Capítulo VIII
ALAN GILLIAM esperó unos segundos hasta que la puerta se abriera.
—¿Qué desea?
Era el mismo hombre que les había abierto, hacía unas semanas, a Eleonore y a él durante su primera visita a Gio Eriwant.
—Quiero ver a la señorita Glasier.
—No está en la casa. Lo siento.
Hizo intención de cerrar la puerta, pero Alan metió la punta de la bota entre la hoja y el marco.
Después empujó con todas sus fuerzas hasta que el criado volvió a quedar frente a él.
—¿Cuándo volverá? —le preguntó.
—No lo sé. Ya le he dicho que no está en la casa…
—¿Dónde puedo verla?
—Ya no vive aquí. No sé nada más.
La paciencia de Alan empezaba a agotarse.
Agarró al hombre por las solapas de la chaquetilla y le zarandeó con violencia.
—Te aconsejo que seas más locuaz… —le dijo—. ¿Dónde está Eleonore Glasier?
¡Dímelo! ¡Tú debes saberlo! Samuel le miró asustado.
Evidentemente no era un hombre de acción y los bruscos modales de Alan le intimidaron.
—¡Suélteme! —pidió—. Y márchese de aquí.
—No lo haré antes de saber dónde está la señorita Glasier. ¿Vas a decírmelo?
Antes de que Samuel pudiera evitarlo, Alan apoyó la boca del «Colt» en su estómago.
—¿Lo harás? ¿Dónde está?
—En el rancho del señor Eriwant…
—¿Desde cuándo vive allí?
—Hace una semana, más o menos…
Alan supo que no mentía. Enfundó con un seco movimiento y, dando media vuelta, abandonó la casa.
Después subió a su caballo y se lanzó en dirección al Rueda Rota por la misma ruta que habían seguido con las reses.
Tenía algo muy importante que decir a Eleonore y no iba a dejar pasar otro día sin hablar con ella.
Sobre todo, después de lo que Erick McGovern les había contado sobre Gio Eriwant.
Avistó las cercas del rancho desde la cumbre del altozano que se alzaba por aquel lado de la propiedad.
Poco después se disponía a cruzar el portón de madera, bajo la enseña de la Rueda Rota.
Un balazo se estrelló entre las patas de su caballo, haciendo que el mustang piafara nervioso.
Llevó la mano a la pistolera y buscó al autor de la «bienvenida».
—¡Salga de las tierras! —le gritó un tipo apostado entre dos rocas—. No queremos extraños en el Rueda Rota.
—Vengo a ver a la señorita Glasier.
—¡Ella no recibe visitas! ¡Lárguese!
—Voy a hablar con ella —insistió Alan, mientras sentía cómo la ira comenzaba a cosquillearle en la punta de los dedos.
Acarició la culata del «Colt» con la yema de sus dedos y buscó al tipo del rifle con la mirada.
—Soy su capataz —le explicó, calmoso—. Y quiero hablar con ella.
—Ya le he dicho que no se admiten extraños en el rancho. ¡Son órdenes del señor Eriwant!
—Diga a la señorita Glasier que Alan Gilliam quiere verla. Esperaré.
No quería crear problemas a Eleonore, y, a pesar de los deseos que sentía de meter un balazo a aquel fulano, apartó la mano del «Colt» y la apoyó en el borrén de la silla.
—Tiene dos alternativas, amigo. Irse por su propia voluntad, o esperar que le echemos. Dos jinetes acababan de aparecer por detrás de las rocas en apoyo de las palabras del vigilante.
Ambos llevaban los rifles montados y Alan se dio cuenta que ya era demasiado tarde para imponer su ley.
—Ya lo ha oído, amigo. La próxima vez no gastaré tanta saliva.
—Un balazo será la bienvenida.
—Y la despedida. De este mundo, quiero decir… —añadió el tercero.
Alan taloneó al mustang y le hizo dar media vuelta para alejarse del Rueda Rota ante la mirada vigilante de los tres hombres.
«Volveremos a vemos —les prometió—. Y entonces nadie va a cerrarme el paso hasta Eleonore.»
Hizo galopar al caballo hasta que el sudor cubrió la piel del animal y una espuma blanquecina se escapó de su belfo.
—Será mejor que avisemos al señor Eriwant —comentó el hombre que montaba guardia frente al portón—. Uno de vosotros, bajad al pueblo.
—Iré yo —decidió John.
Metió el rifle en la funda de la silla y se alejó hacia Long Pine, usando el viejo atajo del molino para adelantarse a Alan Gilliam.
La tarde estaba cayendo sobre el pueblo cuando John desmontaba frente a la puerta trasera de la vivienda de Gio Eriwant.
—¿Dónde está el patrón? —preguntó a Samuel.
—En el Carrusel. ¿Para qué le quieres?
—Tengo que hablar con él. Hemos tenido visita en el rancho… Samuel se mordió los labios, con nerviosismo.
—El capataz de la chica, ¿verdad?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Estuvo aquí antes.
—¿Y le dijiste que ella estaba en el rancho? Samuel se apresuró a negar.
—No, no le dije una sola palabra —mintió—. Pero antes de alejarse, me dijo que iría al rancho.
John dio media vuelta y bajó, a grandes zancadas, hacia el Carrusel, el hotel más lujoso de Long Pine.
Gio Eriwant era bien conocido en el establecimiento.
—Está arriba —le indicó un camarero—. Pero advirtió que no le molestáramos.
—No vengo a molestarle —gruñó John, subiendo al primer piso.
Se detuvo ante la puerta tapizada que daba paso a las habitaciones particulares de la dueña del local.
Sandra Norkay era una de las mujeres más codiciadas de Long Pine.
Bella, atractiva, con un cuerpo sensacional y unos ojos verdes, seductores, capaces de hacer perder la cabeza a cualquier hombre.
Golpeó con los nudillos y esperó a que le abrieran. Lo hizo el propio Gio Eriwant
Estaba en mangas de camisa, con el nudo de la corbata flojo y ligeramente despeinado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con brusquedad.
—Tengo noticias…
—¿Quién es, querido?
Sandra Norkay se incorporó en el diván.
Pero ahora Gio Eriwant estaba más interesado en las palabras de su hombre que en la llamada de la hermosa pelirroja.
—Así que Dikran estaba en lo cierto —comentó.
—Sí, patrón. Ese tipo es el mismo que llevó las reses al rancho. Y no pareció muy de acuerdo con que no le dejáramos entrar…
—Hay que impedir que vea a Eleonore —dijo a John—. Si es preciso, doblad la vigilancia en torno a la casa. Que esa chica no salga sola en ningún momento.
—Nadie puede acercarse a la casa sin ser visto.
—Más vale que sea así. Y ahora, escucha…
John adivinó que Gio Eriwant tenía algo más que decirle. Se inclinó hacia él y, bajando la voz, preguntó:
—¿Quiere que haga algo esta noche?
—Di a Lock que te acompañe. Si ese tipo y su amigo andan por Long Pine, cuanto antes nos libremos de ellos, mejor. Sobre todo, si es cierto todo lo que imagino. ¡Búscalos!
Cerró los puños con rabia e hizo un gesto a John para que se marchara. Después dio media vuelta y, cerrando la puerta, se aproximó a Sandra Norkay. La mujer le atrajo hacia ella, obligándole a sentarse a su lado.
—Tu hombre nos ha estropeado la noche —se quejó.
Gio Eriwant estaba con el pensamiento lejos de allí. Distraído. Ausente.
—Esa maldita chica te ha traído mala suerte, Gio —le dijo Sandra Norkay—. Desde que ella está aquí todo son problemas…
Bajó la mirada hasta la llameante cabellera de la propietaria del Carrusel. Hundió los dedos en su pelo y los dejó resbalar por él.
—¿No será que estás celosa de ella, Sandra? —se burló.
—¿De quién? ¿De esa niña a la que has adoptado?
La pelirroja estalló en una carcajada mientras echaba la cabeza hacia atrás y mostraba a Gio la perfecta tersura de su garganta.
Este se inclinó para besar su piel sedosa, cálida.
—No le temo a ninguna mujer —susurró Sandra, segura de sus poderes de seducción—
. Y mucho menos, a esa campesina…
Gio aplastó su boca contra la de la mujer y se entregó apasionadamente a la caricia, como si quisiera olvidar en el frenesí de aquel beso todas sus dificultades.
Mientras sentía cómo su sangre se aceleraba ante las caricias de su pareja, recordó, una vez más, las palabras que Dikran le había dicho el día anterior:
«Esos dos hombres han vuelto, señor Eriwant. Acabo de verles conversando con Erick McGovern. Sin duda, también se deshicieron de Keitk y de Holmes…»
Dikran aún había añadido algo más mientras se alejaba de Gio Eriwant, con el brazo derecho pegado al cuerpo por el vendaje que ceñía su tórax.
«¡Esos hijos de perra pensaron que estaba muerto! Pero ahora seré yo quien los envíe al infierno.»
* * *
Frank Weiden hizo un gesto resignado. Palmeó la mejilla de la chica con la que estaba bebiendo y le dijo:
—Después iré a buscarte, encanto. Ahora me reclaman mis deberes… Siguió a la rubia con la mirada antes de volverse hacia Alan.
—¿Qué te sucede, muchacho? Debe ser algo muy importante para que me estropees mi primera noche de hombre rico.
—Ya tendrás tiempo de divertirte.
—Será si tú me dejas. ¿Qué pasa? ¿Has visto ya a Eleonore?
Alan sacudió la cabeza en un gesto negativo. Y contó a Frank su visita a la casa y al rancho de Gio Eriwant.
—Ese hombre la tiene presa —terminó—. No deja que nadie se acerque a ella y para eso utiliza a los pistoleros que tiene a su servicio.
—¡Cálmate, Alan! Si yo fuera Gio Eriwant tampoco me gustaría que una chica como Eleonore mantuviera amistad con un par de tipos como nosotros.
—Somos mucho mejores que él —barbotó Alan, rabioso—. Y desde luego mucho más decentes que su grupo de pistoleros.
—Pero él es el propietario de la Compañía Minera de Omaha —le recordó Frank—. Y aunque últimamente haya tenido problemas de dinero, a causa de esos robos, sigue siendo un hombre rico.
Alan cerró los puños y anunció la determinación que había tomado.
—Mañana iré a ver a Eleonore.
—¿Cómo? Ya te han advertido que te meterán un balazo si te ven rondar otra vez por el rancho.
—Iré de noche. Llegaré hasta la casa sin ser visto. Y hablaré con ella. Tengo que saber por qué la han llevado al rancho y la mantienen allí encerrada.
—Sería mucho más sencillo esperar a que ella viniera a Long Pine. Alguna vez lo hará.
—¿Cuántos días tendré que esperar, Frank?
Este comprendió que el pelirrojo estaba dispuesto a meterse en la boca del lobo con tal de entrevistarse con Eleonore.
Y, en tal caso, sólo podía hacer una cosa.
—¡De acuerdo, muchacho! Visitaremos juntos el Rueda Rota.
—No quiero mezclarte en esto —se opuso Alan—. Tú mismo has dicho que puede ser peligroso.
Frank le golpeó con el puño en el hombro.
—¿Acaso piensas que voy a dejar que te maten? Después de todo, ya me he hecho a la idea de ser el padrino de tu boda…
Apuraron los vasos de whisky y pensaron la mejor forma de llevar a cabo su próxima visita al rancho de Gio Eriwant.
—Mañana nos daremos una vuelta por la zona. Hay que buscar cómo cruzar las cercas sin que esos coyotes se den cuenta de nuestra presencia.
Alan miró en torno suyo, contemplando a los hombres que llenaban el saloon.
—¿Has vuelto a ver a ese tipo del río? Frank negó con la cabeza.
—No, pero estoy seguro que era el mismo hombre que trató de robar el dinero la noche que acampamos a orillas del Missouri. Debió quedar mal herido después de su pelea contigo.
—Juraría que estaba muerto.
—Yo también. Pero no tengo la menor duda de que era él. Tiene una cara que no es fácil de olvidar. Y además llevaba el brazo pegado al cuerpo con un vendaje.
Frank recordó una vez más al hombre que había visto desde la casa de comidas mientras aguardaban la hora de entrevistarse con Erick McGovern.
—Lástima que ayer se me escabullera —gruñó—. Me hubiera gustado hacerle unas cuantas preguntas.
—Quizá volvamos a encontrárnoslo.
—En ese caso, no se me volverá a escapar.
Frank Weiden levantó la vista hacia un par de hombres que bebían, apoyados en el mostrador.
—Ahí tienes a ese mestizo —comentó con Alan.
Este siguió la dirección de su mirada y se encontró con los ojos de Lock fijos en los suyos.
Reconoció al hombre que le, acompañaba.
—Ese tipo fue uno de los que me dio el alto en el rancho esta tarde —señaló a Frank—. Se ha dado mucha prisa en bajar a Long Pine.
—Quizá haya venido siguiéndote. Recuerda que no eres una persona grata para su patrón.
Alan cerró con rabia los puños y pensó, una vez más, en Eleonore.
«Tengo que sacarla del rancho. Nunca debí dejarla sola en manos de Eriwant. Quizá el señor Glasier y él fueran parientes, pero ese tipo no es de fiar», pensó.
—Voy a acostarme. ¿Vienes?
—Recuerda que interrumpiste mi primera velada de hombre rico. Y no sabes lo complacientes que se vuelven las mujeres cuando les enseñas uno de éstos.
Frank sacó un billete de cien dólares y jugó con él entre sus dedos mientras buscaba a la chica que le acompañaba en la mesa al llegar Alan.
—Mírala… Estaba impaciente por acudir de nuevo a mi lado. Soy irresistible.
Alan se alejó de la mesa mientras Frank daba un azote a la mujer y la hacía sentarse en sus rodillas.
—Que te diviertas —le deseó, mientras echaba a andar hacia la calle.