Capítulo 6


Lady Pamela se apartó unos cuantos metros de su cachorro y la perrita tropezó mientras intentaba correr hacia ella. La niña se reía sin poder contenerse al ver que el cachorro tropezaba en la hierba larga y daba vueltas antes de volver a ponerse en pie y retomar el intento de alcanzarla.


Agarró el cachorro y cayó de espaldas. Lo sostuvo lo bastante cerca como para que pudiera lamerle la cara, y continuó riéndose.

Fleur no tenía valor para recordar a su alumna que le había hecho salir para que pintara y que había tenido que suplicarle a la señora Clement que les permitiera estar al aire libre. Sólo les había concedido una hora. Eran tan escasas las ocasiones en las que Lady Pamela parecía disfrutar… salvo con los niños Chamberlain y excepto la tarde anterior, cuando su padre había vuelto a casa.

Fleur se estremeció.

–¿Lo ve? – indicó cuando cesaron las risas-. Podemos ver el pabellón en la isla reflejado en el lago y rodeado de árboles. Usted tenía razón. Será un cuadro muy bonito.

–¡Ay! – volvió a reírse otra vez Lady Pamela-. No muerdas, Pequeñita.

–O quizás hoy le gustaría pintar a Pequeñita rodando en la hierba -sugirió Fleur.

–Sí. – La mirada de la niña se iluminó-. ¿No le parece divertida, señorita Hamilton? ¿No le parece que papá es maravilloso?

–Sí, desde luego -afirmó una voz que procedía de detrás de Fleur-. ¿Pero esto qué es? ¿Un trozo de papel en blanco y pinceles secos? ¡Tienes hierba en el pelo, Pamela! ¡Y por todo el vestido! ¿Qué va a decir la tata?

–Me regañará -respondió Lady Pamela-. Papá, ven a tocarle la nariz a Pequeñita, qué divertido. La tiene fría.

El duque de Ridgeway pasó por delante de Fleur y se arrodilló junto a su hija.

Fleur se quedó donde estaba, delante del caballete, y sintió que se había vuelto de hielo. Esperaba no verlo durante mucho, mucho tiempo después de aquella mañana… sobre todo después de aquella mañana. Se había sentido totalmente humillada.

El duque estaba furioso: cada palabra que había dicho había sido como un latigazo. Se había visto obligada a recordar que había sido oficial de infantería con los ejércitos de Su Excelencia el duque de Wellington durante varios años. Y le parecía que le había dicho la verdad.

Le había dado ese empleo porque la compadecía, no porque la deseara.

Y lo primero que le había dicho había sido «No seré su querida»… ¡Decirle eso al duque de Ridgeway! A su señor. No soportaba recordarlo.

El duque se puso en pie y se volvió mientras Pamela jugaba.

–¿La ha traído aquí para que pintara? – preguntó.

–Sí, Su Excelencia.

–¿Y le ha insistido en que lo hiciera?

–Esta tarde está muy emocionada con lo de su cachorro, Su Excelencia -comentó Fleur.

–¿No quedamos ayer en que el cachorro no iba a interferir con las clases?

–Sí, Su Excelencia.

Fleur miró en las profundidades oscuras de los ojos del duque y reprimió el terror que su altura, la anchura de sus hombros, su pelo negro y sus facciones marcadas amenazaban con convertir en pánico. Y contempló la cicatriz que lo desfiguraba y que le recordó las otras marcas de su cuerpo, que eran mucho peor que cicatrices.

–A veces, con los niños pequeños, las clases no tienen que ser totalmente rígidas -continuó Fleur-. Esta tarde hemos hablado de los dientes del cachorro y del motivo por el que son tan pequeños y por qué se caen, como ocurre con los de Lady Pamela. Hemos hablado del tamaño de la cabeza del perro y de cómo cambiará cuando crezca. Le he explicado cómo sus mozos entrenarán al perro para que pueda acabar viviendo en la casa. Hemos…

–No pensaba despedirla, señorita -la interrumpió-, aunque ha sido una buena respuesta. ¿Cuál era el objetivo de la clase de pintura?

–Le iba a describir las columnas corintias y los frontones -explicó la institutriz, mirando hacia el pabellón-, y señalar que todo se ve al revés al reflejarse. Pero su hija tiene cinco años, Su Excelencia. Mi intención básica era permitirle disfrutar del aire fresco y experimentar con las pinturas.

Fleur alzó el mentón orgullosa. Que le regañase si quería. La niña disfrutaba de muy poca espontaneidad en su vida.

–Buena respuesta, también. ¿Está especializada en ellas?

No había respuesta para una pregunta semejante.

–Supongo que se habrá fijado en que el templo es una réplica exacta en miniatura de la sección central de la casa.

–Exceptuando los escalones en forma de herradura -matizó ella, volviendo la mirada hacia el lago que quedaba por debajo de ellos-. ¿Ocurre lo mismo por dentro?

–Es muy parecido, incluso con la pintura que hay dentro de la cúpula. Pero en el templo no hay galería. Se construyó para que resultara pintoresco, como todo lo demás que hay en el parque, pero se utiliza como pabellón musical en las fiestas del jardín. Y lo utilizará la orquesta en el baile que hay dentro de tres días. ¿Le han dicho que puede asistir?

–Sí, Su Excelencia.

El duque se volvió a hablar con su hija.

–Vamos caminando hasta la orilla del agua -comentó-. El pabellón resulta más imponente desde allí. Y el puente se ve a lo lejos, y parte de las cascadas. Coge al cachorro, Pamela. No puede caminar tanto.

–Pero es hora de que vayamos a casa -interpuso Fleur.

La mirada oscura se volvió hacia ella. El duque levantó una ceja.

–¿Y quién lo dice?

Fleur sintió que se ruborizaba.

–La señora Clement estará esperándonos, Su Excelencia.

–¿La niñera? Pues la niñera tendrá que esperar, ¿no le parece?

Pamela bajó haciendo ruido por la pendiente en vez de coger el camino que la rodeaba hasta llegar a una pendiente menos empinada. El duque le dio la mano a Fleur para ayudarla a bajar, y la chica volvió a entrar en el túnel. La oscuridad y el aire frío la rodeaban: sólo veía la mano, los dedos largos y bonitos que se habían deslizado entre sus mulsos, los habían abierto y que luego se habían introducido en su interior, preparándola para la penetración.

El duque bajó la mano y se volvió hacia ella.

–Cójala despacio, a no ser que tenga pensado nadar.

Y de alguna manera Fleur consiguió salir del túnel y obligó a sus piernas a moverse para poder seguirlo por la pendiente hasta el camino que había debajo, donde el cachorro estaba dando saltos en círculo, contento de encontrarse en el suelo.

Tardaron una hora en volver a casa. Pasearon junto al lago y subieron otra vez por el terraplén en otro lugar. El duque le describió las distintas vistas a Fleur de un modo mucho más concienzudo de lo que lo había hecho la señora Laycock. William Kent, con el que el duque comentó que no tenía ningún parentesco, había diseñado el parque para el abuelo de Su Excelencia, sustituyendo los largos paseos y los grandes jardines planos con parterre que lo habían precedido.

–Creo que mi abuela se escandalizó -comentó el duque-. Era una dama del siglo dieciocho muy recatada. Creía que cuanto mayor era el jardín de uno, mayor importancia tenía.

El duque llevó encima al cachorro la mayor parte del camino, acariciándole el hocico con un dedo mientras el perro se acurrucaba contra su pecho y se dormía. Le entregó el perro a Fleur antes de ponerse a perseguir a Pamela a través de un césped amplio y echarla al suelo, donde la niña se quedó riéndose y agitando los brazos y las piernas.

Tanto el padre como la hija estaban un tanto arrugados cuando subieron a la terraza que había delante de la casa.

–¿Vendrán pronto los invitados de mamá, papá? – preguntó Lady Pamela.

–Pasado mañana, a no ser que alguno se retrase.

–¿Podré ver a las damas?

–¿Quieres verlas?

–¿Puedo? – suplicó-. Mamá dirá que no, sé que dirá que no.

–Puede que mamá tenga razón -explicó él, soltándole la mano y cogiendo al cachorro que llevaba Fleur-. No te gustaría conocerlas, Pamela.

–Pero… -musitó la niña.

–Es hora de entrar -la cortó, mirando a Fleur a los ojos. La miró fijamente cuando su mano rozó con la de la institutriz por debajo de la tripita del cachorro. Fleur la apartó y dio un paso precipitado hacia atrás-. Voy a devolver a Pequeñita a los establos.

–Ah -recordó Fleur-, nos hemos olvidado del caballete y las pinturas. Tengo que volver a por ellos.

–Enviaré a un criado -comentó el duque impaciente-. No se preocupe, señorita.

Fleur cogió a Lady Pamela de la mano y la subió al cuarto de juegos. La niña estaba cansada e increíblemente sucia y despeinada, lo cual la señora Clement no se abstuvo de observar y comentar.

Diez minutos más tarde, Fleur estaba de pie junto a la ventana de su habitación. Los oídos le resonaban por la cáustica reprimenda que había recibido. Al parecer la señora Clement pensaba informar a Su Excelencia la duquesa de la terrible insubordinación que suponía haber dejado que la niña estuviera fuera de la casa una hora más de lo permitido y por devolverla como un espantapájaros, y tan agotada que sin duda al día siguiente estaría enferma.

Fleur permaneció cerca de la ventana y miró en dirección a la zona de césped de la parte de atrás, que producía una engañosa sensación de paz. Pensaba que era un lugar tranquilo. Pensaba que era el paraíso. Había empezado a relajarse y a sentirse más feliz de lo que se había sentido desde su más tierna infancia.

¿Debería marcharse antes de que la despidieran? ¿Pero adónde iría y qué haría? Aunque tenía todo lo que podía necesitar en Willoughby, aún no le habían pagado. El único dinero que tenía eran las escasas monedas que quedaban del adelanto que le habían entregado para comprarse ropa nueva. Ni siquiera tenía suficiente para volver a Londres.

Se estremeció al pensar en Londres. Sólo había un futuro para ella allí.

Apenas había reaccionado todavía ante la pesadilla de lo que había sucedido. El trabajo se lo había dado el hombre que llenaba todas sus pesadillas de terror. No había sido una casualidad afortunada, en absoluto. Le había dado ese empleo porque la compadecía, o al menos eso decía. No sabía si confiar en él o no.

Y de repente aquel día había descubierto que habían vuelto todos sus otros miedos. ¿La habían buscado? ¿La seguían buscando? ¿La colgarían si la atrapaban? ¿Aunque hubiese sido un accidente? ¿Aunque hubiera actuado en defensa propia? ¿Podían colgar a uno sin importar las circunstancias si mataba a otro ser humano? Seguro que no.

Pero Matthew había sido el único testigo. Y Matthew era barón y juez de paz. Sería su palabra contra la de él. Y había levantado la vista del cuerpo muerto de Hobson y la había llamado asesina.

La colgarían. Le atarían las manos y los pies y le podrían la bolsa sobre la cabeza y una soga alrededor del cuello. Fleur se apartó bruscamente de la ventana.

No quería pensar en ello. Y decidió que tampoco quería pensar en Daniel. No lo haría. Pero su sonrisa amable, sus ojos azules y su pelo rubio y suave se aparecieron de todos modos ante ella, y también su cuerpo alto y esbelto vestido con el elegante y oscuro atuendo clerical.

Nunca la había besado. Sólo la mano, y sólo una vez. Ella siempre había querido, pero él se negó la única vez que se lo había pedido. Esbozando la dulce sonrisa que lo caracterizaba, le había dicho que quería que fuese pura en el día de su boda.

¿Y por un beso se habría vuelto impura? Fleur cerró los ojos y se quitó las horquillas que le sujetaban el pelo de manera remilgada en la nuca.

Si supiese lo que había hecho se escandalizaría. La miraría con pena. ¿Acaso la perdonaría? Sin duda lo haría, como Jesús perdonó a la mujer sorprendida cometiendo adulterio. Pero Fleur no quería su perdón. Quería su amor y sus brazos protectores. Quería paz.

Pero no podría haber paz, aunque durante dos semanas se había convencido de que podría haberla. Había matado a un hombre y nunca podría volver a casa. Si la atrapaban la colgarían. Y había hecho lo que había hecho con Su Excelencia, el duque de Ridgeway. Y ahora estaba atrapada en su casa como un pájaro en una jaula.

Se cepilló el pelo enredado. Por mucho tiempo que pasase en aquella casa, por muy a menudo que lo viese, nunca podría sentir otra cosa que no fuese un terror muy profundo y una repugnancia terrible cada vez que lo mirase.

Por muy elegante que fuera vestido, siempre lo vería tal y como lo había visto en aquella habitación del Toro y el Cuerno: alto, musculoso y desnudo, con un triángulo de vello oscuro atravesándole el pecho y bajándole hasta el ombligo y unas heridas espantosas de color morado, preso de una excitación aterradora que la había penetrado y herido de manera virulenta, y que la había violado de manera irrevocable.

Un hombre dotado de una masculinidad descarnada que ejercía su implacable supremacía sobre la debilidad, la pobreza y la desesperanza.

En su interior sabía que quizás era injusto odiarlo. Le había pagado bien por lo que ella le había ofrecido libremente. Había mostrado su generosidad al ofrecerle aquella comida y el empleo.

Pero lo odiaba con un horror y una repugnancia tales que todavía podía provocar que la expulsaran de la casa de improviso y sin tener nada previsto, al igual que había huido de Heron House hacía más de dos meses.

Fleur volvió a cerrar los ojos. En la mano sujetaba el cepillo, y se imaginó su dedo acariciando delicadamente el pelo del cachorro. Tuvo que tragar varias veces para superar la náusea.


A la mañana siguiente, el duque de Ridgeway llamó a la puerta de la salita de la duquesa y esperó a que su doncella personal le dejara entrar, le hiciera una reverencia y saliera de la habitación en silencio. Su mujer lo había mandado llamar. Rara vez entraba en una de sus estancias privadas sin que lo invitara.

–Buenos días, Sybil, ¿cómo te encuentras hoy?

Atravesó la habitación para cogerla de las manos y besarla. Como de costumbre, ella le puso la mejilla.

–Mejor -contestó la duquesa-. Esta noche he tenido un poco de fiebre, pero esta mañana me encuentro mejor.

Apartó las manos de las de él. Tenía unas manos pequeñas y delicadas que antes al duque le gustaba coger y besar.

–Tienes que cuidarte -le advirtió él-. No me gustaría que volvieses a estar enferma como estuviste en invierno.

–He ordenado a Houghton que le pague a la señorita Hamilton y la despida -le espetó ella con la respiración entrecortada, mirándolo con sus enormes ojos azules-. Me ha dicho que debía consultártelo primero. ¿Qué vas a hacer al respecto, Adam?

–Preguntarte el motivo por el que quieres despedir a la institutriz, supongo. ¿Qué ha hecho o dejado de hacer?

–Me refiero a Houghton -se explicó la duquesa. Las lágrimas empezaron a brotarle de los ojos. Llevaba una bata ondulante de seda y encaje blanco, y tenía el pelo rubio suelto en la espalda. De manera bastante desapasionada, su marido pensó que resultaba impresionante y encantadora. Y tan frágil como la jovencita en quien había depositado su corazón cuando se marchó a Bélgica-. ¿Vas a permitirle que me hable de ese modo?

–Houghton es mi secretario personal, y sólo responde ante mí, Sybil. Lo despediría en un instante si lo olvidase hasta el punto de aceptar órdenes de cualquier otra persona de la casa sin consultármelo primero.

Sybil se ruborizó.

–Así que tu secretario es más importante para ti que yo. No siempre fue así, Adam. Una vez me amaste, o eso creía. Al parecer me engañaba.

–Ya deberías saber que tienes que hablar personalmente conmigo cuando tengas un problema. Si lo hicieses no te humillarías tanto. Un secretario eficiente no puede recibir órdenes de dos personas. ¿Qué es lo que ocurre con la señorita Hamilton?

–No deberías tener que preguntármelo -protestó, retorciendo un pañuelo en las manos-. Debería bastar con que yo quiera que se marche. No creo que sea adecuada para cuidar de mi hija. Por favor, despídela, Adam.

–Ya sabes -suspiró él-, que no despido ni al más humilde de mis criados sin un buen motivo, Sybil. No sé si eres consciente de lo cerca que viven los criados del límite de la pobreza. No despediré a nadie para satisfacer un mero capricho.

–¡Un capricho! – exclamó la duquesa. Abrió los ojos y se le volvieron a llenar de lágrimas una vez más-. Soy tu esposa, Adam.

–Sí. – La miró fijamente-. Lo eres, ¿no es así?

Ella bajó la vista y se sentó elegantemente en el extremo del diván.

–Soy la duquesa de Ridgeway -afirmó en voz baja.

–Esa descripción se ajusta mucho más a ti -comentó Adam. Su voz tenía un cierto deje de cansancio-. ¿Siempre hemos de tener esta clase de conversación, Sybil? ¿Siempre tengo que parecer yo el tirano? Lamento mi sarcasmo. ¿Qué problema tienes con la señorita Hamilton?

–Ayer por la tarde hizo salir a Pamela -se lamentó Sybil-, pese al viento frío y la luz directa del sol. Le insistió a la niñera hasta que accedió, pero sólo una hora. Y volvió más de dos horas después. Pamela estaba sucia y agotada, y esta mañana está demasiado cansada como para levantarse siquiera de la cama, la pobrecita. Desobedeció a la niñera deliberadamente, Adam. Ni siquiera tú puedes defenderla de eso.

–Estaban conmigo -explicó él-. No las dejé volver a casa cuando la señorita Hamilton iba a volver.

Sybil lo miró adoptando una expresión severa.

–¿Estuvo contigo? – preguntó, llevándose el pañuelo a los labios-. ¿Más de dos horas?

–No estuvo -la corrigió-. He dicho que estuvieron conmigo: Pamela, la señorita Hamilton y el cachorro. Si Pamela estaba sucia, fue porque estuve rodando por la hierba con ella. Si estaba cansada, es porque corrí y jugué con ella y le di más de dos horas de sol y aire fresco. Los niños deberían estar cansados después de salir y revolcarse por ahí.

La duquesa estaba muy pálida.

–Esto es intolerable. Ya te lo he advertido antes, Adam: eres demasiado rudo con Pamela. Es una niña delicada y debería quedarse a mi cuidado y al de la tata. ¡Y el perro! Puede contagiarle sabe Dios qué enfermedades. Ah, sabía que ocurriría esto en cuanto volvieras a casa. No tienes ninguna consideración por mi sensibilidad en absoluto. ¡Eres tan tan egoísta! ¡Cómo me has engañado!

Él continuó mirándola fijamente hasta que ella volvió a bajar la vista.

–Continuaré pasando tanto tiempo con Pamela como pueda -declaró Adam-. Necesita la atención paterna más que los mimos de una niñera anciana, Sybil. Y necesita actividad, tanto física como mental. Y déjame ver si lo entiendo: ¿la señorita Hamilton recibe órdenes de la niñera?

–Sí, claro que sí. Mi niña es sólo un bebé.

–En adelante, será justo al revés. Confío en que informes a la niñera del cambio. Se pondrá a hacer pucheros cuando se lo digas, aunque tú también. Informaré a la señorita Hamilton de la nueva regla.

Dos lágrimas brotaron de los ojos de la duquesa.

–Eres un hombre cruel y despiadado. Harás cualquier cosa para frustrar mis deseos, ¿no es así, Adam? ¿Sólo porque una vez te portaste bien conmigo, tengo que estar en deuda para siempre?

Él la miró sin responder.

–Ya sabes que nunca he pensado eso. Y nunca lo pensaré. Sólo en tu imaginación, Sybil. A veces casi llegas a convencerme de que soy un tirano y un villano.

Sybil se frotó los ojos con el pañuelo y lo dobló poniéndolo en su regazo.

–Así que tengo que soportar que apartes a mi hija de mis cuidados y de los de su niñera y la pongas en manos de tu concubina. Pues muy bien, Adam. Estoy demasiado débil para pelear contigo.

–¿Mi concubina? Ten cuidado, Sybil. Parece que te resulte improbable que yo pueda desear los servicios de una concubina. – El lado derecho del rostro del duque sonrió fugazmente cuando ella levantó la vista hacia él, perpleja-. No, ya me parecía que esa idea no te resultaría atractiva.

–A veces pienso que me obligarás a odiarte -susurró con el hilo de voz que brotaba de sus lágrimas.

–Te pones muy pesada…

La contempló mientras tosía y se reclinaba en los cojines del diván, llevándose el pañuelo a los labios.

–Hace meses que debería haber insistido en que otro médico te mirara esa tos -añadió Adam en voz baja-. Hartley parece incapaz de curarla. Déjame que llame a un médico de Londres, Sybil. Déjame hacer algo por ti. Déjame que haya un poco de amabilidad entre nosotros para variar.

–Me gustaría estar sola. Necesito descansar.

–Esto no lo tenía previsto -comentó él, cansado-. No tenía previsto que llegaríamos a pelearnos y a oponer nuestros deseos. No preví que llegarías a considerarme un tirano y que a veces me vería obligado a actuar como tal. Esperaba que fuese un buen matrimonio. No preví que podríamos llegar a odiarnos.

–A veces -continuó ella, hundiendo el rostro en el pañuelo y con un hilo de voz que reflejaba su sufrimiento-, te odio por haber fingido que habías muerto y volver vivo. Te odio por hacer que Thomas se marchara cuando sabías que habíamos llegado a ser el uno para el otro. A veces me cuesta no odiarte, Adam, aunque intento no hacerlo. Eres mi marido.

La duquesa volvió a toser otra vez y no podía parar. Pálido, Adam cruzó la habitación hacia ella, sacó su propio pañuelo, plantó una rodilla en el suelo ante la duquesa y se lo quiso dar. Pero ella le apartó la mano.

–Sybil… -musitó el duque, y apoyó delicadamente una mano en la nuca de su esposa mientras tosía.

Pero Sybil se zafó de él, se puso en pie, y huyó al vestidor, cerrando de un portazo al entrar.

El duque de Ridgeway permaneció con una rodilla en el suelo y la cabeza inclinada hacia delante. Y se preguntaba, como había ocurrido muchas veces antes, si lo había amado alguna vez. ¿Le había dicho que lo amaba sólo porque quería ser su duquesa y la dueña de una de las casas más espléndidas del reino? ¿Acaso todos los besos, todas las miradas enternecedoras y las dulces sonrisas, habían sido un mero artificio?

Adam se había criado sabiendo que se esperaba que se casara con ella. Y la idea nunca le había inquietado. Pero no se enamoró de ella hasta que volvió a casa procedente de España y la encontró convertida en una mujer adulta, encantadora y frágil, con unos ojos azules que rezumaban admiración por él. Se había enamorado profunda, totalmente de ella.

¿Y esos sentimientos habían sido unilaterales? ¿Acaso sus declaraciones de amor habían sido únicamente mentiras? O quizás ella también se había visto obligada por las expectativas generadas durante años. Quizás había intentado enamorarse de él o al menos tenerle cariño. Quizá lo había intentado.

Suponía que debía de haber sentido cierto cariño por él entonces, cuando tenía la cara sin desfigurar, cuando quizá podrían haberlo descrito como un hombre atractivo. Nunca olvidaría la expresión de repugnancia profunda en el rostro de Sybil cuando la tomó entre sus brazos la primera vez que se vieron después de su retorno y le hizo dar vueltas y la besó.

Le había dolido mucho. Pero esperaba que la expresión de repugnancia desapareciese una vez se hubiera adaptado a su nueva apariencia. Nunca fue así. Pero claro, para cuando volvió se había prometido a Thomas. En un primer momento no le dio mucha importancia a ese hecho.

El duque se puso cansinamente en pie y se guardó el pañuelo en el bolsillo. Si alguien le hubiese dicho aquella primavera de Waterloo y la primavera siguiente, cuando volvió a casa, que su amor por Sybil llegaría a desaparecer algún día, se habría echado a reír burlándose de ello. Un amor como el suyo no podría desaparecer jamás mientras existiera la vida.

Y después hablan del amor, pensó con cinismo.

Se volvió hacia la puerta, a sabiendas de que su mujer estaría tosiendo en su vestidor. Al duque no le quedaba ni la más mínima chispa de amor. Sólo cierta compasión por lo que indudablemente había sufrido ella, y la vaga esperanza de que pudiera haber cierta paz entre ellos. La esperanza de no parecer siempre el villano en la vida que compartían.

Pero parecía que ni siquiera la paz se le iba a conceder.