Capítulo 6

¿Debería contestar? ¿O dejar que pasara la noche, con la esperanza de que Mary fuera menos demandante la próxima vez que hablaran?

Malcolm pasó otros veinte minutos delante del ordenador que tenía sobre la mesa de la cocina, intentando decidir. No quería que Mary se mostrara tan indiferente como al principio. Sus últimas conversaciones eran mucho más estimulantes. Le gustaba que expresara lo que sentía por él. A pesar de su enfado por su infidelidad, sabía que la química que había habido entre ellos continuaba existiendo. Pero no estaba seguro de adónde podía llevarle esa relación una vez Mary comenzaba a responder como esperaba. Odiaba tener que distanciarse de ella, pero no podía permitir que le viera.

Sentirse atrapado entre lo que quería y lo que sabía que debía hacer le enfurecía.

¡Maldita fuera! Ojalá no hubiera empezado nunca todo aquello. Si hubiera podido ir a algún casino, o salir a patrullar como falso policía secreto para conseguir un poco de emoción, no se habría metido en aquel lío. Desde que había secuestrado a Latisha y a Marcie pasaba demasiado tiempo hablando con Mary.

Pero no tenía ningún sentido lamentarse por ello, se dijo a sí mismo. A la larga, su relación tenía que llegar a aquel punto. Mary no era un mero pasatiempo. Llevaba dos meses visitando regularmente su casa. Había visto a sus hijos jugar en el jardín, la había visto moverse por su casa. Durante años, había pensado muchas veces en ella, pero, sobre todo, desde que había comenzado a juzgar su propio pasado. Mary habría sido la mujer perfecta para él, la única a la que no debería haber abandonado. Si hubiera permanecido junto a ella, su vida no se habría convertido en lo que era en aquel momento. Deberían haberse casado y formado una familia. La separación no les había salido bien a ninguno de los dos.

Qué desastre. Con el incentivo de medio millón de dólares y la posibilidad de poder empezar desde cero, había creído que sería capaz de alejarse de su familia y sus amigos sin mirar atrás. De hecho, estaba deseando hacerlo, e incluso le reportaba una suerte de sensación de triunfo el poder terminar de aquella manera. Había impresionado y herido a todos ellos, y se lo merecían. Sobre todo su familia más inmediata. Nada de lo que hacía bastaba para complacer a sus padres, todo lo contrario que su hermano mayor. Y a su hermana pequeña la idolatraban.

Pero aquellas personas conformaban el tejido de su vida. No podía renunciar a ellas sin perder parte de su propia identidad. Y había descubierto que también le resultaba muy duro abandonar a sus amigos y conocidos. Cuando estaba planificando su desaparición, pensaba que lo que más echaría de menos sería su trabajo. El hecho de conservar la placa y la sirena había suavizado el golpe. Disfrutaba de los beneficios de la autoridad sin tener que responder ante nadie. Era a su gente a la que echaba de menos. Quizá fuera esa la razón por la que había buscado a Mary.

Había sido una cuestión de suerte el localizarla tan fácilmente. Si no se hubiera encontrado con Francine, la amiga de Mary en el instituto, le habría resultado mucho más difícil. Pero tras encontrarse con ella en Nueva York, a donde Malcolm había ido de vacaciones con Emily, había descubierto la afición de Mary por la bisutería, la existencia de su página web e incluso la ciudad en la que vivía. No había hecho falta nada más.

El hecho de localizarla había sido una auténtica fuente de emoción. Había vuelto a sentirse vivo, había recuperado la esperanza de recrear una vida normal.

Pero ya no disfrutaba teniendo que mantener su identidad en secreto. Era un problema para su relación. Mary le echaba de menos, le deseaba, y él no podía quedar con ella. No soportaría aquella situación eternamente. Podía enamorarse de cualquier otro hombre que apareciera en su vida.

¿Pero qué podía hacer él? Si le contaba la verdad, Mary le daría la espalda. No podría comprender lo acorralado, lo atrapado que se había llegado a sentir. El camino que había elegido era la única manera de salvarse de las deudas que había contraído y de un matrimonio a punto de romperse. Solo una medida tan extrema le había permitido empezar de nuevo.

¿Sería preferible mentir?

No sabía cómo. A lo mejor podía presentar una visión diferente del pasado, pero no podría evitar que Mary hablara con su familia y sus amigos. Les contaría que había vuelto con él y la noticia correría hasta llegar a oídos de los amigos que tenía en San Antonio. No pasaría mucho tiempo antes de que alguien le contara que había oído que estaba muerto, que había matado a su mujer y a su hijastro y después se había suicidado en New Jersey. Y con eso bastaría para desenmascarar el que hasta entonces había sido un crimen perfecto.

Un ruido procedente de la habitación de al lado le hizo alzar la cabeza y ponerse en alerta. ¿Qué estaba ocurriendo? Él pensaba que las hermanas estaban dormidas. Había castigado muy severamente a Marcie. Le parecía increíble que se atrevieran incluso a respirar, y mucho más a moverse. Pero era obvio que estaba pasando algo.

Con una maldición, se alejó de la mesa y cruzó el pasillo.

—¿Qué demonios estáis haciendo? —les gritó mientras encendía la luz.

Marcie se hizo un ovillo. Latisha gateó hasta la esquina. La cadena repiqueteó mientras doblaba las rodillas contra su pecho. Los colchones que les había comprado Malcolm cuando había llegado a la casa estaban en el jardín. Las había obligado a dormir en el duro suelo para castigarlas por la conducta de Marcie.

—¡He hecho una pregunta! —insistió.

—No estamos haciendo nada. Le... le sangra la boca... —con los ojos entrecerrados para protegerse de la luz, Latisha señaló a su hermana—. Solo estaba intentando parar la hemorragia.

—Si está sangrando es porque me ha desobedecido. Y como no te tumbes y dejes de hacer tanto alboroto, tú también vas a sangrar. ¡Tu hermana tiene suerte de que no la haya matado!

El cielo sabía que se había sentido tentado. Si no hubiera estado tan concentrado en la conducción, probablemente lo habría hecho.

—Intenta escapar otra vez y te mataré, ¿comprendido? No tiene ningún sentido intentar escapar. Desde aquí no podéis ir a ninguna parte. No tenemos vecinos cerca ni nadie que pueda ayudaros.

Por el rostro de Latisha comenzaron a rodar las lágrimas.

—Por favor, déjenos marcharnos —suplicó con apenas un hilo de voz—. No diremos nada, lo juro. No se lo diremos a la policía. Solo queremos volver a casa.

Parecía sincera. Pero Malcolm sabía que en cuanto estuvieran a salvo cambiaría de opinión. No era tan estúpido como para pensar que podría llegar a liberarlas. Pero tampoco tanto como para hacérselo saber. Le resultaría mucho más fácil controlarlas si creían que todavía tenían alguna posibilidad de salir vivas.

—Te diré una cosa —le propuso—. Lo que tenéis que hacer es portaros lo mejor que podáis y trabajar con todas vuestras fuerzas durante otra semana, y después veremos lo que podemos hacer, ¿de acuerdo?

Latisha intercambió una mirada con su hermana y asintió.

—Sí, señor. Haremos todo lo que nos diga, ¿verdad, Marcie?

Marcie parecía menos proclive a doblegarse.

—¿Verdad, Marcie? —insistió Latisha.

—Sí, señor.

Malcolm ignoró el tono sombrío de su réplica.

—Me alegro de que por fin nos entendamos.

Consiguió sonreír, pero la sonrisa abandonó su rostro en cuanto salió de la habitación.

—Perras estúpidas —musitó para sí.

La mayor parte de las mujeres no valían para nada, excepto para...

La imagen que conjuró su mente liberó tal oleada de testosterona que se detuvo bruscamente. Siempre había sabido cómo aprovecharse de las mujeres que se arrojaban a los brazos de cualquiera que llevara un uniforme. Pero a Marcie y a Latisha no las había tocado. Se había dicho que no debía caer tan bajo. Los policías con los que trabajaba consideraban el sexo con las detenidas como lo más despreciable del mundo. No se atrevía ni a pensar lo que podrían decir de él si supieran que había llegado a hacer algo así.

Pero a sus compañeros no volvería a verlos nunca, de modo que, ¿cómo iban a enterarse? Además, Marcie y Latisha eran las culpables de que no pudiera acercarse a Franklin Boulevard a buscar una prostituta.

Después de haber estado hablando con Mary, necesitaba estar con una mujer. Desesperadamente. Y allí tenía dos. Dos mujeres que no tenían nada mejor que hacer. Dos mujeres que estaban a su entera disposición.

Eran negras, sí, ¿pero qué importancia tenía?

«Vamos, adelante», se dijo. A lo mejor, si aliviaba parte de la tensión sexual, sería capaz de concentrarse y tomar una decisión sobre Mary. De esa forma no se sentiría tan presionado por las ganas de acostarse con ella.

Regresó al dormitorio y encendió la luz. Las dos chicas se alejaron de él, pero Malcolm tenía clavada la mirada en Latisha. Desde que era un niño, su padre le había enseñado que la gente que no tenía la piel blanca no merecía la menor atención. Pero la más pequeña era... bastante atractiva, si se permitía reconocerlo. Tenía buenos pechos, una cintura estrecha y las caderas redondeadas. Y no tenía los labios hinchados ni el ojo morado por culpa de los golpes, como Marcie, a la que había arrastrado hasta la casa desde la furgoneta.

—Ya sé cómo podéis aseguraros la vuelta a casa.

Latisha abrió los ojos con evidente recelo. Había notado el cambio en el tono de voz, pero la promesa de una posible vuelta al hogar era demasiado tentadora como para resistirse.

—¿Cómo?

—Pasando media hora conmigo en el dormitorio. Haciendo todo lo que pida. Después, te dejaré ir. Te lo prometo.

—¿En el dormitorio? —repitió, como si estuviera a punto de vomitar.

—¿Qué son treinta minutos a cambio de la libertad? —preguntó, intentando hacer más tentadora su oferta.

—¿Y mi hermana también podrá marcharse?

—Claro que sí. Pero para eso tendrás que pasar toda la noche conmigo.

Marcie luchó contra la cadena para acercarse a Latisha.

—¡No lo hagas! —le advirtió—. ¡Es mentira! Te sacará de aquí y no volverás, y no porque te vaya a permitir volver a casa. Va a matarnos a las dos. Eso es lo que piensa hacer.

Malcolm apretó los puños. Marcie tenía razón. No tenía otra opción. Pero le enfurecía que no tuviera ninguna esperanza.

—¡Cierra el pico! ¡No estoy hablando contigo, estúpida!

—Por favor, no le haga nada —le suplicó Marcie—. Es conmigo con quien está enfadado. Ella no ha hecho nada.

—Pero es con ella con quien quiero estar, así que apártate —le dio una patada a Latisha en la rodilla—. Desnúdate.

Latisha gimió, pero no hizo nada.

—¡Vamos! —insistió—. Tu hermana no sabe lo que dice. Podría haberla matado, pero a ti no te haré nada si eres buena conmigo.

Las lágrimas comenzaron a escapar de sus ojos, pero fue Marcie la que comenzó a suplicar:

—Por favor, es mi hermana pequeña. Es una buena chica. Nunca ha estado con un hombre. Lléveme a mí. Yo sé cómo hacerlo, es a mí a quién quiere castigar.

Marcie nunca había sido tan respetuosa con él, pero Malcolm sabía lo profundamente que le odiaba. Lo único que pretendía era salvarle el pellejo a su hermana.

—Tienes que estar de broma —respondió con desprecio—. ¡Mírate!

—En la oscuridad ni siquiera tendrá que verme. Sáqueme de aquí, para que Latisha no tenga que oír nada, le aseguro que le merecerá la pena. Lo prometo.

Lo más probable era que intentara matarle. Y él ni siquiera la encontraba atractiva. Y por su culpa, tenía que comprar un teléfono nuevo, lo que significaba que tendría que cambiar de alias. Sí, prefería a Latisha. Pero hasta entonces, nunca había forzado a una mujer. Había pasado quince años trabajando como policía, considerando a los violadores como unos seres despreciables, superados únicamente por los pederastas. ¿De verdad quería convertirse en uno de ellos?

Ni siquiera los presos respetaban a los violadores. Se recordaba preguntándose por qué los violadores no tendrían el suficiente orgullo como para controlarse, y allí estaba él, enfrentándose a la misma tentación. Eso demostraba lo mucho que había cambiado. Pero no quería pensar en ello.

Intentando ignorar aquella parte de él que todavía se resentía por lo que estaba a punto de hacer, dio un paso adelante. Desencadenaría a Latisha y, si hacía falta, la sacaría a rastras de la habitación.

Pero Marcie se interpuso entre ellos.

—¡No! —gritó—. ¡No se la va a llevar! ¡Suéltela!

Aquella estúpida estaba deseando que le dieran otra paliza. Probablemente tendría que enfrentarse a las dos. Y si la situación se ponía muy violenta, no estaba seguro de cómo podía terminar aquello.

—Cierra tu asquerosa boca y duérmete —le espetó, y salió de allí.

No deseaba ni a Marcie ni a Latisha. Quería estar con Mary, y pensaba conseguirlo.

Solo tenía que averiguar cómo.

Jane estaba bajo la ducha cuando sonó el timbre de la puerta. Se envolvió el pelo en una toalla, se puso la bata, salió del baño y miró a través de las persianas de la cocina. Era David.

—Hola —le saludó mientras le hacía entrar en la casa.

Había conseguido dormir durante un par de horas después de haber estado revisando la guía telefónica sin ningún éxito. Después había seguido trabajando hasta que había llevado a Kate al colegio, como hacía todos los días. Pero David parecía no haber dormido nada desde que le había llamado. Iba vestido con una chaqueta sport, una corbata y pantalones chinos y parecía haber intentado dominar su pelo sin ningún éxito. Al parecer, no se había duchado ni afeitado, pero eso no hacía mella en su atractivo. Con aquel pelo oscuro, los ojos verdes y las facciones duras de su rostro, Jane siempre la había considerado un hombre guapo, incluso durante aquellos años en los que le odiaba.

—¿Dónde está Kate? —preguntó David, mirando hacia la cocina.

—En el colegio. Los martes le gusta ir muy pronto. Tienen un profesor de cerámica que les deja hacer sus propias obras —le colocó la solapa de la chaqueta—. No hacía falta que te arreglaras para venir a verme.

David señaló la bata.

—Yo podría decir lo mismo.

—Deberías haber llamado antes.

—Estaba en tu barrio. De todas formas, tenía que vestirme pensando en el resto del día. No sé cuándo voy a poder volver a casa. Esta semana ha sido una locura. Afortunadamente, Jeremy ya tiene casi trece años, edad más que suficiente para echar una mano con Chase y con Jessica. Y ellos adoran a su canguro. Pero estando Skye fuera y con la cantidad de horas que trabajo... —suspiró—. Estoy deseando que vuelva a casa.

David trabajaba demasiado. Jane se lo había oído decir a Skye, y lo había podido experimentar en carne propia cuando estaba casada con uno de sus más vigilados sospechosos.

—¿Te apetece un café?

—No —se dejó caer en el sofá de cuero—. Ya he consumido suficiente cafeína.

—¿Y desayunar algo? Puedo vestirme y prepararte unos huevos.

—No, no tengo tanto tiempo. Solo he venido para decirte que he ido a la comisaría y he estado buscando en nuestra base de datos el teléfono que me has dado. No encaja con ninguno.

—¿Entonces necesitas una orden judicial?

—Ya la tengo —enderezó una figurita que había sobre la mesita del café—. Antes de venir aquí, he enviado un fax a varias compañías de teléfonos móviles.

—¿Cuánto tardarán en responder?

—De momento solo tengo noticias de dos. Y no ha habido suerte. Estoy esperando noticias de las demás. ¿Sabes algo de Gloria?

—Le he llamado nada más levantarme esta mañana. Pensaba ir a trabajar. Dice que si se queda en casa se volverá loca.

David sacudió la cabeza con un gesto compasivo.

—Además, tiene que pagar el alquiler. Los caseros no se detienen por nada.

—No soy capaz de imaginar lo que les ha podido pasar a Marcie y a Latisha, David.

—Yo tampoco —contestó—. No hay ninguna señal de violencia. Eso es lo que más me intriga. Han desaparecido sin más, estando juntas y a plena luz del día.

—¿Ocurre a menudo?

—Desde que trabajo en la policía, es la primera vez que me encuentro con un caso como este.

Jane se apretó el cinturón de la bata. Estaba suficientemente unida a Skye y a David como para que no le importara que la viera así, pero se habría sentido más cómoda estando vestida.

—Gloria me dijo que una de las personas que lleva el caso piensa que podría estar relacionado con los asesinatos de American River.

David esbozó una mueca.

—No, tanto tú como yo sabemos quién cometió esos asesinatos.

—Exactamente. Entonces, ¿qué nos queda?

—Nunca pude probar que el autor de esas muertes fuera Oliver. Eso significa que, técnicamente, el caso sigue sin resolver.

—¿Todavía estás intentado demostrarlo?

—No tiene sentido invertir más tiempo del que le he dedicado.

Decir que este caso podría estar relacionado puede ser solo una excusa para asignármelo a mí. Todo el mundo está muy ocupado —cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá—. Necesitamos ayuda.

—Por eso me has dejado llevar este caso —dedujo Jane.

David abrió un ojo.

—No, te he dejado ocuparte de este caso porque sabía que no había manera de detenerte. Conozco muy bien a la cabezota que te preparó, ¿recuerdas?

Jane sonrió divertida.

—¿Has hablado con Skye?

—Hablé anoche con ella.

—¿Le dijiste que estoy llevando un caso?

—Preferí no hacerlo. En beneficio propio, lo admito —cambió de tono de voz para añadir—: Creo que ya tiene suficientes preocupaciones.

En realidad, era él el que estaba preocupado. Eso era evidente. No le gustaba que su mujer se ocupara de algunos de los casos que atendía. En aquella ocasión, Skye no estaba buscando a nadie acusado de un crimen violento, pero Sudamérica estaba suficientemente lejos como para que David se sintiera inquieto en su ausencia. Aunque Ava estuviera con ella. De vez en cuando, hablaba con Skye sobre la posibilidad de que dejara aquel trabajo. Pero Skye no podía renunciar a El Último Recurso. No podía alejarse de la fundación que ella misma había creado.

—Voy a vestirme y a preparar algo de desayunar.

—No, me voy —respondió David, y se levantó—. Nos veremos más tarde.

Jane le acompañó a la puerta.

—Estaremos en contacto si...

Justo en aquel momento sonó el teléfono de David. Jane se interrumpió, esperando que quienquiera que fuera llamara por lo del teléfono.

—¿Diga? Sí, un momento, déjeme buscar un bolígrafo —se palpó los bolsillos de la chaqueta y sacó una libreta al mismo tiempo que Jane le tendía un bolígrafo—. Adelante.

Garabateó algo en la libreta, le dio las gracias a la persona que había llamado y colgó.

—¿Y?

—Era una llamada de la compañía Verizon. El número de teléfono pertenece a un hombre llamado Wesley Boss.

—¿Tiene alguna dirección?

—De momento, solo un apartado postal. Me acercaré a la oficina de correos en cuanto pueda para ver si consigo una dirección.

—Avísame en cuanto la tengas.

David continuaba repitiendo aquel nombre como si estuviera hablando solo.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Jane.

—Ese nombre me resulta familiar.

—¿Por qué?

—Creo que lo he oído antes. Hace poco. O a lo mejor no —se detuvo en la puerta—. Espera, ahora mismo me acuerdo. Hace unas semanas vino un tipo de Nueva York preguntando por un tal Wesley Boss. Dijo que ese Boss adoraba el trabajo de la policía y los programas sobre médicos forenses y persecuciones policiacas. Quería saber si había estado molestando por la comisaría o había intentado entablar relación con algún policía.

Jane se escondió detrás de la puerta, para que no pudieran verla sus vecinos.

—¿Por qué le buscaba?

David no contestó. Estaba pensando en otra cosa.

—¿Cómo se llamaba ese tipo? —cerró los ojos con fuerza—. Tenía un apellido griego. Sí, de eso me acuerdo. ¿Coast? Era algo así. Espera un momento —presionó una tecla del teléfono y le pidió a la persona que le contestó que buscara en su escritorio una tarjeta de alguien con un apellido griego que empezaba por C—. Tiene que estar en el primer cajón —le indicó a su interlocutor.

Mientras intentaba reflexionar sobre aquella información, Jane se quitó la toalla y comenzó a frotarse el pelo. Lleva el pelo corto y en punta, así que era preferible que se peinara antes de que se secara.

—No... no... no. Sí, hay una dirección de Nueva York. Eso es —le oyó decir a David—. ¿Cómo se llama?

Todavía conservaba el bolígrafo en la mano. Anotó la información en la libreta, arrancó el papel y se lo tendió.

—Llama a este tipo y mira a ver qué puedes averiguar.

—¿De verdad quieres que lo haga yo? —preguntó Jane sorprendida.

—Un caso de homicidios en el que llevo dos meses trabajando acaba de dar un giro inesperado.

Así que las hermanas de Gloria no eran lo único que le había mantenido despierto toda la noche.

—Me encargaré de ello.

David sonrió con cansancio.

—En cuanto acabe con esto, me pasaré por la oficina de correos.

—De acuerdo.

Jane leyó el nombre en el papel que acababa de entregarle: Sebastian Costas.

—¿Qué relación tiene con Boss? ¿Por qué le busca? —le preguntó a David, que ya había salido.

David se detuvo de camino hacia el coche.

—Dice que «Boss» es el alias de un hombre llamado Malcolm Turner, un ex policía de Jersey.

—¿Y?

—Creo que Turner mató a su mujer y a su hijastro y después fingió su propia muerte.

—¿Costas también es policía?

—Es el padre del hijo al que asesinaron.

Jane pensó inmediatamente en Kate y en la facilidad con la que podría haberla perdido cinco años atrás, cuando Oliver se había convertido en un asesino.

—¡Dios mío!

—Es posible que esté confundido.

—¿Y hay alguna posibilidad de que tenga razón?

—He llamado a la policía de New Jersey. Están convencidos de que Turner está muerto. Cuentan con una prueba de ADN para demostrarlo.

—De modo que Costas está loco o desesperado, o a lo mejor las dos cosas a la vez.

David pareció considerar la pregunta.

—Lo que dice es bastante improbable. Pero si algo he aprendido trabajando como policía es que cualquier cosa es posible.

—Desde luego. Te llamaré más tarde.

Le observó marcharse y fijó después la mirada en la nota que acababa de tenderle. A lo mejor Sebastian Costas estaba loco de tristeza, o se negaba a creer que el hombre que había matado a su hijo estaba loco porque necesitaba un objetivo al que aferrarse. Ambos escenarios eran posibles. Pero la llamada que Marcie había recibido procedía de un número perteneciente a un tal Wesley Boss y era demasiada coincidencia que el señor Costas estuviera buscando a un hombre que respondía a ese nombre.

De modo que algo estaba ocurriendo con el señor Boss, fuera o no Malcolm Turner.