Un relato

I

A principios de 1916, Seriozha fue a Solikamsk para visitar a su hermana.

Hace ya más de diez años que las partes fragmentadas de este relato revolotean en torno mío; algunas fueron publicadas a principio de 1917.

Pero más vale que el lector se olvide de tales versiones para evitar que confunda en el sorteo final el destino que le ha correspondido a tal o cual personaje. He cambiado el nombre de algunos, pero en lo que se refiere a sus destinos los he dejado tal como los encontré aquellos años en medio de la nieve bajo los árboles. Entre la novela en verso titulada Spektorski, empezada más tarde, y la prosa que ofrezco ahora no hay diferencias: es la propia vida.

En realidad, Seriozha no fue a Solikamsk, sino a Usólie. La ciudad se amontonaba, toda blanca, en la otra orilla y desde la ribera adosada a la fábrica, desde la cocina de la casa del doctor recién reparada, se comprendía fácilmente, ya en el primer momento, qué era lo que la mantenía, para qué y con qué propósito. La rugosa piedra de la catedral y de los edificios estatales centelleaban, plácidamente dispersos, sostenidos por las explosivas reservas de la saciedad y la pólvora del bienestar. Las ventanas de la casa del doctor relucían, reduciendo a pulidos cuadrados la visión del otro lado del río, obra de Iván el Terrible y los Stróganov12, como si en homenaje a aquella lejanía fuera batida la fresca manteca de albayalde repartida después por la madera. Así era en la realidad; los raquíticos y descuidados jardincillos de los suburbios nada grato podían ofrecer a la vista.

En ayuda de los cuervos, el deshielo husmeaba entre los arbustos. En el agua negra de los charcos se oían solitarios sones y los silbidos de una locomotora haciendo maniobras alternaban con las voces de los juegos infantiles. El parloteo de las hachas en una explotación próxima impedía oír el confuso rumor de órgano de la fábrica lejana. Cabía más bien imaginarlo, a la vista de sus cinco gorros humeantes, que oírlo en realidad. Relinchaban los caballos, ladraban los perros. El grito ronco de un gallito se quebraba y pendía en el aire de un hilo. Desde un afluente lejano, donde bajo los montículos de nieve asomaban las tijeretas de una salceda allí aprisionada, llegaba de vez en cuando el sonido retador de las dinamos. Eran sones exiguos que parecían ebrios porque navegaban por rodadas. Entre ellos se abría el silencio, solemne, amplio, de la llanura invernal. Se ocultaban cerca de allí, en la aldea próxima, según afirmaban los vecinos del lugar, las primeras estribaciones de los Urales. Las escondían como si fueran desertores.

Seriozha tropezó con su hermana cuando ella salía a la compra. Vio detrás de ella a una chiquilla morruda con una pelliza descuidadamente abrochada. La hermana tiró la bolsa sobre el alféizar de la ventana y mientras se abrazaban entre ruidosas exclamaciones, la chiquilla, con la maleta bajo el brazo, balanceándose en sus botas de fieltro, se precipitó al fondo de la habitación y dando bandazos como un aro lanzado, contorneó la mesa del comedor. Poco después, bajo la granizada de las preguntas de su hermana, Seriozha, con un jabón en las manos, comenzó a borrar con gestos inseguros, ya había perdido la costumbre, las sucias huellas de cuarenta y ocho horas de insomnio; fue entonces, al verle con la toalla en las manos, cuando se percató su hermana de cuánto había crecido y adelgazado. Luego se afeitó; como eran horas de trabajo, Kaliazin no estaba en la casa y su estuche de afeitar desconcertó a Seriozha por la abundancia de sus accesorios. El comedor luminoso olía gratamente a fiambres. Una palmera tendía desesperadamente sus hojas hacia la negra laca del piano y el cobre verdigris de los atornillados candelabros se inclinaba amenazador sobre la tapa como dispuesto a desalojarla. Natasha captó la mirada de Seriozha, que resbaló sobre los blancos reflejos del hule.

—Todo pertenece al predecesor de Pasha —dijo—. Los muebles son de la empresa —añadió después de un momento de vacilación.

—¡Qué ganas tengo —añadió— de que veas a los niños! Tú no los conoces más que por las fotografías.

Los esperaban de un momento a otro de regreso del paseo.

Seriozha se sentó ante la mesa para tomar el té y, subordinándose a los deseos de Natasha, le contó que la muerte de la madre le había conmocionado por ser del todo inesperada para él. Había temido por su vida durante el verano cuando, según dijo, estuvo a un paso de la muerte y él fue a verla.

—Sí, fue justamente en víspera de los exámenes —precisó Natasha—. Me lo comunicaron.

—¡Cierto, pero me examiné pese a todo! —exclamó Seriozha a punto de atragantarse—. ¡El trabajo que me costó! Y ahora es como si hubieran borrado con un trapo todo aquel período de la universidad.

Sin dejar de masticar la esponjosa masa del bolio, que acompañaba con sorbos de té, Seriozha le contó que había empezado a preparar los exámenes durante la primavera, después que ella estuvo en Moscú, pero se vio obligado a dejarlo: la enfermedad de la madre, el viaje a Petersburgo y otras muchas cosas (y volvió a enumerarlo todo). Pero después, cuando sólo faltaba un mes para la sesión de invierno, lo pensó mejor; lo que le costó más trabajo fue renunciar a sus aficiones de siempre, a las que estaba acostumbrado desde la infancia. Le fastidió un poco que su hermana no reconociera en la frase «diez talentos valen menos que uno seguro» lo que el difunto padre decía en familia refiriéndose a él.

—Bueno, sigue —le apresuró Natasha para disimular su embarazo.

—Pues que trabajé sin descansar de día y de noche, eso es todo.

Seriozha procuró convencerla de que ningún placer podía compararse con semejante carrera forzada que él calificó de exaltación de la falta de tiempo. Según Seriozha, tan sólo ese deporte cerebral le había ayudado a superar las tentaciones innatas y, sobre todo, la música, que a partir de entonces estaba abandonada. Y para que su hermana no tuviera tiempo de hacerle más preguntas, le comunicó, sin transición alguna, que Moscú había recibido la guerra en plena fiebre de construcción, que al principio las obras continuaron, pero ahora, en cambio, estaban paralizadas muchas de ellas de forma que serían numerosas las casas que quedarían inacabadas para siempre.

—¿Por qué para siempre? —repuso Natasha—. ¿Acaso no le ves el fin?

Seriozha no respondió nada, suponiendo que aquí, como en todas partes, las conversaciones sobre la guerra, es decir, la imposibilidad de imaginarse la paz, serían frecuentes y que Kaliazin, probablemente, iba a ser el principal iniciador de las mismas.

Natasha se dio cuenta súbitamente que Seriozha prevenía con malsana perspicacia su curiosidad y que lo hacía cada vez con mayor frecuencia y precisión. Comprendió entonces lo agotado que debía estar y evitando inconscientemente que él siguiera adivinando sus pensamientos, le propuso que se desvistiera y acostara. Interrumpió su conversación un débil tintineo. Creyendo que eran los niños, Seriozha siguió a su hermana, pero ella hizo un gesto, balbuceó algo y desapareció en el dormitorio. Seriozha se acercó a la ventana y con las manos en la espalda fijó la vista en el espacio.

En aquel estado de distracción lúcida no percibió el alboroto que se armó a su lado. Natasha, con la mano en el auricular, esforzándose hasta más no poder, intercalaba frases amables en los mismos espacios que se extendían ante su hermano. En dirección a una valla que se prolongaba interminable hasta el fin del suburbio, caminaba con seguro y pesado andar un hombre, llamaba la atención por el mero hecho de que no hubiera nadie en torno suyo, ni nadie fuera a su encuentro. Seriozha seguía maquinalmente con la vista al hombre que se alejaba y acudió a su memoria un paraje boscoso entrevisto en su reciente viaje. Evocó la estación, la vacía cantina con tablas puestas sobre caballetes en vez del mostrador, los montes detrás de los semáforos, la gente que paseaba, a chiquillos que corrían en competición y peleaban sobre la colina cubierta de nieve que separaba los fríos vagones de las calientes empanadas. En ese momento el hombre, que caminaba junto a la valla, la dobló y desapareció de su vista.

En el dormitorio, mientras tanto, se produjeron ciertos cambios. Acabaron los gritos por teléfono y Natasha tosió aliviada; se interesó a continuación por saber cuándo estaría terminada la blusa, explicando el modo de hacerla.

—¿Sabes quién ha llamado? —preguntó entrando en el comedor y dándose cuenta de la mirada atenta de su hermano—. Era Lemoj. Está aquí por asuntos de su fábrica y se dispone a visitarnos por la tarde.

—¿Quién es Lemoj? ¿Por qué gritas? —la interrumpió Seriozha a media voz—. Podías haberme prevenido. Cuando se habla en voz alta como si estuviera uno solo en la casa y al otro lado de la puerta hay una persona que trabaja, eso debe molestarle. Tenías que haberme dicho que estaba la costurera.

A lo primero, el equívoco fue en aumento; luego, sin embargo, se aclaró todo. No había nadie en el dormitorio; cuando terminó la comunicación con su lejano interlocutor, Natasha habló con la telefonista encargada de la línea que se hallaba lejos de allí, en un extremo del suburbio.

—Una joven encantadora —añadió Natasha—. Tiene que coser porque el sueldo no le alcanza. También ella vendrá, aunque no es seguro, tiene visita, alguien que ha llegado del frente.

—Sabes —dijo Seriozha inesperadamente— creo, en efecto, que me acostaré un poco.

—Muy bien —accedió rápidamente la hermana y le condujo a la habitación preparada especialmente para él desde el día en que recibió su carta—. Es sorprendente que te hayan desmovilizado —observó de paso—, no se te nota que cojeas.

—Pues ya ves, y sin objeciones, toda la comisión estuvo de acuerdo. Pero, ¿qué haces? —exclamó, al ver que Natasha se disponía a prepararle la cama y ya había retirado la colcha—. Déjala así, me tumbaré vestido. Así está muy bien.

—Como quieras —accedió Natasha y, paseando una mirada atenta por la habitación, dijo desde la puerta—. Duerme cuanto quieras y no tengas reparo por nada, yo me ocuparé de que no hagan ruido; en caso extremo almorzaremos sin ti y te calentaremos la comida después. Es realmente imperdonable que te hayas olvidado de Lemoj; es una persona muy interesante y digna. Habló de ti con mucho afecto y acierto.

—¿Qué quieres que le haga? —imploró Seriozha—. Jamás le he visto y es la primera vez que oigo su nombre.

Tuvo la impresión que hasta la puerta se cerró con leve reproche tras su hermana. Se desabrochó los tirantes y, sentándose en la cama, comenzó a soltar los cordones de sus zapatos.

En el mismo tren que Seriozha llegó para un breve permiso a Veretie un marino del torpedero «Novik» llamado Fardybasov. Directamente desde la estación llevó su pequeño baúl a la oficina donde trabajaba su pariente, le dio un beso y a grandes zancadas que rompían el hielo y salpicaban agua se dirigió en el acto a la sección de mecánica. Su aparición hizo furor. Entre la muchedumbre, que le rodeó no encontró al que buscaba y al saber que Otryganiev trabajaba ahora en un taller nuevo, recientemente construido, se largó con el mismo paso al segundo taller auxiliar que no tardó en localizar tras las tapias de los depósitos, en el empalme del ferrocarril de vía estrecha que se extendía como raquítica cenefa por los bordes de una escarpada depresión; diríase que temía algo porque en el lindero del bosque y a lo largo del mismo se paseaba un centinela con fusil. Fardybasov abandonó el camino y corrió campo traviesa, saltando de montículo en montículo; de vez en cuando desaparecía en los secos hoyos del verano anterior. Luego subió una cuesta en la cual se alzaba un barracón de madera que sólo se diferenciaba de un hangar corriente por los frecuentes resoplidos de vapor que poblaban, como si fueran copos de nieve, el silencio reinante.

—¡Otryganiev! —bramó el marinero acercándose a la entrada y golpeando el poste de madera con la palma de la mano, al tiempo que lanzaba el nombre a la profundidad de lo edificado donde varios mujiks trasladaban unos sacos de un sitio a otro y rugía frenético un poderoso motor, separado del campo por unas chillas tan sólo, como si fueran su funda, con el volante inmovilizado en su momentáneo vuelo. Bajo él danzaba, rechinaba, se acurrucaba, se hundía bajo el suelo y echaba hacia atrás su dislocada rodilla, la loca palanca de la barra de guía que con ese trepidar mantenía bajo el terror todo el edificio.

—¿De qué jugos te vales para hacer esa mierda? —gritó a guisa de saludo el recién llegado a un zopenco grandullón que surgió en la puerta. Venía cojeando con su pierna atrofiada, apoyándose en la sana.

—¡Eriomka! —sólo pudo articular el cojo, atosigado de inmediato por un acceso de tos amarga, de fumador de «majorca»13. Jrolofor! —exclamó con voz ronca, de borracho empedernido y le dio tiempo tan sólo de agitar la mano, sacudido por un nuevo paroxismo de chirriante asfixia.

—¡Vaya con los cultivadores de tabaco! —bromeó cariñosamente el marinero en espera de que pasara el acceso.

Pero no lo consiguió, porque en aquel mismo instante dos tártaros, separándose del resto de sus compañeros, subieron ágilmente, uno tras otro, por la escalera adosada a la pared y empezaron a echar cal a la mezcladora por lo cual se armó un estrépito inimaginable y todo el local se llenó de nubes de polvo blanco, desmochado. En medio de todo aquel jaleo, Fardybasov comenzó a vociferar quejándose de que el escribiente le había comido días de permiso —y eso que eran contados—, tratando de convencer a su amigo de aquello que le había hecho correr aquí a campo traviesa desde la estación, es decir, de ir a cazar durante todo el tiempo de su permiso.

Pasado algún tiempo que dedicó a burlarse cariñosamente de los subordinados al mando militar, los movilizados y las fábricas que trabajaban para la guerra, contó que hacía poco, en vísperas de Navidad, a la salida del golfo de Finlandia, tropezaron una noche con un campo de minas alemán y habían volado por los aires; lo que contó era mentira, una fanfarronada en cuanto a las personas, ya que el narrador pertenecía al «Novik» y era otro torpedero del destacamento el que en alto las cureñas cavaba el fondo del mar, alzando inmensos surtidores de agua.

Oscurecía, empezaba a helar en la calle y llevaban agua a la cocina. Habían regresado los niños y se les hacía callar. De vez en cuando, Natasha se acercaba silenciosamente a la puerta por la parte de fuera. Seriozha no podía conciliar el sueño. Se fingía dormido. Al otro lado de la pared, la casa entera pasaba del crepúsculo a la noche. Al son de los cubos y el fregado de los suelos, pensaba que todo sería distinto visto con luz eléctrica, cuando la casa ya estuviera arreglada. Como si volviera por segunda vez después de haber dormido a pierna suelta, que era ahora lo más importante para él. Y la presentida novedad, a la cual ya habían dado vida las lámparas, se removía inquieta, pasando de una visión a otra. Voces infantiles preguntaban por el tío, que cuando volvería a irse de nuevo y sabiendo ya poner ojos amenazadores hacían «tss» a la pequeña Masha que de nada tenía la culpa. Acompañaban el vaho de la sopa los ruegos de la madre, batiendo alas sobre los delantales y los platos; no sirvieron de nada las protestas cuando, arrebujados de nuevo, fueron enviados de malos modos a pasear otra vez, apresurando la salida del zaguán para que no se llenara de frío la casa. Pasado algún tiempo, bastante más tarde, se materializó en la llegada de Kaliazin, en su voz de bajo, su bastón y chanclos que en diez años de matrimonio seguían siendo inmunes a todo razonamiento.

A fin de atraer el sueño, Seriozha se esforzaba por recordar algún mediodía estival, el primero que acudiera a su memoria. Sabía que si tal imagen obedecía su llamada y él conseguía retenerla, la visión cerraría sus párpados y envolvería en ronquidos sus piernas y cerebro.

Tumbado en la cama, la visión de un tórrido día de julio se alzaba ya ante él hacía tiempo, como un libro, sin que acudiera el sueño. Era, precisamente, el verano del año mil novecientos catorce y tal circunstancia había quebrantado todos sus planes. Era imposible evocar aquel verano con los ojos cerrados y recordar una realidad adormecedora; tenía que pensar, pasando de un recuerdo a otro. Esta es la razón que nos alejara durante largo tiempo de la casa de Usólie.

Así pues, precisamente aquí recibía Natasha una lista llena de encargos en letra menuda y con frecuentes tachaduras; con ella corría por Moscú en la primavera de mil novecientos trece. Vivía con Seriozha, en un apartamento de la calle Kislovka. Ahora, por el olor a la madera empleada en la construcción, el rumor del silencio reinante y el estado de los caminos en el suburbio, se imaginaba Seriozha los rostros de aquellos a quienes favorecía su hermana, desapareciendo días enteros de la casa. Los empleados formaban, en efecto, una familia unida y el viaje de Natasha era considerado como una comisión de servicio pasada del nombre del marido al de la mujer. Semejante absurdo es comprensible porque todos los eslabones de la cadena abstracta que terminaba con dietas de viaje y mantenimiento eran seres vivos, hermanados por la estrecha relación en que vivían, como si fuera un islote, unidos por su diversa instrucción entre tres mil «verstas»14 de nieves totalmente iletradas.

Aprovechando la ocasión, los directivos le confiaban incluso poderes para aclarar algunos malentendidos que, en realidad, eran baladíes y de fácil solución por carta; con tal motivo Natasha visitaba los centros oficiales, dando a tales visitas un significado francamente ambiguo. Al escribir, encerraba esas gestiones entre comillas como subrayando su aspecto cómico y, al mismo tiempo, hacía entender que las comillas se referían a cuestiones de importancia ministerial. En sus horas libres, sobre todo a la caída de la tarde, visitaba a sus amigos y a los amigos de su marido de la época de su vida en Moscú. Iba con ellos a teatros y conciertos. A tales distracciones procuraba también dar apariencia de trabajo, semejante a las ausencias del consejo administrativo que, sin embargo, no admitían ninguna clase de comillas. Las personas en cuya compañía visitaba diversos teatros habían compartido con ella, en otros tiempos, un hermoso pasado. Aquel pasado —accesible a un entendimiento maravilloso cada vez que se removían los viejos recuerdos— era, hoy día, la única razón de sus recíprocas relaciones. Se veían porque les unía fuertemente la antigua amistad. Unos se habían hecho médicos, otros ingenieros, los terceros se orientaron hacia la jurisprudencia. Los que no pudieron reanudar los interrumpidos estudios trabajaban en la prensa. Todos habían fundado una familia y todos, a excepción de los que se dedicaban a la carrera literaria, tenían hijos. Como es natural, no todos se parecían entre sí y tampoco vivían cerca unos de otros, sino en lugares diferentes. Cuando Natasha iba a visitarles tenía que recorrer diversas calles, unas estrechas, sinuosas, otras amplias, bulliciosas, ir en tranvías.

Debo añadir que sólo una vez, cuando fue a recoger a unos amigos para ir a un concierto mixto con lectura de obras de Chejov y actuaciones de cantantes, no se habló del pasado. Y cuando Natasha, al descubrir en un estuche de tocador de su amiga la corbata roja de los Cursos Superiores Femeninos se entregó a los recuerdos, esta última, a quien antes apresuraba Natasha, acabó inmediatamente de arreglarse y se apartó del espejo en el cual ya oscilaban algunas visiones resucitadas; las dos amigas, acompañadas del marido, salieron en volandas al aire verdoso, cristalino, del frío crepúsculo primaveral. No hablaban del pasado porque sabían en lo más profundo de su ser que vendría otra revolución. En su deseo de autoengañarse, perdonable incluso en nuestros días, se imaginaban que la revolución se desarrollaría como un drama que hubiesen retirado temporalmente y que volvían a reponer con una plantilla de actores fijos, es decir, con ellos, con todos ellos en los papeles de antes. Error tanto más natural, pues creían que sus ideales eran compartidos por todo el pueblo, aunque opinaban que convenía comprobar tal seguridad en el pueblo vivo. Convencidos hasta cierto punto del carácter extravagante de la revolución, que ellos veían desde el amplio punto de vista del ruso medio, tenían toda la razón de sentirse perplejos y preguntarse de dónde podían salir las personas iniciadas, deseosas de tomar parte en una empresa tan particular y delicada.

Igual que todos ellos, Natasha confiaba que la mejor causa de su juventud estaba aplazada únicamente y que cuando llegase la hora, ella estaría presente. Esa confianza explicaba todos los defectos de su carácter; explicaba su aplomo sólo atemperado por la total ignorancia que tenía de semejante defecto. Explicaba asimismo sus rasgos de indefinida bondad, tolerancia y comprensión de todo, que la iluminaban desde dentro con luz inextinguible y carecían de toda razón de ser.

Supo por la familia que algo le había ocurrido a Seriozha. Hemos de señalar, sin embargo, que lo sabía todo, empezando por el nombre de su elegida hasta el hecho de que Olga estaba felizmente casada con un ingeniero. No preguntó nada a su hermano. Habiendo obrado así por simple decencia humana, se lo atribuyó inmediatamente como mérito especial suyo, como algo inherente a su clase. No hizo ninguna pregunta a Seriozha, pero convencida que su historia estaba subordinada al principio sensible y reflexivo personificado en ella misma, esperaba que él, incapaz de soportar más su reserva, le abriera el corazón. Pretendía que él se confesara espontáneamente y esperaba la confesión con impaciencia profesional. Nadie, sin embargo, podría burlarse de ella si toma en consideración que en la historia del hermano coexistía el amor libre, un hondo conflicto con las cadenas prosaicas del matrimonio y el derecho a un sentimiento fuerte, sano y ¡Dios santo!, casi todo Leonid Andréiev15. Para Seriozha, sin embargo, la vulgaridad disimulada era peor que la estupidez más desenfrenada y petulante. Cuando no pudo aguantar más, sus palabras evasivas fueron interpretadas por Natasha a su manera y supo por sus torpes reticencias que todo había acabado entre los amantes. Su sentimiento de competencia no hizo entonces sino aumentar, ya que al seductor inventario antes citado se había unido un drama, obligatorio según sus concepciones. Por muy lejos que estuviera de ella su hermano, al que llevaba cinco años y medio, también ella tenía ojos y veía, sin equivocarse, que no eran propios de Seriozha las travesuras ni las chiquilladas. Y tan sólo la palabra drama, divulgada por Natasha entre los amigos, no pertenecía al vocabulario de su hermano.

II

Muchas, muchas cosas quedaron tras las espaldas de Seriozha cuando después de aprobado el último examen salió a la calle, destocada la cabeza, aturdido por todo lo ocurrido y miró en torno suyo. Un cochero joven, sentado en un borde del pescante entreabría su caftán con una enorme bota alzada en alto; de vez en cuando miraba de reojo a su caballo, plenamente confiado en la pureza desmemoriada del aire de aquel mes de marzo; esperaba con aparente indiferencia, pero atento, una llamada desde cualquier rincón de la gran plaza. Copia sumisa de aquella espera voluntaria, la yegua, manchada de blanco y gris, parpadeaba entre las varas; diríase que el propio estruendo de la calzada la había metido entre ellas, sujetando su cabeza con la collera. En derredor todo les imitaba. Circundada por el limpio empedrado, la redonda calzada recordaba un documento de papel timbrado cubierto de guardacantones y farolas. Las casas con la atención puesta en la próxima primavera parecían asentadas en cuatro neumáticos de goma. Seriozha volvió la cabeza: en una de las fachadas más anodinas y vacilantes, que protegía una empalizada, acababa de cerrarse suavemente una puerta pesada, ya ociosa y canicular, tras doce años de vida estudiantil. Justo en aquel momento la habían condenado y, ahora, para siempre. Seriozha se dirigió a su casa. Un aire frío y seco batió inesperadamente la calle Nikítskaia. Las piedras se cubrieron de púrpura glacial. Le daba vergüenza mirar a los transeúntes que se cruzaban a su paso. Todo cuanto le había ocurrido estaba escrito en su rostro y una sonrisa saltarina, tan amplia desde aquel instante como la propia vida moscovita habíase adueñado de su rostro.

Al día siguiente se dirigió a la casa de un amigo suyo que daba clases en un liceo femenino y sabía por la índole de su trabajo todo cuanto ocurría en otros colegios. Aquel invierno le había hablado de una plaza vacante de profesor de literatura y psicología en un centro privado que quedaría vacante en primavera.

Seriozha odiaba dar clases de literatura y psicología escolar. Sabía, además, que el trabajo en un liceo femenino no era para él, pues tendría que sudar tinta y sangre entre las muchachitas sin utilidad ni provecho alguno. Completamente agotado por las emociones de los exámenes, ahora descansaba, es decir, permitía que los días y las horas le llevasen a donde les diera la gana. Como si alguien hubiera tirado un tarro de confitura de bayas de sauce contra la universidad y él, empantanado juntamente con la ciudad, se meciera en su áspero zumo amargo. Y fue así como se dirigió a uno de los callejones de Pliuschija, donde vivía su amigo en una casa de habitaciones de alquiler.

Las habitaciones estaban separadas del resto del mundo por un inmenso patio destinado a los cocheros. Una fila de coches vacíos alzaba hacia el cielo vespertino la ósea espina dorsal de algún fantástico vertebrado que acabaran de descuartizar. Con mayor intensidad que en la calle, se percibía aquí la presencia de una nueva lejanía, mísera y doliente; abundaban el estiércol y el heno. Había, sobre todo, una dulce y grisácea neblina cuyas oleadas llevaron allí a Seriozha. Y de la misma manera que le habían llevado a las largas conversaciones en la habitación llena de humo iluminada por una farola callejera de tres brazos, le llevaron al día siguiente, también por la tarde, a la calle Basmánaia donde mantuvo una charla flexible y elástica con la directora de un liceo femenino; debajo de ellos se erizaba un amplio jardín descuidado, de grandes ramas gorjeantes, de tierra ya grisácea, removida en algunas partes por el rastrillo.

Inesperadamente, sin razón aparente, debido tal vez a un singular viraje caprichoso de la última semana, se encontró en el hotel particular de la familia Fresteln, en calidad de preceptor de su hijo; allí se quedó, sacudiendo el estaño de sus pies. No era nada sorprendente. Le procuraban vivienda y manutención, el salario era el doble de un profesor, disponía de una habitación enorme de tres ventanas, inmediata a la de su discípulo y podía utilizar su ocio como le diera la gana siempre que no perjudicara las clases con su educando. ¡Faltó poco para que le ofrecieran todas las fábricas de paño de los Fresteln! Jamás en su vida le había ocurrido ir a la ligera, llevando un sombrero nuevo de fieltro (había recibido un cuantioso anticipo), dejar los libros, el té y el mármol para adentrarse en el vaho de las panaderías de un soleado callejón que, por dos aceras sinuosas, le llevaban cuesta abajo a la plaza oculta tras el recodo. Pese a lo poco frecuentado de aquel barrio, Seriozha tuvo dos encuentros durante su primer paseo. El primero fue un joven que pasó por la acera de enfrente y figuraba entre los asistentes a la velada memorable en la casa de Balz. Eran dos hermanos, el mayor ingeniero y el más joven no sabía qué hacer una vez terminada la escuela de comercio: si alistarse como voluntario o esperar el sorteo. Llevaba ahora el uniforme de voluntario y el hecho de que estuviera en el ejército intimidó tanto a Seriozha que se limitó a saludarle de lejos: no le detuvo ni cruzó la calle. Tampoco lo hizo el voluntario, ya que la confusión de Seriozha se le transmitió también a él. Además, Seriozha no conocía el apellido de los hermanos porque nadie les había presentado y recordaba tan sólo que el mayor le pareció estar muy seguro de sí mismo y ser, probablemente, un hombre con mucha suerte, mientras que el menor era más silencioso y mucho más simpático.

El otro encuentro tuvo lugar en una de las aceras. Tropezó con Kovalenko, un gordinflón bondadoso que redactaba una de las revistas de Petersburgo. Conocía los trabajos de Seriozha y los apreciaba; se disponía a renovar su iniciativa contando con la participación de Seriozha y de algunos otros ya elegidos antes. Hablaba siempre con invariable sorna de ese aflujo de fuerzas nuevas y de todo lo demás. La ironía era inherente a su persona, porque veía en todo situaciones cómicas y así se defendía de ellas. Eludiendo las amabilidades de Seriozha, le preguntó a qué se dedicaba en el momento presente; Seriozha estuvo a punto de hablarle del lujoso hotel de los Fresteln, pero se mordió a tiempo la lengua, mintiendo de paso al decir que estaba escribiendo un nuevo relato. Y como Kovalenko le preguntaría sin duda por el argumento, comenzó a inventárselo sin pérdida de tiempo.

Pero Kovalenko no se lo preguntó; acordaron verse dentro de un mes, en la próxima ocasión que él viniera a Moscú; a continuación Kovalenko masculló algo sobre los amigos en cuya casa semivacía estaba alojado y escribió rápidamente su dirección en una hojita de bloc. Seriozha, sin leerla, la dobló en cuatro veces y se la guardó en un bolsillo del chaleco. La sonrisa irónica, que no abandonaba el rostro de Kovalenko mientras realizaba todas esas operaciones, no le aclaró nada, pues era inseparable de su interlocutor.

Habiéndose despedido de su bienintencionado amigo, Seriozha se dirigió al hotel, dando un rodeo para no ir al lado del hombre de quien se había despedido de manera tan concreta y clara. Quedó muy sorprendido además por el torbellino de ideas que revolotearon de inmediato en su mente. No comprendió al principio que no era el viento, sino la continuación del no existente relato que tomaba cuerpo haciéndole olvidar en el acto el encuentro, la dirección y todo lo ocurrido. Tampoco sabía que el tema del mismo era su estado emotivo tan abundante en ideas. Sentíase feliz porque todo en torno suyo estaba bien, por haber tenido suerte en los exámenes, el trabajo y todo lo demás.

El comienzo de su instalación en casa de los Fresteln coincidió con los grandes cambios que se estaban haciendo en el hotel. Algunos de ellos se habían realizado con anterioridad a su llegada, pero otros debían realizarse todavía. Poco antes los esposos habían reñido definitivamente, tomando la decisión de vivir en pisos diferentes. El dueño de la casa se quedó con la mitad del piso bajo, a la derecha de la habitación del hijo y de Seriozha. La dueña se apoderó del piso superior, en el cual, además de las tres alcobas, estaba el salón, una gran sala pintada en dos tonos con un atrio de estilo pompeyano y el comedor con el office adjunto.

Aquel año la primavera fue precoz y los mediodías revoloteaban en cálidas oleadas. Adelantándose al calendario a pleno vapor, incitaba hacía tiempo a breves excursiones. Los Fresteln tenían una propiedad en la provincia de Tula. Aunque en el hotel se dedicaban entonces a ventilar tan sólo baúles y maletas en las mañanas de sol, por la puerta principal iban llegando damas, madres de familia, candidatas al veraneo en el campo. A las antiguas inquilinas las recibían como a queridas ausentes que volvieran milagrosamente al seno familiar y con las nuevas departían sobre pabellones de piedra y casas de madera; ya en el vestíbulo insistían sobre las famosas propiedades del aire de Aléxino, sus extraordinarias virtudes salutíferas y las bellezas del río Oka que, por mucho que se alabasen, superaban siempre lo dicho. Todo ello, por lo demás, era cierto.

En el patio sacudían las alfombras; las nubes, como moles de grasa, se alzaban sobre el jardín y torbellinos de polvo picajoso, al remontarse hacia el cielo grasiento, parecían cargarlo de tormenta. Por el modo como el portero miraba al cielo, secándose el rostro cubierto por el polvo de las alfombras como de una malla de crin, se veía claramente que no iba a llover. El lacayo Lavrenti, con chaqueta de lustrina en lugar de frac, cruzaba el vestíbulo para ir al patio con un martillo de madera bajo el brazo. Al contemplar todo ello, al respirar el olor a naftalina y captar de paso retazos de las conversaciones femeninas, Seriozha no podía desechar la sensación de que en el hotel ya estaba todo dispuesto para la partida y que de un momento a otro se zambulliría bajo una amarga tienda de abedules, de temblorosa humedad con olor a laurel recalentado. Además de todo cuanto se dijo ya, la doncella de la señora Fresteln, sin haberse despedido aún, se disponía a dejar su trabajo y en busca de otro se ausentaba tanto los días de asueto como los demás. Se llamaba Ana Arild Torinskold y en la casa la llamaban mistress Arild para abreviar. Era danesa, vestía enteramente de negro y verla en situaciones que le imponían frecuentemente sus obligaciones resultaba penoso y extraño.

Mantenía aquella deprimente singularidad cuando cruzaba la sala en diagonal con amplio andar, su ancha falda y el alto moño en la cabeza. Sonreía a Seriozha con aire cómplice.

De un modo imperceptible llegó un día en que Seriozha, adorado por su pupilo y gozando de la amistad cordial de sus padres, respecto a los cuales era imposible decidir quién era el más amable, ya que para compensar sus rotos vínculos se dedicaban a hablar mal el uno del otro, dejó correr a su discípulo por el patio en pos de un gato y con un libro en la mano pasó al jardín. Las lilas caídas del árbol cubrían los senderos, como si fueran basura y tan sólo en la parte sombreada se veían dos o tres ramas floridas. A su sombra Mrs. Arild, apoyados los codos en la mesa y ladeada la cabeza, escribía con aire diligente. Una rama de cenicientos pétalos, apenas mecida con su lilácea carga, procuraba atisbar, tras la nuca de la que escribía, lo que ponía en la carta sin conseguirlo. Mrs. Arild ocultaba lo escrito de todo el mundo, así como el nombre de su destinatario, con el triple nudo de sus sedosos cabellos castaño claros. Su correspondencia, alternada con la costura, descansaba sobre la mesa. Flotaban por el cielo unas nubes livianas del mismo color que las lilas y el papel de las cartas; las refrescaba el aire gris que recordaba al acero. Al oír pasos, Mrs. Arild secó primero lo escrito con papel secante y luego alzó tranquilamente la cabeza. En el jardín, al lado de su banco, había una silla de hierro. Seriozha se sentó en ella y se entabló entre ambos la siguiente conversación en alemán.

—:He leído a Chejov y a Dostoievski —empezó a decir Mrs. Arild, cruzando los brazos por detrás del banco, fijos los ojos en Seriozha—. Llevo viviendo en Rusia más de cuatro meses. Son ustedes peor que los franceses. Necesitan atribuir a la mujer algún secreto malvado para admitir su existencia. Como si en una sociedad legítima fuera algo incoloro, algo así como agua hervida... Pero tan pronto sale del biombo como sombra de escándalo, ya es otra cosa, ya no se la discute, es una figura que no tiene precio. No conozco el campo ruso. Pero en sus ciudades la propensión a los rincones perdidos demuestra que no viven ustedes su propia vida y cada uno, a su modo, se siente atraído por la de otro. En mi país, Dinamarca, no es así. Espere, no acabé todavía...

En aquel momento apartó la vista de Seriozha y al observar en la carta un puñado de pétalos de lilas, sopló con cuidado sobre ellos. Pasado un instante, y vencida una incomprensible vacilación, prosiguió.

—La primavera pasada, en el mes de marzo, perdí a mi marido. Era muy joven. Tenía treinta y dos años. Era pastor protestante.

—Escuche —pudo por fin interrumpirla Seriozha dispuesto a decir algo que había preparado antes, aunque ahora quería decir algo distinto—. Yo he leído a Ibsen, pero a usted no la comprendo. Está equivocada. No es justo juzgar a todo un país por una sola casa...

—¡Ah, usted se refiere a eso! ¿A los Fresteln?

¡Vaya una opinión que tiene de mí! Estoy más lejos que usted de semejantes errores y voy a demostrárselo ahora mismo. ¿Se ha dado usted cuenta que son judíos y nos lo ocultan?

—¡Qué absurdo! ¿De dónde lo ha sacado?

—¡Qué poco observador es usted! Yo estoy convencida de que lo son. Tal vez por ello siento ese odio invencible hacia ella. Pero no me distraiga —prosiguió con nuevo ímpetu, sin dejarle decir que esa sangre tan odiada corría también en sus venas por parte de padre, mientras que en la casa de los Fresteln no había ni rastro de ella; sin embargo, en vez de decirlo, logró intercalar una frase preparada respecto a que todas sus ideas sobre la lujuria eran puro Tolstói, es decir, lo más ruso de todo cuanto era digno de tal nombre.

—No se trata de eso —se apresuró Mrs. Arild a interrumpir la discusión con voz impaciente y se sentó en el borde del banco, más cerca de Seriozha—. Escuche —dijo sumamente excitada tomándole de la mano—. Usted se ocupa de Gary, pero estoy segura que no le obligan a lavarle por las mañanas ni se hubieran atrevido a proponerle que diese friegas al viejo todas las mañanas.

La sorpresa le hizo soltar la mano de Mrs. Arild.

—En invierno, en Berlín, no se habló nada de eso. Fui al hotel «Adlon» para ponerme de acuerdo con ella. Me contrató como dama de compañía y no como doncella. ¿Sabe? Y aquí me tiene, soy una persona sensata, reflexiva, ¿está usted de acuerdo? No me responda por ahora. El puesto de trabajo era en un país lejano, desconocido. Accedí. ¿Comprende usted cómo se burlaron de mí? No sé siquiera por qué ella me agradó tanto. No supe comprenderla a primera vista. Después, todo se puso de manifiesto cuando pasamos la frontera, en Verzhbólovo... Espere, no he terminado aún. Había llevado a mi marido a Berlín para operarle. Murió en mis brazos y allí le enterré. No tengo familia. Pero acábo de mentirle. La tengo, pero de ella le hablaré algún día. Me hallaba en un estado horrible y sin recursos. Y de pronto, ella me hizo ese ofrecimiento. Lo leí en el periódico. ¡Y si supiera por qué casualidad!

Se apartó hacia el centro del banco e hizo una señal vaga con la mano.

Por la galena acristalada que unía el hotel con la cocina había pasado la señora Fresteln. La seguía el ama de llaves. Seriozha se arrepintió en el acto de haber interpretado de modo indigno el gesto de Mrs. Arild. Ella no pensaba siquiera en ocultarse. Por el contrario, reanudó la conversación con artificiosa celeridad, alzó la voz e introdujo en ella un tono de burlona altivez. Pero la señora Fresteln no les oía.

—Usted almuerza arriba con ella y Gary y los invitados cuando los hay. Yo misma oí lo que respondió cuando usted, extrañado de no verme, preguntó por mí y ella le dijo que estaba enferma. Es cierto, padezco con frecuencia de jaquecas. Pero una vez, cuando usted y Gary estaban jugando, no mueva, por favor, la cabeza tan contento por acordarse, no se trata de que no lo haya olvidado, sino de que al entrar usted en el office estuve a punto de morir de vergüenza. A usted le explicaron que yo prefería comer en un rincón en compañía del ama de llaves (a ella en efecto le gusta). Sin embargo, todo eso son bagatelas. Cada mañana, después del baño, debo envolver esa temblorosa preciosidad, como si de un bebé se tratase, en sábanas, friccionarla luego hasta caer rendida con toallas, cepillos, piedra pómez y ya ni siquiera sé con qué. Además, no puedo decírselo todo —terminó arrebolada con voz inesperadamente baja, respirando fatigosamente como después de una carrera. Se enjugó con un pañuelo el rostro enrojecido y se volvió hacia su interlocutor.

—No me consuele —rogó y se levantó del banco—. No era eso lo que quería decirle. No me gusta hablar en alemán. Cuando se haya ganado usted mi confianza le hablaré en otro idioma. No, en danés no. We shall be friends, I 'm sure16.

Una vez más no le respondió Seriozha como hubiera querido y dijo «gut»17 en lugar de «well»18, sin prevenirla que comprendía el inglés, pero que tenía muy olvidado lo poco que sabía. Sin dejar de hablar en inglés, ella le recordó con vehemente sencillez (que traducía a continuación a alemán con mucho menor ardor) que no olvidara sus palabras sobre los biombos y los rincones perdidos, que ella era norteña y creyente, que no soportaba el libertinaje, que sus palabras eran un ruego y una advertencia que él debía tomar en consideración.

III

Los días eran asfixiantes. Seriozha refrescaba con un manual sus exiguos y olvidados conocimientos de inglés. A la hora del almuerzo, subía con su educando a la sala y esperaban a que saliera la señora Fresteln. La dejaban pasar y en pos de ella entraban en el comedor. Mrs. Arild llegaba con frecuencia cinco o diez minutos antes y Seriozha hablaba con la danesa en voz alta y cuando aparecía la dueña de la casa se despedía de ella con no disimulado pesar. Una procesión de tres personas, presidida por la señora Fresteln se dirigía al comedor y la doncella, que avanzaba en la misma dirección, se iba desviando cada vez más a la izquierda cuanto más cerca estaban de la puerta. Entonces se separaban.

La señora Fresteln tuvo que habituarse a la obstinación con la que Seriozha llamaba «pequeño office» al comedor y a la habitación inmediata, donde se trinchaban las pulardas y repartían el helado por los platos, «gran office». Como le consideraba un excéntrico nato, siempre esperaba de él salidas intempestivas y no comprendía la mitad de sus bromas. Confiaba en el preceptor y no se engañaba. Ni siquiera ahora sentía Seriozha animadversión hacia ella como tampoco a nadie en el mundo. En las personas sólo sabía odiar a su adversario, es decir, a los que triunfaban de modo poco habitual en la vida, dejando aparte todo cuanto hay en ella de valioso y difícil. No son muchas las personas que logran semejante posibilidad.

En las horas posteriores al almuerzo caían por la escalera bandejas enteras de armonías cascadas y rotas. Rodaban y se esparcían en inesperados estallidos, más ruidosos y destructivos que las torpezas de los criados. Entre aquellas turbulentas caídas se intercalaban verstas de silencio alfombrado. Era Mrs. Arild que en lo alto, tras varias puertas tapizadas de grueso paño y herméticamente cerradas, tocaba a Schumann y a Chopin. En momentos así, más que en otros, las miradas se dirigían a la ventana. Pero no se observaba ningún cambio. El cielo, inamovible, se negaba a explayarse en agua. Como tórrida columna se obstinaba en su negativa y a cincuenta verstas a la redonda danzaba un muerto mar de polvo como ara de sacrificios encendida por los carreros desde varios confines a la vez, en cinco estaciones de carga y tras las murallas de Kitai-Gorod19, en el centro de un desierto de ladrillos.

La situación era absurda. Los Fresteln se eternizaban en la ciudad y Mrs. Arild en el hotel. Súbitamente, el destino justificó cuanto sucedía en el preciso momento en que todos empezaban a no comprender semejante demora. Gary enfermó de sarampión y el traslado al campo se pospuso hasta que él estuviera curado. Los torbellinos de arena no cesaban, no se preveían lluvias y todos fueron acostumbrándose poco a poco a tal situación. Llegó a parecer, incluso, que se trataba siempre del mismo día que, estancado durante largas semanas, no fue llevado a dar cuenta en el momento oportuno. Ensorbebecido, el día amargaba hasta lo indecible la vida a todos. Le conocía cada perro callejero. Si no fuera por las noches que procuraban una ilusoria diferencia, habría que salir corriendo en busca de testigos oculares y sellar con lacre el caduco calendario.

Las calles semejaban a bancales vagabundos con vegetación ambulante. Por las reblandecidas aceras, dobladas las cabezas semideshojadas, se movían sombras cenicientas, aleladas. Tan sólo un domingo Seriozha y la danesa se armaron de valor y después de meter la cabeza en el agua de su jofaina se lanzaron a las afueras de la ciudad. Fueron a Sokólniki20. Pero también allí se alzaba el mismo tórrido calor sobre los estanques con la única diferencia que en la ciudad no se veía el aire asfixiante, allí, en cambio, se hacía visible; sus franjas, formadas por neblina, polvo y humo de las locomotoras, se extendían por encima del bosque negro y aquel fantasma concreto era, naturalmente, mucho más temible que la simple asfixia callejera.

La distancia entre aquella franja y el agua era tal que las lanchas se deslizaban libremente bajo ella, pero cuando las asustadizas damiselas pasaban de la popa a los remos, lanzando pequeños chillidos, y los caballeros se levantaban para ayudarlas, sus gorras rozaban con su espuma sucia. Justo a la orilla del estanque humeaba el crepúsculo con acres susurros. Su arrebol recordaba una barra de hierro que puesta al rojo vivo fuera lanzada al agua en la misma orilla; llegaba desde ella el viscoso y gemebundo croar de las ranas que estallaba en burbujas.

Iba anocheciendo. Ana no dejaba de hablar en inglés. Seriozha le respondía y siempre oportunamente. Giraban con rapidez cada vez mayor por el laberinto que, sin embargo, les llevaba a su inicial punto de partida, caminando velozmente y en línea recta hacia la salida, a la parada de los tranvías. Se diferenciaban notablemente del resto de los paseantes. De todas las parejas que llenaban el bosque, ellos eran los que más inquietos estaban por la proximidad de la noche y huían de ella como si ella les pisase los talones. Volvían la cabeza como si midiesen la velocidad de su persecución. Delante de ellos, en todos los senderos que cruzaban, crecía en todo el bosque algo así como la presencia de una persona mayor y eso les transformaba en niños. Tan pronto se cogían de las manos, como las dejaban caer con aire confuso. A veces no estaban seguros ni de su propia voz. Les parecía, en ocasiones, que susurraban en voz alta; en otras, que gritaban a la lejanía con voces quebradas por la distancia. En la realidad, sin embargo, nada de ello ocurría: hablaban como siempre. Ana parecía a veces más ligera y traslúcida que el pétalo de un tulipán y en el pecho de Seriozha ardía el calor de un cristal de lámpara. Ella comprendía entonces cómo luchaba él para que el ardiente magnetismo que irradiaba de su ser no la atrajese. Se miraban sin hablar, cara a cara, y quebraban luego en dos, como algo vivo y entero, la sonrisa crispada de sus rostros que imploraba clemencia. Y Seriozha oía de nuevo las palabras a las que se había sometido hacía tiempo.

Giraban con creciente rapidez por el laberinto de los intrincados senderos y, al mismo tiempo, iban hacia la salida. Desde allí les llegaba ya el atragantado tintineo de los tranvías que se afanaban por evitar los carros vacíos que corrían tras ellos por toda la calle

Stromynka. Diríase que el tintineo chapoteaba en los cristales iluminados. Despedían frescor como los pozos. Poco después, la tierra más polvorienta y última del bosque se desprendía de los zapatos y caía en la pétrea calzada. Habían llegado a la ciudad.

«¡Qué inmensa e imborrable debe ser la humillación —pensaba Seriozha— para que el ser humano, identificando de antemano con el pasado todo lo nuevo e imprevisible, necesite comenzar una existencia nueva desde el principio, distinta por completo de aquella en la que fue tan ofendido o maltratado!»

En aquellos días la idea de llegar a ser rico empezó a preocuparle por primera vez en la vida. Le angustiaba la rapidez con la cual debía conseguir el dinero y lo imprescindible que le era. Se lo daría a Ana y le rogaría que lo siguiese repartiendo, pero tan sólo entre las mujeres. El mismo le señalaría las primeras manos. Serían millones y las favorecidas se lo darían a otras nuevas y así sucesivamente.

Gary ya estaba curado, pero la señora Fresteln no se apartaba de él ni un solo instante. Seguían haciéndole la cama en la sala de estudio. Por las tardes Seriozha se marchaba de la casa y no regresaba antes del amanecer. Tras la puerta, la señora Fresteln se removía en la cama, tosía, dándole a entender por todos los medios posibles que conocía sus andanzas nocturnas. Si le preguntase de dónde venía, Seriozha, sin la menor vacilación, le hablaría de los lugares que había frecuentado. Ella lo suponía y, temiendo la sinceridad de sus respuestas que debería escuchar por fuerza, le dejaba en paz. Seriozha regresaba a la casa con idéntica luz en los ojos que de su paseo por Sokólniki.

Varias mujeres, unas tras otras, emergieron en diversas noches a la superficie de la calle, sacadas de su inexistencia por la casualidad y el encantamiento. Tres nuevos relatos de mujeres se emparejaron con la historia de Arild. Sus confesiones se volcaban, por ignorados motivos, sobre Seriozha. Él no intentaba que le contasen su vida; hacerlo le parecía una vileza. Una de aquellas mujeres, en su intento de explicarle la instintiva confianza que despertaba en ellas, le aseguró que él mismo se les parecía en algo.

Lo dijo la más ramera de todas, la más redomada, la misma que ya hasta el fin de sus días hablaría de «tú» a todo el mundo, la que metía prisa a los cocheros quejándose de su sensibilidad al frío en términos imposibles de reproducir, aquella que con su bronca hermosura ponía todo cuanto tocaba, todo a lo que se refería, a su mismo nivel. Su habitación en el primer piso de una casita de cinco ventanas, contrahecha y mal oliente, no se diferenciaba por su apariencia de cualquier vivienda de la más humilde clase media. Colgaban de las paredes baratas tiras de tela sembradas de fotografías y flores de papel. Junto a la pared, una destartalada mesa plegable rozaba con sus laterales los alféizares de las dos ventanas. Había enfrente una cama de hierro, disimulada tras un tabique que no llegaba al techo. Pese a su parecido con una vivienda humana, aquel lugar era su más flagrante contradicción.

Las esterillas se ponían a los pies del huésped con raro servilismo, como invitándole a no tener gran miramiento con la inquilina y a tomar ejemplo sobre el modo de tratarla. La opinión ajena era su único dueño. Todo estaba abierto de par en par, como algo que fluye, igual que en una inundación. Hasta las ventanas no parecían allí dirigidas desde dentro hacia fuera, sino al revés, de fuera a dentro; revestidas por la fama callejera de Sashka; los enseres domésticos navegaban sin aspavientos, a su antojo, como en una inundación, por aquel renombre popular.

Tampoco ella se quedaba atrás. Todo cuanto emprendía, lo hacía sobre la marcha, con enérgico impulso y a un ritmo uniforme que no disminuía ni aumentaba. De la misma manera, sin dejar de hablar un solo instante, alzaba al desnudarse sus elásticos brazos y luego, al amanecer, durante la charla, apoyado el vientre en un lado de la mesa, dejando caer las botellas vacías, apuraba los restos de la suya y de la de Seriozha. Y más o menos del mismo modo e idéntico grado, de espaldas a Seriozha y enfundada en su larga camisa, respondiéndole por encima del hombro, orinaba sin pudor ni vergüenza en una palangana de hojalata llevada a la habitación por la misma vieja que les había dejado pasar. Resultaba imposible prever ni uno solo de sus movimientos; su habla cascada subía y bajaba de tono con el mismo cálido ímpetu que ladeaba sus mechones y ardía en sus diestras manos. La ágil uniformidad de sus movimientos era la respuesta a su destino. Revelaba la prístina espontaneidad humana, rugiente y desvergonzada, que se encabritaba en ella para llegar a la altura de su infortunio visible desde todas partes. Todo cuanto se divisaba desde aquel nivel tenía el deber de espiritualizarse en el acto y por el rumor de la propia emoción podía percibirse con qué unánime celeridad se edificaban estaciones de salvamento en los vacíos del mundo. Y con mayor intensidad de todas las intensidades resaltaba el poder de la estación del cristianismo.

Al término de la noche, el tabique se tambaleó por una invisible bocanada procedente del patio. Había irrumpido en el zaguán el protector de Sashka. Pese a su negra borrachera olfateó de inmediato la presencia de un extraño, el más seguro de sus ingresos. Avanzó prudentemente con sus pesadas botas y tan pronto como entró se desplomó sin hacer ruido al otro lado del tabique y sin hacerse notar por nada dejó de existir poco después. Su lecho silencioso debía estar, probablemente, adosado a la cama de trabajo. Un banco seguramente. Tan pronto como empezó a roncar, una rata ansiosa y vivaz le golpeó en la parte baja como un buril. De nuevo reinó el silencio. Cesaron los ronquidos, la rata se ocultó y un aire familiar recorrió la habitación. Los seres que pendían de los clavos y del pegamento reconocieron al amo. A lo que no se atrevían aquí, se atrevía el ladrón al otro lado de la pared.

Seriozha saltó al suelo.

—¿Dónde vas? ¡Te matará! —bramó Sashka con una voz que le salía de las entrañas y arrastrándose por la cama se le colgó de los brazos.

—Desahogarse no cuesta mucho, pero cuando te vayas, ¿he de sufrir yo los golpes?

Ni el propio Seriozha sabía bien lo que pretendía hacer. En todo caso no eran los celos que había supuesto Sashka, aunque la pasión que le movía no era menor. Y si existe algún cebo para el ser humano como garantía de su perenne vivir, es, precisamente, el instinto. Son los celos que sentimos a veces de la mujer y la vida frente a la muerte como hacia un adversario desconocido y ansiamos la libertad para encontrarla y liberar aquella de quien tenemos celos. Aquí, naturalmente, existía la misma intensidad.

Era muy temprano todavía. Al otro lado de la calle, en los anchos portones de los almacenes, se adivinaban ya los triples batientes de las contraventanas metálicas. Las polvorientas ventanas parecían grises y llenas en su tercera parte de redondos guijarros. En Tviérskaia-Iamskaia yacía el amanecer como en una balanza y el aire parecía desprender constantemente briznas de heno. Una bendita somnolencia mecía y arrastraba a Sashka como si fuera agua. Sentada ante la mesa charlaba sin cesar y parecía un animalito sano y somnoliento.

—¡Ay, Vinovata Ivanovna!21—repetía Seriozha a media voz sin oír sus propias palabras.

Estaba sentado en el alféizar de la ventana y ya había gente por la calle.

—No, tú no eres médico —decía Sashka, apoyándose en la mesa con un costado. Tan pronto descansaba la mejilla en el brazo doblado como lo extendía y lo contemplaba lentamente de lado, desde el hombro hasta la muñeca, como si no fuera un brazo, sino un camino lejano o su vida, visible para ella tan sólo. —No, tú no eres médico. Los médicos son diferentes. La verdad es que no os conozco, bueno, si vais detrás y no os veo, os reconozco con la popa. ¿A que eres maestro? Ya ves. ¡Y con el miedo que les tengo yo a los catarros! ¡Más que a la muerte! Claro que no eres médico, ni te lo pregunto. Oye, ¿no serás tártaro, eh? Vuelve a verme. Ven de día. ¿No perderás mis señas?

Hablaban a media voz; Sashka prorrumpía tan pronto en una risa cascabelera, juguetona, como se ponía a bostezar y a rascarse. Con insaciable avidez infantil, con recuperada dignidad, gozaba de aquella paz que había humanizado aún más a Seriozha.

En medio de su charla, llamó Reino Polaco a Polonia22 y con gesto fanfarrón señaló en la pared, entre el nido satinado de otras fotografías, la apacible imagen de un sargento. Descubría así lo más recóndito y lejano, es decir, el primer causante. Hacia él, probablemente, señalaba su torneado brazo, desde el hombro hasta la muñeca, perdido en la lejanía. Tal vez no era hacia él. Tal vez a semejanza del heno seco el fuego se encendió de pronto e igual que el heno ardió por completo. Reptaban las moscas por los panzudos y burbujeantes cristales. Las farolas y la neblina intercambiaban feroces bostezos. El día despuntaba débilmente entre chispas volanderas. Seriozha sintió de pronto que jamás había querido a nadie como a Sashka y vio en su imaginación una calzada, no muy alejada de los cementerios, cubierta de rojas manchas de sangre; los guijos eran en ella más grandes y espaciados como suele haber en los puestos de vigilancia. Vagones de mercancías vacíos y con ganado se deslizaban tranquilamente por ella, se separaban unos de otros y proseguían el viaje, se separaban y proseguían el viaje. De pronto, ocurrió algo semejante al naufragio, algo que alteró aquella marcha: vio alzarse desde la profundidad el seccionado tramo final de la calle: corrían vacías las plataformas de los vagones, muy seguidas unas de otras, pero apenas si podía verlas tras el denso muro de la gente y los carros junto al paso a nivel. Había ortigas y ranúnculos y olería a ratones de campo si no fuera por el olor a chamusquina. Por allí mismo jugueteaba la pequeña Sashka, mocosa de seis años. Por fin, después que todos, entre terribles jadeos —como preguntando a los que allí estaban si habían visto los vagones, si habían pasado ya— se apresuraba a reculones una negra locomotora sudorosa. Se levantaba la barrera: veía la calle recta como una flecha. Dentro de unos instantes, por ambos lados, chocando unos con otros, atropellándose unos a otros, avanzarían los carros y los afanes humanos. Allí mismo, en el centro de la calzada, brotaba el humo de la locomotora triplemente retorcido como un saco de yerba, como tibio hálito de las interioridades del monstruo. Tal vez el mismo humo que servía de asadura a los pobres del contorno. También Sashka curioseaba por allí y perdida entre la gente contemplaba aquel temible humo entre los ultramarinos —que vendían té, cigarros, tabaco, chapas de hierro— y guardias. Otros, mientras tanto, hablaban de ojos y plantas femeninas en «La infancia de la mujer». La calzada que olía a avena, lacrada por el sol a los orines de los caballos, producía feroz dolor de cabeza.

Sin haber evitado el enfriamiento, que tanto temía, habiendo perdido la vista y los talones, la nariz y la razón, antes de entrar en el hospital o, quizá en la tumba, corre en busca del libro que todo lo explica, donde se habla de todo, de todo, y, en efecto era cierto: había vivido como tonta y moriría como tonta. No se le permite caminar por las aceras, la conducen en grupo por medio de la calle y ella ¡con semejante antojo! No son más que cuentos, mentiras y ella, la muy estúpida, se lo había creído todo. ¡Qué risa! Hablaban de otra, su apellido no era ruso y distinta la ciudad. El guardia lleva el libro encuadernado en tela y con una cinta entre las páginas: en él está ella, se habla de ella allí, debe leerlo. Además, basta con que se apriete el indecente gatillo —ta-tra-tra-ta-ta-ta— el fin es el mismo. Los guardias miran más amablemente. Las mujeres que llevan son de armas tomar y los señores tienen el seguro puesto en las lenguas.

—¿Qué haces tan pensativo? ¿En qué piensas? ¡Si vieras a las otras! En mí no te fijes. Comparada con ellas soy una señora. No te preocupes de la hora ni de ninguna otra cosa, a lo mejor piensas que estoy durmiendo. ¡Poco nos conoces! ¡Qué divertido eres! Ja, ja, ja! ¡Me muero de risa contigo! Ven de día. Y no pienses en él. No le tengas miedo, es pacífico cuando no se meten con su persona, claro está. Tú entras por una puerta y él sale por otra o bien está dormido, ¡cualquiera le despierta! Primero habría que encontrarle. Está todo a oscuras, no sabes dónde pones el pie. No entiendo por qué te importa él. Si al menos nos estorbara en algo... tuve a otros y no les molestaba. Señores como tú. Bueno, ya estoy, con tal de no olvidarme de los polvos y el bolso, toma, sosténmelo. Bueno, vamos, te acompañaré hasta la Sadóvaia, si hay suerte volveré acompañada. Da igual que sea por la mañana que por la tarde, me basta con guiñar un ojo para que acudan como moscas, como moscas a la miel. ¿Vas hacia Stráshnoi? Bueno, adiós, no me olvides. Iré sola, los machos lo prefieren. ¿No perderás las señas?

Las calles en su vertiginosa rectitud aparecían ceñudas. Por sus apacibles espacios reinaba todavía el azulenco y voluptuoso rumor de la vacuidad. De vez en cuando los solitarios transeúntes tropezaban de frente con flacos caníbales. A lo lejos, en la carretera, un carruaje lanzado a galope parecía chocar de frente siempre con lo mismo. A Seriozha, que caminaba hacia Samotieki, se le figuraba oír a una versta de la plaza Triunfálnaia como alguien silbaba a Sashka de una acera a otra; ella demoraba coquetonamente el paso, curiosa por saber quién cruzaría antes la calle, el que llamaba o la llamada. Aunque el día acababa de iniciarse, en el agitado follaje de los tilos pendían ya los embrollados hilos de la pavorosa canícula, como migajas en las barbas de los difuntos. Seriozha tenía escalofríos.

IV

Era imprescindible hacerse rico de inmediato. Y, como es natural, no por medio del trabajo. El salario no supone una victoria y sin victoria es imposible la liberación. Y en la medida de lo posible, sin generalidades sonoras, sin sabor a leyenda. Porque hasta en Galilea el hecho fue local, salió a la calle y terminó haciéndose universal. Serían millones y si un torbellino semejante recorriera las manos femeninas, pasando desde Tvérskaia-Yámskaia al menos por una calle, podría renovarse el universo. Eso era lo preciso: una tierra nueva desde el comienzo.

«Lo principal —pensaba Seriozha— es que se vistan en lugar de desnudarse, que no reciban dinero, sino que lo den. Pero antes de que el plan se cumpla —se decía a sí mismo (aunque no existía ningún plan)— debo conseguir otro dinero, unos doscientos o ciento cincuenta rublos aunque sea (aquí surgía en su memoria Niura Riumina y Sashka; Ana Arild Toriskold no ocupaba el último lugar). Destinaría ese dinero para otros fines. Así pues, como medida provisional, podría admitirse de fuente hornada sin la más mínima vacilación. ¡Ah, Raskólnikov, Raskólnikov!23—repitió Seriozha en su fuero interno—. Pero, ¿a qué viene aquí la prestamista? Sashka será prestamista cuando llegue a vieja, eso es... Sin embargo, aunque proceda de fuente honrada, ¿cómo conseguirlo? Ésta es la cuestión. Los Fresteln me pagaron por adelantado dos meses, no tengo nada para vender...»

Eso ocurría a principios de julio. Gary empezaba a salir de paseo. En el hotel se renovaban los preparativos para el traslado al campo. Arild reanudó sus ausencias en busca de trabajo interrumpidas por la enfermedad de Gary. Poco después le ofrecieron un puesto en la provincia de Poltava en el seno de una familia militar.

Not Suvorov, the other24... —le dijo en la escalera con voz muy gutural; tenía pereza de subir en busca de la carta—. I forget always25.

Seriozha enumeró todos los nombres posibles desde Kutuzov a Kuropatkin, hasta que resultó ser la familia Skóbeliev.

Awfully! I cannot repeat! How do you pronounce it?26.

Las condiciones eran ventajosas pero tardó en decidirse una vez más. La razón era simple. Tan pronto como recibió la propuesta, cayó enferma y por la gravedad del mal todos pensaron que se había contagiado de Gary. Una fiebre de más de cuarenta grados la tumbó en cama el primer día; sin embargo, a la mañana siguiente descendió con la misma rapidez hasta treinta y cinco con nueve. Todo resultaba incomprensible; el médico nada pudo explicar y la pobrecilla quedó sumamente debilitada. Las consecuencias de la enfermedad iban pasando y en el hotel habían resonado ya dos o tres veces los trémolos del Aufschwung27, como en aquellos días, cuando Seriozha no soñaba siquiera con los dilemas de Raskólnikov.

Uno de aquellos días, la señora Fresteln llevó a Gary por la mañana a orillas del Kliazma, a casa de unos amigos para pasar allí el día y la noche si el tiempo y las circunstancias eran propicios. El dueño de la casa, a su vez, se hallaba ausente. La mitad del día transcurrió como si estuvieran en casa. Lavrenti, en su afán por agradar a Seriozha, se ofreció a servirle el almuerzo en la planta baja, pero él prefirió no quebrantar el orden establecido y sin darse cuenta ni él mismo comió arriba ateniéndose rigurosamente al horario establecido e incluso al lugar que ocupaba en la mesa: el segundo a partir del extremo derecho.

Así pues, faltaba poco para las cinco, los dueños de la casa estaban fuera y Seriozha tan pronto pensaba en millones como en doscientos rublos. En medio de tales reflexiones se paseaba por la habitación.

De pronto, en un instante de especial sensibilidad, se olvidó de todo y quedó inmóvil, aguzando el oído. Pero nada alteraba el silencio de la casa. Tan sólo la habitación, inundada de sol, le pareció más desnuda y amplia de lo habitual. Podía reanudar el curso de sus interrumpidas reflexiones, pero no, se había olvidado de todo cuanto estaba pensando. Empezó a buscar apresuradamente aunque sólo fuera una designación verbal de lo pensado, ya que el cerebro responde por entero al nombre de las cosas, despierta de su letargo y vuelve a funcionar desde la lección temporalmente olvidada. La búsqueda no le dio ningún resultado; su distracción no hizo sino aumentar. Diversas ideas acudían a su mente.

Se acordó de pronto del encuentro con Kovalenko en la primavera pasada. El relato inexistente y engañosamente prometido fue recordado de inmediato como algo ya acabado y compuesto; a punto estuvo de gritar al darse cuenta que era allí donde estaba el dinero buscado, no el secreto, sino el de procedencia honrada, el de la categoría de billetes dé cien rublos; una vez que hubo reflexionado sobre todo ello, corrió la cortina de la ventana central para oscurecer la mesa y sin pensarlo mucho se puso a escribir una carta a Kovalenko; superó con facilidad las fórmulas del encabezamiento y las primeras banalidades. No podemos saber cómo abordaría lo esencial porque en aquel preciso instante tuvo la misma extraña sensación que le había obligado a tensar el oído. Ahora lo comprendía. Era una sensación aguda, angustiosa, de vacuidad referida a la casa. Tenía la impresión de que estaba deshabitada, es decir, abandonada por todos cuantos en ella vivían a excepción de él y sus problemas. «¿Y Toriskold?», pensó, acordándose en el acto que no la había visto desde la tarde anterior. Apartó ruidosamente el sillón. Dejando abiertas de par en par las puertas de la sala de estudio, de la habitación de Gary y otras puertas más, salió corriendo al vestíbulo. En el hueco de una oblicua puertecilla que daba al patio ardía el calor de las cinco de la tarde, blanco como la arena. Visto desde lo alto le pareció aún más misterioso y feroz. «¡Qué inconsciencia! —se dijo pasando rápidamente de un cuarto a otro (no los conocía todos)—, las ventanas abiertas de par en par, ni un alma en la casa, ni en el patio, pueden robarlo todo sin que nadie se dé siquiera cuenta. ¿Y por qué he de ir a la ventana? Mientras la encuentre pueden ocurrir muchas cosas.» Dio rápidamente la vuelta, bajó volando la escalera y por la puertecilla corrió al patio como si huyese de una casa en llamas. Y como a un toque de rebato, en las profundidades del patio se abrió de inmediato la puerta de la portería.

—¡Egor! —gritó Seriozha sin dejar de correr con voz distinta de la suya, dirigiéndose a un hombre que terminaba de masticar algo y se limpiaba el bigote y los labios con una esquina del mandil—. Enséñame, ten la bondad, el modo de ver a la francesa (no se atrevía a decir «franchute» como la titulaba toda la servidumbre, al igual que a todas sus predecesoras). Date prisa que Margarita Ottovna me pidió desde esta mañana que le diera un recado y sólo ahora acabo de recordarlo.

—Es esa ventana —masculló el portero, tragando presuroso, de golpe, lo masticado; alzó luego la mano, sacudió el cuello liberado y empezó a explicarle con voz completamente distinta la forma de llegar a ella. Durante el tiempo que duró la explicación no miraba a Seriozha, sino a la propiedad vecina.

Seriozha supo entonces que una parte del mísero edificio de dos plantas de ladrillo visto, contiguo al hotel en ángulo obtuso, y que los Fresteln arrendaban como fonda, estaba abierto a los propietarios por una entrada en la planta baja mediante el corredor que pasaba por delante de la habitación de Gary. A cada piso le correspondía una habitación en aquel pasaje, aislado de la fonda por un muro interior. La de Mrs. Arild comunicaba con la segunda planta. «¿Dónde he visto yo todo eso?» —se interrogó Seriozha intrigado, al tiempo que avanzaba presuroso por el pasillo. Cuando llegó al límite que separaba ambas mamposterías oyó retumbar bajo sus pies las láminas inclinadas que formaban el suelo suplementario. Ya estaba a punto de recordarlo, pero no ahondó en el recuerdo porque en aquel mismo instante se alzó ante él una escalera enroscada como un caracol de hierro. Metido en su espiral tuvo que frenar su carrera para tomar aliento. Los latidos de su corazón, sin embargo, seguían siendo fuertes y seguidos cuando la escalera ya desenroscada del todo le llevó directamente a la puerta de la habitación. Seriozha llamó; no le respondió nadie. Empujó la puerta con mayor fuerza de la precisa y ésta se abrió golpeando el entrepaño sin provocar ninguna protesta. Aquel sonido fue la prueba más elocuente de que no había nadie en la habitación. Seriozha lanzó un suspiro, dio media vuelta y se dispuso a descender agarrándose a la metálica barandilla, pero al recordar que había dejado la puerta abierta de par en par volvió sobre sus pasos para cerrarla. La puerta se abría a la derecha, hacia allí debía mirar en busca del picaporte, pero Seriozha lanzó una mirada solapada a la izquierda y quedó estupefacto.

Sobre un cubrecama de punto, enfilados hacia él los tacones de unos elegantes zapatos, yacía Mrs. Arild justo frente a él con su lisa falda negra, toda vestida y rígida como una difunta. Sus cabellos parecían negros y tenía exangüe el rostro.

—Ana, ¿qué le ocurre? —exclamó Seriozha atragantándose con el flujo de aire que brotó de su pecho.

Se precipitó hacia la cama y de rodillas ante ella alzó con una mano la cabeza de Arild buscando febril y torpemente su pulso con la otra. Apretaba bien en un lado, bien en otro, las gélidas articulaciones de la muñeca sin encontrarlo. «¡Señor, señor!», sonaba en sus oídos y pecho con mayor fuerza que el galopar de los caballos. Fija la mirada en la deslumbrante palidez de sus párpados inmóviles, pesados, le parecía que arrastrado por el peso de su nuca caía con vertiginosa rapidez sin llegar nunca a ninguna parte. Se ahogaba y él mismo estaba a punto de perder el sentido. Arild recobró de pronto el conocimiento.

—¿You, friend?28—murmuró de forma apenas audible y abrió los ojos.

No sólo recobran el don de la palabra lo seres humanos. Todo comenzó a hablar en la habitación. Se llenó de ruido como si hubieran dejado pasar una bandada de niños. Lo primero que hizo Seriozha, al ponerse en pie de un salto, fue cerrar la puerta. «¡Ah, ah!», repetía en un estado de lacónica beatitud girando por la habitación sin ningún objetivo. Tan pronto se dirigía a la cómoda como hacia la ventana. Aunque el cuarto orientado al norte navegaba entre sombras liláceas, las etiquetas de los frascos y redomas podían leerse en cualquier parte de la habitación sin necesidad de correr hacia la ventana con cada uno de ellos. Lo hacía con el único fin de dar salida a la exuberante alegría que le embargaba. Arild había recobrado ya por completo el conocimiento y sólo por complacer a Seriozha cedía a sus ruegos. Para contentarle accedió a oler sales inglesas y el penetrante olor del amoniaco la afectó momentáneamente tanto como a cualquier persona sana: llenó de lágrimas sus ojos y plegó su rostro en una expresión de asombro que le hizo levantar las cejas. Rechazó a Seriozha con la mano en un movimiento pleno de fuerza recuperada. La obligó también a tomar gotas de valeriana. Cuando terminaba de beber el agua sus dientes golpearon el borde del vaso y emitió un sonido parecido al de los niños cuando manifiestan que su necesidad de beber está enteramente satisfecha.

—¿Han regresado ya nuestros amigos comunes o siguen paseando? —preguntó Ana después de poner el vaso sobre la mesita y relamerse los labios. Luego ahuecó la almohada para sentarse más cómodamente y se interesó por la hora.

—No sé —respondió Seriozha—, lo más probable es que falte poco para las cinco.

—Mi reloj está sobre la cómoda. Mire, por favor —pidió Ana y añadió sorprendida—. No entiendo qué le entretiene tanto. Está bien a la vista. ¡Ah, es Arild! Un año antes de morir.

—¡Qué frente tan asombrosa!

—¡Sí, en efecto.

—¡Y qué viril! Es un rostro sorprendente. Son las cinco menos diez.

—Y ahora, por favor, déme la manta de viaje. Está ahí, sobre el baúl... Así, gracias, gracias, perfecto... Creo que seguiré tumbada un rato.

Seriozha empujó la rígida ventana y consiguió abrirla de un fuerte empellón. La habitación quedó sacudida como una campana que hubieran golpeado. Llenaba el aire el lánguido aroma de los dientes de león, de la yerba y el olor resinoso de los rojos barrotes de los bulevares. Los gritos de los vencejos se embrollaron en el techo.

—Tome, póngaselo en la frente —propuso Seriozha tendiéndole una toalla impregnada de colonia—. Y bien, ¿cómo se encuentra?

—Estupendamente, ¿es que no lo ve?

Seriozha sintió de pronto que no podría separarse de ella. Por eso dijo:

—Me voy enseguida. Pero usted no debe quedarse así. Puede repetirse. Hay que desabrochar la blusa y aflojar la ropa. ¿Podrá hacerlo sola? En la casa no hay nadie.

You'll not dare29...

—¡Oh, no me ha comprendido! No tengo a nadie para enviar aquí. Ya le dije que me iba —la interrumpió Seriozha con voz queda, y con la cabeza gacha se dirigió lenta y tristemente hacia la puerta.

Cuando llegó al umbral, ella le llamó. Seriozha volvió la cabeza. Apoyándose en el codo, Ana le tendía la otra mano. Seriozha se acercó a los pies de la cama.

Come near, I did not wish to offend you30.

Dio la vuelta a la cama y se sentó en el suelo sobre las piernas dobladas. La postura prometía una charla larga y desenfadada. Pero la emoción le impedía pronunciar una sola palabra. Además, no había nada de qué hablar. Era feliz de no hallarse bajo la escalera de caracol, de no dejar de verla. Ella se disponía a romper aquel silencio penoso y algo cómico. De pronto, Seriozha se puso de rodillas y apoyándose sobre sus brazos cruzados en un borde del colchón, dejó caer en ellos la cabeza. Sus hombros se hundieron y distendieron y los omoplatos, como si triturasen algo, se movieron de forma regular y uniforme. No podía saberse si lloraba o reía.

—¿Qué le ocurre? ¿Qué le ocurre? ¡Eso si que no me lo esperaba! ¡Cálmese, cómo no le da vergüenza! —decía ella cuando sus silenciosas lágrimas se transformaron en claros sollozos.

Sin embargo, sus palabras de consuelo (y ella lo sabía) propiciaban aún más sus lágrimas y al acariciarle la cabeza provocaban nuevos torrentes. Seriozha no las reprimía. Reprimir el llanto significaba demorarlo y él llevaba una carga antigua y grande que quería gastar lo antes posible. ¡Qué felicidad no haberlas retenido, haber dejado que, por fin, se fueran todos los Sokólniki, Tvérskaia-Yámskaia, los días y las noches de las últimas dos semanas! Lloraba como si no fuera él quien había estallado, sino ellos. Lágrimas que eran llevadas y giraban como troncos derrubiados. Lloraba como si esperase que la tormenta, salida de una nube y repentinamente desencadenada, purifícase su preocupación por los millones. Como si pudiera influir en el curso futuro de la vida cotidiana.

Seriozha alzó de pronto la cabeza. Ella vio un rostro limpio y como alejado por la bruma. Como si no fuese él, sino alguien por encima de su persona, como directo tutor suyo, Seriozha pronunció algunas palabras, envueltas también por la misma lejana y oscura bruma.

—Ana —dijo en voz queda—, no se apresure con la negativa, se lo ruego. Pido su mano. Ya sé que no es así como se dice, pero, ¿cómo puedo hacerlo? Sea mi mujer —prosiguió en voz más baja y firme, estremecido en su fuero interno por el irresistible fulgor de la palabra introducida por él, la primera vez en la vida y de idéntico significado que ella.

Esperó un instante para dominar la sonrisa surgida en lo más hondo de su ser, frunció el ceño y añadió en voz aún más baja y firme que antes.

—Pero no se ría, se lo ruego, no sería digno de usted.

Levantándose, se apartó de ella. Ana bajó presurosa las piernas de la cama. Su estado de ánimo era tal que pese al orden de su ropa tenía la sensación de llevar arrugado el vestido y alborotado el cabello.

—Amigo mío, amigo mío, ¿acaso es posible? —decía, repitiéndose. Intentaba levantarse, olvidando en el acto lo que quería hacer y separaba los brazos en un gesto de asombro a cada palabra, como si fuera culpable—. Está usted loco. No tiene piedad. Estuve sin conocimiento, me cuesta trabajo mover los párpados, ¿oye usted lo que le digo? No parpadeo, los muevo, ¿lo comprende o no? Y, de pronto, usted me pregunta eso. No se ría tampoco usted. ¡Cómo me turba! —exclamó en otro tono, como entre paréntesis y para sí misma.

Se puso rápidamente de pie y con esa exclamación en la boca, como si fuera una carga, se acercó a la cómoda, al otro lado de la cual, apoyado en ella el codo y la barbilla en la palma de la mano, la escuchaba Seriozha con aire sombrío.

Se aferró con ambas manos a las esquinas del borde y oscilando todo el cuerpo, expuso argumentos particularmente sorprendentes, iluminándole con la luz de una emoción que iba dominando poco a poco.

—Lo esperaba, flotaba en el aire. No puedo responderle, ya que la respuesta está en usted mismo. Tal vez algún día será así. ¡Cómo lo deseo! Porque, porque usted no me es indiferente. Se habrá dado cuenta de ello, naturalmente, ¿no? ¿De verdad? Dígame, ¿de verdad que no? ¡Qué extraño! Bueno, es igual. Pues bien, quiero que lo sepa —dudó un instante, hizo una pausa y continuó—. Estuve observándole todo el tiempo. Hay en usted algo que no es bueno. Y ahora, sabe, en este momento, más de lo que permite la situación. ¡Ay, amigo mío, así no se hacen las peticiones de mano! No se trata de la costumbre. Bueno, dejémoslo. Escuche, conteste a una pregunta, pero sinceramente, como si fuera su hermana. Dígame, ¿no hay en su alma algo deshonroso? ¡Oh, no se asuste, por Dios! ¿No dejan, acaso, huellas las promesas no mantenidas o el deber no cumplido? Pero, claro, claro, ya lo suponía. Puede no responderme. Sé que todo cuanto es inferior al ser humano no tiene cabida ni larga ni frecuente en su alma, pero —continuó pensativa, trazando en el aire un gesto vago con la mano. Su voz sonó ronca y fatigada— hay cosas que son superiores a nosotros mismos. Dígame, ¿hay algo semejante en su vida? Es igual de terrible y yo le tengo tanto miedo como a la presencia de un extraño.

No dijo ninguna otra cosa importante, aunque continuó hablando. El patio seguía estando vacío y todos los pabellones se veían desiertos. Los vencejos volaban como antes encima de ellos. El día finalizaba con el ardor de una batalla épica. En bandadas enteras de lentas flechas trepidantes se acercaban los vencejos y, de pronto, viraban los puntiagudos picos y se volvían gritando. Todo estaba igual que antes. Tan sólo la habitación se había oscurecido.

Seriozha callaba porque no estaba seguro de poder dominar la voz si rompía aquel silencio. Cada vez que intentaba hablar, su mentón se alargaba y comenzaba a temblar. Sollozar por motivos personales tan sólo, sin la posibilidad de cargar el llanto a los suburbios de Moscú, le parecía innoble. Su silencio abrumaba terriblemente a Ana. Sentíase cada vez más descontenta de sí misma. El caso es que estaba de acuerdo con la propuesta, pero esto no se deducía de sus palabras. Tenía la impresión de que las cosas no podían ir peor y todo por su culpa. Como siempre, en semejantes casos, le parecía ser una muñeca sin corazón y calumniándose a sí misma se avergonzaba de la fría retórica que, según ella, encerraba su respuesta. Para enmendar tal imaginario pecado, segura de que ahora todo sería distinto, dijo con la misma voz de toda aquella tarde, una voz que había adquirido cierta semejanza con la de Seriozha.

—No sé si me habrá usted comprendido. Acepto su ofrecimiento. Estoy dispuesta a esperar cuanto sea preciso. Pero, ante todo, vuelva en sí, recóbrese como es debido, yo no sé cómo, pero usted, probablemente, lo sabe demasiado bien. Ni yo misma sé lo que digo. Son alusiones que brotan en contra de mi voluntad. Adivinar o suponer es asunto suyo. Además, otra cosa: la espera no me será fácil. Y ahora, basta, nos destrozaremos el uno al otro si seguimos hablando. Escúcheme, si de verdad me quiere, aunque sólo sea la mitad de lo que... Pero, ¡qué hace! ¡Cálmese, le ruego! Lo va a estropear todo... Así está bien, gracias.

—Quería usted decirme algo —le recordó Seriozha en voz baja.

—Sí, claro, no lo he olvidado. Quería pedirle que bajara. De veras, hágame caso, vuelva a su cuarto, lávese la cara, dé un paseo, tranquilícese. ¿Está de acuerdo? Muy bien. Tengo otro ruego que hacerle, pobre amigo mío. Vuelva a su habitación y lávese sin falta. Nadie debe verle con esa cara. Espéreme, pasaré a buscarle y juntos daremos un paseo. Deje ya de mover la cabeza. Da grima verle. No es más que autosugestión. Intente hablar, confíe en mí.

De nuevo retumbaron bajo sus pies los huecos del entarimado, de nuevo recordó el patio del Instituto, de nuevo los pensamientos evocados por la memoria desfilaron velozmente, febriles y maquinales, sin ninguna relación con él. Estaba de nuevo en su habitación inundada de luz, tan amplia que parecía deshabitada. Durante su ausencia la luz se había desplazado. La cortina de la ventana central ya no oscurecía la mesa. Era la misma luz amarilla y oblicua que continuaba arriba, tras el ángulo, depositando, probablemente, sombras cada vez más violáceas sobre la cama y la cómoda atestada de frasquitos. Cuando Seriozha estaba allí, aquellas sombras tenían un límite y se extendían con bastante miramiento, pero, ¡qué prisa se darían ahora cuando él no estaba, cómo se aprovecharían de su ausencia los vencejos lanzándose sobre ellas, venciéndolas, dominándolas! Aún hay tiempo de evitar la violencia y volver a lo pasado, no es tarde todavía para empezar todo de nuevo y acabar de otro modo, todo es posible aún, pero pronto no lo será. ¿Por qué, entonces, él la obedeció y se fue? «Está bien, lo admito.» Al mismo tiempo, desde la ardiente serie de los pensamientos sobre Ana respondía a otros, febriles y maquinales, que se deslizaban veloces a su lado sin ninguna relación con él. Descorrió la cortina central y corrió la del extremo, desplazando de nuevo la luz: la mesa se hundió en la oscuridad y en lugar de ella emergió de la sombra a la claridad, iluminada hasta la pared del fondo, la habitación vecina por la cual debía llegar Ana hasta él. Su puerta estaba abierta de par en par. Mientras realizaba todos aquellos movimientos, olvidó por completo que debía asearse.

«También María. Bueno, lo admito. Pero María no necesita de nadie. María es inmortal. María no es una mujer.»

Seriozha estaba de espaldas a la mesa, apoyado en ella, los brazos cruzados sobre el pecho. Desfilaban ante él con abominable automatismo las vacías estancias del Instituto, sordas pisadas, los hechos del verano pasado, los fardos no sacados de María. Bailaban ante sus ojos pesadas cestas como conceptos abstractos; las maletas atadas con cuerdas y correas podían servir de premisas para las conclusiones. Aquellas frías imágenes le hacían sufrir como lo haría un huracán de ociosa espiritualidad, un torrente de ilustrada vanielocuencia. Con la cabeza inclinada, cruzados los brazos, irritado, esperaba angustiosamente a Ana para correr hacia ella y refugiarse de aquel alucinamiento vulgar que le dominaba.

«Bueno, enhorabuena por el fracaso. Gracias, lo mismo le deseo. Haciendo el tonto, haciendo el tonto, otro llegó en el momento oportuno y ya ni rastro. Que Dios le dé salud, no sé nada y nada quiero saber. Desapareció sin dejar huella. Lo admiro; magnífico, pues.»

Mientras intercambiaba frases hirientes con el pasado, los faldones de su chaqueta bailoteaban sobre una hoja de papel de cartas escrita por arriba y en blanco en sus dos terceras partes. También de eso era consciente, pero la carta a Kovalenko se hallaba por ahora en otra fila con la cual departía sarcásticamente.

De pronto, y por primera vez durante el año transcurrido, sospechó que fue él mismo quien contribuyó a que María abandonara su casa, pero el que arregló su viaje al extranjero no podía ser más que el canalla de Balz (como le llamaba en su fuero interno). Tuvo en aquel instante la certeza de no estar equivocado. Sintió dolor en el corazón, pero no era la rivalidad de antaño lo que le hacía sufrir, sino el hecho de que a la hora de Ana pudiera interesarse por algo no referente a ella, por algo que había revivido de modo inadmisible y ofensivo para ella. Comprendió con la misma celeridad que una intromisión ajena podía amenazarle también este verano mientras que él no fuera más realista y positivo.

Tomó una decisión y girando sobre sus tacones examinó la habitación y la mesa como si las viera por primera vez en su vida. Las franjas del sol poniente habían madurado, llenándose de su último arrebol. El aire quedó serrado de arriba abajo en dos lugares de la estancia; se desprendían del techo y caían al suelo ardientes virutas. El extremo de la habitación parecía sumido en las tinieblas. Seriozha colocó una pila de papel de forma cómoda para tenerla a mano y encendió la electricidad, olvidando por completo que se había puesto de acuerdo con Ana para dar un paseo.

«Me caso —escribía a Kovalenko— y tengo extrema necesidad de dinero. Estoy transformando el relato del que le hablé en drama. Será un drama en verso.»

Y se puso a contarle el argumento.

«En el ambiente real de la vida rusa de nuestros días, representada sin embargo de forma más amplia, para que tenga mayor significado, surge un rumor que se propaga entre los más importantes hombres de negocios de una de las capitales. El rumor crece y se adorna con detalles. Se transmite verbalmente, no aparece ninguna confirmación en la prensa porque es algo contrario a la ley y por la reforma reciente del código, el hecho está incluido en la categoría de actos criminales. Dícese que hay un hombre que quiere venderse voluntariamente a otro como propiedad suya, la venta se haría en subasta y a lo largo de la misma se vería el sentido y el interés de la operación. Parece que Wilde tiene algo que ver con ello y también las mujeres. Nadie sabe quién es el hombre, ni dónde está. El rumor se expande también entre los jóvenes mercaderes que amueblan sus casas siguiendo los diseños de los decoradores teatrales y embellecen sus charlas con términos espirituales de las teorías hindúes. El día señalado, ya que hasta la fecha de la subasta es conocida incomprensiblemente por todos, cada uno se dirige a las afueras de la ciudad con cierto temor de haber sido engañado por sus amigos y ser blanco de sus burlas. La curiosidad, empero, es más fuerte y el tiempo además magnífico; estamos en el mes de junio. La subasta tiene lugar en una dacha nueva que ninguno de ellos había visitado antes. Mucha gente, todos se conocen. Herederos de fortunas cuantiosas, filósofos, coleccionistas, melómanos, estetas refinados. Filas de sillas; el piso algo levantado forma una especie de estrado donde hay un piano con la tapa levantada y a un lado del mismo, algo ladeada, una mesita con un martillo. Varios ventanales amplios de tres batientes. Al fin aparece... Es un hombre muy joven. Al llegar aquí habrá, naturalmente, dificultades para denominarle; en efecto, ¿qué nombre se le puede dar a una persona que desde el principio se empeña en ser símbolo? Los símbolos, como se sabe, suelen ser distintos, pero como es preciso darle un nombre le llamaremos provisionalmente Y al modo algebraico. Se hace evidente de inmediato que no será un gran espectáculo, que no se trata de una representación circense ni nada tiene que ver con Cagliostro y ni siquiera con las Noches egipcias31, que el hombre va en serio y con cierta intención incluso. Se ve que no es una broma, que todo ocurrirá durante su común permanencia en el mundo sin aplazamientos ni fantasías y que no podrán evitarlo. Por ello, con toda la simplicidad de la prosa, lo mismo que si estuvieran en un teatro, le reciben con aplausos, y manifiesta que la persona que pague por él la suma más elevada dispondrá de su vida y muerte. Que él necesita tan sólo veinticuatro horas para invertir la suma recaudada con arreglo a lo ya previsto y que él no se quedará con nada. Después, comenzaría su esclavitud incondicional y absoluta cuya duración confiaba desde ahora a su futuro dueño, que no sólo podría utilizarle como le diese la gana en la vida corriente, sino también acabar con su existencia cuándo y como le pluguiese. Ya tenía preparada la falsa confesión de suicidio que liberaba de antemano al asesino de toda responsabilidad. Estaba dispuesto también a redactar cualquier otro documento, manifestando su conformidad con todo cuanto le ocurriese siempre que fuera preciso y se lo indicara.

«Y ahora —dice Y—, tocaré y recitaré para ustedes. Tocaré algo que no esté compuesto, es decir, improvisaré; lo que recito ya está escrito, es obra mía.»

»En ese instante cruza el estrado un personaje nuevo que toma asiento ante la mesita. Es un amigo de Y. A diferencia de los restantes amigos que se despidieron de él por la mañana, él se quedó con Y a ruego suyo. No es que le quiera más que los otros, pero él no pierde la serenidad como ellos porque no confía en la realización de aquel plan. Es funcionario de Tesorería y hombre muy cumplidor. Y le eligió para llevar la puja de la subasta a la cual su amigo no concedía ningún valor. Se había quedado para ayudar a la realización de una fantasía en la cual no creía y enviar luego a su amigo a un largo viaje, usando el mazo de acuerdo con todas las reglas del arte de la subasta. En eso empezó a llover...»

«En eso empezó a llover...», escribió Seriozha al comienzo de la hoja octava y recopió en papel corriente lo que antes había escrito en papel de cartas. Era el primer borrador de aquellos que se escriben de una sentada, a lo largo de una noche, una o dos veces en la vida. Tienen por fuerza exceso de agua que viene a ser su elemento natural, destinado a plasmar emociones fuertes, obsesivas y monótonas. En los primeros borradores se deposita en el papel la idea más general tan sólo, carente aún de forma; no hay en ellos detalles vivos, pero la espontaneidad de la idea que se basa en circunstancias vividas suele ser asombrosa. La lluvia fue el primer detalle del borrador que detuvo a Seriozha. Pasó lo escrito a otro papel de mayor tamaño y comenzó a tachar y retachar en su afán de conseguir la anhelada claridad. Empleaba a veces palabras que aún no existían en el idioma. Las dejaba provisionalmente sobre el papel con el fin de que le orientaran después hacia cauces más directos de agua pluvial en el lenguaje hablado, formados por la hermandad de la inspiración y la vida cotidiana. Confiaba que esos cauces, admitidos y comprendidos por todos, acudirían a su memoria y su anticipación velaba de lágrimas sus ojos como si fueran cristales ópticos mal graduados.

Si no estuviera sentado como todos cuantos escriben a un lado de la mesa, de espalda a los dos accesos de la habitación o bien si durante un momento hubiera vuelto la cabeza a la derecha, se habría llevado un susto de muerte. Ana estaba de pie en la puerta. Tardó unos instantes en desaparecer. Retrocedió uno o dos pasos del umbral y se mantuvo próxima a él y visible justo el tiempo que consideró preciso para no dejar que prevaleciera la fe o la superstición. No quería medir sus fuerzas con el destino ni por premeditada lentitud, ni por ciega celeridad. Iba vestida como para ir de paseo. Tenía en las manos un paraguas muy enrollado porque en el lapso de tiempo transcurrido no había roto sus lazos con el mundo y tenía una ventana en su habitación. Además, antes de salir en busca de Seriozha, tuvo la cordura de consultar el barómetro que marcaba tormenta. Surgida como una nube a espaldas de Seriozha parecía —aunque toda vestida de negro— blanca y vaporosa a la luz de un rayo deslumbrador del sol poniente que se filtraba por debajo del cúmulo azul-morado y pendía amenazador sobre los jardines de la calle. Los raudales de luz la diluían juntamente con el entarimado y se arremolinaban acremente bajo ella como si fuera vapor. Por dos o tres movimientos de Seriozha, Ana adivinó el mal que le aquejaba y su propia incorregibilidad. Al ver cómo se golpeaba la frente con el puño, se volvió, recogió la falda e inclinándose abandonó de puntillas, con pasos largos y decididos, la sala de estudio. Una vez en el pasillo, apresuró su marcha, dejó caer la falda y sin dejar de mordisquearse los labios, lo mismo que antes, desapareció igual de silenciosamente.

No era preciso rechazarle. Todo había sucedido por sí mismo. La ventana de su habitación reflejaba en toda su amplitud los desplazamientos del cielo. Por el aspecto de sus cúmulos morados era evidente que llegaría mojada a la próxima esquina. Con tanta mayor rapidez debía tomar una decisión para no quedarse sola en medio de aquella creciente angustia que iba madurando rápidamente. El solo pensamiento de quedarse a solas en su habitación, la helaba de espanto. ¿Que habría sido de ella si, además, hubiese ocurrido eso? Corrió por el patio hacia la calle y cerca de la casa alquiló un coche que ya tenía levantada la capota. Se dirigió al callejón Chernichevski, a casa de una inglesa que conocía con la esperanza de que el temporal fuera largo e intenso, de forma que no pudiera regresar a casa y la inglesa tuviera que albergarla aquella noche lo quisiera o no.

«... Así pues, en la dacha empezaba a llover. He aquí lo que sucede ante las ventanas. Los viejos abedules dejan en libertad bandadas de hojas y las despiden desde lo alto. Mientras tanto jóvenes vastagos se enredan en sus cabellos y se alzan en blancos torbellinos dispuestos a una nueva caída. Una vez despedidas las hojas, que ya se han perdido de vista, los abedules se vuelven hacia la dacha, llegan las tinieblas y antes de que el trueno aseste su primer golpe, comienza a sonar dentro del piano.

»Y elige como tema el cielo nocturno tal como sale del baño entre el plumón de cachemira de las nubes, entre el vaho de incienso y caparrosa del bosque sacudido, con grandes espacios de estrellas lavadas hasta sus más últimos rincones que ahora parecen mayores y más visibles. El brillo de aquellas gotas, que no pueden separarse del espacio por mucho que lo intentan, ya las ha colgado él sobre el seto instrumental. Recorre con ímpetu el teclado, abandona lo ya hecho y retorna de nuevo, lo entrega al olvido y vuelve a recordarlo. Los cristales se achatan por la gelatina mercurial y los abedules con inmensas brazadas de aire desfilan ante las ventanas, lo dejan caer por todas partes, manchan las greñudas cascadas mientras que la música hace reverencias a derecha e izquierda y siempre promete algo.

Es digno de señalar que cuando alguien intenta poner en duda la honestidad de la palabra musical, el pianista salpica al incrédulo de sones milagrosos, inesperados, que se repiten constantemente. Es el milagro de su propia voz, es decir, el milagro de cómo será recordada y sentida mañana. La fuerza del milagro es tal que podría, sin ningún esfuerzo, rajar el cuerpo del piano, triturar de paso los huesos de los mercaderes y las sillas vienesas; no obstante, se dispersa en argentinos y veloces sones que cuanto más frecuentes y vivos tanto más quedos resuenan.

Recita exactamente del mismo modo. Dice: les leeré tantas estrofas de versos blancos y tantas columnas de versos rimados. Y de nuevo, cada vez que alguien cree que a ese tapiz de mentiras le da lo mismo apoyar bien la cabeza, bien los pies en el polo, surgen descripciones y semblanzas de inconcebible sensibilidad magnética. Son imágenes, es decir, milagros verbales, es decir, de sumisión plena y sagital a la tierra. Por lo tanto son las direcciones que mañana seguirá su moral, su aspiración a la verdad.

¡Y qué extraña manera tenía aquel hombre de sentir todo ello! Como si alguien tan pronto le mostrara la tierra como la escondiera en la manga, como si comprendiese la belleza viva como la diferencia máxima entre el ser y el no ser. Esa diferencia, sólo concebible en un instante, era retenida y elevada por él al rango de un signo poético constante. Y esa era la novedad por él introducida. Pero, ¿dónde podía haber visto aquellas apariciones y desapariciones? ¿No le habría hablado la voz de la humanidad de aquella tierra fugazmente entrevista en la sucesión de las generaciones?

Todo eso es arte total, completo, todo ello habla de la infinidad tal como la susurran las fronteras, todo tiene su origen en la riquísima pobreza terrenal, entrañable e insondable. Alterna el piano con la declamación, percibe el susurro de frases en francés, su olfato se llena de perfumes. Le ruegan a media voz que lo olvide todo, que continúe simplemente lo que hace, que no se interrumpa, pero no es eso lo que él desea.

Entonces se levanta y dice que agradece el amor que sienten por él, pero que no le quieren suficientemente, si no se acordarían de que están en una subasta y para qué les ha reunido allí. Dice que no puede descubrirles su plan para evitar que vuelvan a entrometerse como ya ha ocurrido otras veces, proponiéndole otra solución, quizá más generosa, pero incompleta sin duda alguna y distinta de la que le ha sugerido el corazón. Que en la tosca hechura del ser humano no podía aplicarse. Que su deber es venderse y ellos tienen que ayudarle. No importa que su idea les parezca un capricho funesto. De todas formas, o son capaces de entenderle por completo, o no. Y si le comprenden, han de obedecerle ciegamente. Vuelve a tocar y a recitar; en los intervalos, crepitan los adjetivos numerales; tienen trabajo las ociosas manos y la garganta del amigo; al cabo de unos veinte minutos de absurda fiebre, en el punto máximo de la ronquera, en la última ola de una sudoración sin igual queda adjudicado al más bondadoso de los participantes: a un famoso filántropo, hombre de rigurosos principios; quien no le devuelve la libertad de inmediato, no aquella noche...».

No se trata, claro está, de los auténticos apuntes de Seriozha. El mismo, por otra parte, no los acabó. Quedaron en su mente muchas cosas que no fueron transcritas al papel. Estaba pensando justamente en un tumulto callejero cuando Margarita Ottovna, toda mojada y furiosa, irrumpió en su habitación, arrastrando por la mano a Gary que se resistía, avergonzado, al parecer, por el inminente escándalo.

Según lo planeado por Seriozha, al tercer día de la transacción, aproximadamente, el benefactor sostenía con su esclavo una conversación de enorme importancia y profundidad. Había planeado que el millonario instalara a Y en un pabellón aislado, que le colmara de lujo y atenciones, pero que cansado de las preocupaciones que le ocasionaba y lleno de angustia por no saber cómo utilizarle dignamente le visitaba para rogarle que se fuera con viento fresco a donde le diera la gana. Y se negaba. Precisamente durante la noche en que ocurría semejante conversación venían a informarles —estaban, en el campo— que había disturbios en la ciudad, iniciados con un violento estallido en el distrito donde Y había dejado sus millones. La nueva desalentó a los dos y, sobre todo, a Y, porque veía en aquellos alborotos, propagados tan lejos, un retorno al pasado cuando él confiaba en una renovación completa e irrevocable. Entonces partiría.

—¡Esto es inaudito!... Estuve a punto de romper el paraguas. Je l'admets a l'egard des domestiques, mais qu'en ai-je a penser si32... ¡Dios mío, qué le ocurre! ¿Se encuentra bien? Y yo que... Espere un momento... Gary, ahora mismo te vas a la cama, inmediatamente, inmediatamente. Varia, déle unas friegas de alcohol. Mañana hablaremos, no me venga ahora con lloriqueos, haberlo pensado antes. Ve, hijito. Sobre todo en los pies, en las plantas y en el pecho con aceite de trementina. Mañana diré a todos unas palabras cariñosas y también a Lavrenti Nikitich; en cuanto a la mistress ella será la primera en responder.

—¿Qué hizo ella?

—¡Por fin! No quería hablar delante de ellos. Al principio no me di cuenta de nada, no se enfade. ¿Tiene algún disgusto? ¿Le ocurre algo a su familia?

—Perdone, dígame, por favor, ¿por qué está enfadada con mistress Arild?

—¿De qué me habla? No comprendo nada. ¡Cómo se ha ruborizado! ¡Ah, entonces de eso se trata! ¡Vaya, vaya! Me pregunta por mi... doncella. Se fue esta mañana. Abandonó la casa juntamente con el resto de los criados. Pero ellos, al menos, regresaron al anochecer.

—¿Y mistress Arild?

—¡Qué pregunta tan indecente! ¿Cómo voy a saber dónde pernocta mistress Arild? Suis-je sa confidente?33. Me he detenido aquí, mi buen amigo, para pedirle que mañana por la mañana cuide de que Gary recoja sus juegos y libros. Que lo haga él mismo como pueda. Usted, naturalmente, lo arreglará todo después, pero sin hacerle ver que pensaba hacerlo. Me parece que quiere preguntarme sobre la ropa blanca y demás, pero es Varia la que se encargará de ello, a usted no le concierne. Considero que siempre cuando sea posible conviene dar a los niños cierta ilusión de independencia. En esos casos hasta las apariencias contribuyen a crear hábitos saludables. Me gustaría, además, que en el futuro prestara mayor atención a Gary que hasta ahora. Yo, en su lugar, bajaría un poco más la pantalla. Permítame, así, por ejemplo. ¿No cree que está mejor? ¿Qué dice? Bueno, temo pescar un resfriado. Partiremos pasado mañana. Buenas noches.

Un día, al comienzo mismo de su amistad, Seriozha habló con Ana de Moscú para comprobar cómo conocía la ciudad. Además del Kremlin, que había visitado suficientemente, le habló de varios barrios donde vivían amigos suyos. De los nombres citados sólo recordaba dos: la calle de Sadóvaia-Kudrínskaia y el callejón de Chernyshevski. Eliminando las direcciones olvidadas como si la elección de Ana estuviese limitada por su capacidad de retentiva, Seriozha estaba seguro de que Ana pasaba la noche en Sadóvaia. Estaba seguro de ello porque entonces sí que no había remedio. Encontrarla a semejante hora y en una calle tan amplia, sin tener siquiera una idea de la casa donde debía buscarla, era imposible. Sería distinto si estuviera en el callejón de Chernyshevski, pero ella no podía estar allí de ningún modo por todo el sentir de su angustia, que como un perro corría delante de él y escapando de sus manos le arrastraba detrás de sí. En Chernyshevski la habría encontrado sin duda alguna si fuera pensable que la propia Ana hubiese decidido ir al lugar donde él quería (¡y cómo lo quería!) situarla. Convencido de su fracaso, corría para ver con sus propios ojos la irrealizable posibilidad. El estado de su ánimo era tal que prefería soportar la más cruel de las desesperanzas que permanecer inactivo.

La mañana era fría y brumosa. Acababa de cesar la lluvia nocturna. A cada paso se reflejaba en el granito gris, casi negro por la humedad, el centelleo de los plateados álamos. El cielo plomizo aparecía salpicado, como si fuera de leche, por sus blancas hojas que revestían la calzada como sucios trozos de recibos rotos. Era como si la tormenta, al irse, hubiera encomendado a los árboles que desenmarañaran las consecuencias y toda la mañana enredada y llena de sorpresas estuviera en sus pálidas y frescas manos.

Ana solía ir a misa los domingos a la iglesia anglicana. Seriozha recordaba oírle decir que en las proximidades de la misma vivía una de sus amigas. Por esta razón se situó con sus inquietudes enfrente mismo de la iglesia.

Lanzaba miradas inexpresivas a las ventanas abiertas de la dormida casa pastoral y su angustiado corazón apresaba convulsivamente retazos de todo cuanto veía, tanto las húmedas paredes de ladrillo de los edificios como el mojado follaje de los árboles. Sus ojos inquietos tronzaban hasta el seco aire que respiraba, sin sentir que pasaba por sus pulmones.

Para no despertar sospechas se paseaba de vez en cuando con aire despreocupado por todo el callejón. Tan sólo dos sonidos quebrantaban aquel somnoliento silencio: los pasos de Seriozha y el ruido de un motor que funcionaba por ahí cerca. Era la rotativa de la imprenta de Rússkie Védomosti34. Seriozha sentía su interior lleno de heridas, le asfixiaban con su abundancia que apenas si tenía fuerzas para soportar y que debía soportar.

La fuerza que ampliaba hasta lo infinito sus sensaciones era la pasión en el sentido más literal de la palabra, es decir, aquella propiedad de la pasión que da vida en el idioma a un sinfín de imágenes, metáforas y, más aún, a misteriosas formaciones que no se prestan a ninguna explicación. Como era lógico, todo aquel callejón con su densa neblina estaba plena y totalmente lleno de Ana. Seriozha no estaba en él solo y lo sabía. ¡Quién no ha sentido lo mismo antes que él! Su sentimiento, sin embargo, era todavía más amplio y preciso; de nada podía servirle la ayuda de amigos y predecesores. Comprendía lo difícil y doloroso que era para Ana la estancia en la ciudad aquella mañana, cuánto le costaba la dignidad sobrehumana de la naturaleza. La evocaba en su imaginación silenciosa y bella, sin pedirle ayuda. Y muriendo de angustia por la auténtica Ana, es decir, por toda aquella magnificencia en su más breve y preciosa singularidad, la veía rodeada de álamos como si fueran toallas heladas, hundirse en las nubes, volcar lentamente hacia atrás sus torres góticas de ladrillo. Ese ladrillo rojo de cocción extranjera parecía importado y él, sin saber por qué, suponía que de Escocia.

Un hombre con abrigo y sombrero flexible salió de la imprenta después del trabajo nocturno. Sin volver la cabeza, se dirigió hacia la calle Nikískaia. Para no despertar sospechas en el caso de que volviera la cabeza. Seriozha pasó de la acera del periódico a la de Escocia y encaminó sus pasos hacia la calle Tvierskaia. A veinte pasos de la iglesia la vio en una pequeña ventana de la casa de enfrente. En aquel justo momento ella, desde el interior, se había asomado a la ventana. Una vez superada la sorpresa, empezaron a hablar a media voz como en presencia de personas dormidas. Lo hacían a causa de la amiga de Ana. Seriozha permanecía de pie en medio de la calzada. Diríase que hablaban en un susurro para no despertar a la capital.

—Hace tiempo —dijo Ana—, que estaba oyendo que alguien caminaba por aquí constantemente, alguien que no dormía. Y si fuera él, pensé. ¿Por qué no vino usted enseguida?

El interminable pasillo del vagón era sacudido de un lado a otro. Tras la fila de puertas barnizadas, herméticamente cerradas, dormían los viajeros. Los resortes elásticos aminoraban el movimiento del vagón que parecía un edredón de hierro magníficamente mullido. El extremo del edredón era el que se mecía más gratamente y el grueso jefe de tren con sus botas, pantalones bombachos, gorro redondo y un silbato suspendido de una correa recordaba los huevos que, jugando, se hacen rodar en Semana Santa. Pasaba calor dentro de su uniforme de invierno y para aliviarse un tanto se ajustaba sobre la marcha sus severos lentes que sorprendían por lo pequeños entre las gruesas gotas de sudor que inundaban todo su rostro. En un vagón de otra clase, el jefe, al observar la postura de Seriozha, le habría asido por el talle o bien de cualquier otra parte para sacarle de su ensimismamiento. Seriozha dormitaba, apoyados los codos en el borde de la ventanilla abierta. Dormitaba y despertaba, bostezaba, extasiándose ante el paisaje y se frotaba los ojos. Asomado a la ventanilla cantaba a voz en grito las melodías que había tocado Ana y nadie le oía vociferar. Cuando el tren salía de las curvas y seguía una vía recta, se apoderaban del pasillo armoniosas y permanentes corrientes de aire. Las indómitas puertas de las plataformas y los retretes, cansadas de tanto golpear y chirriar, extendían sus alas y bajo el estrépito de una velocidad acrecentada era asombroso sentir que no eras tú el arrastrado por la tracción, sino simplemente un pájaro que tiraba del tren con música de Schumann en el alma.

No era solamente el calor lo que le había echado del compartimento. No se sentía a gusto en compañía de los Fresteln. Serían precisas una o dos semanas para que las quebrantadas relaciones recuperaran su antiguo curso normal. A la que menos culpaba de su empeoramiento era a Margarita Ottovna. Reconocía que incluso si fuera su hijo adoptivo y su obligación principal fuera la de mimarle y consentírselo todo, incluso en ese caso, tendría motivos suficientes para desesperarse en medio del reciente caos que se organiza en vísperas del viaje.

Después de la todavía fresca reprimenda de la otra noche, se las había ingeniado para desaparecer todo el día anterior a la marcha cuando sabía perfectamente el jaleo que se formaba en una casa en tales circunstancias desde las primeras horas del día.

—¡Las cortinas! —chillaba alguien inesperadamente y, de pronto, entre trozos de esteras aparecía Egor milagrosamente vivo y entero—. ¡Las cortinas! ¡Qué castigo!

—¿Qué les pasa a las cortinas?

—¿Qué va a pasarles, estúpido? Según tú, ¿han de quedar colgadas?

—¿Y qué va a pasarles?

—¿Las sacudiste al menos?

—¡Lavrenti, vete al diablo! ¡Déjame en paz!

—Varia, querida, que no estamos en una fiesta, ¿sabe?

«... Al fin y al cabo, al diablo con ella. Arild, pues Arild. Me da pena el pobre chico. Es una mujer que no vale nada y además una intrigante. ¡Qué le vamos a hacer! Tal para cual. Pero si va en serio, tendría que portarse de otro modo, en el mundo todo puede hacerse correctamente. El tren de Briansk salía a las 5,45, él la acompañó a la estación y basta. Portarse de modo que nadie en la casa pueda decir algo de ti, ni donde estuviste, ni lo que has perdido. Todos pensarían entonces: he aquí un hombre cabal, una persona decente que se respeta a sí mismo. Pero, por lo visto, comportarse así es un atraso, las cosas son distintas ahora. ¡Mira que encerrarse en su cuarto después de haberla despedido en la estación! No le importa, por lo visto, que todos se dediquen a observarle para ver cómo lo pasa, cómo se habitúa... ¿Y qué puedo hacer yo? ¿Despedirle...

—No se moleste, señora, no es así, yo misma lo haré, sólo que... ¡Oh, demonios, qué porquería! Ya decía yo que era mejor una cuerda.

«... pero cómo voy a despedirle en medio de todo este jaleo? Por otra parte es del todo evidente que el salario no lo necesita ahora para divertirse. En tal caso, debe comprender que el empleo no es un pasatiempo y hay que valorarlo. Alguna excusa tiene su proceder si hablamos de «vivencias», esa nueva expresión decadente. Claro está que también las «vivencias», o sea, el poner de manifiesto los propios secretos a la vista de todos, puede hacerse de manera decente, pero él, al día siguiente, parecía un hombre totalmente distinto, que para nada servía. ¡Oh, Jesús, Jesús! Era la pasividad en persona.-Si se le hubiera propuesto clavaría las cajas con la cabeza y no es eso lo que se precisa en una casa honorable y no se emplea a un preceptor con ese fin... Y ahora, que estamos de viaje, viene con nosotros. ¿Por qué está aquí? ¿Despedirle...?»

En Tula perdieron el tren correo que enlazaba con el de Moscú; habían visto horrorizados por la ventanilla del vagón cómo huía ante ellos en dirección a Kaluga. Pasaron una noche espantosa... Pero fueron recompensados por aquellas diez horas de martirio. Hacía una hora aproximadamente que había pasado por Tula un tren expreso de la vía Syzran-Viazemski y pudieron instalarse con todo confort, lo que no hubieran conseguido de hacer el traslado en plena noche...

«... ¿Cómo voy a despedirle? Antón Kárlovich y Gary están dormidos y debo despertarles dentro de veinte minutos. ¡Pobrecitos!»

Al jefe de tren le había caído simpático el compartimento y venía a visitarles a cada momento. El paisaje era realmente maravilloso. En aquel instante, precisamente, el sucio y ruidoso tren parecía inmóvil en plena marcha y navegaba, como si se reposase, en un amplio arco de espesa arena cálida y enfrente del terraplén, lejos de los anegadizos valles, sobre una colina dulcemente mecida por la brisa parecía flotar una gran hacienda ondulada. Si no fuera por las quince verstas de camino a recorrer podría creerse que ya estaban en Rújlovo, tan parecidas eran las descripciones que había oído: los blancos resplandores de la casa señorial y la valla del jardín algo ladeada por los desniveles del terreno donde fue asentada de golpe, como un collar que se quita del cuello. En el parque se veían muchos abedules plateados: «¡Queridos árboles!», musitó Seriozha y entornando los ojos ofreció sus cabellos a los golpes del viento que soplaba a su encuentro.

¡Entonces para esto existía en el mundo la palabra «felicidad»! Aunque sólo se limitaron a charlar y Seriozha compartió sus trajines y la ayudó en los preparativos del viaje... Aunque con el tiempo su intimidad sería completa y distinta... nunca se sentirían tan próximos el uno del otro como en aquellas inolvidables diez horas. Todo en el mundo ya estaba comprendido, no había ya nada que comprender. Les quedaba por vivir, es decir, partir con las manos la comprensión y hundirse en ella. Quedaba por gustarle a él, como les gustaba a ellos, todo cuanto se extendía en torno, con las vías férreas trazadas en su rostro y en el tiempo. ¡Qué felicidad!

Pero, ¡qué casualidad que ella le hubiera hablado de su familia! Podía tan fácilmente no haber ocurrido. ¡Miserables, qué poco comprenden lo que rebaja y eleva un linaje! De su desgraciado padre se hablará en alguna otra ocasión (¡un caso realmente sorprendente!). Ahora se comprende cómo tiene esos conocimientos que la hacen parecer dos veces mayor y diez veces más célebre. Le viene de herencia. He aquí por qué lo domina todo con tanta serenidad. No tiene de qué admirarse ni tratar de conseguir un nombre célebre por sus dones. Ese nombre ya lo había tenido antes de casarse y ¡bien famoso!

Sus antepasados eran oriundos de Escocia. Entre otros detalles fue mencionado el nombre de María Estuardo. Seriozha no podía librarse ahora del pensamiento que era ese nombre justamente el que le faltaba al brumoso callejón de Chernyshevski aquella mañana.

El grave jefe del tren tocó de pronto al ensordecido viajero en la espalda para prevenirle que él y sus vecinos de compartimento descendían en la próxima estación.

Así se desplazaban los hombres aquel último verano cuando la vida estaba dirigida aún a individuos y amar cualquier cosa en el mundo era más fácil y natural que odiar.

Seriozha se estiró, rebulló en la cama y comenzó a bostezar sin descanso con intensidad cada vez mayor. De pronto se interrumpió. Apoyándose en el codo se incorporó ágilmente y con serena prontitud miró en torno. El resplandor de la farola del patio formaba en el suelo una especie de charco. «Es invierno —cayó en la cuenta inmediatamente— y es mi primer sueño en Usólie en casa de Natasha.» Nadie, por suerte, fue testigo de su despertar casi animal.

¡Ah, sí, claro, era eso! No quería olvidarlo. Había soñado algo informe, algo que aún ahora le producía dolor de cabeza. Lo más curioso de todo era que semejante absurdo tenía un nombre mientras lo estaba viendo. Se llamaba Lemoj. ¡Quién sería capaz de hallar un sentido a semejante sueño! Una sola cosa era indudable. Había que levantarse; tenía además un hambre canina. ¡Ojalá no se hubiesen ido los invitados!

Un minuto después ya estaba hundido entre los brazos de su cuñado enfundados en las mangas de un traje de lana que olía a yodo. Llevaba en un puño el abrelatas y se había precipitado hacia Seriozha con una mano en el aire. Ello y la trompetilla acústica que le asomaba del bolsillo habían mitigado un tanto la dulzura de los besos, como materialización de una sinceridad tanteada. La abertura de las conservas ya no pudo proseguir con la perfección de antes y empezó a renquear. Entre las latas se cruzaban infinitas preguntas entrecortadas y falsamente ingenuas. Seriozha permanecía de pie, contento y perplejo: ¿a qué venía hacer el tonto cuando podían manifestarse con toda naturalidad, sin esforzarse? No se querían el uno al otro.

Las copas de vodka se alzaban sobre la mesa en limpias filas, bien descansadas después de un largo sueño. Un complejo surtido de entremeses de viento y percusión alegraba la vista. Sobre él las oscuras botellas de vino parecían directores de orquesta dispuestos en cualquier momento a ejecutar ruidosamente una ensordecedora obertura para toda suerte de chistes y retruécanos.

La visión resultaba tanto más impresionante porque en toda Rusia estaba prohibida la venta de alcohol; la fábrica, al parecer, constituía una república autónoma.

Como ya era tarde, prometieron que vería a los niños en la cama.

Toda la habitación parecía nadar en coñac. Bien por la iluminación o por el conjunto de los muebles daba la impresión de que hasta los suelos estaban frotados con canifolia en vez de cera, y el pie, al resbalar, no sentía los empalmes encerados, sino crines apelmazadas y pintadas después. El ardiente color pajizo de los muebles («¡Abedul de Carelia, tú que te has creído!», mintió Kaliázin por ignorados motivos), parecido a una infusión de limón, revestía del mismo color todo cuanto tenía ángulos y la facultad de centellear. Seriozha poseía semejante don. Tuvo la impresión que la casa con su deslumbrante iluminación debía parecer en la afelpada noche de azulada blancura algo así como un hornillo lleno de carbones encendidos entre montículos de nieve.

—¡Ah, se ha helado la nieve! ¡Cuánto me alegro! —dijo mirando a la oscuridad detrás de una cortina.

—Sí, ya está firme —masculló el cuñado distraídamente, secándose con un pañuelo los dedos manchados de salsa rojiza.

—¡Y yo que no traigo botas! No se me ocurrió comprarlas.

—Eso tiene arreglo, aquí podrás comprarlas, tenemos de todo, hermano... Mira, «nelma» es un pescado de Siberia. Y también el «maxun». ¿Habías oído hablar de ellos? Pues ya ves, bien sabía yo que no los conocías.

Seriozha sentíase cada vez más alegre y era imposible saber qué salida suya cabía esperar. En aquel momento se oyó en el pasillo un confuso rumor de varias pisadas. Los recién llegados se desvestían. Poco después entraron en el comedor, sonrosados por el aire, una joven llamada Natasha, a quien Seriozha no conocía, y un hombre enjuto, de aire enérgico y vivaz hacia quien se precipitó Seriozha antes que Kaliázin, saludándole con jubiloso afecto y casi con temor. Toda su alegría despareció en el acto. Primero porque conocía a ese hombre y, además, porque tenía ante sí a un ser superior, extraño, que le despreciaba por entero, desde la cabeza hasta los pies. Era el espíritu varonil de la realidad, el más modesto y el más terrible de los espíritus.

—¿Qué tal su hermano? —preguntó Seriozha y se detuvo confuso.

—Por ahora vive —respondió Lemoj—, fue herido en una pierna y le tengo conmigo convaleciente. Lo más seguro es que le deje por aquí. Me alegro de verle. Hola, Pavel Pavlovich.

—Figúrese —masculló Seriozha aún más azorado— tal vez lo ocultara por deber de servicio, pero nadie sabía que se trataba de una movilización. Todos pensábamos que eran maniobras, perdone, no sé cómo se llaman esos ejercicios militares. En todo caso pensábamos que era algo así. Pero ya les enviaban a la guerra. En una palabra, le vi el verano pasado, en el mes de julio. Sabe, su unidad pasaba en balsas cerca de nosotros y atracaron para pernoctar junto a la finca donde yo estaba de preceptor. Ocurrió dos días antes de que se declarase la guerra. Tan sólo después nos dimos cuenta. ¿Comprende?

—Sí, estoy al corriente de vuestra conversación. Mi hermano me lo contó todo.

Pero Seriozha no le confesó que aquella noche, en el encuentro nocturno, le dio vergüenza preguntar al voluntario cómo se llamaba.

1929

Relatos
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_045.xhtml