacamentos de protección y requisa se había acostumbrado a que las preguntas las hacía él y respondía una señora como aquella, confusa y asustada; sentíase aburrido, además, porque el orden del coloquio modélico estaba aquí invertido. Y, finalmente, era el tedio ficticio que confiere un sentido corriente, habitual a hechos realmente extraordinarios. Sabiendo perfectamente lo inconcebible que debía parecer a esa señora el orden establecido en aquellos últimos tiempos, fingía no comprender sus sentimientos como si jamás en su vida hubiera respirado otro aire que el de la dictadura.
Entró de pronto Polivanov como arrastrado por una correa que tirasen unos pies gigantescos. Pasó directamente al primer piso, trayendo consigo el olor a nieve y al silencio de las no iluminadas calles. El soldado detuvo al recién llegado, como se detiene a un tiovivo en plena carrera, sujetándole por algo que resultó ser una cartera.
—Han venido —le dijo— del campo de prisioneros.
—¿Otra vez por lo de los húngaros?
—Pues sí.
—Pero si ya les dijimos que a base de papeles el grupo no podía irse.
—De eso le estoy hablando. Comprendo muy bien que se trata de barcos. Así se lo expliqué.
—Bueno, ¿y qué?
—«Nosotros —dijeron— lo sabemos, no es preciso que nos lo digan. Lo vuestro es prepararnos los papeles para que esté todo en perfecto orden y puedan embarcar. Todo lo demás se hará como es debido.» Quieren el local.
—Está bien, ¿qué más?
—Nada más. Sólo quieren los papeles y el local, eso dicen.
—¡Ya lo sé! —le interrumpió Polivanov—. ¡A qué viene repetirlo! No me refiero a eso.
—Desde Kanatka han traído un pliego —dijo el soldado nombrando la calle donde se hallaba la Checa; acercándose a él, bajó la voz hasta convertirla en un susurro como si se hallasen en un relevo de guardia.
—¡Qué dices! ¡Vaya! No puede ser —exclamó Polivanov con voz indiferente y como distraído.
El soldado se apartó de él. Ambos permanecieron silenciosos durante unos instantes.
—¿Trajo usted el pan? —preguntó de pronto el soldado con acre entonación, ya que por la forma de la cartera no precisaba respuesta—. Está aquí una... ciudadana que quiere verle.
—Bueno, bueno, bueno —pronunció Polivanov con el mismo tono distraído.
La correa de los pasos gigantes se estremeció al extenderse. Se movió la cartera.
—Tenga la bondad de pasar —dijo a la dama, invitándola a entrar en el despacho. No la reconoció.
Comparada con la oscuridad del pasillo, reinaba allí una total penumbra. Ella avanzó detrás de él y se detuvo al otro lado de la puerta. Debía haber, seguramente, una alfombra a lo largo de toda la habitación, porque después de dar dos o tres pasos, él desapareció de pronto y sus pisadas volvieron a oírse en la parte opuesta a la penumbra. Se oía cómo apartaba una bandeja con vasos, restos de pan seco, azúcar, partes de un revólver desmontado, lápices. Sin hablar, Polivanov tanteaba la mesa con la mano, moviendo y tirando algunas cosas, en busca de las cerillas. La imaginación acababa de investir aquel despacho con cuadros, llenándolo de armarios, palmeras, bronces, trasladándolo a una de las avenidas del antiguo Petersburgo; sostenía con la mano extendida todo un puñado de lucecitas para iluminar la longitud de la perspectiva cuando, de pronto, sonó el teléfono. Su tintineo vacilante, que hacía pensar en el campo o en algún rincón perdido, le hizo recordar de inmediato que el hilo telefónico procedía de una ciudad hundida en la penumbra más completa y que todo ocurría en una provincia que se hallaba en poder de los bolcheviques.
—Sí —respondía un hombre mortalmente cansado, con entonación descontenta e impaciente, tapándose seguramente los ojos con la mano.
—Sí, lo sé, lo sé. Tonterías. Compruébelo por teléfono. Tonterías. Hablé con el Estado Mayor. Hace ya una hora que Zhmerinka responde. ¿Es todo? Sí, iré y se lo diré. No, dentro de unos veinte minutos. ¿Eso es todo?
—Y bien, camarada —se dirigió a la visitante con la caja de cerillas en una mano y una gotita azulada del encendido azufre en la otra.
Entonces, casi al mismo tiempo que el ruido de las cerillas caídas y desparramadas, resonó la clara voz susurrante de la mujer, llena de angustia.
—¡Lelia! —gritó Polivanov fuera de sí—. ¡No puede ser! Perdone... Pero, ¿es usted Lelia?
—Sí... Sí... Deje que me tranquilice... ¡Dios me ha traído! —musitaba Lelia, ahogándose y llorando.
De pronto, todo desapareció. A la luz de la alcuza se encontraban frente a frente un hombre agotado por la falta de sueño, con una corta chamarra desabrochada, y una mujer recién llegada de la estación, que no se había lavado en mucho tiempo. La juventud y el mar parecían no haber existido jamás. A la luz de la alcuza su llegada, la muerte del marido y de la hija, de cuya existencia no tenía idea y, en una palabra, todo lo relatado por ella antes de que él hubiera tenido tiempo de encender la luz eran la verdad real y abrumadora, que hacía desear la muerte al propio oyente siempre que sus sentimientos no fueran simples palabras. Al mirarla a la luz de la alcuza recordó de inmediato aquella historia que había impedido que al verse se hubieran abrazado en el acto. Sonrió involuntariamente, asombrado por la persistencia de semejantes prevenciones. A la luz de la alcuza se derrumbaron todas las esperanzas forjadas por Lelia sobre el aspecto del despacho. El hombre que tenía enfrente le pareció, a su vez, tan ajeno a ella que no podía adjudicar ese sentimiento a ningún cambio. Con tanta mayor decisión empezó a exponer el asunto que la había traído y de nuevo, como aquella vez, lo hizo de memoria, ciegamente, como si cumpliese un encargo ajeno.
—Si en algo aprecia la vida de su hijo... —empezó a decir.
—¡Otra vez! —estalló Polivanov y rompió a hablar, hablar, hablar rápidamente, sin detenerse.
Hablaba como si estuviera escribiendo un artículo, empleando el «porque» y las comas. Se paseaba por la habitación y se detenía, abría los brazos, manoteaba. En las pausas, fruncía el entrecejo y se frotaba, alisaba los pliegues formados en el puente de la nariz, como un foco de inagotable indignación, con encarnizamiento cada vez mayor. Le rogaba que dejara de pensar que las personas valían menos que sus invenciones y que se podía jugar con ellas a su antojo, en sus propios intereses. La conjuraba con todo cuanto había de sagrado para ella que no repitiese jamás semejantes fantasías, sobre todo después de haberle confesado por sí misma que le había mentido. Decía que incluso si admitiese tal absurdo, el objetivo que se hubiera propuesto conseguir, sería del todo inverso. Es imposible convencer a un hombre que aquello que momentos antes no tenía y aparece ahora de pronto supone un hallazgo, y no una pérdida. Se acordó del sentimiento de libertad y despreocupación que experimentó entonces, cuando supo que le había mentido, cómo perdió de inmediato el deseo de recorrer zanjas y hondonadas y sintió deseos de darse un baño. Así pues, dijo, tratando de ser sarcástico, incluso si volvieran al pasado y fuera preciso buscar de nuevo a algún miembro de su familia, él se molestaría tan sólo por ella o por Y o Z, pero de ningún modo por sí mismo o por sus ridículas...
—¿Ha terminado usted? —preguntó Lelia, dejando que se desahogara—. Tiene razón. Negué cuanto le dije. ¿Será posible que no lo comprenda? Admito que mi conducta fue vil y pusilánime. Estaba loca de alegría por haber encontrado a mi hijo. ¡Y de qué modo tan maravilloso! ¿Se acuerda? Después de ello, ¿podía tener el valor de destruir mi vida y la de Dimitri? Me retracté por eso. Pero no se trata de mí. Es su hijo. ¡Si usted supiera en qué peligro está ahora su vida! No sé ni cómo empezar. Se lo contaré todo por orden. No volvimos a vernos desde aquel día. Usted no le conoce. ¡Es tan confiado! Eso le perderá algún día. Hay un miserable, un aventurero, Dios le juzgará, un tal Neplosháiev que fue compañero de Tosha en la Academia Militar...
Polivanov, que en aquel instante recorría la habitación, se detuvo como clavado en el sitio y dejó de oírla. Había pronunciado un nombre que, entre otros muchos, le susurró el soldado. Conocía el asunto. Estaba enterado de aquella causa. No había esperanza para los inculpados y todo dependía de que se fijase la hora.
—¿Había actuado con nombre supuesto?
Lelia palideció al escuchar su pregunta. Significaba que él sabía más que ella y el asunto era peor de cuanto se había imaginado. Olvidó en qué campo se hallaba, y creyendo que todo el mal radicaba en el nombre ficticio, trató de justificar al hijo de algo que no tenía ninguna importancia.
De nuevo, dejó de oírla; se dio cuenta que su hijo podía ocultarse bajo cualquier nombre que conocía por los documentos; de pie ante la mesa llamaba ni él mismo sabía adonde, hacía indagaciones, y de comunicación en comunicación se adentraba más y más profundamente en la ciudad y en la noche, hasta que por fin se abrió el precipicio de la última y definitiva información veraz.
Miró en torno suyo. Lelia no estaba en la habitación. Le dolían terriblemente los ojos, y cuando recorría el despacho con la vista flotaban ante él torrentes de continuas estalactitas. Intentó fruncir el entrecejo, pero en vez de ello se pasó la mano por los ojos; las estalactitas bailotearon y comenzaron a disiparse. Se sentiría mejor si los espasmos no fueran tan frecuentes y silenciosos. Poco después la encontró. Yacía como una muñeca enorme, que no se había roto, entre el taburete de la mesa y la silla, en aquella capa de virutas y basura que en la oscuridad, y antes de desmayarse, había tomado por una alfombra.
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