Capítulo X

ELEONORE GLASIER se detuvo, ahogando un grito, junto al final del pasillo.

—¿Te he asustado, paloma?

Miró al hombre que acababa de surgir ante ella.

Era completamente calvo, de labios abultados y nariz aplastada. Sonrió burlón mientras avanzaba hacia ella.

—¿Adónde ibas? —le preguntó—. Te dije que no salieras de tus habitaciones. Eleonore retrocedió, con la mirada fija en la del rufián, que sonreía.

—Pero si querías dar un paseo debiste decírmelo. Ya sabes que Lout está siempre dispuesto a complacerte…

La muchacha sintió la pared del pasillo contra su espalda. No podía seguir retrocediendo y, sin embargo, el calvo continuaba acercándose a ella.

Apoyó su ancha mano en la pared, muy cerca de la cabeza de la joven, que sintió su brazo velludo contra la mejilla.

—Ya sé que debes aburrirte siempre encerrada ahí arriba —le dijo—. Pero eres demasiado arisca y no me has permitido que te haga compañía ni un solo instante.

—¡Déjeme! —pidió Eleonore, intentando alcanzar de nuevo la escalera—. Quítese de mi camino.

Lout soltó una risita cargada de mala intención.

—Cuando te sorprendí llevabas distinto camino, ¿recuerdas? ¿O es que acaso pensabas que podrías escabullirte fuera de la casa?

Seguía manteniéndola acorralada contra el final del pasillo y Eleonore vio su rostro cada vez más cerca del suyo.

Echó la cabeza hacia atrás y apoyó ambas manos en el pecho del hombre para mantenerle a distancia.

—No sé para lo que el patrón te quiere, paloma. Pero me gustaría que te dejara de mi cuenta.

Cerró sus dedos sobre el hombro de Eleonore.

—¡Suélteme! ¡No me toque!

Pero Lout la tenía ya abrazada, en el recodo oscuro del pasillo, y Eleonore sintió cómo el aliento del rufián se estrellaba en su rostro.

Olía a whisky y a tabaco rancio. Y su voz sonó más ronca que de ordinario al decir:

—Si eres amable conmigo no diré al patrón que querías escapar, paloma. Tiene muy mal carácter cuando alguien desobedece sus órdenes y podría enfadarse contigo.

Empujó con todas sus fuerzas para apartar al rufián de su lado, pero comprendió que sus intentos eran inútiles.

Las fuerzas de Lout eran muy superiores a las suyas, y cada vez tenía más cerca los gruesos labios del forajido.

Levantó las manos y hundió las uñas en su rostro oscuro.

—¡Maldita gata! Voy a atarte las manos a la espalda.

La agarró de las muñecas mientras unos surcos sangrientos se marcaban en la piel de sus pómulos.

Pero Eleonore intentó escabullirse entre sus brazos, huir de su lado.

Lout la agarró de nuevo del vestido y tiró con fuerza. Los botones del corpiño saltaron ante la brusca sacudida y Eleonore, con los ojos empañados por las lágrimas, tuvo un estremecimiento de terror.

—Ahora veremos si vuelves a arañarme, paloma… ¡Ven aquí!

Había sujetado las dos muñecas de Eleonore dentro de su mano, manteniéndoselas con firmeza a la espalda mientras la contemplaba con mirada ardiente.

—¡No! Por favor…

La súplica de Eleonore Glasier quedó apagada por la voz que llegó procedente de la parte delantera de la casa.

Lout la soltó de inmediato mientras observaba, inquieto, el fondo del pasillo.

Fueron unos segundos que Eleonore aprovechó para correr hacia el nacimiento de la escalera y escapar de su lado.

Pero antes de que llegara al primer escalón vio abrirse la puerta encristalada que daba el vestíbulo.

Gio Eriwant estaba en el umbral, contemplándola.

—¿Qué sucede? ¿De dónde vienes? —preguntó con brusquedad.

Eleonore no respondió a sus preguntas. Se agarró al pasamanos y subió precipitadamente las escaleras para encerrarse en el cuarto que, desde hacía dos semanas, se había convertido en una prisión para ella.

Lout se acercó al recién llegado.

—¿Qué hacía la chica aquí? —le preguntó secamente Gio Eriwant—. ¿Qué ha pasado entre vosotros?

Aunque sólo había tenido a Eleonore durante unos segundos ante su vista, pudo darse cuenta del estado de sus ropas.

Lout sonrió, con nerviosismo.

Después se pasó la mano por la calva y dijo:

—Esa muchacha es de cuidado, señor Eriwant. Está dispuesta a salir de aquí y no le importa los métodos que tenga que usar para conseguirlo.

—¿Qué quieres decir? ¿Cuándo ha querido escapar?

—Ya es la tercera vez que lo intenta desde que yo la vigilo. Pero sabe que conmigo no tiene nada que hacer… Aunque no ha dejado de buscar mi ayuda…

Comprendió que Gio Eriwant entendía lo que estaba insinuándole.

—¿Quieres decir que ha intentado que la ayudaras a escapar?

—De todas las maneras posibles, patrón. Primero rogándome, luego ofreciéndome dinero y ahora ya lo ve… Esa muchacha no tiene nada que envidiar a las mujeres de los saloons.

Gio Eriwant dio un paso hacia su hombre. Después, de improviso, le abofeteó con dureza.

—¡Eres un maldito embustero, Lout! Si esa chica hubiera querido seducirte, no tendrías la cara arañada… ¡Farsante!

Lout palideció mientras retrocedía hasta la escalera.

—Yo, señor Eriwant…

—¡Cierra la boca! Nunca me han gustado los tramposos cerca de mí. Y tú has intentado engañarme con esta burda historia.

Le agarró del chaleco y le zarandeó, sin que Lout, a pesar de su mayor corpulencia, hiciera el menor gesto de protesta.

—¡Largo de aquí! Mientras yo esté en el rancho me encargaré personalmente de esa muchacha. Di a Dikran y a Serge que los espero en mi despacho. ¡Vamos, muévete!

Lout salió para cumplir sus órdenes. Entretanto Gio Eriwant cruzó de nuevo la puerta encristalada y entró en su despacho.

Antes llamó a uno de los hombres que estaban delante de la casa.

—¡Paul! ¡Sube arriba y no te muevas del pasillo! ¿Entendido? Si la chica quiere algo, avísame.

Dikran y Serge se reunían con él minutos más tarde.

Este último ocupaba el puesto de lugarteniente desde que Ty Keith faltaba del rancho.

—¿Nos llamaba, patrón?

Vieron que Gio Eriwant tenía el semblante tenso, la frente cubierta por arrugas de preocupación.

Se pasó la mano por sus bien peinados cabellos negros y anunció:

—Esos dos tipos siguen creándonos problemas…

—Creí que Lock iba a ocuparse de ellos —comentó Dikran, que seguía con el tórax envuelto en el vendaje.

—Mandé a Lock y a John para que los liquidaran. Pero esta mañana encontraron sus cadáveres en el callejón de la herrería.

Dikran murmuró con rabia:

—Ya le advertí que ese tipo pelirrojo no era ningún principiante. Le vi cómo disparaba contra nosotros en el Missouri y puedo garantizarle que es muy peligroso.

—Lock y John tampoco eran unos novatos —se enfureció Gio Eriwant—. Y además tenían todas las ventajas a su favor. Debieron ser capaces de eliminar a ese tipo y a su amigo.

—Se puede volver a intentarlo, patrón —dijo Serge—. Si quiere, me ocuparé personalmente de ellos.

—Será mejor que te lleves a algunos hombres —le aconsejó Dikran—. Recuerda que nosotros éramos cuatro y sólo regresé yo…

—¡No es preciso que me des consejos! —se encrespó Serge—. Si yo hubiera estado a orillas del Missouri, ahora el dinero no estaría en Lincoln.

—¡Basta ya de palabras! ¡Dejad de discutir! —gritó Gio Eriwant, furioso—. Por unos o por otros, el caso es que es tipo sigue vivo. Y que yo perdí una magnífica ocasión de conseguir el dinero del Banco.

Los dos hombres enmudecieron ante la explosión de violencia del ranchero.

—Ese pelirrojo intentó ayer tarde ver a la chica y estoy seguro que va a volver.

—Si lo hace, estaremos esperándole. Gio Eriwant tenía otra idea.

—No, será mejor mostrarse más corteses con él. Le daremos facilidades…

Después de conocer la muerte de John y el mestizo, había decidido utilizar la astucia.

—No lo entiendo, patrón.

—Voy a mandar una nota a ese tipo. Haré que Eleonore se la escriba, pidiéndole que acuda a verla… Será una llamada urgente de ayuda, y eso hará que se apresure a venir al rancho.

Serge y Dikran sonrieron.

—Entonces será fácil acabar con él.

—¿Qué piensas hacer con la chica? —se interesó Dikran—. Con todo lo que sabe, es muy peligrosa.

—Y no puedo mantenerla indefinidamente encerrada aquí —añadió Serge.

—Eso lo decidiré en su momento —cortó Gio Eriwant—. Pero ahora haré que escriba esa nota para su capataz.

Despidió a los dos hombres después de concretar con ellos los planes para aquella semana.

Serge era el encargado de «visitar» a los mineros que se negaban a aceptar la «protección» de la Compañía Minera de Omaha.

—Después nos tomaremos una temporada de descanso —les dijo—. Es preciso que se calmen los ánimos después de los últimos robos. Podríamos matar a la gallina de los huevos de oro.

Pocas veces sería tan afortunado el símil como en aquella ocasión. Gio Eriwant despidió a sus hombres y subió al primer piso.

—No se ha movido de su cuarto —le indicó Paul, que estaba sentado a horcajadas sobre una silla, frente a la puerta de la habitación que ocupaba Eleonore Glasier.

—¡Abre, querida! Soy yo, Gio…

Oyó su voz al otro lado de la madera.

—¿Qué quieres? ¡Déjame en paz!

—¡Ábreme! Quiero hablar contigo…

Al mismo tiempo apoyó la mano en la manilla de la puerta y la movió para quitar el pestillo.

—¡No quiero verte! ¡Márchate! ¡No voy a abrir!

Gio Eriwant hizo un gesto a Paul para que ocupara su lugar ante la puerta.

—¡Adelante! Ábrela —dijo a su hombre.

Este bajó el pomo y, apoyando el hombro en la hoja de madera, dio un violento empujón hacia el interior.

Escucharon el ruido de varios muebles al caer y la puerta quedó entreabierta lo suficiente como para permitir el paso de un hombre.

Paul saltó sobre la cómoda y las dos sillas con las que Eleonore había intentado construir un parapeto.

Después de retirarlas dejó franca la entrada a Gio Eriwant.

—Espera fuera —le dijo éste—. Si quiero algo, ya te avisaré.

Esperó a que el pistolero cerrara la puerta y miró a Eleonore, que estaba al otro lado de la habitación.

—No eres muy amable, querida —le dijo—. Te he dado cobijo en mi casa y estoy alimentando tu ganado y, sin embargo, tú te niegas a abrirme la puerta cuando vengo a visitarte.

—Eres un cínico, Gio. No quiero seguir escuchándote. ¡Márchate!

—Te olvidas, querida, que estoy en mi casa. Y que aquí soy yo quien da las órdenes.

—¡Termina de una vez con esta comedia, Gio! Si vas a matarme, hazlo pronto. Prefiero mil veces la muerte a estar a merced tuya o de esos miserables que has puesto a mí alrededor.

Sus mejillas se arrebolaron al recordar su encuentro con Lout, en el pasillo, y Gio Eriwant sonrió divertido.

—Todo te lo has buscado tú, querida. Nunca pensé traerte al rancho, ni mezclarte con mis hombres.

—Y, sin embargo, me tienes aquí presa desde hace dos semanas.

—No es culpa mía, querida. Fue una lamentable coincidencia que escucharas lo que Dikran me dijo a su regreso del Missouri. Nadie te mandó que bajaras aquella noche al despacho mientras él y yo conversábamos…

Eleonore recordó vívidamente lo ocurrido la noche aquélla.

Desvelada, sin poder dormir, preocupada por la suerte de Alan y Frank en su viaje a Lincoln, Eleonore había decidido bajar a pedir a Gio algún libro para leer.

La biblioteca estaba contigua al despacho. Y desde allí, a través de la puerta entreabierta, había sorprendido el entrecortado relato que Dikran estaba haciendo al ranchero.

Así supo que Gio Eriwant había enviado a cuatro de sus hombres tras los pasos de Alan Gilliam y Frank Weiden, con el único objeto de robar el dinero que Erick McGovern les había entregado para su traslado a Lincoln.

También sorprendió las palabras del ranchero referentes al último asalto cometido en las oficinas de la Compañía Minera.

Y conoció toda la sucia realidad de su doble vida.

Tan grande fue su sorpresa que al retirarse precipitadamente de la biblioteca, temiendo que la sorprendieran, derribó una lámpara que reposaba encima de una mesita.

—Fue una lástima que armaras tanto ruido aquella noche, querida. Una lástima para ti…

Gio Eriwant se aproximó a Ja muchacha.

—Para mí, en cambio, fue una suerte. Estoy seguro que te hubieras olvidado de que llevamos la misma sangre y habrías corrido a denunciarme al comisario. Sobre todo si con ello podías ayudar a ese par de estúpidos amigos tuyos.

—¡Eres despreciable, Gio! ¡Qué engañado estaba mi padre, Dios mío! ¡Pensar que me confió a ti…!

Gio Eriwant se detuvo frente a la muchacha. La miró despacio y anunció:

—Eres lo suficientemente lista como para saber que no voy a dejarte ir por allí diciendo todo lo que sabes sobre mí. Así que si aprecias en algo la vida, querida, tendrás que mostrarte complaciente.

Eleonore se echó hacia atrás, temiendo el oscuro significado que aquel término podía tener en labios de Gio Eriwant.

Este sonrió.

—No, no temas, querida. Eso lo dejo para Lout… Sólo quiero que escribas algo que voy a dictarte.

—No voy a escribir una sola línea para complacerte.

—Es para tu capataz… ¿No deseas verle? Te advierto que él ha intentado llegar hasta ti, aunque mis hombres no se lo han permitido. Ahora, simplemente, quiero que le pongas unas líneas diciéndole que le esperas… ¿Lo harás?

—No sé lo que te propones, Gio, pero no voy a ayudarte a tender esa trampa a Alan.

¡No lo haré! ¿Lo oyes? ¡No lo haré jamás!

Gio la agarró de los cabellos castaños y la arrojó, con brusquedad, sobre la cama.

Después apoyó la rodilla en el borde del lecho y le mantuvo la cabeza doblada hacia atrás, contemplándola amenazadoramente.

—Sé razonable, querida. Tengo mil medios para hacerte cambiar de opinión. Y voy a emplearlos si me obligas. ¿Entiendes? Escribe esa nota, o te prometo que llamo a Lout para que se divierta un rato contigo.

Eleonore Glasier sintió que las lágrimas abrasaban sus mejillas mientras su pensamiento volaba hasta Alan.

La mano del ranchero se apoyó en su garganta y sus dedos empezaron a apretarle sin piedad.

—¿O quizá prefieres una muerte lenta? Te juro que no iba a ser la primera vez que mato a alguien con mis propias manos… ¡Quiero que ese tipo venga al rancho cómo y cuándo yo quiera! ¿Entiendes? Y tú vas a ponerle en mis manos…