Las cosas estaban yendo como él había pensado, como había
llegado a creer. No estaba realmente contenta de verle: estaba
incómoda y avergonzada.
–¿No quiere sentarse, Su Ex…? – Hizo una señal con la mano
hacia una silla, pero se detuvo y se ruborizó.
Estaba muy hermosa. El duque se había quedado sin aliento en
cuanto la había visto agacharse para abrazar a Pamela. Más hermosa
incluso de lo que recordaba. Tenía elegancia, un sentido de la
dignidad más pronunciado de lo que lo había sido
antes.
Él era muy consciente de su propia fealdad, de su cicatriz. Y
tenía que resistir conscientemente el impulso de volverse de lado
para que ella no la viera.
–Voy a llamar para que traigan un poco de té, y algo de
comer. Es la hora del almuerzo. Ha estado viajando desde el
desayuno, ¿no es así? Debe de tener hambre.
–No tengo -afirmó él-. Entonces, ¿está contenta? La escuela
parece un lugar alegre. Es una casita acogedora, y más grande de lo
que me esperaba.
–Sí. – Ella le sonrió-. Estoy contenta. Estoy haciendo lo que
me gusta hacer, y estoy rodeada de mis amigos.
–Me alegro. Tenía que venir para asegurarme.
–Gracias. Ha sido muy amable por su parte. Debe de estar
deseando volver a casa, después de pasar tanto tiempo
fuera.
–Sí. Tengo muchas ganas.
Pero al mismo tiempo el duque pensó que no se había preparado
nada bien. Creía que sí. Creía que estaba preparado para lo peor.
Pero el corazón le pesaba terriblemente en el pecho y no podía
pensar en su hogar o en el invierno que se avecinaba, ni en los
años que vendrían a continuación.
No sin Fleur. Willoughby no sería su hogar sin ella, ni
valdría la pena vivir el futuro así. No después de un año de
esperanza en el que había tratado de convencerse de que no lo era
en absoluto.
Fleur ahuecó un cojín en una silla sin que realmente fuera
necesario y se sentó, aunque él no había aceptado su invitación a
sentarse.
Y ella pensó en algo que decir y mantuvo una expresión
cortésmente alegre.
Durante un mes entero -durante once meses-, ella se había
convencido de que no iría, de que se olvidaría de ella, de que
lamentaría las precipitadas palabras de amor que le había dirigido.
Pero aun así durante el mes anterior lo había esperado una hora
tras otra y se había dicho a sí misma una y otra vez que no
iría.
Él estaba de pie en su salón, con las manos detrás de la
espalda y una expresión oscura y taciturna, mirando como si desease
estar en cualquier otro lugar de la tierra excepto donde se
encontraba.
Había ido movido por el sentido de la responsabilidad, porque
había dicho que iría. ¡Adam y su maldito sentido de la
responsabilidad! Volvía a odiarlo, y deseaba que estuviera a un
millón de kilómetros de distancia.
–¿No le han molestado ni Brockehurst ni su familia? – le
preguntó fríamente.
–No. No he sabido nada de Matthew, aunque se rumorea que
podría estar en cualquier parte de Sudamérica o la India. La prima
Caroline está aquí, pero creo que tiene previsto visitar a su hija
durante el invierno.
–Y el reverendo Booth y su hermana siguen siendo amigos
suyos. Me alegro.
–Sí.
Fleur deseó con todo su corazón que Lady Pamela no hubiese
ido a la excursión. Deseó que se marchara sin más dilación. Deseó
poder empezar a vivir el resto de su vida.
El duque pensó que ojalá no le hubiese permitido a Pamela
marcharse con los otros niños. Ojalá hubiese algún modo de poder
marcharse inmediatamente. Pensó que podría marcharse a la posada
del pueblo, pero si sugería tal cosa ella pensaría que no había
sido lo bastante hospitalaria.
–Gracias por el pianoforte -dijo finalmente Fleur-. No he
tenido oportunidad de agradecérselo antes. Usted quería que se
quedara en el aula, claro, pero tanto Miriam como Daniel pensaron
que estaría más seguro aquí.
–Ya sabe que era un regalo para usted sola -comentó
él.
Y observó pensativo cómo ella se ruborizaba y se miraba las
manos agarradas. Tenía los nudillos blancos de la
tensión.
El duque recordó el tacto de sus manos, desplazándose
delicadamente sobre las heridas del costado. Recordó que le había
dicho que era hermoso. Y recordó que le había dicho que lo quería.
El duque sintió una tristeza casi abrumadora. Se dirigió hacia el
pianoforte y se quedó de pie mirando las teclas. Pulsó
una.
–¿Está bien afinado? – preguntó.
–Es un instrumento bonito. Mi posesión más
preciada.
Él sonrió, y levantó la vista hacia el jarrón que estaba
encima del pianoforte y la carta apoyada en él. Alargó la mano y
cogió la carta.
–Esta es la carta que le envié.
–Sí. – Ella se puso en pie, ruborizándose, y extendió la mano
para cogerla.
–¿Lleva ahí casi un año?
–Sí. – Fleur se rio entrecortadamente-. Debe de llevar casi
un año. No soy una persona muy ordenada.
El duque echó un vistazo a su alrededor, hacia la habitación
ordenada y despejada. Y sintió un nuevo e injustificado brote de
esperanza.
–¿Por qué? – le preguntó-. ¿Por qué la tiene
ahí?
Ella se encogió de hombros.
–Yo… no lo sé -dijo tontamente. No se le ocurría ninguna
explicación razonable. Pensaría que era una estúpida. Qué
humillante resultaría si adivinase la verdad. Fleur sonrió,
alargando todavía la mano para coger la carta-. Voy a
guardarla.
–¿Fleur?
Ella dejó caer la mano. Le había dicho hacía poco más de un
año que lo amaba y que siempre lo haría. ¿Debería avergonzarse
ahora por haber dicho la pura verdad? ¿Debía proteger su orgullo a
cualquier precio?
–Porque mi posesión más preciada no es sólo el pianoforte
-acabó diciendo, fijando la vista en el botón superior del chaleco
del caballero-. Esto también. Los tengo juntos.
–Fleur -murmuró él.
–No tengo nada más de ti. Sólo estas dos
cosas…
Fleur deseó poder ver el botón con claridad, y deseó que él
no la viera con lágrimas en los ojos. Pero no le avergonzaba
amarlo. Había dicho que lo amaba y así era.
Observó el borrón de color blanco mientras él dejaba la carta
a un lado. Vio que su chaleco se acercaba. Y sintió sus manos
enmarcándole el rostro.
Fleur tenía tenso el mentón. Y la cara como si estuviera
hecha de piedra. Pero las lágrimas le brillaban en las pestañas. Y
luego estaban también las palabras que había dicho. Y la carta,
colocada en lo alto del pianoforte casi un año después de haberla
recibido.
–Amor mío -susurró él, sujetándole la cara. Si pensaba
rechazarlo, que así fuese. Pero sabría que él había cumplido con su
palabra, que aún la amaba más que a la vida y que siempre lo
haría.
El duque observó cómo la chica se mordía el labio superior,
alargaba las manos temblorosas para tocarle el chaleco, y volvía a
retirarlas.
–Te quiero -dijo él-. Nada ha cambiado en los quince meses
que han pasado desde que te lo dije. Y nada cambiará
nunca.
–¡Ah! – exclamó ella. No conseguía decir otras palabras y
sabía que no sería capaz de pronunciarlas aunque diera con ellas.
Extendió la mano para tocarlo otra vez y descubrió que sus manos se
habían vuelto tan incontrolables como su voz.
Pero no tenía que encontrar las palabras. Ni recuperar el
control. Él inclinó la cabeza hacia la de Fleur, sus labios se
tocaron y Adam los abrió sobre los de ella. Dejó de acariciarle las
mejillas y le pasó un brazo por los hombros y el otro alrededor de
la cintura. Fleur se vio atraída por su fuerza, y no le importó
estar temblando.
Fleur. Dulce, cálida y femenina. Su cuerpo se arqueó sin
vergüenza hacia el suyo, abrió los labios bajo los de él, la boca
hacia su lengua, y le pasó los brazos alrededor del
cuello.
Fleur. Se permitió el lujo de albergar la
esperanza.
–Yo también te quiero -susurró contra su oído. Mantenía los
ojos cerrados. No debía pensar más en el orgullo-. No he dejado de
amarte ni siquiera un instante. Y la carta no está siempre apoyada
en el jarrón. Sólo de día. De noche está debajo de mi
almohada.
–¿Porque el pianoforte no cabe ahí dentro? – preguntó él
mostrando un humor tan inesperado que Fleur soltó una carcajada. Él
se sumó a las risas y la abrazó-. Fleur -le dijo finalmente al
oído-, no creo que esta sea la primera vez que me haya reído en un
año, ¿no? Pero lo parece.
Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró directamente por
primera vez.
–Creía que no volvería a verte nunca -dijo ella-. Cuando me
rompiste todos los huesos de la mano aquella mañana, te subiste al
carruaje y te marchaste. Creí que no volvería a verte
jamás.
–Bueno, eso no debería representar una tragedia. – El duque
sonrió-. No es que yo sea gran cosa, ¿no?
–No lo sé. – Fleur inclinó la cabeza-. ¿No lo crees? Para mí
eres el mundo.
–Un mundo oscuro y marcado.
–Un mundo hermoso. Un rostro con carácter. El rostro que más
amo de este mundo.
De repente, la sorprendió agachándose y cogiéndola en brazos
y sentándose con ella en el regazo en un sofá.
–Adivina lo que tengo en el bolsillo -la
tentó.
–No lo sé. – Ella lo rodeó con sus brazos y le sonrió-. Una
joya preciosa que me has traído.
–No. Vuélvelo a intentar.
–Una caja de rapé.
–No tomo esas cosas. Ni siquiera te acercas.
–Un pañuelo de hilo.
–En el otro bolsillo. – El duque volvió a reírse, y Fleur con
él-. ¿Qué tengo en el otro bolsillo?
–No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo?
–Deberías. ¿Qué es lo que, de entre todas las otras cosas, me
aseguraría de traer cuando por fin viniera a
verte?
Ella meneó la cabeza. La sonrisa empezó a borrarse de su
rostro.
–Una licencia especial -le reveló por fin, poniéndose también
serio de repente-. Una licencia especial, amor mío, para poder
hacerte mía sin esperar más cuando consiga que digas que
sí.
–Adam -murmuró ella, tocándole la mejilla que tenía la
cicatriz-. Oh, Adam.
–¿Lo harás? ¿Te casarás conmigo, Fleur? Sé que no soy ningún
premio, y que sabes algunas cosas desagradables de mí. Pero
tendrías mi amor y mi devoción incondicional durante el resto de la
vida. Y serías duquesa, si eso supone un aliciente, y señora de
Willoughby. ¿Lo harás, Fleur?
–Adam…-empezó ella, repasando la cicatriz desde el ojo hasta
la comisura del labio-. Piénsatelo bien, por favor. Piensa en lo
que sabes de mí, de lo que fui, de lo que soy.
–¿Una puta? – lo dijo tan bruscamente que Fleur se volvió a
mirarlo horrorizada y se ruborizó completamente-. Voy a explicarte
algo, Fleur, y quiero que me escuches atentamente. Sybil tenía
tisis. Es muy poco probable que hubiera sobrevivido a este año.
Pero de todos modos podría haber vivido este año, o parte de él.
Podría haber dispuesto de mi apoyo e incluso de mi afecto y de todo
el amor de Pamela. Pero sufrió una decepción cruel en su vida y
otra menor el pasado verano. Perdió las ganas de vivir. Se negaba a
aceptar el consuelo que intentaba proporcionarle. Ignoraba casi del
todo a Pamela. Y finalmente, cuando supo de la muerte de Thomas,
antes que yo, se quitó la poca vida que le
quedaba.
–Pobre dama -se lamentó Fleur-, lo siento muchísimo por ella,
Adam.
–Y yo también. Pero escúchame, Fleur. Hace más de un año te
encontraste en una situación espantosa. Debías elegir entre dejar
que te pusieran una soga al cuello o aceptar un matrimonio infernal
si volvías a casa, o morir de hambre si seguías escondida. ¿Pero
acaso cediste y te compadeciste de ti misma? No. Luchaste, e
hiciste todo lo que tenías que hacer para sobrevivir. Hiciste lo
más terrible del mundo. Te hiciste puta. Compadezco a mi esposa,
pero te admiro más de lo que puedo expresar.
Ella tragó saliva.
–Porque sabes que fuiste el único -protestó la chica-. ¿Cómo
te sentirías si hubiese habido una docena más? ¿Dos docenas? ¿Más
aún?
–Eso no debe importar -respondió el duque-. Antes de casarme,
Fleur, me acosté con más de una docena de mujeres. No puedo ni
contar las mujeres con las que me acosté. ¿Qué te parece
eso?
Ella se quedó en silencio un rato.
–Eso no debe importar -acabó diciendo.
–¿Y eso hace que dejes de quererme? – preguntó
él.
–No. – Apoyó una palma sobre su mejilla-. Eso está en el
pasado, Adam. No puedo controlarlo y tú no puedes cambiarlo. No me
importa tu pasado.
–Y a mí no me importa el tuyo. ¿Serás mi duquesa,
Fleur?
–¿Y Pamela?
–Parecía un poco preocupada por que estuviera dispuesto a
sacrificarme convirtiéndote en mi esposa sólo para que pudieras ser
también su mamá -explicó-. Tuve que asegurarle que yo también
quería. – El duque sonrió.
–Adoraba a su madre -recordó Fleur.
–Sí, y siempre la querrá. Tendremos que asegurarnos de que
nunca olvide a Sybil, Fleur. Y esperar que ese recuerdo distorsione
de algún modo la verdad. Esperar que recuerde a Sybil como una
madre siempre atenta, además de hermosa e indulgente. Nunca serás
su madre, pero puedes ser su madrastra. Y puedo decirte por
experiencia que es posible amarlas a ambas. Tengo algunas imágenes
débiles de mi madre y siempre he asociado esas imágenes con el amor
incondicional. Pero quería mucho a mi madrastra, la madre de
Thomas.
Fleur bajó la cabeza a la altura del hombro de
él.
–¿Te casarás conmigo?
–Sí -respondió ella, y cerró los ojos. No había nada más que
decir. ¿Cómo expresar con palabras una felicidad que llenaba tanto
a una persona que casi resultaba dolorosa?
El duque apoyó la mejilla en la frente de Fleur y cerró los
ojos. Y sintió que ya no había necesidad de decir nada más por el
momento. Era tal y como recordaba la noche en que hicieron el amor.
Podían comunicarse de manera más perfecta a través del silencio que
a través de la imperfección de las palabras.
–Tengo que confesarte algo -acabó diciendo él-. Temía recibir
una carta tuya diciendo que estabas embarazada, pero al mismo
tiempo esperaba esa carta y me ilusionaba que llegara. ¿Ves cómo
podría haberte hecho sufrir con mi egoísmo?
–Lloré cuando supe que no lo estaba -añadió
ella.
Él se rio en voz baja y volvió el rostro de ella hacia el
suyo cogiéndole la barbilla con una mano y la besó profunda e
insistentemente.
–Estarás embarazada tan pronto como sea posible -comentó él-.
¿Esta noche, quizás?
–¿Esta noche? – se rio ella apoyada en su
cuello.
–En nuestra noche de bodas. ¿Es demasiado
pronto?
–¿Esta noche?
–Podemos esperar si quieres. Podemos planearla. Podemos
celebrarla en Londres si quieres, y que asista la mitad de la
aristocracia. Me atrevería a decir que incluso el rey asistiría si
lo invitáramos. Pero preferiría celebrarla hoy, Fleur. Podríamos
pasar la primera noche en nuestra casita. ¿Tienes una habitación de
huéspedes para Pamela?
–Sí -respondió Fleur, tocándole los labios delicadamente con
un dedo-. He soñado que te tenía aquí conmigo, Adam. Mis brazos
estaban tan vacíos sin ti, y la cama tan fría…
–No estarán vacíos esta noche, mi amor -la tranquilizó él-, y
la cama estará caliente. Y no tendrás que soñar más. Todo será
real.
–No tendré que poner tu carta bajo la almohada esta
noche.
–Ni tampoco el pianoforte -intervino él, y ambos rieron y se
abrazaron.
–¡Oh, Adam! – suspiró Fleur-. ¡He estado tan sola sin ti! Me
ha parecido una eternidad.
Él volvió a sujetarle la cara y se
sonrieron.
–Ya no durará más. No más soledad, Fleur, para ninguno de los
dos. Sólo nuestro matrimonio, nuestros niños y Willoughby.
Envejeceremos juntos. Sólo nuestro amor eterno. – Bajó la cabeza y
la besó suavemente en la boca-. Y más allá de la
eternidad.
![](/epubstore/M/B-Mary/La-Perla-Secreta//310.png)