Capítulo 28


Ella depositó los libros que llevaba y lo observó mientras él dejaba el sombrero y los guantes en la mesa. Fleur se volvió y lo condujo hasta un salón cuadrado y acogedor, que tenía el pianoforte en una esquina y hacía que el resto de los muebles de la habitación parecieran pequeños.


Las cosas estaban yendo como él había pensado, como había llegado a creer. No estaba realmente contenta de verle: estaba incómoda y avergonzada.

–¿No quiere sentarse, Su Ex…? – Hizo una señal con la mano hacia una silla, pero se detuvo y se ruborizó.

Estaba muy hermosa. El duque se había quedado sin aliento en cuanto la había visto agacharse para abrazar a Pamela. Más hermosa incluso de lo que recordaba. Tenía elegancia, un sentido de la dignidad más pronunciado de lo que lo había sido antes.

Él era muy consciente de su propia fealdad, de su cicatriz. Y tenía que resistir conscientemente el impulso de volverse de lado para que ella no la viera.

–Voy a llamar para que traigan un poco de té, y algo de comer. Es la hora del almuerzo. Ha estado viajando desde el desayuno, ¿no es así? Debe de tener hambre.

–No tengo -afirmó él-. Entonces, ¿está contenta? La escuela parece un lugar alegre. Es una casita acogedora, y más grande de lo que me esperaba.

–Sí. – Ella le sonrió-. Estoy contenta. Estoy haciendo lo que me gusta hacer, y estoy rodeada de mis amigos.

–Me alegro. Tenía que venir para asegurarme.

–Gracias. Ha sido muy amable por su parte. Debe de estar deseando volver a casa, después de pasar tanto tiempo fuera.

–Sí. Tengo muchas ganas.

Pero al mismo tiempo el duque pensó que no se había preparado nada bien. Creía que sí. Creía que estaba preparado para lo peor. Pero el corazón le pesaba terriblemente en el pecho y no podía pensar en su hogar o en el invierno que se avecinaba, ni en los años que vendrían a continuación.

No sin Fleur. Willoughby no sería su hogar sin ella, ni valdría la pena vivir el futuro así. No después de un año de esperanza en el que había tratado de convencerse de que no lo era en absoluto.

Fleur ahuecó un cojín en una silla sin que realmente fuera necesario y se sentó, aunque él no había aceptado su invitación a sentarse.

Y ella pensó en algo que decir y mantuvo una expresión cortésmente alegre.

Durante un mes entero -durante once meses-, ella se había convencido de que no iría, de que se olvidaría de ella, de que lamentaría las precipitadas palabras de amor que le había dirigido. Pero aun así durante el mes anterior lo había esperado una hora tras otra y se había dicho a sí misma una y otra vez que no iría.

Él estaba de pie en su salón, con las manos detrás de la espalda y una expresión oscura y taciturna, mirando como si desease estar en cualquier otro lugar de la tierra excepto donde se encontraba.

Había ido movido por el sentido de la responsabilidad, porque había dicho que iría. ¡Adam y su maldito sentido de la responsabilidad! Volvía a odiarlo, y deseaba que estuviera a un millón de kilómetros de distancia.

–¿No le han molestado ni Brockehurst ni su familia? – le preguntó fríamente.

–No. No he sabido nada de Matthew, aunque se rumorea que podría estar en cualquier parte de Sudamérica o la India. La prima Caroline está aquí, pero creo que tiene previsto visitar a su hija durante el invierno.

–Y el reverendo Booth y su hermana siguen siendo amigos suyos. Me alegro.

–Sí.

Fleur deseó con todo su corazón que Lady Pamela no hubiese ido a la excursión. Deseó que se marchara sin más dilación. Deseó poder empezar a vivir el resto de su vida.

El duque pensó que ojalá no le hubiese permitido a Pamela marcharse con los otros niños. Ojalá hubiese algún modo de poder marcharse inmediatamente. Pensó que podría marcharse a la posada del pueblo, pero si sugería tal cosa ella pensaría que no había sido lo bastante hospitalaria.

–Gracias por el pianoforte -dijo finalmente Fleur-. No he tenido oportunidad de agradecérselo antes. Usted quería que se quedara en el aula, claro, pero tanto Miriam como Daniel pensaron que estaría más seguro aquí.

–Ya sabe que era un regalo para usted sola -comentó él.

Y observó pensativo cómo ella se ruborizaba y se miraba las manos agarradas. Tenía los nudillos blancos de la tensión.

El duque recordó el tacto de sus manos, desplazándose delicadamente sobre las heridas del costado. Recordó que le había dicho que era hermoso. Y recordó que le había dicho que lo quería. El duque sintió una tristeza casi abrumadora. Se dirigió hacia el pianoforte y se quedó de pie mirando las teclas. Pulsó una.

–¿Está bien afinado? – preguntó.

–Es un instrumento bonito. Mi posesión más preciada.

Él sonrió, y levantó la vista hacia el jarrón que estaba encima del pianoforte y la carta apoyada en él. Alargó la mano y cogió la carta.

–Esta es la carta que le envié.

–Sí. – Ella se puso en pie, ruborizándose, y extendió la mano para cogerla.

–¿Lleva ahí casi un año?

–Sí. – Fleur se rio entrecortadamente-. Debe de llevar casi un año. No soy una persona muy ordenada.

El duque echó un vistazo a su alrededor, hacia la habitación ordenada y despejada. Y sintió un nuevo e injustificado brote de esperanza.

–¿Por qué? – le preguntó-. ¿Por qué la tiene ahí?

Ella se encogió de hombros.

–Yo… no lo sé -dijo tontamente. No se le ocurría ninguna explicación razonable. Pensaría que era una estúpida. Qué humillante resultaría si adivinase la verdad. Fleur sonrió, alargando todavía la mano para coger la carta-. Voy a guardarla.

–¿Fleur?

Ella dejó caer la mano. Le había dicho hacía poco más de un año que lo amaba y que siempre lo haría. ¿Debería avergonzarse ahora por haber dicho la pura verdad? ¿Debía proteger su orgullo a cualquier precio?

–Porque mi posesión más preciada no es sólo el pianoforte -acabó diciendo, fijando la vista en el botón superior del chaleco del caballero-. Esto también. Los tengo juntos.

–Fleur -murmuró él.

–No tengo nada más de ti. Sólo estas dos cosas…

Fleur deseó poder ver el botón con claridad, y deseó que él no la viera con lágrimas en los ojos. Pero no le avergonzaba amarlo. Había dicho que lo amaba y así era.

Observó el borrón de color blanco mientras él dejaba la carta a un lado. Vio que su chaleco se acercaba. Y sintió sus manos enmarcándole el rostro.

Fleur tenía tenso el mentón. Y la cara como si estuviera hecha de piedra. Pero las lágrimas le brillaban en las pestañas. Y luego estaban también las palabras que había dicho. Y la carta, colocada en lo alto del pianoforte casi un año después de haberla recibido.

–Amor mío -susurró él, sujetándole la cara. Si pensaba rechazarlo, que así fuese. Pero sabría que él había cumplido con su palabra, que aún la amaba más que a la vida y que siempre lo haría.

El duque observó cómo la chica se mordía el labio superior, alargaba las manos temblorosas para tocarle el chaleco, y volvía a retirarlas.

–Te quiero -dijo él-. Nada ha cambiado en los quince meses que han pasado desde que te lo dije. Y nada cambiará nunca.

–¡Ah! – exclamó ella. No conseguía decir otras palabras y sabía que no sería capaz de pronunciarlas aunque diera con ellas. Extendió la mano para tocarlo otra vez y descubrió que sus manos se habían vuelto tan incontrolables como su voz.

Pero no tenía que encontrar las palabras. Ni recuperar el control. Él inclinó la cabeza hacia la de Fleur, sus labios se tocaron y Adam los abrió sobre los de ella. Dejó de acariciarle las mejillas y le pasó un brazo por los hombros y el otro alrededor de la cintura. Fleur se vio atraída por su fuerza, y no le importó estar temblando.

Fleur. Dulce, cálida y femenina. Su cuerpo se arqueó sin vergüenza hacia el suyo, abrió los labios bajo los de él, la boca hacia su lengua, y le pasó los brazos alrededor del cuello.

Fleur. Se permitió el lujo de albergar la esperanza.

–Yo también te quiero -susurró contra su oído. Mantenía los ojos cerrados. No debía pensar más en el orgullo-. No he dejado de amarte ni siquiera un instante. Y la carta no está siempre apoyada en el jarrón. Sólo de día. De noche está debajo de mi almohada.

–¿Porque el pianoforte no cabe ahí dentro? – preguntó él mostrando un humor tan inesperado que Fleur soltó una carcajada. Él se sumó a las risas y la abrazó-. Fleur -le dijo finalmente al oído-, no creo que esta sea la primera vez que me haya reído en un año, ¿no? Pero lo parece.

Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró directamente por primera vez.

–Creía que no volvería a verte nunca -dijo ella-. Cuando me rompiste todos los huesos de la mano aquella mañana, te subiste al carruaje y te marchaste. Creí que no volvería a verte jamás.

–Bueno, eso no debería representar una tragedia. – El duque sonrió-. No es que yo sea gran cosa, ¿no?

–No lo sé. – Fleur inclinó la cabeza-. ¿No lo crees? Para mí eres el mundo.

–Un mundo oscuro y marcado.

–Un mundo hermoso. Un rostro con carácter. El rostro que más amo de este mundo.

De repente, la sorprendió agachándose y cogiéndola en brazos y sentándose con ella en el regazo en un sofá.

–Adivina lo que tengo en el bolsillo -la tentó.

–No lo sé. – Ella lo rodeó con sus brazos y le sonrió-. Una joya preciosa que me has traído.

–No. Vuélvelo a intentar.

–Una caja de rapé.

–No tomo esas cosas. Ni siquiera te acercas.

–Un pañuelo de hilo.

–En el otro bolsillo. – El duque volvió a reírse, y Fleur con él-. ¿Qué tengo en el otro bolsillo?

–No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo?

–Deberías. ¿Qué es lo que, de entre todas las otras cosas, me aseguraría de traer cuando por fin viniera a verte?

Ella meneó la cabeza. La sonrisa empezó a borrarse de su rostro.

–Una licencia especial -le reveló por fin, poniéndose también serio de repente-. Una licencia especial, amor mío, para poder hacerte mía sin esperar más cuando consiga que digas que sí.

–Adam -murmuró ella, tocándole la mejilla que tenía la cicatriz-. Oh, Adam.

–¿Lo harás? ¿Te casarás conmigo, Fleur? Sé que no soy ningún premio, y que sabes algunas cosas desagradables de mí. Pero tendrías mi amor y mi devoción incondicional durante el resto de la vida. Y serías duquesa, si eso supone un aliciente, y señora de Willoughby. ¿Lo harás, Fleur?

–Adam…-empezó ella, repasando la cicatriz desde el ojo hasta la comisura del labio-. Piénsatelo bien, por favor. Piensa en lo que sabes de mí, de lo que fui, de lo que soy.

–¿Una puta? – lo dijo tan bruscamente que Fleur se volvió a mirarlo horrorizada y se ruborizó completamente-. Voy a explicarte algo, Fleur, y quiero que me escuches atentamente. Sybil tenía tisis. Es muy poco probable que hubiera sobrevivido a este año. Pero de todos modos podría haber vivido este año, o parte de él. Podría haber dispuesto de mi apoyo e incluso de mi afecto y de todo el amor de Pamela. Pero sufrió una decepción cruel en su vida y otra menor el pasado verano. Perdió las ganas de vivir. Se negaba a aceptar el consuelo que intentaba proporcionarle. Ignoraba casi del todo a Pamela. Y finalmente, cuando supo de la muerte de Thomas, antes que yo, se quitó la poca vida que le quedaba.

–Pobre dama -se lamentó Fleur-, lo siento muchísimo por ella, Adam.

–Y yo también. Pero escúchame, Fleur. Hace más de un año te encontraste en una situación espantosa. Debías elegir entre dejar que te pusieran una soga al cuello o aceptar un matrimonio infernal si volvías a casa, o morir de hambre si seguías escondida. ¿Pero acaso cediste y te compadeciste de ti misma? No. Luchaste, e hiciste todo lo que tenías que hacer para sobrevivir. Hiciste lo más terrible del mundo. Te hiciste puta. Compadezco a mi esposa, pero te admiro más de lo que puedo expresar.

Ella tragó saliva.

–Porque sabes que fuiste el único -protestó la chica-. ¿Cómo te sentirías si hubiese habido una docena más? ¿Dos docenas? ¿Más aún?

–Eso no debe importar -respondió el duque-. Antes de casarme, Fleur, me acosté con más de una docena de mujeres. No puedo ni contar las mujeres con las que me acosté. ¿Qué te parece eso?

Ella se quedó en silencio un rato.

–Eso no debe importar -acabó diciendo.

–¿Y eso hace que dejes de quererme? – preguntó él.

–No. – Apoyó una palma sobre su mejilla-. Eso está en el pasado, Adam. No puedo controlarlo y tú no puedes cambiarlo. No me importa tu pasado.

–Y a mí no me importa el tuyo. ¿Serás mi duquesa, Fleur?

–¿Y Pamela?

–Parecía un poco preocupada por que estuviera dispuesto a sacrificarme convirtiéndote en mi esposa sólo para que pudieras ser también su mamá -explicó-. Tuve que asegurarle que yo también quería. – El duque sonrió.

–Adoraba a su madre -recordó Fleur.

–Sí, y siempre la querrá. Tendremos que asegurarnos de que nunca olvide a Sybil, Fleur. Y esperar que ese recuerdo distorsione de algún modo la verdad. Esperar que recuerde a Sybil como una madre siempre atenta, además de hermosa e indulgente. Nunca serás su madre, pero puedes ser su madrastra. Y puedo decirte por experiencia que es posible amarlas a ambas. Tengo algunas imágenes débiles de mi madre y siempre he asociado esas imágenes con el amor incondicional. Pero quería mucho a mi madrastra, la madre de Thomas.

Fleur bajó la cabeza a la altura del hombro de él.

–¿Te casarás conmigo?

–Sí -respondió ella, y cerró los ojos. No había nada más que decir. ¿Cómo expresar con palabras una felicidad que llenaba tanto a una persona que casi resultaba dolorosa?

El duque apoyó la mejilla en la frente de Fleur y cerró los ojos. Y sintió que ya no había necesidad de decir nada más por el momento. Era tal y como recordaba la noche en que hicieron el amor. Podían comunicarse de manera más perfecta a través del silencio que a través de la imperfección de las palabras.

–Tengo que confesarte algo -acabó diciendo él-. Temía recibir una carta tuya diciendo que estabas embarazada, pero al mismo tiempo esperaba esa carta y me ilusionaba que llegara. ¿Ves cómo podría haberte hecho sufrir con mi egoísmo?

–Lloré cuando supe que no lo estaba -añadió ella.

Él se rio en voz baja y volvió el rostro de ella hacia el suyo cogiéndole la barbilla con una mano y la besó profunda e insistentemente.

–Estarás embarazada tan pronto como sea posible -comentó él-. ¿Esta noche, quizás?

–¿Esta noche? – se rio ella apoyada en su cuello.

–En nuestra noche de bodas. ¿Es demasiado pronto?

–¿Esta noche?

–Podemos esperar si quieres. Podemos planearla. Podemos celebrarla en Londres si quieres, y que asista la mitad de la aristocracia. Me atrevería a decir que incluso el rey asistiría si lo invitáramos. Pero preferiría celebrarla hoy, Fleur. Podríamos pasar la primera noche en nuestra casita. ¿Tienes una habitación de huéspedes para Pamela?

–Sí -respondió Fleur, tocándole los labios delicadamente con un dedo-. He soñado que te tenía aquí conmigo, Adam. Mis brazos estaban tan vacíos sin ti, y la cama tan fría…

–No estarán vacíos esta noche, mi amor -la tranquilizó él-, y la cama estará caliente. Y no tendrás que soñar más. Todo será real.

–No tendré que poner tu carta bajo la almohada esta noche.

–Ni tampoco el pianoforte -intervino él, y ambos rieron y se abrazaron.

–¡Oh, Adam! – suspiró Fleur-. ¡He estado tan sola sin ti! Me ha parecido una eternidad.

Él volvió a sujetarle la cara y se sonrieron.

–Ya no durará más. No más soledad, Fleur, para ninguno de los dos. Sólo nuestro matrimonio, nuestros niños y Willoughby. Envejeceremos juntos. Sólo nuestro amor eterno. – Bajó la cabeza y la besó suavemente en la boca-. Y más allá de la eternidad.