Capítulo IX

CAMINO de la fonda en la que Frank y él habían tomado un par de habitaciones, prefiriendo aquel acomodo a pesar de los ofrecimientos que Erick McGovern les había hecho para que se quedaran en su casa, recordó las palabras del banquero referentes a Gio Eriwant.

—Es uno de los hombres más ricos de Long Pine —les había dicho—. Posee la mayor parte de las acciones de la Compañía Minera de Omaha y en realidad puede decirse que ésta le pertenece por completo, ya que ejerce un control absoluto sobre ella. ¡Es un negocio redondo! Todo lo que tiene que hacer es recoger el oro que los mineros extraen de las entrañas de la tierra y quedarse con la mayor parte.

Alan no conocía demasiado el negocio de las minas, pero le extrañó aquella forma de trabajar.

—Sí, así es —respondió el banquero a sus objeciones—. Claro que los mineros podrían prescindir de la Compañía Minera y quedarse con todo el mineral para ellos. Pero entonces no tendrían el apoyo de Eriwant. ¿Que en qué consiste? Muy sencillo. La compañía les facilita herramientas y provisiones en los primeros momentos y después les protege de los asaltantes que asolan la región. De esta forma los mineros pueden trabajar tranquilos, sin temor a recibir la visita de esos forajidos.

Frank había escuchado en silencio hasta entonces. Se tiró del bigote y comentó:

—Conozco esa historia. Gio Eriwant no es el primero que ofrece protección a cambio de un puñado de dólares, aunque en este caso se trate de unos gramos de oro. ¿Hasta qué punto es de fiar ese hombre?

Erick McGovern se encogió de hombros.

—Comprendo lo que quieres decir, Frank. Y no creas que eres el único que lo ha pensado. Hay muchos que opinan que los grupos de ladrones son también manejados por Eriwant para forzar a los mineros a aceptar su protección. Sin embargo…

Alan recordó el último asalto sufrido en las propias oficinas de la Compañía Minera de Omaha, durante el cual Downs había perdido la vida.

—Sí, es el tercero que Eriwant sufre en los últimos meses. Y todos han supuesto para él grandes pérdidas.

—¿Sólo para él? Si he entendido bien —le interrumpió Alan—, el oro que los asaltantes se llevaron el otro día de la caja fuerte de la compañía no pertenecía sólo a Eriwant, sino que era en su mayor parte de los buscadores, ¿no?

—Sí, Eriwant lo tenía allí en depósito. Pero las pérdidas también le afectan a él.

Alan se detuvo bajo el tejadillo del Store y encendió un cigarro antes de continuar su camino hacia la fonda.

La noche era fría, a pesar de que el viento se había calmado.

Aspiró una bocanada de humo y recordó el final de las palabras de Erick McGovern sobre Gio Eriwant:

—La protección que brinda a los mineros explica la catadura de los hombres que tiene a su servicio. Aunque no parece que impresionen demasiado a esa cuadrilla de ladrones y asaltantes. Y lo malo es que los buscadores empiezan a estar descontentos de él. Y eso es grave para el futuro de la compañía…

Habían hablado durante bastante tiempo sobre las actividades de Gio Eriwant y la forma en que había llegado a alcanzar la posición que ahora disfrutaba.

Durante mucho tiempo sólo había sido un ranchero sin demasiada fortuna, hasta que un golpe de suerte le permitió apoderarse del control de la Compañía Minera y a partir de aquel momento su suerte había cambiado.

Nada de lo que sabía sobre él le gustaba a Alan. Y todo le empujaba a apartar a Eleonore de su proximidad.

Estaba a punto de abandonar el callejón por el que había doblado hacía unos segundos cuando tuvo la impresión de que alguien caminaba tras él.

Se dejó llevar por el instinto, y arrojóse al suelo en el momento en que un cuchillo silbaba sobre el lugar que ocupaba segundos antes su cuerpo.

Oyó el golpe de la hoja al hundirse en la fachada de madera del edificio ante el que se encontraba, y, desde el suelo, desenfundó su arma para repeler la agresión.

Distinguió una sombra que se movía al otro extremo del callejón y rodó sobre sí mismo para apartarse de la trayectoria de las balas.

Una llamarada rojiza iluminó la noche y Alan apretó el gatillo de su revólver.

Al mismo tiempo se incorporó para buscar la protección tras una carreta, pues cada fogonazo descubría su posición anterior.

También su atacante disparaba cada vez desde un sitio diferente.

Pero Alan no tardó en darse cuenta que tenía frente a él a dos tiradores.

Vació el cargador contra el más cercano y se pegó a la fachada, quedando protegido en el quicio de un portalón, mientras metía más municiones en su arma.

—¡Hay que acabar con él! Cubre aquel lado…

Montó el revólver con un seco movimiento y aguardó unos segundos en espera de que el resplandor rojizo de un nuevo disparo le permitiera situar a sus rivales.

Prácticamente cerró el dedo sobre el gatillo al mismo tiempo que lo hacía uno de ellos. El proyectil del fulano arrancó una astilla del quicio de la puerta, mientras el de Alan Gilliam le golpeaba brutalmente en el pecho al pistolero, arrojándole despedido al centro de la calzada.

Pero esta vez Alan no tuvo tiempo de cambiar de emplazamiento.

Y las balas del segundo pistolero, que se había deslizado a lo largo del callejón para disponer de un ángulo de tiro más favorable, recorrieron el ancho del portalón en busca del cuerpo de Alan.

Una de ellas desgarró su camisa a la altura del hombro izquierdo, mientras él se lanzaba a la carrera, dispuesto a jugárselo el todo por el todo.

Había calculado el momento en que su adversario se quedaba sin municiones y trató de acabar con él antes de que pudiera llenar de nuevo el barrilete del «Colt».

Sin detenerse en su carrera, ayudándose de la mano izquierda para amartillar con mayor celeridad, Alan

Gilliam disparó uno tras otro los seis proyectiles que tenía en el tambor. Pero no fueron sus disparos los que acabaron con la vida del forajido.

Frank Weiden, desde la entrada del callejón, había disparado contra el fulano, prácticamente a quemarropa, cuando intentaba la huida.

—¡Maldición, Alan! Si te descuidas, me dejas frito —se quejó al ver cómo los proyectiles de su amigo silbaban en torno suyo.

—¿Qué haces aquí, Frank?

—Poco después de abandonar tú el saloon me di cuenta que también habían salido el mestizo y su compañero. Eso me dio mala espina…

—¿Crees que fueran ellos?

Alan se arrodilló junto al cadáver del fulano, que estaba tendido a sus pies, y prendió un fósforo para verle el rostro.

—¡Ahí lo tienes! Es nuestro amigo el mestizo —señaló Frank al reconocer las facciones del hombre de Gio Eriwant.

—¡Ahora estoy seguro, Frank! Eriwant quiere deshacerse de mí a cualquier precio — masculló.

—Vayamos a ver al otro—. Quizá esté con vida.

Caminaron entre las sombras del callejón hasta detenerse en el lugar donde Alan había visto caer al otro rufián.

—Aquí está.

—¡Cuidado, Frank!

En el momento de ir a inclinarse sobre el fulano advirtió que éste se movía. Un brillo metálico le permitió adivinar que era una pistola lo que trataba de volver hacia ellos.

Lanzó la bota hacia el arma, arrebatándosela de un puntapié antes de que llegara a hacer fuego, pero Frank Weiden había disparado ya contra él.

—¡Puerco asesino! —gruñó—. ¡Nos hubiera agujereado a los dos!

Alan apretó los dientes al darse cuenta que Frank acababa de cerrar para siempre los labios de aquel hombre.

Arrodillado junto a él, apoyó la mano en su pecho para ver si aún latía su corazón.

—Le has matado —dijo.

—¿Y qué querías que hiciera? Un segundo más y nos hubiera llenado el cuerpo de plomo.

—Me habría gustado hacerle unas cuantas preguntas. Quiero saber por qué vino a Long Pine detrás de mí y por qué querían matarme.

—Creo que todas esas preguntas las puede contestar un solo hombre.

Frank Weiden hizo una pausa mientras contemplaba, al último resplandor del fósforo que se consumía entre los dedos de Alan, el chaleco del cadáver.

—Gio Eriwant, ¿verdad? Pienso como tú.

Alan se dio cuenta que su amigo no le escuchaba.

—¡Por todos los demonios! Esto explicaría muchas cosas —exclamó Frank, apartándole con brusquedad del cadáver para arrodillarse junto a él— Enciende un fósforo. ¡Date prisa!

Antes de que Alan prendiera un nuevo fósforo para iluminar la escena, Frank Weiden tenía ya un reloj en la mano.

Era grande, de oro, con una tapa grabada sobre la que podía apreciarse la figura de un águila.

—¿Qué es eso? —preguntó Alan, sorprendido.

—Debió salírsele del bolsillo al caer —explicó Frank, sin poder disimular su excitación.

Se lo mostró al pelirrojo.

—¿No conoces este reloj?

Sólo entonces recordó Alan dónde lo había visto con anterioridad.

—Es el reloj de Downs —exclamó.

—Sí, me di cuenta en cuanto lo vi. No creo que haya dos como éste en toda Nebraska.

—¿Cómo crees que habrá podido llegar a poder de este tipo?

—Sólo hay una explicación. Recuerda lo que dijo el empleado de la Compañía Minera después del asalto. Los ladrones no sólo vaciaron la caja fuerte, sino que además…

—Quitaron a los mineros todo lo que llevaban encima —terminó Alan su frase, recordando el relato del asalto—. Eso lo explica todo.

—Sin duda, este tipo fue uno de los que robaron las oficinas de la compañía. Quizá él mismo mató a Downs… ¡Miserable!

Frank pegó un puntapié al cadáver, como si quisiera vengar de aquella manera la muerte del viejo vaquero.

Alan arrojó el fósforo al suelo al sentir que le quemaba la yema de los dedos.

—Pero eso quiere decir…

Dejó la frase sin terminar, mirando a Frank entre las sombras, que, de nuevo, cubrían el callejón.

—Sí, lo que estás pensando. No creo que este tipo y sus compañeros se atrevieran a dar un golpe así, sin contar con el beneplácito de Gio Eriwant.

—Eso significa, entonces, que ese hombre se está robando a sí mismo.

—¡Exacto, Alan! Pero será mejor que sigamos hablando lejos de aquí. No parece que en este maldito pueblo sientan mucha curiosidad por un tiroteo, pero no quisiera verme obligado a dar explicaciones en estos momentos.

—Tienes razón. ¡Vamos al hotel!

Se alejaron del callejón, dejando tras ellos los cadáveres del mestizo y su secuaz. Caminaron en silencio hasta encontrarse en el interior de la habitación que ocupaba

Alan.

Aún estaban bajo la impresión del doble descubrimiento que acababan de hacer.

—Ahora sabemos dos cosas —dijo Frank, sentándose en el borde de la cama y arrojando el sombrero sobre el cobertor—. Una, que Gio Eriwant está utilizando a sus propios hombres para robar las oficinas de la Compañía Minera. Sin contar que los hombres que quisieron robarnos los doscientos mil dólares pertenecían a su grupo.

—Y la otra, que esta noche ordenó a ese par de coyotes que me dieran muerte.

—Sí, así es. Estuvieron vigilándote durante todo el tiempo que permaneciste en la cantina hablando conmigo y después te siguieron hasta el callejón —asintió Frank.

Alan creyó sentir de nuevo el silbido del cuchillo que uno de los rufianes había lanzado contra su espalda.

—Gio Eriwant debe pensar que ya estoy muerto —comentó con odio—. Se llevará una desagradable sorpresa cuando vea que aún sigo con vida.

—Las sorpresas desagradables van a ir en cadena para él. Supongo que a los mineros no va a gustarles saber que ese hombre está robándoles su propio oro…

—Todo el dinero que los asaltantes se llevaron de la caja fuerte de la compañía estará ahora en poder de Eriwant.

—Y no tendrá que compartirlo con nadie. Así se hacen las fortunas… Tenían que decidir cuidadosamente el plan a seguir.

—Hay que ir con cuidado —decidió Frank—. Ahora sabemos que ese tipo no va a andarse con remilgos a la hora de cerrarnos la boca.

—Pero antes es preciso sacar a Eleonore del rancho. Mientras la tenga en su poder no podremos emplearnos contra él.

—Sí, tienes razón. Por el momento, Eleonore es su mejor garantía.

—En primer lugar, tenemos que ponerla a salvo. Y después… Frank se dio un fuerte golpe en la frente.

—¡Ahora lo entiendo, Alan! —exclamó, de improviso.

—¿El qué?

—Las últimas palabras de Downs…

—Nombró a Eleonore —recordó Alan—. ¿Por qué?

—¿Recuerdas cuando llevamos las reses al rancho de Eriwant? Downs desmontó para acercarse a la casa a beber un poco de agua. Estoy seguro que allí vio a ese coyote del callejón…

—Y luego le reconoció, a pesar del pañuelo, durante el asalto, ¿verdad?

—Seguro. Downs era muy observador y quizá fue eso lo que quiso decimos antes de morir.

—Sabía que Eleonore estaba con Eriwant y quiso advertimos…

Alan lamentó haber tardado tanto tiempo en comprender el desesperado mensaje de Downs.

Pero ahora sólo podían esperar el momento de sacar a Eleonore del Rueda Rota.

—Me pregunto por qué la habrá llevado Eriwant al rancho… —musitó.