Capítulo 3

El señor Mitchell abrazó a su hija con amor, cogió su maleta y la condujo hasta el coche, un viejo Land Rover.

—Tu madre está en casa, preparando la cena. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que viniste a vernos, cariño.

—No hace tanto, papá. Dentro de dos semanas podré cogerme unas vacaciones de diez días y Nigel vendrá cuando tenga un fin de semana libre, si mamá y tú no tenéis inconveniente.

Ya estaban adentro del coche y su padre se ponía el cinturón de seguridad, cuando dijo:

—Sabes que nos gusta que estés aquí. Magde ha llamado para decir que vendrá y traerá a Harry.

—¡Qué bien! Hace mucho tiempo que no lo veo. ¿Tiene ya algún diente?

Intercambiaron noticias mientras salían de la ciudad y tomaban la carretera hacia Stratford Bisset, la cual cruzaba Chalke Valley. Casi estaba oscureciendo ya y las luces del coche brillaban sobre el camino, iluminando varias cabañas cuando atravesaron un pequeño poblado. A medio kilómetro, el señor Mitchell dio la vuelta y cruzó una reja abierta, deteniéndose enfrente de su puerta. Estaba oscuro, pero Julia conocía centímetro por centímetro aquella vieja casa de piedra. Se bajó del coche y entró corriendo en la cocina. Su madre estaba junto a la mesa, dando los toques finales a la cena y sonrió cuando vio a Julia.

—¡Cariño, qué alegría verte! ¿Es éste el gatito del que me habló tu padre? Estará hambriento el pobrecito. Cerraremos las puertas y podrá cenar con Gyp, Muffin y Maud. Quítate la chaqueta, la cena está casi lista.

Julia abrazó a su madre y lanzó la chaqueta sobre una silla. Cerró la puerta y sacó a Wellington de la canasta. Gyp, el perro de su padre, saludó a Julia, después se acercó al gatito, el cual primero se apartó y luego se acercó al perro con curiosidad. Julia los miró.

Gyp lo cuidará. ¿No es maravilloso que Nigel haya conseguido ese puesto en Bristol?

—Ahora podrás casarte…

—Bueno, él quiere esperar hasta el próximo verano… hasta que esté establecido. —Julia miraba el plato que su madre había puesto sobre la mesa.

—Está bien… Eso os dará tiempo para encontrar en dónde vivir.

—Oh, con el trabajo, tiene derecho a vivienda… amueblada —casi podía oír lo que su madre estaba pensando y cambió de conversación—. Dentro de dos semanas tendré diez días de vacaciones. ¿Puedo pasarlos en casa? —le sonrió a su padre cuando entró—. Espero que Nigel pueda tener libre un fin de semana.

—Eso sería maravilloso, cariño. ¿Quieres subir a tu habitación o sirvo la cena ya?

—Dame cinco minutos. No dejes que se escape Wellington.

* * *

Aquella noche durmió muy bien, como siempre que estaba en el campo. Wellington se acurrucó a su lado. Muffin y Maud fueron tolerantes con el gatito y Gyp lo tomó bajo su cuidado. Juntos los tres comieron una espléndida cena.

El buen tiempo continuaba. Julia se levantó y se puso unos pantalones y un suéter, y se dirigió al establo en donde estaba el potro Star y la burra Jane, quienes se mostraron felices al verla. Ensilló a Star, lo montó y se dirigió, hacia el pueblo. No había nadie, aunque podía escuchar el ruido de un tractor en la distancia y el reloj de la iglesia que daba la hora. Se encontraba tranquila y contenta. Detuvo a Star en lo alto de la colina, detrás de la casa y se puso a contemplar la campiña, así como el pequeño río Nadder que la cruzaba. Se sorprendió al descubrir que deseaba poder mostrárselo al profesor van del Wagema. No tenía idea de por qué había pensado en él y enfadada consigo misma se dirigió a casa. Star trotó, ansioso de llegar. La luz del sol brillaba y hacía un calor agradable; después de dejar al potro, al acercarse a la casa, olió el tocino. Arrugó la nariz y suspiró. Adoraba vivir en el campo, pero también amaba su trabajo…

Los dos días transcurrieron con rapidez y le pareció demasiado pronto cuando subía de nuevo la escalera hasta su apartamento, con Wellington en la cesta, quien seguramente odiaría estar encerrado en una habitación, igual que ella. Tal vez Nigel tenía razón al decir que no debería llevarlo a Bristol con ellos; podría dejarlo en su casa, ya que allí se encontraría a gusto.

* * *

No había habido ingresos mientras estuvo ausente y las dos pacientes con problemas en el aparato respiratorio estaban mejor. Tres se irían a casa antes del almuerzo y Dick Reed ya había telefoneado para decir que necesitaría esas camas por la tarde. Julia se aseguró de que estuvieran preparadas y, después de su ronda habitual, fue a ver a la señora Collins, quién estaba mucho mejor, despierta y tratando de hablar. Julia se dirigió a su oficina y llamó a Dick Reed para averiguar quién ocuparía las camas vacías.

—Una paciente con problemas de coronaria, para observación, otra con nefritis y un caso de leucemia.

Las tres eras casos graves; la paciente con leucemia parecía que no iba a llegar al día siguiente, no era la primera vez que Julia veía casos semejantes. Una transfusión de sangre, descanso y buena comida y la paciente estaría en condiciones de vivir un poco más. Cuando llegó Dick lo acompañó a examinar a las enfermas y después lo dejó en su oficina, escribiendo sus notas, mientras ella fue a dar las medicinas. Eran casi las seis cuando quedó libre y estaba cansada, pero hizo a un lado el cansancio, mientras se dirigía hacia su apartamento, pues Nigel iría a verla y quería tener preparada la cena. Se detuvo en la tienda de la esquina, compró lo que necesitaba y se apresuró para ver a Wellington. Se dio una ducha, se puso una blusa y una falda y después preparó la mesa. La habitación estaba agradable con la lámpara de mesa encendida y con las flores que había traído. Era el marco apropiado para hablar acerca del futuro. Nigel llegó después de las ocho y parecía que estaba cansado.

—Parece que hayas tenido un día difícil —dijo Julia—. Siéntate y tomate una cerveza, antes de la cena.

Él le contó cómo había sido el día: una operación difícil, un accidente de carretera, una de las enfermeras que se desmayó…

—Un lunes tremendo —comentó Julia—. ¡Afortunadamente mañana es martes!

Nigel se rió, le cogió la mano y la besó.

—Eres demasiado buena para ser real, Julia. Creo que aún no te conozco del todo.

A ella le extrañó que no la conociera. La única persona que conocía sus ocasionales demostraciones de ira era el profesor y eso se debía a que él siempre era el causante de aquella ira. Después de cenar, Julia limpió la mesa y una vez dispuesta la bandeja del café, preguntó:

—¿Has sabido algo más del nuevo trabajo?

No debió de haber hecho aquella pregunta, ya que Nigel respondió irritado:

—¿Cómo voy a saber? Sabes muy bien que lleva un par de semanas por lo menos el que envíen la carta oficial.

Después de tomarse el café, Nigel se reclinó en el respaldo del asiento, cerró los ojos y se quedó dormido. Julia, aunque molesta, no dijo nada, entendía que Nigel había tenido un día difícil. Se sentó en silencio y dejó correr sus pensamientos. Su jornada no había sido tan difícil y además acababa de pasar un fin de semana en casa. Sonrió al recordar a Madge y al pequeño Harry. Madge era cinco años más joven que ella, pequeña, morena y hermosa. Eran tan diferentes que resultaba difícil creer que fueran hermanas. Julia pensaba que debería ser bonito estar casada, tener hijos y una casa propia, aunque pasaría mucho tiempo antes de que ella tuviera una casa a su gusto. Madge y Jim también habían tardado en dar forma a su hogar. Cuando nació Harry, Madge le aseguró a Julia que era el primero de la familia numerosa que esperaba tener.

—Por lo menos dos niños —le había dicho muy seria—. También quisiera tener una o dos niñas.

Julia sentía cierta envidia hacia su hermana, ya que dudaba de que Nigel quisiera tener más de un hijo… quizá dos. Frunció la frente. Nigel abrió los ojos y preguntó:

—¿Qué sucede?

—Nada —sonrió—, que me acabo de dar cuenta de que tengo treinta años.

—Una edad magnífica… me preguntaron por ti en Bristol… olvidé decírtelo; quizá tengan algo que ofrecerte, si estás interesada. Dos enfermeras jefes se retirarán el próximo verano. Podrías trabajar, si lo deseas.

—Pero, Nigel, no quiero. Ganarás lo suficiente para que vivamos con comodidad, sin que yo tenga que trabajar. Estoy cansada de hospitales. Me gustaría tener hijos…

—No tienes que indignarte por eso, además sobra tiempo para tener un hijo —se encogió de hombros—. Por supuesto que si te empeñas en no hacer nada, está bien. Si trabajaras, en un año podríamos comprar una casa… —Se inclinó y le dio un beso en la cara—. De todas formas, tienes ocho o nueve meses para decidirte, cariño.

Julia comprendió que él no quería discutir aquel asunto en serio. Se puso de pie y dijo:

—Te traeré otra taza de café. Te espabilará antes de que te vayas.

—¿Me echas? —se rió.

—Así es —se rió con él, pero sabía que no quería quedarse, aunque lo hubiera dejado. No se lo habría permitido, pero sería divertido ser tentada…

Cuando, a la mañana siguiente, el profesor llegó, Julia no parecía estar de muy buen humor; su cara era una máscara y sus «Buenos días» fueron más secos que de costumbre. Julia, como buena profesional, al instante le dio toda la información que requería con precisión, medio segundo antes de que se la pidiera. Sentía placer al hacerlo, pues sabía que eso lo enfadaba.

Le observó mientras examinaba a la mujer de la leucemia. Al enderezarse y, antes de que extendiera la mano, ya le tenía el informe a punto. Cuando sus ojos se encontraron, Julia podía haber jurado que, debajo de aquellas facciones serias, escondía una tierna sonrisa. Cuando Julia, el profesor y Dick Reed tomaron el café después de pasar la visita a la sala, la conversación giró en torno al nuevo trabajo de Nigel.

—Con alojamiento incluido —dijo el profesor—. Y tú, ¿podrás conseguir algún trabajo allí, Julia?

—No he tenido tiempo de pensar en eso. Tengo tiempo suficiente para ver qué hago.

—Estás en un error, pero tendrás que descubrirlo tú misma.

Julia lo miró, sorprendida, no entendía lo que decía y no vio el objeto de responderle. Nigel tenía guardia hasta la medianoche. Decidió pasar la noche tranquila, a ver si podía poner en orden sus pensamientos. Tenía la sensación de que Nigel y ella eran arrastrados hacia un futuro incierto y ninguno de los dos se sentía feliz, al menos ella no estaba contenta.

Salió del hospital pasadas las cinco. Hacía media hora que había oscurecido. Parecía que iba a haber tormenta. Bajó deprisa la escalera y cruzaba el vestíbulo principal, cuando las primeras gotas de lluvia empezaron a caer. Se detuvo en la puerta, indecisa, pensando si salir corriendo y mojarse o esperar hasta que pasara la tormenta. Decidió arriesgarse y dio un paso afuera de la puerta, pero alguien tiró de su capa.

—Te ahogarás como una rata —le dijo el profesor—. Espera aquí, traeré el coche y te llevaré.

No le dio oportunidad de responder y, cuando se detuvo enfrente de la puerta unos minutos después, se subió al coche, agradecida, ya que llovía mucho y había truenos. Él le preguntó:

—¿A dónde vas? —Julia le dio la dirección—. Está muy cerca.

—Aunque el vecindario no sea muy alegre, es un barrio tranquilo.

No hubo tiempo para más conversación. Él detuvo el coche enfrente de la casa y Julia tuvo que admitir que, bajo la lluvia y el cielo gris, aquella antigua construcción parecía atrayente. Le dio las gracias y empezó a abrir la puerta.

—Corre —cerró la puerta tras ella, atónita descubrió que estaba a su lado abriendo la puerta y obligándola a entrar, al mismo tiempo que un relámpago anunciaba el ruido de un fuerte trueno que casi la deja sorda.

Julia, que se asustaba con la tormenta, agarró al profesor por las mangas de su abrigo y enterró la cabeza en su pecho. Cuando se dio cuenta se retiró como si quemara.

—Lo siento —murmuró—. No me gustan los truenos.

Él no respondió la abrazó un momento y después dijo:

—¿Subimos a tu apartamento? —la empujó con suavidad hacia la escalera—. ¿Qué piso es?

Julia subió delante y, al llegar, abrió la puerta y la recibió aterrado Wellington, tratando de trepar por sus piernas. El profesor cerró la puerta, cogió al gatito bajo el brazo y fue a echar las cortinas y a encender la luz. Se paró en medio de la habitación y dijo:

—Así está mejor. ¿Es aquí donde vives? —preguntó con suavidad—. Muchas veces me lo he preguntado.

Julia ya se había quitado la capa y la gorra.

—No es más que una habitación con calefacción, aire acondicionado y una estufa, pero soy feliz aquí.

—¿Lo eres? ¿Lo eres en realidad, Julia? Tú eres una muchacha a quien le gusta el aire libre. Por lo menos deberías de tener un jardín…

—Bueno, esto no es para siempre. ¿Quieres una taza de café?

—Sí, por favor —se sentó en la silla que siempre ocupaba Nigel y parecía que estaba como en su casa. Wellington se acurrucó a su lado.

—A él tampoco le gustan las tormentas. ¿No está muy solo durante todo el día?

—Estoy segura de que sí —llenaba la cafetera—; lo encontré en la calle hace dos semanas, muerto de hambre.

El profesor parecía un hombre diferente, sentado allí; tanto que Julia estuvo tentada a preguntarle si su esposa no le estaba esperando en casa. Por hablar algo le preguntó:

—¿Es feliz su hijo en la escuela?

—Sí. Está empezando su segundo año. Supongo que conoce el sitio —mencionó el nombre de un colegio.

—Por supuesto. Mi padre fue profesor de latín allí.

—Ah, sí, me dijiste que era maestro retirado. ¿De latín y griego?

—Así es —se volvió para mirarlo, mientras servía el café y casi suelta la cafetera cuando la habitación se iluminó con la luz de un relámpago y se oyó un trueno que hizo vibrar todo.

El profesor se puso de pie, con Wellington aún bajo el brazo y le cogió la cafetera de su temblorosa mano.

—Alarmante, pero ya ha pasado. Siéntate y toma a esta criatura, mientras yo hago esto. —Julia se sentó, sintiéndose una tonta y así se lo expresó.

—Tonterías —le dijo con firmeza—, además es un regalo para mí el haber descubierto un punto débil en tu aparente frialdad.

—Frialdad… —Parpadeó y repitió—. Yo no soy…

—Eres la personificación de la enfermera ideal. Llevas la imagen como una segunda piel. Me pregunto qué habrá debajo.

—Creo que está siendo injusto conmigo.

Le dio una taza de café y se volvió a sentar.

—Siempre lo has pensado, ¿no es así? —Su voz era sedosa.

Julia se apresuró a decir:

—La tormenta está terminando…

—¡Qué oportuna, Julia! —rió con suavidad. Se bebió el café y se puso de pie—. Debo irme, Martha se preguntará qué me ha sucedido. No te pongas de pie, sé salir solo.

Se fue, antes de que ella pudiera encontrar algo que decir. La tormenta terminó, Julia se levantó; dio de comer a Wellington y se preparó la cena.

Se encontró pensando en el profesor de nuevo sin darse cuenta. Se dijo que debía ser simple curiosidad, olvidando que, hasta hacía poco, no había sentido la menor curiosidad acerca de él y que sólo últimamente él se había molestado en dirigirle la palabra. Por supuesto que habían hablado antes, de asuntos profesionales; por Navidad las frases de rigor y durante el baile anual del hospital, él bailó con ella.

Existía como una ley, que no está escrita, que obliga a los médicos a bailar con las enfermeras jefes. Las conversaciones que tenían durante el café, después de la visita a la sala solían girar en torno al tiempo o las vacaciones.

Podría ser una persona muy diferente si se llegaba a conocerlo bien. Julia sospechaba que fingía su mal carácter a propósito, para enfadarla. Con dificultad borró de su pensamiento la imagen del doctor, cogió un lápiz y un papel y empezó a calcular cuánto dinero necesitarían ella y Nigel para vivir. Se lo enseñaría en cuanto lo viera y le probaría que en realidad no era necesario que ella trabajara.

Al día siguiente no entraba a trabajar hasta la una y como Nigel tenía una hora libre, quedaron en encontrarse en el café más cercano. Ya la estaba esperando cuando llegó, sentado a una mesa que todavía tenía las tazas usadas de los clientes anteriores. El camarero se acercó cuando ella se sentó, limpió la mesa y dijo:

—¿Dos cafés?

Julia arrugó la nariz al oler el ambiente y dijo:

—Este sitio no es muy agradable, pero por lo menos tenemos a dónde venir —sonrió—. ¿Has tenido una noche tranquila?

—Sí, no ha estado mal. ¿Tendrás la noche libre, mañana? Hay una película que me gustaría ir a ver.

Les llevaron el café que, sorprendentemente, estaba bueno y lo tomaron despacio, sin hablar. En realidad no tenía mucho tiempo para que hablaran en serio acerca de nada. Fueron andando hasta el hospital y se separaron en la entrada. A Julia le parecieron poco románticas sus palabras de despedida:

—Nos veremos.

La tarde siguiente se encontraron para ir al cine con el tiempo justo. Había varias colas ante las taquillas y se pusieron en la más corta.

—Teníamos que haber venido antes —dijo Nigel—. Espero que no tengamos que esperar mucho.

Casi no hablaron, en primer lugar porque no tenían mucho de qué hacerlo. Julia estaba empezando a darse cuenta de que, a excepción de su trabajo, no tenían mucho en común. Miró a Nigel, buscando la seguridad que tanto necesitaba, aunque no sabía por qué y él le sonrió.

—No falta mucho. Espero que valga la pena la espera.

Y así fue. Cuando, dos horas después, salieron del cine, Julia se sentía cautivada por la película, de repente se encontró sola en medio de la acera, ya que la multitud la había separado de Nigel.

—¿Perdida? —La voz suave del profesor van der Wagema sonó en su oído.

—Seguro que no. Nigel está aquí, sólo que no lo veo en este momento.

—En ese caso, quédate aquí y yo lo buscaré —se volvió y le dijo algo a una chica que estaba detrás de él.

Desapareció entre el gentío y las dos mujeres se miraron. Julia pensó si sería Martha. ¿Quién si no podía ser? Se había equivocado al imaginársela. Aquella muchacha era un poco más joven que ella y estaba muy bien maquillada, bien vestida y era muy guapa aunque de momento frunciera la frente enfadada. Julia pensó que ella también se enfadaría si su marido la dejara con una mujer a quien no se había molestado en presentarle y fuera a buscar a alguien que no conocía.

—¿Qué te ha parecido la película? —dijo Julia sonriendo.

—No muy mala, si te gusta ese tipo de películas —sus ojos azules se posaron en Julia un momento y después buscaron entre la multitud.

Julia, que tenía buenos modales, trató otra vez de iniciar una conversación.

—Siento entretenerla, estoy segura de que el profesor van del Wagema no tardará…

El profesor se acercó, su cabeza y hombros sobresalían entre la gente; venía con Nigel. Julia le dio las gracias y él respondió:

—No hay por qué darlas, señorita Mitchell —su respuesta la dejó helada.

Él cogió del brazo a la chica y se fue.

—Lo siento —dijo Nigel—. Fue una atención de van der Wagema el ir a buscarme. Hay una buena cafetería en esta calle, vamos a tomar algo.

Julia se pidió una cerveza y un emparedado, aunque anhelaba una taza de té. Se preguntaba qué estaría haciendo el profesor; tal vez estuviera en el Savoy, disfrutando de una deliciosa cena o en otro sitio de iguales características, si no, estaría conduciendo hacia su casa, en donde él y Martha se sentarían junto a la chimenea, en una espléndida sala.

—Hola —dijo Nigel divertido—. Estás muy distraída. Toma otro emparedado de queso. Debes mantenerte fuerte. Por la mañana tendremos mucho trabajo.

Le estuvo oyendo hablar durante un rato y cuando terminó, le preguntó de pronto:

—¿Nigel, no has deseado nunca hacer algo distinto?

—Claro que no —sonrió—. ¿Qué otra cosa podría hacer? ¿Y tú? Tú no desearías ser otra cosa que no fuera enfermera, ¿no es así?

—Bueno, sí… quiero ser esposa y tener una familia. Nigel, tengo treinta años…

—¿Y qué? No los representas y hay tiempo suficiente para establecerse —le sonrió.

Julia pensó, con tristeza, que ella no podía esperar para casarse, pero que tendría que hacerlo. A la mañana siguiente dio gracias a Dios porque pronto tendría vacaciones, ya que no deseaba ir a trabajar. El tiempo había cambiado y el fin del verano se había convertido en un otoño frío. El cielo gris también afectaba a los pacientes. Algunos estaban demasiado enfermos para notarlo, pero la señora Winter había perdido interés por todo lo que la rodeaba y permanecía la mayor parte del tiempo mirando al vacío.

—¿Qué le sucede? —le preguntó Julia, durante su recorrido matutino.

—Sólo recibo inyecciones. Si me diera una barra de chocolate…

—Señora Winter, no me atrevería a hacer una cosa así —se rió—. Piense en el trabajo que nos ha costado estabilizarle la glucosa. Además, ¿qué diría el profesor van der Wagema?

—¿Le importaría a él? —se animó un poco—. ¿Le importaría si me quedara inconsciente?

—Puede apostar a que sí y es probable que me despidiera a mí inmediatamente.

—Eso no lo haría —sonrió—. Lo sé muy bien.

—Entonces, no hay chocolate, señora Winter.

Regresó a su oficina y no había hecho más que sentarse cuando, Pat asomó la cabeza por la puerta.

—¿Tienes tiempo para una taza de café?

Discutieron sobre asuntos relacionados con su trabajo:

—Tal vez le haga bien a Dolly tener alguien joven con quien hablar —dijo Julia—. La señora Thorpe es un alma de Dios, pero está demasiado enferma para charlar, creo que debemos cambiarla…

Alzó la vista al oír que llamaban a la puerta.

—Buenos días —dijo el profesor y su saludo era tan desanimado que probablemente el tiempo también le había afectado.

Sin recordar que se había prometido no volver a ofrecerle nada, Julia le preguntó:

—¿Quiere tomar café, señor?

—No, señorita, no quiero. He venido a ver a Dolly Waters, pero ¿tal vez no es el momento adecuado?

A Julia no le gustó el tono de su voz, pero no podía hacer nada al respecto, ya que no quería rebelarse abiertamente. Dejó su taza de café y se dirigió a la puerta.

—Estábamos discutiendo si sería una buena idea ponerla junto a Mary Perkins. Mary no está muy enferma y podría animar a Dolly. La señora Thorpe es una paciente maravillosa, pero me temo que deprime a cualquiera.

Él sostuvo la puerta para que ella saliera.

—Creo que eso sería una buena idea.

Mientras el profesor hablaba con Dolly, Julia estaba de pie al otro lado de la cama y pensaba cómo sería posible que aquel hombre, que se podía mostrar tan desagradable, en un momento tuviera un calor y un encanto que podían animar hasta al paciente más infeliz. Se preguntó cuál sería el hombre verdadero y decidió que sólo Martha podía saberlo.

Terminó su examen y Julia lo acompañó hasta la puerta del pabellón. Cuando Julia volvió a su oficina, Pat estaba revisando algunas historias clínicas.

—Traeré más café —dijo Pat—. Supongo que tampoco ahora, el profesor ha querido una taza.

—No se lo he preguntado —contestó—. Hay muchos sitios en el hospital en donde puede conseguir un café, si lo quiere.

Pat parpadeó, sorprendida.

—¿Por qué? ¿Se ha puesto pesado? —Emitió una risita—. Siempre me ha gustado, aun cuando está de mal humor.

—Es el hombre más extraño que he conocido —dijo Julia—. Vamos a tomar ese café.

El profesor van der Wagema llegó puntual a hacer su ronda habitual, venía acompañado de Dick Reed y un puñado de estudiantes de medicina, y la ronda duró más tiempo que el habitual, ya que se entretuvo con cada paciente, escuchando con impaciencia las respuestas de sus alumnos. Julia sintió lástima por los jóvenes; allí parados, como niños de escuela, mientras él los deshacía con unas cuantas frases hirientes, aunque siempre lo hiciera fuera del alcance del oído de los pacientes. A Julia siempre le sorprendió que lo apreciaran. Le ponían apodos a su espalda, pero si alguien decía una palabra en contra de él, lo defendían. El profesor la miró, mientras ella estudiaba su cara cuando los reprendía, hizo una pausa y le sonrió.

Durante todos estos años, Julia había estado en un error, ya que no le desagradaba, sino que le agradaba; de pronto comprendió por qué los estudiantes lo apreciaban. Tendría que decírselo a Nigel cuando lo viera, ya que él nunca había comprendido por qué ella no compartía el respeto que sentía hacia el profesor. Le devolvió la sonrisa. Al terminar la ronda, tomaron café, junto con el doctor Reed, en perfecta armonía y la charla giró sólo en torno a los pacientes. Sólo cuando se iban, el profesor observó:

—¿Va a salir pronto de vacaciones, señorita Mitchell?

—La semana próxima, doctor. La enfermera Down ocupará mi lugar.

—¿Y durante cuánto tiempo va a estar fuera?

—Diez días.

—Por supuesto Wellington irá también.

—Por supuesto.

—¿Y Longman? —Julia pensó que como era uno de los principales médicos del St. Anne, estaría enterado y que no tenía necesidad de preguntarle.

—Si consigue unos días libres —dijo con dulzura.

Cuando se alejó por el largo pasillo, Julia se fijó en su ancha espalda y tuvo que admitir que, aunque empezaba a agradarle, algunas veces resultaba muy molesto.