Capítulo 22

Allí estaba.

Malcolm pasó de largo El Último Reducto antes de volver. Eran solo las seis de la tarde, pero en enero oscurecía muy pronto y no tenía ningún miedo de que pudieran reconocerle. Por lo menos a primera vista. Había parado en una tienda de segunda mano de camino hacia allí y se había comprado una peluca, unas gafas de sol y ropa de mujer. Aunque nunca había utilizado un disfraz, la imagen que le devolvía el espejo retrovisor cada vez que se miraba le parecía bastante convincente. Al menos, lo suficiente como para permitirle moverse libremente, sobre todo por la noche. Si fuera un hombre más alto, no habría funcionado tan bien, pero la falta de altura tenía sus ventajas.

La zona de recepción parecía estar cerrada, pero había luz en una de las ventanas. ¿Se habría quedado alguien trabajando hasta tarde? ¿Jane Burke, quizá?

Aquella posibilidad le hizo temblar de emoción.

Solo había un coche en el aparcamiento, justo detrás del edificio, en la puerta de atrás.

En el restaurante chino y en la tienda de licores situados al final del centro comercial que ocupaba una gran parte de la calle, no parecía haber mucho movimiento. Malcolm condujo hasta allí y aparcó delante de la tienda de licores. Esperó a que se alejara un hombre que acababa de abandonar la tienda para salir del coche.

Una iglesia y varios locales vacíos separaban la tienda de licores de El Último Reducto. Malcolm pasó por delante haciendo resonar los tacones en la acera con paso confiado, como si tuviera todo el derecho del mundo a estar allí. Después, se metió en el estrecho callejón que había entre el final de la galería y el edificio que albergaba la organización para la que trabajaba Jane y se quitó los zapatos. Le parecía increíble que las mujeres pudieran andar con zapatos de tacón.

Se guardó un zapato en cada bolsillo del grueso abrigo de lana que se había puesto encima del vestido, se puso las zapatillas deportivas y se dirigió a la parte de atrás del edificio. Una vez allí, permaneció en la sombra, esperando a ver a su ocupante.

Un movimiento en el pasillo le llamó la atención. Había allí una persona utilizando una fotocopiadora. Malcolm podía distinguir el resplandor inconfundible de la máquina cada vez que se levantaba la tapa. Pero no era una mujer. Era una persona demasiado alta.

Decepcionado, soltó una maldición. Se había imaginado dejando el cadáver desangrado de Jane Burke sobre el escritorio. Si no conseguía localizar a Mary, tenía que encontrar a alguien que significara para Sebastian incluso más que ella. Le gustaba la idea de poder responder rápidamente al correo de ese estúpido.

Pero comprendía que no tenía por qué ser tan fácil. Tenía que regresar a casa y organizar un plan. Aquella era una misión de reconocimiento, más que ninguna otra cosa. Lo sabía desde el primer momento.

El hombre que estaba en la fotocopiadora regresó a su despacho con una buena pila de fotocopias. Malcolm sacó la pistola antes de acercarse. La puerta estaba abierta. No necesitó tocarla para saberlo. Probablemente el tipo no veía razón alguna para tomar medidas extras de seguridad a esa hora, sobre todo si solo había pasado por la oficina para hacer unas fotocopias.

¿Volvería a salir de su despacho?

No lo creía probable. Por el sonido amortiguado que llegaba hasta él, parecía estar hablando por teléfono.

Con la mano enguantada, Malcolm empujó la puerta, abriéndola lo suficiente como para acceder al interior. Quizá no pudiera verse las caras con Jane en ese momento. Pero no tardaría en acabar con ella. Sobre todo si podía reunir más datos sobre ella. Empezando por su dirección.

—Entonces, ¿está igual que en la fotografía?

—Ha ganado algo de peso, pero es él.

A Malcolm le sorprendió el sonido de aquella segunda voz. Se inclinó ligeramente hacia la derecha para poder ver en el interior del despacho. Detrás del escritorio estaba el mismo hombre que antes hacía las fotocopias. La segunda voz procedía de un teléfono manos libres.

—¿Cuándo estuvo allí por última vez? —el sonido de una grapadora puso fin a la pregunta.

—Justo después de Navidad.

El hombre dejó el documento encima de los demás y grapó el siguiente.

—¿Ganó algo aquella noche?

—No, por lo visto, suele perder.

Temiendo descubrir su presencia, Malcolm se metió en uno de los despachos de la oficina y se pegó contra la pared.

—Parece lógico. Un buen jugador no habría matado a su mujer.

¿Estarían hablando de él? ¿Sería Jane la que estaba al teléfono? ¿O se trataría de otra persona?

—Sebastian dice que no hay nada que se le dé bien. Por eso significaba tanto para él lo de ser policía. Utilizaba el uniforme para hacerse respetar y disimular sus carencias.

Malcolm tensó la mano sobre la pistola. Sí, Sebastian era muy capaz de decir algo así. Siempre se había sentido superior a él.

—Así que eso te ha dicho Sebastian. ¿Sigue quedándose en tu casa?

—Jonathan, ya basta. No quiero entrar en eso.

Él se echó a reír.

—Era una simple pregunta, Jane.

—No quiere dejarme sola. Tiene miedo de que Malcolm regrese y averigüe que se está alojando en mi casa.

—En ese caso, me alegro de que esté contigo. No quiero que corras ningún riesgo —dejó de sonar la grapadora—. Yo ya he terminado aquí. Te llamaré más tarde.

—Gracias otra vez por haber ido a recoger el DVD a Cache Creek. Conocer la clase de monstruo a la que nos enfrentamos nos servirá de gran ayuda.

¿Monstruo? No sabía lo que estaba diciendo. Pero pronto lo comprendería, pensó Malcolm.

—El guardia de seguridad ha sido muy amable —oyó decir al hombre.

—Lo único que espero es que nos avise si vuelve a pasarse por allí.

—¿Dijo que lo haría?

—Sebastian ha contratado a otro empleado que trabaja por las noches para que se mantenga alerta.

—En ese caso, espero que ese vigilante en particular esté por allí cuando Malcolm, o Wesley, o quien demonios sea, aparezca.

—Es Malcolm Turner. Sebastian tenía razón. No murió en el coche.

—Te creo. Hablaremos mañana —dijo el hombre, y puso fin a la llamada.

Malcolm ardía de rabia mientras permanecía en el despacho vacío. ¿Que no había nada que se le diera bien? Siempre había sabido que era eso lo que Sebastian pensaba de él. Siempre se había creído mejor que cualquiera y había hecho todo lo posible para hacerle quedar mal, sobre todo delante de Emily y de Colton.

Pero Sebastian no era tan inteligente como pensaba. Sí, a lo mejor había pagado a un vigilante para que le delatara, pero Sebastian estaría muerto mucho antes de que él regresara a ese casino.

Y lo único que le quedaba por hacer era averiguar dónde vivía Jane Burke para que también ella estuviera muerta.

El hombre al que Jane había llamado Jonathan apagó la luz y pasó a la derecha de Malcolm mientras se dirigía hacia la puerta de salida. Malcolm le oyó cerrar la puerta tras él, pero no se molestó en echar el cerrojo. Malcolm correría el cerrojo desde dentro cuando estuviera listo para marcharse. Hasta entonces, tenía trabajo que hacer.

Esperó para dar tiempo a que Jonathan se alejara en el coche, encendió la luz y estuvo recorriendo la oficina hasta llegar a una puerta en la que figuraba el nombre de Jane. Seguramente, en alguna parte habría una tarjeta, un sobre o un pedazo de papel en el que alguien hubiera escrito su dirección.

Pero no fue en el despacho donde encontró la información que necesitaba, sino en el almacén. Al parecer, Jane había dejado allí varias cajas con cartas que había recibido en Navidad.

Eran tarjetas para reciclar. Y según lo que ponía en las etiquetas, ella vivía en el número cincuenta y tres.

Jane permanecía en medio del cuarto de estar, con la mirada fija en la pantalla de la televisión. Allí aparecía Malcolm Turner, un hombre que había matado a su mujer y a su hijastro y tiempo después, haciéndose pasar por policía, había secuestrado a dos adolescentes y había apuñalado a una de ellas. Quién sabía lo que podía llegar a hacerle a Latisha si no la encontraban a tiempo. Jane no tenía ninguna confianza en el correo electrónico que Latisha había enviado. No sabía los motivos de aquel correo, pero estaba convencida de que no reflejaba los verdaderos planes de Malcolm.

¿Cómo justificaría Malcolm sus acciones? ¿Cómo sería capaz de vivir con su conciencia?

Seguramente, evitando sentirse responsable de lo que había hecho. Siempre y cuando pudiera culpar a los otros de haberle provocado, no tenía por qué aceptar ninguna culpa. Por lo menos ese era el mecanismo de Oliver.

—¿Ya estás viendo eso otra vez?

Jane se volvió y descubrió a Sebastian tras ella. Durante los últimos tres cuartos de hora, había estado ayudando a Jane con los deberes. Jane había intentado intervenir, puesto que siempre era ella la que ayudaba a su hija, excepto cuando esta estaba con sus abuelos, pero Kate estaba mucho más interesada en Sebastian.

—Me gustaría saber lo que piensa —le explicó mientras veía a Malcolm lanzar el dado sobre la mesa.

Sebastian también tenía la atención fija en Malcolm.

—No le entenderías aunque pudieras leerle el pensamiento —contestó—. Intentar encontrar algo de cordura o de lógica en personas como Oliver o Malcolm solo sirve para volverse loco. Ese tipo de gente tiene una visión muy retorcida tanto de sí misma como del mundo.

—Lo único que son capaces de ver es cómo les afectan las cosas —se mostró de acuerdo.

—Y nadie lo sabe mejor que nosotros. Los hemos conocido de cerca —agarró el abrigo que había dejado en el sofá.

Jane le miró arqueando las cejas.

—¿Te vas?

—Algunos de tus vecinos no estaban antes en casa, me gustaría verlos esta noche.

Para Jane había supuesto más que una pequeña desilusión el hecho de no haber podido localizar a nadie que hubiera oído o visto nada aquella mañana, ni siquiera de los bloques que estaban más cerca del aparcamiento. Malcolm había entrado en el aparcamiento, había roto la ventanilla del coche de Sebastian y había dejado un cadáver en el asiento de atrás. Era lógico pensar que no habría tardado mucho tiempo, pero parecía extraño que lo hubiera hecho en un lugar tan público sin que nadie se diera cuenta.

—¿Quieres que te ayude?

—No, quédate con Kate. Es posible que tenga más dudas de Matemáticas.

—En realidad, no creo que tuviera ninguna duda. Solo quería que le hicieras caso.

Sebastian sonrió. Él ya se había dado cuenta.

—Es una niña encantadora.

Jane intentaba evitar que la relación de Sebastian con su hija influyera en lo que sentía por él, pero la adoración de Kate eliminaba el principal obstáculo que veía a una posible relación.

—Estoy muy orgullosa de ella.

Justo en el momento en el que Sebastian salió, sonó el teléfono. Jane se inclinó para tomarlo de la mesita del café, vio el identificador de llamadas e inmediatamente reconoció el número.

—Hola, Luther —le saludó.

—¿Me has llamado? —la tuteó.

—Sí, quería asegurarme de que estabas al tanto de las últimas noticias.

—¿Del correo que le envió Latisha a Gloria?

—Sí, Gloria me lo ha contado.

—De acuerdo.

Jane esperaba que la energía negativa que irradiaba siempre aquel hombre le resultara difícil de soportar, pero no fue tan terrible como imaginaba. Aquella noche, el padre de Latisha parecía inusualmente sumiso.

—Volveré a llamar en cuanto tenga más noticias.

—Conduce una furgoneta —dijo de pronto Luther.

Jane volvió a llevarse el teléfono al oído.

—¿Qué has dicho? ¿Quién conduce una furgoneta?

—El hombre que se llevó a Latisha y a Marcie. Las chicas me han dicho que conduce una furgoneta blanca.

—¿Tienes la matrícula?

—Todavía no, pero todo el mundo está pendiente.

—Te agradezco la información. Te llamaré en cuanto averigüe algo.

Luther no contestó inmediatamente. Pensando que no diría nada más, Jane comenzó a colgar el teléfono, pero el sonido de su voz le hizo detenerse.

—Gracias por llamar —dijo Luther.

E inmediatamente colgó.

Jane apretó los labios mientras ponía fin a la llamada.

—¿Qué pasa, mamá?

Preocupada por la llamada de Luther, Jane miró a su hija.

—Era un hombre relacionado con el caso en el que estoy trabajando. Pensaba que no me caía bien, pero...

—¿Pero no es verdad?

—No, ya no. Supongo que en realidad nunca me ha disgustado tanto como pensaba. Es solo que le tenía miedo.

—¿A él también le caes bien?

—Yo no diría tanto —contestó Jane riendo—. Pero a lo mejor está empezando a darse cuenta de que no soy tan mala como pensaba.

—¿Se parece a Sebastian? —quiso saber Kate.

No había nadie que se pareciera a Sebastian.

—La verdad es que no.

Kate hizo un globo con el chicle que le explotó en la cara.

—Es una pena que Sebastian no tenga hijos —comentó mientras volvía a meterse el chicle en la boca.

Jane inclinó la cabeza.

—¿Por qué dices eso?

—Porque sería un padre perfecto.

Jane elevó los ojos al cielo ante los obvios intentos de su hija.

—Eso es toda una indirecta, jovencita.

Kate sonrió de oreja a oreja.

—Si te casas con él, a lo mejor puede venir conmigo al partido de padres e hijas que van a organizar en casa de LeAnn esta primavera.

Jane tomó a su hija de la mano y la estrechó contra ella. Aquella era una fiesta organizada por la familia de una de las amigas de Kate que había vivido siempre con su padre. Era un día dedicado a hacer esquí acuático en el lago que culminaba con una barbacoa.

—Eh, no te hagas grandes ilusiones, ¿de acuerdo? Sebastian vive en Nueva York y se supone que volverá a su casa cuando se haya cerrado el caso.

Los ojos de Kate perdieron su brillo, pero aun así, alzó la barbilla con determinación.

—Ya me lo imaginaba. Solo lo he dicho por decir.

Jane le acarició el pelo.

—Te llevará tu abuelo.

—Sí, será muy divertido —contestó.

Pero no había entusiasmo en su voz y había dejado caer los hombros mientras se disponía a terminar los deberes.

Jane dejó el mando a distancia y apagó la televisión. Durante todos aquellos años, había estado intentando proteger a su hija evitando la entrada de cualquier potencial amante en su vida. Pero a lo mejor no era a Kate a quien había estado protegiendo, sino a sí misma, negándose la oportunidad de volver a rehacer su vida.

Sin embargo, pasara lo que pasara con Sebastian, quizá ya fuera siendo hora de comenzar a salir con otros hombres. Aunque ella no se mereciera la felicidad que podía suponer la llegada de un buen hombre a su vida, Kate sí la merecía.

Algo había cambiado. Latisha no estaba segura de lo que era, pero se despertó sintiéndose perdida, desorientada. Ni siquiera sabía dónde estaba.

Un momento. Estaba en la cama de Wesley, algo habitual. Durante el último par de días, habían pasado mucho tiempo en la cama. Wesley siempre quería estar con ella. No paraba de decirle lo guapa que era, lo mucho que le gustaba estar a su lado. Y a ella le resultaba halagador pensar que había causado tal impacto en un hombre mayor que ella. Y un policía, nada más y nada menos.

¿Pero dónde estaba Wesley? Había estado con ella, pero ya no estaba.

Intentó recordar lo que había pasado, pero le resultaba imposible. Wesley había apagado la película, había puesto música y le había llevado una baraja de cartas. Cada vez que ella perdía una mano, tenía que tomarse un chupito. Y había perdido prácticamente todas. ¿Pero qué había pasado después?

¿Se habría ido a dormir o se habría desmayado? A lo mejor se había desmayado y Wesley la había llevado a la cama. Se sentía completamente atontada.

Bizqueando ligeramente, se sentó e intentó enfocar la vista mirando hacia la ventana. Era de noche. Estaba todo a oscuras. Y ella se sentía muy rara, como si se hubiera perdido parte de su propia vida. Antes de que hubiera perdido la conciencia, era de día.

—¿Wes? —llamó.

La habitación estaba en completo silencio.

El mareo la venció y se dejó caer contra la almohada. Había bebido demasiado. La cabeza le estallaba. Cediendo a la tentación de quedarse dormida, dio media vuelta en la cama, pero volvió a arrancarla del sueño una sensación de inquietud. Aquella inquietud tenía que ver con Marcie, con la hoguera del barril y con la sangre que había visto en los zapatos de Wesley.

Pero Latisha no quería pensar en esas cosas. Wes le había explicado todo, o casi todo. Latisha no le había preguntado por el fuego ni por los zapatos, pero si lo hubiera hecho, le habría vuelto a decir que Marcie estaba en su casa.

La alternativa era demasiado terrible como para contemplarla siquiera. Prefería creerle. Así podría continuar gustándole Wes. El Wes que había conocido durante los últimos días, por lo menos. El que le había hablado del hombre que había matado a su mujer y a su hijo. No le extrañaba que hubiera actuado como lo había hecho. Latisha sabía mucho sobre las personas que terminaban comportándose como no debían. Su padre era un hombre que siempre se buscaba problemas. Y su madre no era mucho mejor. Gloria era la mejor persona que había conocido nunca, pero eso no quería decir que fuera fácil vivir con ella. Era exigente y cabezota y apenas le daba libertad. Lo único que parecía importarle era que Latisha fuera a la universidad «para que llegara a ser alguien algún día».

A su hermana no le iba a hacer ninguna gracia enterarse de que Latisha estaba pensando en dejar los estudios y casarse. Pero hasta a ella le daría envidia su sortija. En su familia a nadie le habían regalado nunca nada parecido. Además, Wes le había prometido que tendrían una casa preciosa y una familia. Ella se quedaría en casa dándoles a sus hijos la clase de cuidados que siempre había anhelado. Y jamás volvería a soportar la pobreza que la había acompañado durante toda su vida. Sería una mujer de clase media. La universidad no podía ofrecerle mucho más.

Cerró los ojos con fuerza, pero volvió a abrirlos unos segundos después. Si Wesley se había marchado, podía utilizar el ordenador para ver si Gloria había respondido a su correo. Wes se mostraba tan protector con ella que ni siquiera le había permitido revisar el correo. Cada vez que se lo pedía, contestaba «más tarde». Latisha tenía la impresión de que se sentía amenazado por la influencia que Gloria pudiera tener sobre ella. Seguramente no le dejaría ponerse en contacto con su hermana hasta que terminaran las dos semanas que ella le había prometido, de modo que quizá aquella fuera su única oportunidad de volver a ponerse en contacto con el mundo exterior.

De modo que se levantó a rastras de la cama y, tambaleándose, se dirigió al pasillo.

—¿Wes? —volvió a llamarle, pero sabía que no estaba en casa.

En caso contrario, habría respondido la primera vez. Desde que le había quitado las cadenas, pasaba con ella todo el tiempo que podía. Lo único que esperaba ella era que no se hubiera llevado el ordenador.

En cuanto dobló la esquina del pasillo, lo encontró en su lugar habitual y respiró aliviada.

—¡Está aquí! —dijo y comenzó a cantar—. «Aquí llega la novia, aquí llega la novia...».

Se sentó y lo encendió, pero le resultaba difícil concentrarse en la pantalla en el estado en el que estaba. Tras parpadear varias veces, revisó los mensajes que tenía en el correo y no tardó en encontrar el que estaba buscando.

—¡Aquí está! —lo abrió.

Me alegro de que estés bien. ¿Dónde estás? ¿Puedes decírmelo? Envíame un mensaje, llámame, haz todo lo que puedas por ponerte en contacto con nosotros. La policía te está buscando por todas partes y también una mujer que trabaja para una organización benéfica. Estoy haciendo todo lo que puedo para ayudarte.

Parecía que Gloria se estaba tomando muchas molestias.

—Pero si ya te le dije que volvería dentro de dos semanas —musitó Latisha para sí, y presionó la dirección de su hermana para poder chatear con ella.

Gloria, ¿estás conectada?

La respuesta llegó casi inmediatamente.

¿Latisha? ¿Eres tú?

¡Eh, su hermana estaba conectada! ¡Había elegido el mejor momento!

Latisha: Sí.

Gloria: He estado conectada desde que me escribiste.

Apenas soy capaz de dormir. ¿Dónde estás?

Latisha: No lo sé.

Gloria: ¿Dónde está el hombre que te ha secuestrado?

Latisha: Se ha ido.

Gloria: ¿Y no puedes intentar marcharte?

Latisha frunció el ceño. Aquella iba a ser la parte más difícil. ¿Cómo explicarle que lo que pensaban al principio de Wesley no era cierto? ¿Cómo conseguir que Gloria comprendiera que no era tan malo como parecía? Últimamente se estaba divirtiendo mucho con él.

Latisha: No quiero marcharme. Va a casarse conmigo, Gloria. Va a comprarme una casa y vamos a tener hijos, Me trata muy bien.

Le costaba encontrar las teclas y cometía errores, pero lo más importante era comunicarse con su hermana.

Gloria: ¿Pero qué estás diciendo?

Latisha: Deberías ver la sortija que me ha comprado.

Gloria: ¿Te ha comprado una sortija?

Latisha: Me quiere. Di a Marcie que estbamos eqvocadas sobre él.

Los errores eran cada vez peores. Ya ni siquiera los corregía.

Normalmente tecleaba perfectamente y tenía muy pocas faltas de ortografía, muchas menos que Marcie o que Gloria, pero tenía los dedos entumecidos y no era capaz de ver con claridad el teclado.

Latisha: A sfrido mucho. Siente no haver sido amble con nostas. Al mens dejo marcar a Marci Gloria: ¿Pero qué tonterías dices?

Latisha hizo un esfuerzo por escribir correctamente.

Latisha: Por lo menos dejó que Marcie se fuera.

Gloria: Lo que estás diciendo no tiene sentido. No dejó que Marcie se fuera.

Latisha se enderezó en la silla. Estaba comenzando a recuperarse.

Latisha: Claro que sí. Marcie ya no está akí.

Gloria: Marcie está muerta. Ese hombre la mató. Y tienes que irte de allí antes de que haga lo mismo contigo, ¡Escápate!

El olor a humo pareció invadir toda la casa. Fue como si Wesley hubiera vuelto a encender la hoguera. Pero Latisha sabía que era imposible. Estaba sola.

Latisha: Estás mintiendo.

Lo único que su hermana quería era que volviera a casa para asegurarse de que terminaba los estudios. Quería volver a reunir a toda la familia.

No, no estoy mintiendo, Latisha. La apuñaló hasta matarla, ¡Sal de ahí inmediatamente! ¡No puedo perderos a las dos!

—«No puedo perderos a las dos» —leyó en voz alta.

Y fueron aquellas palabras, más que cualquiera de las acusaciones de Gloria o todas su exclamaciones, las que terminaron de convencerla. Gloria era una persona dura. No era dada a las confesiones sentimentales, a menos que alguien pisara el orgullo que la mantenía cada día en pie.

Latisha se levantó y estuvo a punto de caer sobre la mesa. La botella de ron continuaba en el mostrador. A su lado había una caja de pastillas vacía.

¿Le habría puesto algo Wes en la bebida? Y si así era, ¿por qué?

Porque quería dejarla sola, eso era evidente. Y porque quería que estuviera allí cuando él regresara. ¿Pero adónde se habría marchado? ¿Y por qué le habría mentido? ¡Le había dicho que quería casarse con ella!

Su cerebro comenzó a poblarse de imágenes de los momentos que habían pasado juntos en el dormitorio. Y entonces lo comprendió. Había estado utilizándola. Su presencia le había servido para hacer más cómoda su vida en aquella casa tan solitaria. Por eso no quería dejar que se marchara. Todas sus promesas de futuro eran falsas.

El corazón se le aceleró en el pecho. Y ella le había creído. Había ignorado la sangre en las suelas de los zapatos y el fuego en el patio trasero porque no quería reconocer que su hermana estaba muerta. Era mucho mejor pensar que estaba en casa con Gloria. Que Gloria estaba cuidándola. Gloria siempre las había cuidado a las dos.

Pero Gloria no estaba allí.

Latisha comprendió que terminaría matándola. Quizá no al día siguiente ni al otro. Todavía podía serle útil. Ella no era como Marcie. Ella le permitía controlarla, le daba todo lo que quería. ¿Pero qué ocurriría si alguna vez se atrevía a desafiarle?

La respuesta era más que evidente. Gloria tenía razón. Tenía que alejarse de él.

¿Pero cómo? ¿A quién podía pedir ayuda? Estaban en medio de la nada. La calle estaba completamente a oscuras, corría el peligro de tropezar y terminar cayendo en una zanja o en un barranco. Por culpa de lo que Wes le había dado, no era capaz de pensar con claridad. Y lo que más la asustaba era no saber cuándo volvería.

Se encogió al recordar la patada que le había dado a Marcie en la cara. No se atrevía ni a imaginarse lo que podría hacerle a ella si la descubría huyendo.

¿Quemaría después su ropa ensangrentada en el mismo barril del patio trasero?