Capítulo 8

 

 

Se saludaron con un breve beso en la mejilla como si se tratara de viejos amigos, salieron y tomaron un taxi del hotel. Dentro del coche él se percató del exquisito aroma que desprendía Margaret, era una mezcla de maderas, jazmín y algo más. De ninguna manera eran feromonas. Durante el trayecto él iba indicando uno que otro sitio; las calles a pesar del frío bullían de gente. Llegaron al restaurante Le Cirque. Dejaron los abrigos en el guardarropa y Margaret quedó con un atuendo rojo que le sentaba de maravilla. El maitre los condujo a una mesa previamente reservada. Un lugar exclusivo frecuentado por celebridades. El ambiente era íntimo, Theo la miró con sus penetrantes ojos grises y sonrió al contemplarla y verla tan hermosa, era su obra, o al menos así lo creía. Ella también lo miraba preguntándose en qué terminaría aquello. Y mientras admiraba su obra Theo empezó a hablar de generalidades, le explicó cómo ir a la dirección del oftalmólogo y de qué trataría la pequeña intervención, le habló de él, habían estudiado juntos y se conocían de toda la vida. Se enteró de que Theo no tenía una relación seria, pero por lo que dejó entrever comprendió que era un mujeriego. Tenía treinta y nueve años. A su lado, era un muchacho.

—Margaret, me gustas —dijo Theo de manera repentina.

—Lo sé.

—¿Lo sabes? —preguntó sorprendido por la respuesta.

—Claro. ¿Por qué me invitarías a salir, si no?

La sonrisa divertida de Margaret lo apabulló. Recordó que era una mujer de cincuenta años. Se sintió pillado. Como si hubiera sido descubierto haciendo una travesura.

La cena transcurrió tranquila, sin muchas palabras, todo parecía estar dicho y entendido, no había más que agregar al asunto. Ella comió frugalmente, él tomó más vino. Al final de la cena Theo se dio cuenta de que ella sabía más de él que él de ella. Margaret se convirtió en un misterio para él, había algo que ella se guardaba y él no iba a ser quien preguntara. Pensó que era una mujer fascinante. Justo el efecto que ella deseaba. Le divertía pensar que un hombre tan atractivo y joven estuviese interesado en ella, sea para salir a cenar o pasar una noche en la cama, y lo mejor era que él sabía su verdadera edad.

—¿Y por qué te divorciaste?

—Ella fue quien pidió el divorcio.

—Comprendo.

—No es lo que tú crees… fui un buen marido. Lo siento por los chicos, pero no lo tomaron muy mal.

—Supongo que eras tan bueno que ella decidió dejarte.

—Para qué negarlo… a veces salía con alguna amiga, pero no era nada serio, créeme.

—Lo sé. Los hombres necesitan variedad, está en su naturaleza.

—Tú comprendes la realidad de la vida, el hombre es un cazador, un ser libre, y necesita serlo para sentirse importante. Las mujeres son más complicadas, todo se lo llevan muy en serio, el matrimonio no tiene por qué ser una cárcel.

—Una cárcel a la que van haciendo votos de fidelidad hasta que la muerte los separe. Si no van a cumplir ¿por qué lo prometen? ¿Qué harías si tu mujer se acuesta con otros de vez en cuando?

—Es diferente, ella es la madre de mis hijos.

—Y supuestamente tú eres el padre. La mujer es la única que sabe quién es el padre de sus hijos. ¿Lo sabías, no?

Hubert hizo un gesto de desagrado, la conversación derivaba hacia un lugar que no le estaba gustando.

—Para qué hablar de eso, hace ya seis años que nos divorciamos, y yo he madurado, sé que tuve la culpa.

—Tengo sueño, es tarde, será mejor que nos vayamos.

—Tienes razón, pediré la cuenta.

La dejó en el hotel y se fue. Supo al mirarla que no podía esperar nada de ella, al menos no esa noche. Y Margaret subió a su suite satisfecha de sí misma, de su imagen y de la impresión que había causado en un hombre joven. Recordó sus días con Cinthia y pensó que los hombres nunca cambiarían, serían eternamente iguales, dueños de la verdad y de su errada creencia de ser superiores a las mujeres. Hacía unos meses pensaba que estaba muy vieja para ejercer la profesión y ganar dinero. En esos momentos era rica y tenía la juventud que había deseado para ejercer de prostituta, pero todo había cambiado, no necesitaba hacerlo. Sus necesidades eran otras, deseaba tener sexo por el puro placer de estar con un hombre, sin embargo esa noche se acobardó. Tal vez porque Theo sabía quién era ella. Era su médico. Si hubiese sido otro, tal vez… Se dio un baño en la tina con las sales de Rafaela y después se masajeó el cuerpo con las cremas preparadas especialmente para ella. Le había dicho que no dejara de hacerlo todas las noches y Margaret lo cumplía al pie de la letra. Luego se fue a dormir y el sueño llegó de inmediato.

El médico oftalmólogo no creyó conveniente que se hiciera alguna operación, pues la presbicia que presentaba era muy leve. Y para Margaret fue curioso notar que podía leer sin dificultad las letras pequeñas.

—No encuentro que tenga presbicia, señora Mirman, el cansancio visual suele jugar malas pasadas.

—Pero yo he estado usando lentes desde hace varios años, debe de haber una explicación.

—Explicación como tal no la encuentro, lo que sí puedo decirle y usted lo ha comprobado es que está viendo mejor que antes. Tal vez el cristalino se haya vuelto más flexible, es muy raro, pero podría ocurrir. También es probable que haya tenido un cambio de ocupación, el uso de la vista de manera fija y constante hace que ocurra cierto desgaste. ¿A qué se dedica?

—A vivir —respondió automáticamente Margaret—. Estoy de vacaciones —aclaró.

—Ya ve usted, tal vez necesitaba un descanso visual.

—Tiene razón, el uso del ordenador fatiga la vista. Me alegra saber que no necesito operarme.

—Le recetaré unas gotas y si vuelve a tener molestias comuníquese conmigo. Es usted muy joven para tener presbicia.

—Gracias, doctor —se limitó a decir. Parecía que Theo no le había hablado de su edad y ella no pensaba aclararlo.

Se despidió con su autoestima por las nubes, ¿qué más daba si a sus cristalinos le habían dado por volverse flexibles?, lo que importaba era que no tendría que usar esos molestos anteojos que delataban su edad. No obstante en su mente subyacía el hecho de que su organismo no compaginaba con su aspecto exterior. Tampoco su mentalidad: tenía pensamientos de una mujer de cincuenta; había vivido apartada del segmento al que correspondía su apariencia actual, las mujeres, las personas en general son parte de una generación.

Hubert por su parte se sentía atraído por Margaret, pero empezaba a dudar si era porque su instinto de macho se había despertado por algún motivo en el consultorio o por la inquietud, la curiosidad que le producía una mujer de cincuenta con una apariencia tan juvenil. Como médico le parecía un caso anómalo, casi una rareza, y en esos momentos, lejos del influjo que ella ejercía sobre él, decidió que tenía que llegar hasta las últimas consecuencias, debía hacerle el amor, saber si sus reacciones sexuales, si sus deseos y sus órganos genitales funcionaban iguales a los de una mujer  en la plenitud de sus aptitudes reproductivas. ¿Pero qué estaba pensando? Se detuvo por un momento. ¿Acaso no era él quien la había operado?, había visto por primera vez a una señora que representaba cincuenta años, pese a que sus rasgos faciales sutilmente asiáticos la hacían parecer más joven. El resultado de las operaciones generalmente era bastante bueno, pero siempre se podía notar la edad que subyacía tras una apariencia transformada quirúrgicamente. El ojo de un cirujano es como el de un artista, puede notar la rinoplastia más perfecta, porque las facciones tienen una métrica y una simetría únicas. Lo de Margaret no encajaba en nada de lo que él hubiera visto antes.

              La llamó al día siguiente, y al posterior a este, pero Margaret siempre estaba fuera y no respondía a sus llamados. Sabía que continuaba en Nueva York y su amigo Steve le había dicho que no requería ninguna operación para resolver su problema de presbicia pues su vista era casi perfecta. ¿Vista casi perfecta a los cincuenta años? Aquello le produjo escalofríos.

              Margaret recibía los mensajes de la recepción y dudaba en volver a verlo. Era el único que sabía su secreto. Ella estaba decidida a pensar, sentir y aparentar ser una mujer joven, no podía liarse con el hombre que lo había hecho posible. Pero el gusanillo del deseo empezaba a apoderarse de su vientre. Theo era atractivo y joven, podría ser un buen reinicio en su vida sexual, era una situación ambivalente en la que saldría perdiendo si ella se enamoraba. Recordó a su madre y lo mucho que le había hablado acerca del amor. «El amor no existe, Margaret», decía. «Los hombres son incapaces de enamorarse, cuídate de ellos, jamás te enamores». Pero su madre le había hecho prometer  muchas cosas más que ella no había cumplido. Eso de llegar virgen al matrimonio y de que el sexo era malo, no iban para nada con ella. No obstante, el hecho de que su madre hubiera sufrido tanto por amor, sí había calado hondo. Tenía miedo de enamorarse, por Edward había sentido una mezcla de atracción, comodidad —al principio—, y después el sentido del deber al cuidarlo. Había sido un buen hombre y lo merecía. El teléfono repicó sacándola de su abstracción.

—Señora Mirmam, una llamada del doctor Theo Kaufmann.

—Muchas gracias, comuníquelo, por favor.

—¿Margaret?

—Hola, Theo, ¿cómo has estado?

—Eso mismo quería saber yo. No sé si recibiste mis mensajes…

—Sí, disculpa que no te haya devuelto la llamada pero iba de compras y regresaba demasiado tarde. Me alegra mucho escucharte.

—Me preguntaba si desearías salir a cenar.

—Por supuesto.

Quedaron en verse esa tarde. Él pasó por ella en coche y la llevó a los Hampton.

—¿Me estás secuestrando?

—Ya falta poco, quiero mostrarte que soy un buen cocinero, estamos yendo a mi casa.

Si Margaret todavía dudaba, en ese momento decidió lo que iba a pasar. Haría el amor con Theo. Ambos lo sabían. Y ella lo deseaba más que nada en el mundo, no había experimentado un deseo tan urgente antes.

Se detuvo después de cruzar la verja frente a una hermosa casa de paredes de piedra a la sombra de árboles desnudos que se batían contra el viento. Empezaban a caer los primeros copos de nieve. Entraron rápidamente al confortable calor del salón proveniente de la chimenea. Él la ayudó a quitarse el abrigo y al tenerla frente a él no dudó en besarla en los labios. Había estado deseando hacerlo desde la noche del restaurante. No. Antes: desde que la vio en su consulta y sintió ese deseo irrefrenable. Los labios de Margaret eran suaves, carnosos, se perdió en ellos con avidez, casi con desesperación.

Ella dejó que él se solazara, intuyó que era de los hombres que tomaban la iniciativa, así que lo dejó hacer. Uno a uno fue soltando los botones de su blusa, después el último bastión: el brassiere de encaje tras el que se ocultaba un par de pechos hermosos, llenos, turgentes. Theo los contempló con atención, eran perfectos. Naturales, solo los había elevado, no tuvo necesidad de implantes, pero en ese momento notó que estaban un poco diferentes a como los había visto la última vez hacía unos días. La miró a los ojos y Margaret echó la cabeza hacia atrás, ofreciéndoselos. Ella sabía cómo hacerlo, no había perdido el toque exquisito que la hiciera tan solicitada cuando era joven, y Theo esa tarde conoció un sexo que no había tenido jamás. Y el aroma… ese aroma que despedía el sexo de Margaret lo enloquecía, tenía cierta fragancia a almendras. Y ella estaba orgullosa de su cuerpo, no tenía vergüenza de exhibirlo, también se sentía satisfecha al saber que funcionaba como si los años no hubieran pasado, sus contracciones eran tan fuertes como antes, y Theo experimentó los mejores orgasmos de su vida.

—Debemos regresar —dijo Margaret mientras se dirigía al baño.

—¿Regresar? Es viernes, no trabajo mañana.

—¿Nunca tienes emergencias? —alzó la voz desde el baño.

—En mi tipo de trabajo muy rara vez.

Ella cerró la puerta y abrió la ducha. De ninguna manera se quedaría todo un fin de semana si esa era la idea de él. Tenía que darse su baño de sales y las cremas de Rafaela, dependía de ellas para seguir así.

Hubert contempló cómo su miembro flácido volvía a endurecerse al imaginarla en la ducha. ¿Cómo era posible? Margaret no era una mujer real, debía ser un ángel caído del cielo, solo ellos podrían tener ese don de transformación, y brindar tanto placer. Un ángel o un demonio. Recapacitó. Ya no era un jovenzuelo al que cualquier mujer pudiera enloquecer, pero ella lo estaba logrando. Entró a la ducha y se bañó con ella, los jugueteos los llevaron a complacerse una vez más y esta vez comprobó que la boca de Margaret tenía cualidades inauditas.

—Te quiero, Margaret.

—¿Me quieres o me amas?

—¿Existe alguna diferencia?

—Mucha.

—Hablo en serio, quédate conmigo.

Aunque lo quisiera no podría ser, Theo. Debo regresar al hotel, Rafaela me indicó un tratamiento que debo cumplir estrictamente.

—Olvídate de eso, no lo necesitas. Eres perfecta y seguirás así, te lo digo yo como tu médico.

—No puedo. Si no deseas llevarme llamaré un taxi y me iré.

—¿Por qué te comportas de una manera tan extraña? ¿Acaso para ti no ha significado nada todo esto?

—No sabes nada de mí, no intentes escarbar, lo digo por tu bien, y por favor, no te enamores.

—Ya es muy tarde para eso, Margaret, ¡Mírame! —Le puso un dedo en la barbilla—. No me evadas, te estoy proponiendo que vivas conmigo, que nos casemos, te amo, nunca he hablado más en serio en mi vida.

—¿Si te digo que lo pensaré me llevarás al hotel? Es una decisión importante, no puedo dar una respuesta a la ligera, Theo. No estás hablando con una chica de treinta años, recuérdalo.

Derrotado, él agachó la cabeza. Ella tenía razón, y era mejor no presionarla, sería peor.

—Te llevaré. Tranquila, ¿me prometes que lo pensarás?

—Lo prometo.

Margaret llegó al hotel, hizo el tratamiento de todas las noches y salió rumbo al aeropuerto. No podía dejar que Theo se interpusiera en sus planes, empezaba a vivir, y él representaba un estorbo. Había comprobado que todavía seguía siendo la Margaret de aquellos días, y eso era suficiente, no quería volver al oficio, solo quería vivir, se había acostumbrado a la libertad de vivir sola. Él la olvidaría, ella sería una anécdota más en su lista de conquistas, total, le había dado una tarde inolvidable. Y gratis.