El té de hierbas estaba tibio. Margaret lo tomó despacio saboreando cada sorbo mientras recordaba sus inicios con Cinthia. A esas alturas de la vida, no podría hacer lo mismo, la competencia era grande y ella ya no era tan joven. ¿Qué sería de su vida? Cerraría la agencia de empleos porque no podía ni siquiera darse empleo ella misma. Tal vez perdiera su apartamento. No tenía cómo pagar la hipoteca.
Los sábados eran días de hacer lo que no podía el resto de la semana. Compra de comestibles, limpieza de la casa; no le agradaba tener servicio doméstico, porque no confiaba en nadie, por otro lado, le gustaba andar en camiseta y como le viniera en gana. Pero ese sábado no tenía deseos de hacer nada, y con el auto en mal estado, menos. Trató de relajarse, de no pensar en nada, de sentirse bella, feliz y creer que todo iba a cambiar, como le habían enseñado en un taller de neurolingüistica, pero aquellos mantras no parecían surtir efecto. Su mente se empeñaba en llevarla por otros rumbos, caminos casi olvidados que últimamente recordaba con frecuencia.
Durante meses Cinthia la había preparado, le enseñó a controlar la vagina, algo que Cinthia hacía a la perfección. Según ella, en Tailandia las mujeres ponían a las niñas a la orilla del mar para que al sentir las frías aguas sus cuerpos se contrajeran, creando en ellas un hábito que después practicaban solas. Aprendió que estar con un hombre no era pecaminoso, como su madre siempre le había advertido, según la tailandesa era un arte que debía llevarse a cabo con sutileza y hasta cierto punto con elegancia.
—Hija, hay mujeres que de buenas a primeras se quitan la ropa y se tienden en la cama, como si con eso fuera suficiente para que el hombre se excite. Es posible que sí, pero no le quedará mayor recuerdo de la mujer. No sentirá deseos de volver a estar con ella, y es probable que pierda buenos clientes, tal vez los mejores, porque ellos son los más selectivos.
—¿Entonces qué debo hacer?
—Compórtate como una chica decente, sin remilgos, por supuesto que ellos saben de qué va la cosa, pero no tienes que ser descarada. Muestra buenos modales, en esto también existe el respeto, es un trabajo como cualquier otro. Tienes que estudiarlos, no todos se comportan de la misma manera ni les gusta lo mismo. Hasta hay quienes prefieren una buena charla en lugar de hacer el amor.
—¿En serio?
—No son la mayoría, pero los hay. Los pobres tienen mujeres tan dominantes y manipuladoras que están hartos de ellas, pero no se atreven a divorciarse para no quedar en la ruina.
—Tengo tanto que aprender, Cynthia, a veces pienso que no serviré para esto.
—Todas las mujeres servimos para esto. ¿O acaso crees que las que se casan son diferentes con sus maridos? ¿Por qué se casa una mujer? Tal vez se enamoren, pero después se vuelven exigentes. Desean ser mantenidas a cambio de sexo. Si no consiguen lo que quieren les duele la cabeza y se niegan a tener relaciones; es cuando nosotras entramos en acción. Si no hubiera tantos hombres descontentos no tendríamos trabajo. También creo que a los hombres les gusta cierta variedad, se aburren con una misma mujer tantos años, llega un momento en que la ven como parte del mobiliario y no hay una grúa que les levante el ánimo —dijo Cynthia riendo.
—Yo no veo qué pueda ver un hombre en mí —dijo Margaret—. Soy tan… insípida.
—No siempre serás así, Margaret, intuyo que llegarás a ser una mujer hermosa, tienes unos ojos preciosos, una piel que pocas veces he visto en chicas tan jóvenes, ¿cómo era el cuerpo de tu madre?
—Mamá era bonita. Todos decían que mis piernas eran como las suyas. Nuestros rostros en cambio no se parecían. Ella tenía los senos grandes, no como los míos.
—Los tendrás, puedo notarlo, a veces las chicas tardan en desarrollarse, pero sé por la forma y la hinchazón de tus aureolas que tendrás unos senos hermosos, ya verás, no te desanimes.
La primera vez que se acostó con un cliente fue absolutamente diferente a como lo había imaginado. No era un hombre mayor ni tampoco tan joven, hasta era atractivo. En esa época ella no sabía calcular la edad de los hombres, pero recordándolo y a la luz de la distancia debía tener unos cuarenta años. Quién sabe qué le habría dicho Cinthia, lo cierto es que la trató como si ella fuese una muñeca de porcelana. La desvistió con delicadeza y quedó desnuda frente a él absolutamente avergonzada. Sentía que las mejillas le quemaban mientras mantenía los ojos cerrados. No quería abrirlos, solo quería que todo acabase pronto. Todas las enseñanzas de Cinthia no servían de nada en ese momento. Solo abrió los ojos con sorpresa cuando sintió los labios de él sobre uno de sus pechos. Acariciaba sus pezones con la lengua y aquello le producía una sensación indescriptible. Nunca había sentido algo igual. Luego él empezó a succionarlos suavemente uno y otro indistintamente, y ella gimió sin poder contenerse, no supo por qué lo hizo, pero después se dio cuenta de que sentía placer. Maquinalmente sus manos se enredaron en el cabello del hombre, y él sabiendo que la había excitado la levantó en vilo sin dejar de besarle los senos y la puso en la cama. Su primer acto sexual fue suave, lento, como si él disfrutara de cada segundo, de cada minuto que pasó a su lado desvirgándola. Después de esa noche pidió estar con ella muchas veces, y Margaret comprendió que hacer el amor o tener sexo no era algo vulgar, desagradable ni pecaminoso como su madre decía. Julio, como decía llamarse, le había enseñado a disfrutar del sexo. Ya Cynthia le había explicado qué era el cunnilingus y aunque al principio le había parecido algo desagradable, cuando aquella primera noche él lo hizo su percepción del sexo cambió radicalmente. Julio del Monte. Jamás lo olvidaría. Estuvo con él y con su hijo. No supo si ellos estaban enterados, pues ni ella miasma lo sabía hasta que una tarde Cinthia se lo dijo:
—¿A quién prefieres? ¿A Julio padre o a Julio hijo?
—¿De qué hablas? —le había preguntado ella.
—De que Julio del Monte tiene un hijo que también se llama Julio y el negro Horacio me dijo que te habías acostado con los dos.
Ella sintió que había cometido un sacrilegio. Aquello no podía ser cierto, pero Cinthia con su desparpajo habitual le restó importancia.
—No lo sabía.
—En este negocio se ve de todo, Margaret, no te inquietes, que no has cometido nada imperdonable. ¿Cuál de los dos te gusta más?
—Ambos me gustan. El padre porque es delicado y me trata como si fuera una muñeca de porcelana. El hijo porque se ve tan inseguro que a su lado parezco una maestra. La diferencia es que con él debo estar más de una vez y a veces no me provoca.
—Eso sucede, Margaret. Los jóvenes son muy impulsivos y se olvidan de nuestros deseos.
Margaret fue convirtiéndose en una mujer sensual, le gustaba el sexo y le agradaba conocer personas nuevas, tenía curiosidad por saber cómo sería el próximo, y tal vez lo que más atraía de ella era que realmente disfrutaba, sus orgasmos eran reales. Tal como predijera Cinthia su cuerpo fue adquiriendo curvas, sus caderas se llenaron, sus senos aumentaron de volumen y toda ella exudaba sensualidad, solo su rostro conservaba la apariencia aniñada que le daban los rasgos asiáticos tal vez heredados de su padre, uno al que jamás conoció. A los dieciocho años Margaret no podía ser más atractiva, y Cinthia estaba orgullosa de ella. No solo por su desempeño en la profesión sino por ser una alumna aventajada en la universidad. Había terminado la secundaria joven y terminaría la carrera antes que muchas. «¿Quién dijo que para estar con los hombres no había que ser inteligente?» Decía Cinthia. Y era cierto. Intuir lo que podía gustarles, cómo debía comportarse, qué debía hacer con uno o con otro sin preguntarle: «¿te gusta así?» Era todo un reto a la inteligencia.
Aunque Margaret ya estaba bastante crecida, logró ejercitar su vagina y el resultado fue una agenda repleta de clientes. El tiempo hizo el resto. Se convirtió en una mujer cuyos atributos físicos no tenían nada que envidiar a los de Cinthia. Su cartera de clientes creció a la par que sus ingresos, y ya no era una o dos veces por semana, atendía todas las noches y los fines de semana a tres o a cuatro clientes. Era tan o más solicitada que Cinthia, lo que empezó a generar cierta fricción entre ellas.
El timbre del teléfono la sacó de sus cavilaciones. Era el conserje para anunciar que el agua sería cortada por unas horas. Eso la llevó a pisar tierra otra vez. Debía tres recibos de condominio, el del teléfono estaba a punto de vencer, y la luz... —¡Diablos!— gritó con fuerza. Estaba harta de todo.
Ya en la noche sintonizó el canal de cable y recordando el billete de lotería que había comprado, lo rescató desde el fondo de su cartera. Al observarlo, tal vez fueran ideas suyas, pero le había parecido verlo titilar. Se sintió un poco ridícula al pensar que estaba dando demasiada importancia a un simple pedazo de papel, pero desde el día anterior se habían apoderado de ella sensaciones extrañas. Ubicó el canal donde transmitían la Lotería de La Florida y se dispuso a observar el programa con el billete en la mano, con la irracional sensación que se tiene cuando se desea que algo ocurra pero que no se quiere admitir. El hombre en la pantalla empezó a cantar los números, y Margaret vio cómo los números que había escogido diferían de los que decía el de la pantalla. ¿Cómo pudo creer en esa farsante? Redujo el billete a pedacitos y los lanzó a la basura.
Ahora tenía menos dinero que antes y el coche no estaba funcionando. Bajó al estacionamiento para revisar el agua, pensó que tal vez si lograba mantener el nivel en el depósito al menos podría movilizarse al trabajo el día lunes. Pasó por los casilleros del correo y recogió unos sobres, publicidad y facturas. Lo de siempre. Al encaminarse al sitio donde guardaba el vehículo se topó con el conserje.
—Señora Margaret, un señor vino esta tarde preguntando por usted. Dejó este sobre, dijo que se lo entregara en persona.
Lo cogió con cierta desconfianza. ¿Sería alguna demanda? Pensó. Agradeció al hombre y sin abrirlo fue a ver el coche. Una acción inútil porque no sabía de mecánica, ojeó el depósito de agua, lo cerró y regresó al apartamento. En el ascensor leyó el membrete del sobre. «Rafael Rovera y Asociados, estudio de abogados». Sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas. No presentía nada bueno de un estudio de abogados. Quiso alargar el tiempo para no tener que enterarse de malas noticias, ya no le cabía una más en su vida. Lo utilizó como marcapáginas del libro que estaba leyendo y se sirvió una copa de vino hasta el borde. A tu salud, Edward, querido… brindó recordando a su difunto marido.
Y vaciando la copa, se volvió a servir, esta vez brindó por su madre, luego por ella, por su suerte y por cuanto se le ocurrió. Toda una vida esperando, esperando... no sabía qué y de pronto cuando parecía que iría a tenerlo todo… Fue al baño y buscó torpemente en el botiquín las pastillas para dormir, estaba decidida a acabar con todo de una vez, a fin de cuentas a quién podría importarle, no tenía dolientes. El frasco apenas tenía cuatro. Las tomó con una tercera copa y se fue a la cama. Esperaba no abrir los ojos nunca más.