Capítulo 1

La joven sentada a la mesa leyó la carta en silencio, con la cabeza inclinada sobre la única hoja, mientras todos los que estaban a su alrededor la observaban. Cuando terminó de leerla y la empezó de nuevo, el chico que estaba a su lado gritó impaciente:

—¡Polly! ¿Qué dice? ¿Por qué no?…

—Silencio, Ben —su madre, aún más impaciente que él habló con calma—: Polly lo dirá cuando esté dispuesta a hacerlo —y agregó, esperanzada—: ¿Verdad, querida?

La joven levantó la vista y miró a su alrededor… Todos estaban ahí: su madre, su padre, dos hermanas muy bonitas y su hermano de doce años, Ben.

—Me dieron el trabajo —respondió resplandeciente de alegría, al pasarle la carta a su padre—. De nueve a cinco, de lunes a viernes y cincuenta libras a la semana.

—¡Querida, qué maravilloso! —exclamó la madre, sonriéndole a la menor de sus hijas… la que carecía de belleza, pero era muy inteligente. Cora y Marian no tenían necesidad de un gran cerebro; eran tan bonitas, que se casarían en cuanto pudieran decidir cuál de sus numerosos amigos sería un buen esposo. Ben iba a la escuela y también era inteligente, pero era Polly, con sus veinte años de edad, con excelentes calificaciones escolares y una inclinación natural por las lenguas muertas, la que había heredado la inteligencia de su padre, pedagogo. «Y qué bueno que era, así», pensó la señora Talbot, pues la chica no era tan atractiva… una nariz algo respingada, una boca demasiado grande, el cabello lacio y rojizo y un poco llenita para su mediana estatura. El único rasgo bueno eran los ojos, grandes, color café, bordeados por largas pestañas curvas, que no necesitaban rímel. Ahora se movían graciosamente.

—¡Es mucho dinero! —exclamó feliz, ya que no podían contar con lo suficiente, después de pagar las colegiaturas de Ben y de las reparaciones que siempre hacían falta en la villa victoriana donde vivían. Tanto Cora como Marian trabajaban en la cercana ciudad de Pulchester, pero ganaban muy poco. La primera trabajaba en una biblioteca pública y la segunda pasaba las mañanas en una de las boutiques de la ciudad.

—¿Cuándo empezarás, querida? —preguntó la señora Talbot.

—El lunes próximo. Tendré que salir de aquí a las ocho y media. Serán veinte minutos en bicicleta, si voy por Tansy Lane.

—¿Qué vestido te pondrás? —preguntó Cora y Polly lo pensó un instante.

—Una falda y una blusa, supongo y una chaqueta de lana tejida. Hará frío por la mañana… Tengo que ir a ver al párroco para pedirle su diccionario griego. Shylock se comió las últimas páginas del mío.

Más tarde, en consulta a puerta cerrada con el erudito párroco, le explicó por qué lo necesitaba.

—Sir Ronald Wise —levantó la tranquila voz varios tonos para contrarrestar su sordera— buscaba a alguien que mecanografiara su libro… un libro científico, dirigido a los doctos, donde compara el antiguo griego con el latín, como lenguas. Y, desde luego, será un trabajo más rápido si lo hace alguien que entienda algo de eso. Vi el anuncio en The Times y escribí para solicitar el empleo… y me lo dieron —el reverendo Mortimer asintió con la calva cabeza.

—Es una noticia excelente, hija mía. Tu padre debe estar orgulloso de ti —tomó el diccionario y se lo dio—. Comeré con Sir Ronald la semana próxima y sin duda me contará cómo vas con tu trabajo.

Polly se despidió de él, hizo unas compras para su madre y decidió regresar a la casa, situada en las afueras, sobre una empinada colina, junto a un camino sinuoso que llevaba al pueblo próximo. Ya estaba cerca, cuando apareció una camioneta por la cresta de la colina y se atravesó en medio del camino, sin dejarla pasar. Su conductor se dirigió a Polly:

—Wells Court… ¿La casa de Sir Ronald Wise? —hablaba con cortesía, pero se le notaba la molestia. Era muy bien parecido, y de nariz aguileña. Polly lo examinó. En su mundo, todos se conocían y este hombre era un forastero. Dispuesta a mostrarse amigable y sin ninguna prisa, observó:

—Bonita mañana, ¿eh? ¿Está usted perdido? Mucha gente quiere tomar un atajo desde Pulchester… parece tan fácil en el mapa… pero si no conoce uno el rumbo, se vuelve dos veces más largo —la cortesía del forastero se tomó glacial.

—Le agradecería que me ahorrara sus observaciones sobre comunicaciones rurales. Entiendo que, al vivir en estas condiciones… rústicas, el tiempo no tiene ninguna importancia para usted, para mí sí la tiene ¿Wells Court, si es tan amable?…

Polly lo miró compasiva. ¡Pobre hombre! Tan furioso por nada y con tanta prisa.

—Necesita un descanso y una taza de café, supongo que viene desde muy lejos. Dé vuelta a la izquierda al final de este camino, cruce el centro del pueblo y tome la calle que sale a un lado de la iglesia. Wells Court está a un poco más de un kilómetro por ese camino —terminó con un amistoso «adiós». La despedida de él tenía un dejo de burla, pero ella no lo notó.

Olvidó al forastero con los preparativos para su nuevo empleo y cuando llegó la mañana del lunes, partió en su bicicleta, muy pulcra, con su falda plisada azul marino, una de las blusas de Cora, un poco larga, pero muy adecuada, con su cuello redondo y un sedoso lazo bajo la barbilla. Su propia chaqueta tejida quedaría bien y no la tendría que usar dentro de la casa.

Estacionó la bicicleta frente a la imponente puerta de entrada y tocó el timbre. Conocía de vista al hombre que abrió la puerta, en la iglesia él se sentaba en la banca reservada para Wells Court, pero si él la reconoció, no dio señales de ello.

—¿Señorita Talbot? La esperan —era una voz inexpresiva y el hombre frunció el ceño al ver la bicicleta—. Le diré al hijo del jardinero que guarde la bicicleta en el cobertizo de al lado, señorita —agregó muy serio y se hizo a un lado para dejarla pasar.

Polly había estado en la casa en un par de ocasiones anteriores, cuando estuvo abierta al público por eventos de caridad. Ahora siguió al hombre por un pasillo atrás del vestíbulo y esperó mientras él llamaba a una puerta al fondo.

La sonora voz de Sir Ronald les invitó a entrar y Polly así lo hizo, pasando frente a su guía, quien cerró la puerta, dejándola que cruzara el amplió espacio de piso pulido hasta el escritorio tras el que estaba sentado Sir Ronald.

—Buenos días, jovencita. ¿Cuál es el apellido? ¿Talbot?

—Sí, Sir Ronald. Polly Talbot.

—Ah, sí, desde luego. Conocí a su padre en algún sitio… un hombre muy inteligente —la observó, parada muy erguida, frente a él—. Tiene un par de hermanas muy bonitas, pero usted es la más inteligente —sonrió.

—Lo que sucede es que me gusta el griego y el latín, Sir Ronald. No soy brillante en nada más —quiso agregar «Ni tampoco soy bonita», pero decidió no hacerlo.

—Hay bastante trabajo para usted, Polly. Ya terminé el glosario[1] y tiene que revisarlo con cuidado a medida que avance —se apoyó en el respaldo del sillón y la invitó tardíamente a sentarse—. Griego y latín, una comparación, si es que puede describirse así. Hasta donde yo sé, se ha escrito muy poco sobre el tema, desde el Diccionario Clásico de Beeton, aunque mi obra no es un diccionario —se volvió y señaló con la cabeza—. Ahí hay un escritorio, una máquina de escribir y todo lo que pueda usted necesitar, empiece cuando guste. —Polly se puso de pie.

—¿Hay algún límite de tiempo? —preguntó ella.

—¿Cómo? Ah, los editores lo quieren lo antes posible. Vale más que me muestre sus progresos al fin de la semana. Y ahora… —Removió algunos papeles sobre el escritorio y Polly cruzó la puerta que él le había indicado, cerrándola al salir.

La habitación era pequeña, con un escritorio, una silla cómoda, una máquina de escribir, una pila de hojas de papel de máquina y papel carbón y, desde luego, el manuscrito. Polly se sentó y empezó a leerlo despacio. El primer capítulo estaba escrito en inglés y detallaba el contenido del libro. Lo mecanografió, lo cual le llevó casi todo el día, con interrupciones para tomar un café y para comer. Una amable sirvienta la condujo por el vestíbulo y le mostró el guardarropa de la planta baja. La casa estaba en silencio y deseó poder salir al jardín unos diez minutos. Mañana preguntaría…

Terminó el capítulo como a las cuatro y, como todavía tenía una hora, empezó a estudiar el segundo capítulo, pronto descubrió que ése no resultaría fácil. Sir Ronald profundizaba en el tema y aunque Polly tenía confianza en que podría mecanografiarlo, no tenía idea de lo que se trataba. Una bandeja con el té de la tarde fue un bien recibido descansó y habiendo terminado su tiempo de trabajo; puso las hojas mecanografiadas en el escritorio del estudio y salió al vestíbulo. Debería avisarle a alguien que se iba y al preguntarse a quién, entró la sirvienta por la puerta de atrás.

—Me voy a casa, mi bicicleta está en un cobertizo… ¿Puedo ir por ella?

—Espere usted aquí, señorita, se la traerán —la sirvienta se retiró y Polly se sentó en una de las sillas alineadas junto a la pared. Era una casa fría, decidió al mirar a su alrededor, probablemente porque Sir Ronald era viudo, con hijos ya grandes que vivían separados de él. Le dio gusto volver al jardín, subirse a su bicicleta y pedalear hasta su casa.

Al entrar por la puerta de la cocina, le llegó el olor del pan tostado con mantequilla y la leña encendida de la chimenea, suspiró satisfecha. Qué importaban los viejos muebles y la chimenea, suspiró satisfecha. Que importaban los viejos muebles y la gastada alfombra del vestíbulo… Esto era un hogar, cálido y acogedor. Se lavó las manos en el fregadero de la cocina y se apresuró a ir a la sala de estar, donde la familia se reunía alrededor de la chimenea, tomando el té. Su madre levantó la vista cuando entró.

—¡Querida, llegas a tiempo, qué bien! ¿Tuviste un buen día?

Polly dio una gran mordida al pan tostado con mantequilla antes de contestar.

—Creo que sí. La primera parte fue fácil y sólo tuve tiempo de echarle un vistazo al siguiente capítulo, el cual se ve algo complicado, pero me agrada.

Contestó una serie de preguntas, ayudó a retirar los platos y tazas del té y se ofreció a sacar a pasear a Shylock. Cora y Marian estaban invitadas para salir esa noche y Ben tenía muchos deberes escolares, por lo que Polly era la que más sacaba a pasear al perro, difícil de manejar y necesitaba mucho ejercicio. Contentos, salieron los dos a caminar, disfrutando el fresco de la noche primaveral. La lanuda cabeza de Shylock, se movía inquieta al correr detrás de los conejos y Polly se sentía feliz por tener dinero para sus gastos, antes trabajaba muy duro para ganárselo.

Como dominaba el griego y el latín, pudo avanzar en su trabajo a un ritmo bastante rápido, pero de todos modos, le tomó tres días terminar el segundo capítulo. Se lo presentó a Sir Ronald a media mañana y dio un suspiro de alivio cuando él lo revisó con evidente satisfacción.

—Muy bien, Polly, muy bien. Lo estudiaré con más cuidado más tarde. ¿Ya empezó el siguiente capítulo? —Sin esperar la respuesta, agregó—: Espero que tenga todo lo que necesita… ¿Las comidas y todo?

—Sí, muchas gracias, Sir Ronald. ¿Le molestaría que yo saliera al jardín unos minutos durante el rato de mi comida? Me tomará más tiempo mecanografiar el resto del libro… Tengo que estudiar cada página…

—Por supuesto que sí, mientras esté bien hecho, no hay límite de tiempo, Polly —agregó, contradiciéndose—: Lo más rápido que sea posible, ¿entendido? —Le hizo un vago ademán con la mano y ella se dirigió a su escritorio para pasar, una hora frunciendo el ceño sobre el siguiente capítulo.

La comida fue un intermedio bien recibido. Polly comió rápidamente y salió al jardín. Se sentó en una banca tachada y más tarde regresó a trabajar. Ese capítulo se trataba de los nombres propios en griego y en latín, con una larga explicación de los sonidos de las vocales. Iba como a la mitad, cuando se abrió la puerta y entró el conductor de la camioneta que vio cerca de su casa y la miró sorprendido.

—¡Cielos! ¡Si es la rústica parlanchina! Busco a la señorita Talbot.

—Yo —repuso Polly ruborizada—. No soy ni rústica ni parlanchina.

Él cruzó el pequeño espacio y se apoyó sobre el escritorio. Era un hombre muy alto.

—Vaya, vaya. Como decía mi nana, nunca dejará de haber milagros. ¿Es usted el dechado de perfección que está mecanografiando el manuscrito de Sir Ronald?

—No soy ningún dechado y estoy mecanografiando su obra. ¿Por qué lo quiere saber? —Polly puso las manos sobre el teclado, con la esperanza de que el hombre advirtiera la indirecta y se fuera, Suponía que sería un amigo de Sir Ronald, curioseando por ociosidad. Imaginó que él no contestaría su pregunta y, en efecto, él la ignoró, tan sólo se quedó parado mirándola.

—¿Le importaría que continuara yo con mi trabajo? —preguntó con frialdad—. Supongo que alguien encontrará a Sir Ronald, si quiere usted verlo…

El caballero en cuestión entró en la habitación en ese momento, diciendo:

—Aquí estás, Sam. ¿Has visto el manuscrito? Polly está haciendo un buen trabajo de mecanografía. Es una chica muy inteligente… No todas pueden leer griego y latín y escribirlos a máquina. Ahora recuerdo que su salario está sobre mi escritorio. Recójalo cuando se vaya, ¿quiere? —Tomó al otro hombre de un brazo y ambos se dirigieron hacia la puerta—. Quiero que veas un libro muy interesante, lo encontré en Pulchester, en una tiendita de libros de segunda mano… —La voz se desvaneció al atravesar la puerta con su compañero.

Al terminar la tarde, con su salario bien guardado en el bolsillo, Polly volvió a encontrarse con el forastero. Él salió de los arbustos que bordeaban el camino de entrada, cuando ella se alejaba en su bicicleta.

—¿Ya se va a su casa? ¿Vive en el pueblo?

—Sí —contestó ella en tono cortés—. Buenas tardes —y se alejó rápidamente. Lo más probable era que no volviera a verlo. La camioneta estaba estacionada en la glorieta frente a la casa, lista para que él partiera—. Demasiado descortés —dijo con voz alta y luego lo olvidó, al tratar de decidir lo que haría con el dinero que guardaba en su bolsillo. Calculaba que tendría trabajo para unas seis semanas, quizá dos meses. Desde luego, podía ahorrar el dinero y después, comprar lo que quisiera, así como Maggie, en Escocia, cuando terminara el trabajo.

Durante el té, expuso sus planes a la familia. Ofreció comprar los zapatos de fútbol a Ben y ayudar en los gastos de la casa, la madre aceptó complacida. Sus hermanas, que consideraban estas cuestiones sin importancia, comenzaron a discutir acerca de la ropa que debería comprar Polly quien pronto comprendió que si les hacía caso, se quedaría sin dinero y tendría más ropa de la que jamás podría usar. Cuando la discusión terminó, Polly les sugirió que quizá debiera ahorrar el salario de varias semanas antes de ir de compras.

—No tendré tiempo de usar la ropa nueva hasta que haya yo terminado este trabajo —señaló con razón y sintió alivio cuando ellas accedieron de mala gana.

El fin de semana con su habitual rutina, pasó. Hubo un largo paseo con Shylock un rato con Ben, ayudándole con su tarea escolar, unas pequeñas tareas domésticas para su madre, algo de jardinería, una agradable media hora con su padre, discutiendo la mitología griega. Cora y Marian habían salido, como sucedía por lo general los sábados, en que iban a algún sitio con el amiguito de turno. También salían los domingos, pero sólo después de ir a misa con la familia. El señor Talbot, un hombre de carácter apacible, era inflexible en ese aspecto. Atravesaron el tranquilo pueblo y se sentaron en la banca de la familia, intercambiando saludos y sonrisas con las personas conocidas. Polly escuchaba el murmullo de una amiga, cuando sintió que casi le hundían las costillas sus hermanas, sentadas a ambos lados de ella.

—Polly, ¿quién es ese hombre tan atractivo que acaba de entrar con Sir Ronald? ¿Lo has visto? ¿Se hospeda con él? ¿De dónde viene?

—No se y sí, lo he visto. Supongo que se hospeda en Wells Courty no sé de dónde viene —los dos pares de ojos le dirigieron miradas atónitas.

—¿Quieres decir —susurró Cora— que has hablado con él y no sabes nada de su vida? —no pudo decir más, porque el viejo señor Symes, el organista, empezó a tocar el himno de apertura, mientras el señor Mortimer su coro salían de la sacristía.

Al final de los oficios religiosos, cuando Sir Ronald y su invitado pasaron junto a la banca de los Talbot y el primero saludó a su padre, Cora y Marian tuvieron oportunidad de examinar bien al acompañante. Una mirada que él devolvió con bastante interés, ya que las dos eran muy bonitas y merecían algo más que una mirada. En cambio, la forma en que observó a Polly la hizo sentirse miserable.

* * *

No había señales de Sam cuando Polly llegó a Wells Court, el lunes por la mañana y en verdad lo había olvidado por el momento. Era un día muy hermoso y la tranquila campiña de Gloucestershire estaba verde. Estacionó su bicicleta y tocó el timbre.

El tercer capítulo describía la cronología griega y la romana. Polly estaba mecanografiando con mucho cuidado los datos relativos al calendario griego, cuando entró Sir Ronald, acompañado de su huésped. Los saludos fueron afables y se pararon detrás de la silla de ella, observando lo que ya había escrito.

—Municlon —observó Sir Ronald— suena mucho mejor que abril, ¿no crees? Has estado en Muniquia, ¿verdad, Sam?

—Sí. ¿Y la señorita… Talbot se interesa en estas cosas o sólo es mecanógrafa?

«¡Qué grosero!», pensó Polly y habló tranquila:

—El festival de Muniquia tuvo lugar en la ciudad de dicho nombre, en honor de la Diosa Diana. Creo que la gente común y corriente lee esas cosas, señor… er… —Sir Ronald tosió discretamente.

—Profesor, querida. Profesor Gervis, es famoso en su campo.

—¿De veras? ¿En qué campo? —El profesor soltó una carcajada.

—Yo no me equivoco con frecuencia —observó el profesor con serenidad—, pero me equivoqué con usted —se volvió, pareciendo aburrido—. ¿No sería buena idea si le habláramos a Rogers esta mañana? Está la cuestión de la composición tipográfica correcta… —Y salieron, dejando a Polly sentada ahí.

Debía sentirse triunfante por la contestación que le dio al profesor, mas se consideraba una tonta, debió parecer pedante. No era de extrañar que él se hubiera reído.

Estaba sentada en el jardín, durante su descanso para la comida, cuando él apareció de pronto y se sentó junto a ella, preguntando sin preámbulos.

—¿Nunca ha salido de este pueblo? Con su talento, podría obtener un empleo en una universidad o en un museo.

—Supongo que podría, pero no he querido. Me gusta el campo. Aquí hay mucho más cosas que hacer, además de mecanografiar el griego y el latín…

—¿No esta interesada en el dinero? Con él puede comprar bonitos vestidos y pagar peluqueros y todas las otras cosas que les gustan a las jóvenes.

—Por supuesto que me gustan las cosas bonitas. Hasta nosotras, las personas simples, nos vestimos elegantemente a veces. Si yo hubiera nacido y crecido en una gran ciudad, pensaría diferente.

—¿Esas jóvenes en la iglesia eran sus hermanas? —preguntó él casualmente.

—Sí.

—Muy bonitas y muy bien vestidas.

—Sí —ella se puso de pie—, son dos chicas muy bonitas. Ya es tiempo de que yo regrese al trabajo. Adiós.

Él la acompañó hasta dentro de la casa, eso la molestó. Al estar parado para dejarla pasar por la puerta del jardín, le comunicó:

—Usted me intriga.

—No me importa.

Y no volvió a verlo el resto del día, ni en la semana. Terminó ese capítulo del libro y empezó el siguiente, absorta en su trabajo. De vez en cuando la molestaba el recuerdo de un rostro moreno y burlón.

Una mañana, a mediados de la tercera semana, muy asustada, la sirvienta, irrumpió bruscamente en la habitación donde Polly trabajaba.

—¡Señorita! ¡Por favor, venga! Sir Ronald está mal… ¡Está tirado en el suelo de su estudio, y no habla!

—Telefonéele al doctor Makepeace y pídale que venga de inmediato —ordenó Polly, mientras corría hacia el estudio, donde el anciano yacía en el suelo, a un lado del escritorio.

Una apoplejía, suponía Polly, mientras le aflojaba la corbata, le desabrochaba los botones del chaleco, le ponía un cojín debajo de la cabeza y le ordenaba a Briggs que hubiera alguien en la puerta, para que en cuanto llegara el doctor, lo pasaran.

El resto del día fue una horrible pesadilla. Llevaron a Sir Ronald a su cama, luego llegó otro médico, seguido por una enfermera y en toda la casa había confusión. Polly abandonó su trabajo, se encargó de que hubiera comida y bebidas a sus horas, de que arreglaran un cuarto para la enfermera y se les enviaran mensajes al hijo y a la hija de Sir Ronald. A media tarde, vino a buscarla la enfermera.

Sir Ronald está un poco más animado. Quiere verla a usted, a Polly, dijo.

—Ésa soy yo, allá voy.

Sir Ronald parecía estar muy mal y su sonora voz era casi inaudible.

—Consiga a Sam —susurró—. Que venga ahora mismo. Explíquele… Ahora… La libreta de números telefónicos… en mi escritorio.

—Muy bien, Sir Ronald, telefonearé ahora mismo —marcó el número, no era de Londres y contestó él… Hubiera reconocido su voz en cualquier parte, profunda, segura de sí misma—. Profesor Gervis, habla Polly Talbot. Sir Ronald me pidió que yo le telefoneara. Esta mañana se puso muy mal y quiere verlo lo antes posible. ¿Puede venir de inmediato? —No le sorprendió oír su respuesta.

—Estaré allá dentro de una hora —colgó sin hacer preguntas.

Polly telefoneó a su casa y les avisó que probablemente llegaría tarde por la situación excitante, luego fue a buscar al ama de llaves para pedirle que arreglara una habitación para el profesor Gervis. Lo más probable era que él pasara la noche ahí.

El doctor Makepeace volvió a venir, con su colega. Pasaron un rato con su paciente y luego desaparecieron en una salita para hablar. Polly decidió esperar en el vestíbulo para preguntar qué tan mal estaba Sir Ronald. El ambiente en la casa era sombrío. Al doctor Makepeace, a quien conocía desde que era niña, lo veía muy solemne. Estaba sentada en una de las incómodas sillas adosadas a la pared, cuando se abrió la puerta de entrada y entró el profesor Gervis. No tocó el timbre, como cualquier otro visitante, ni Polly oyó su coche, quizá porque estaba tan ensimismada en sus pensamientos. Él no perdió el tiempo en saludos.

—Dígame lo que sabe —la abordó en cuanto la vio. Dejó una maleta y el abrigo sobre una silla y se paró frente a Polly. Ella dijo lo que sabía y al terminar él asintió—. ¿Dice usted que el doctor Makepeace está aquí ahora?

—Sí. —Polly señaló la salita—. Está ahí adentro, con él otro doctor que vino en la mañana. Yo esperaba aquí, para ver al doctor Makepeace…

—¿No debió irse usted hace mucho?

—Sí, pero ¿cómo podía hacerlo? ¿Se va a quedar aquí esta noche? Le dije al ama de llaves que le arreglara una habitación…

—Muy considerado de su parte —se volvió de pronto, cruzó el vestíbulo, llamó a la puerta y entró en la salita de estar.

Cinco minutos después, salieron los tres hombres y el doctor Makepeace se separó de los otros para dirigirse a la joven.

—Fue muy amable de tu parte quedarte, Polly. ¿Quieres entrar en el comedor? Creo que Briggs nos va a llevar bocaditos y café y el profesor Gervis quiere hablar contigo —ella lo acompañó, preguntándose por qué el profesor Gervis no pudo decirle lo que quería personalmente, ¿o sería tan arrogante como parecía? Los dos hombres estaban parados junto a la chimenea, donde ardía un tronco para aplacar el frío de la noche. La miraron sin hablar y el otro doctor asintió amablemente cuando el doctor Makepeace los presentó, agregando—: Desde luego, a ustedes dos no los tengo que presentar —observación que provocó una indiferente mirada del profesor.

Trajeron el café y Polly lo sirvió y cuando los médicos regresaron con su paciente, el profesor preguntó:

—¿Cuál es su número de teléfono? —Ella se lo dio y agregó:

—¿Para qué lo quiere saber? —Él no le contestó. Sólo se dirigió al aparato que había en una mesita lateral y marcó el número. Ella escuchó indignada cómo el profesor explicaba quién era y agregaba:

—Yo llevaré a Polly a su casa dentro de una hora; hay ciertos asuntos que tenemos que discutir —y luego, en respuesta a la voz que estaba en el otro extremo de la línea—: Está muy mal, en verdad. Los médicos están con él ahora. —Polly, para ocuparse en algo, se sirvió otra taza de café. De ninguna manera dejaría que él advirtiera que su altanero tratamiento le molestaba—. Y ahora, hágame el favor de prestarme toda su atención —ordenó él— y no me interrumpa, hasta que yo haya terminado —ella le dirigió una elocuente mirada y tomó otro trago de café. Él se sentó frente a ella y Polly tenía que mirarlo forzosamente. Lo veía más viejo y cansado, pero con el mal humor de siempre. Él la observó un buen rato—. Sir Ronald se está muriendo; eso tiene usted que saberlo. No creo que llegue a pasar la noche aunque estaba bastante lúcido ahora que hablé con él y le di mi palabra de honor de que su libro se publicará en la fecha que lo tenía pensado y que usted continuará trabajando para tenerlo listo para los editores. Eso significa que continuará viniendo acá hasta el funeral y después, la única solución es que vaya usted a mi casa y termine su trabajo allá —y cuando ella abrió la boca para protestar, él agregó—: Le pedí que no me interrumpiera. He estado muy involucrado con su libro y usted necesitará que alguien la guíe y le revise lo que haga. Creo que debemos ignorar nuestros sentimientos personales y hacerle este servicio a Sir Ronald. Fueron años de trabajo y de investigación y yo no tengo intenciones de que se desperdicien; mi hermana vive conmigo, lo cual supongo que acallará cualquier escrúpulo que una chica como usted pueda tener —se reclinó sobre el respaldo, cruzando una pierna sobre la otra, muy tranquilo. Esperando que ella dijera que sí, pensó Polly.

—Lo pensaré y le avisaré mañana por la mañana —la voz era agradable, pero fría.

—Tiene que ser ahora —él hablaba calmado y Polly buscaba argumentos lógicos contra los deseos del profesor y antes que se le ocurriera algo, se abrió la puerta y entró el doctor Makepeace.

—Sam, ¿quiere venir por favor? —Los dos salieron de la habitación, dejando a Polly con sus pensamientos. Si Sir Ronald moría, tendría que aceptar la sugerencia del profesor. El anciano había sido bondadoso con ella, a su modo, y la joven sabía que ese libro había sido el mayor interés de su vida. Se quedó sentada, inmóvil, y al rato entraron el profesor y los médicos.

Sir Ronald acaba de morir, Polly —le anunció con ternura el doctor Makepeace—. Me alegra decir que fue una muerte tranquila. Lástima que no podrá ver publicado su libro, pero tengo entendido que tú y Sam cumplirán sus deseos. Te llevaré a tu casa, hija.

—Yo lo haré —respondió el profesor—. Tendré que explicarle al señor Talbot cómo están las cosas. Como es algo tarde ahora, supongo que podremos concertar una cita para mañana.

El doctor Makepeace se dirigió presuroso hacia la puerta.

—Todavía tengo que hacer un par de visitas y se que el doctor Westquiere regresar lo más pronto posible. Usted tiene los certificados, ¿no, Sam? Lo veré en la mañana. ¿Cuándo llegarán los hijos de Sir Ronald?

—Creo que mañana. Buenas noches, y gracias —los hombres se estrecharon las manos y el doctor Makepeace agregó:

—Era un buen amigo mío…

—Y mío también —repuso el profesor, por un instante le pareció a Polly que lo veía casi humano—. Vámonos, tengo mi coche afuera.

—Yo tengo mi bicicleta —él la miró sin expresión en el rostro.

—La traerán mañana —le respondió y Polly pasó por la puerta que el profesor tenía abierta. Aunque ya era de noche, pudo distinguir un coche Bentley estacionado frente a la entrada. Él le indicó que entrara en el asiento delantero y luego se sentó junto a ella. Ya estaban casi en el pueblo, cuando preguntó—: ¿Y ahora adonde?

—Atravesando el pueblo y subiendo por la calle del otro lado. La casa está a la izquierda, casi en la cima de la colina.

El portalón de la cerca nunca estaba cerrado. Él pasó el camino de grava y se detuvo frente a la puerta. La joven salió del auto casi antes que él apagara el motor y al llegar a la puerta de la casa su padre la abrió y salió.

—¡Polly, querida… qué tarde! ¿Y cómo está Sir Ronald? —Miró atrás de ella y vio que el profesor Gervis salía de las sombras—. Alguien te trajo a casa.

—Profesor Gervis… Mi padre —agregó Polly con cortesía y luego—: Papá, el profesor quiere hablar contigo y como ya es muy tarde…

—Tonterías, niña, ahora terminamos de cenar. Pase, profesor Gervis. Debe conocer a mi esposa y después discutiremos lo que usted quiere…

Toda la familia estaba en el comedor, alrededor de la mesa, con los restos de unos macarrones con queso y una de las tartas de fruta de la señora Talbot. Todos hablaban al mismo tiempo hasta que el señor Talbot presentó al profesor y los calló.

—Usted estuvo en la iglesia —dijo al instante la señora Talbot y luego—: ¿Quiere algo de cenar? ¿Café? —Rodeó los hombros de Polly con un brazo—. Te veo acongojada, querida. ¿Está muy enfermo Sir Ronald?

—Murió, esta tarde —contestó con voz baja el profesor—. Polly ha sido una gran ayuda —le sonrió a través de la mesa y se vio muy diferente: amable y amistoso…

—Lo siento mucho, todos lo apreciábamos. Traeré café, mientras hablan. Siéntate, Polly, tú cenarás. Cora, Marian, preparen una bandeja —las dos obedecieron de inmediato. Le dirigieron una expresiva mirada a Polly y corrieron a la cocina. Polly y su madre se sentaron juntas—. Ahora cuéntame todo —pidió la señora Talbot—. Supusimos que Sir Ronald estaba muy enfermo la primera vez que telefoneaste. ¡Pobre hombre! Me alegro que hayas podido ayudar en algo —cortó una buena rebanada de tarta y la puso en el plato de Polly—. ¿Y de qué quiere hablar este profesor con tu padre?

—La cuestión es ésta —explicó la situación y esperó la reacción de su madre.

—Una idea muy sensata —comentó la señora—. El profesor como se llame parece saber lo que ésta haciendo y su hermana vive con él. ¿Más tarta, cariño? Es bastante joven el profesor, ha de tener treinta y tantos. ¿Es fácil llevarse con él? —preguntó de manera casual.

—No. No nos simpatizamos, pero yo comprendo que es importante lograr la publicación del libro y no tengo que verlo seguido. Sólo debo enseñarle cada capítulo cuando lo termine, tal como lo hacía con Sir Ronald.

—¿Y en dónde vive, querida?

—No lo sé. —Polly tomó un bocado de tarta—. No puede ser muy lejos, por teléfono me dijo que llegaría en una hora y creo que demoró menos.

—Querida, has tenido un día muy pesado, así que vete derecho a la cama. Te pondré una bolsa de agua caliente en la cama —la señora empezó a limpiar la mesa.

—¿No debería despedirme? —preguntó Polly.

—No veo qué importancia tenga —observó la señora—. Si no se agradan…