Agarró el cachorro y cayó de espaldas. Lo sostuvo lo bastante
cerca como para que pudiera lamerle la cara, y continuó
riéndose.
Fleur no tenía valor para recordar a su alumna que le había
hecho salir para que pintara y que había tenido que suplicarle a la
señora Clement que les permitiera estar al aire libre. Sólo les
había concedido una hora. Eran tan escasas las ocasiones en las que
Lady Pamela parecía disfrutar… salvo con los niños Chamberlain y
excepto la tarde anterior, cuando su padre había vuelto a
casa.
Fleur se estremeció.
–¿Lo ve? – indicó cuando cesaron las risas-. Podemos ver el
pabellón en la isla reflejado en el lago y rodeado de árboles.
Usted tenía razón. Será un cuadro muy bonito.
–¡Ay! – volvió a reírse otra vez Lady Pamela-. No muerdas,
Pequeñita.
–O quizás hoy le gustaría pintar a Pequeñita rodando en la hierba -sugirió
Fleur.
–Sí. – La mirada de la niña se iluminó-. ¿No le parece
divertida, señorita Hamilton? ¿No le parece que papá es
maravilloso?
–Sí, desde luego -afirmó una voz que procedía de detrás de
Fleur-. ¿Pero esto qué es? ¿Un trozo de papel en blanco y pinceles
secos? ¡Tienes hierba en el pelo, Pamela! ¡Y por todo el vestido!
¿Qué va a decir la tata?
–Me regañará -respondió Lady Pamela-. Papá, ven a tocarle la
nariz a Pequeñita, qué divertido. La tiene
fría.
El duque de Ridgeway pasó por delante de Fleur y se arrodilló
junto a su hija.
Fleur se quedó donde estaba, delante del caballete, y sintió
que se había vuelto de hielo. Esperaba no verlo durante mucho,
mucho tiempo después de aquella mañana… sobre todo después de
aquella mañana. Se había sentido totalmente
humillada.
El duque estaba furioso: cada palabra que había dicho había
sido como un latigazo. Se había visto obligada a recordar que había
sido oficial de infantería con los ejércitos de Su Excelencia el
duque de Wellington durante varios años. Y le parecía que le había
dicho la verdad.
Le había dado ese empleo porque la compadecía, no porque la
deseara.
Y lo primero que le había dicho había sido «No seré su
querida»… ¡Decirle eso al duque de Ridgeway! A su señor. No
soportaba recordarlo.
El duque se puso en pie y se volvió mientras Pamela
jugaba.
–¿La ha traído aquí para que pintara? –
preguntó.
–Sí, Su Excelencia.
–¿Y le ha insistido en que lo hiciera?
–Esta tarde está muy emocionada con lo de su cachorro, Su
Excelencia -comentó Fleur.
–¿No quedamos ayer en que el cachorro no iba a interferir con
las clases?
–Sí, Su Excelencia.
Fleur miró en las profundidades oscuras de los ojos del duque
y reprimió el terror que su altura, la anchura de sus hombros, su
pelo negro y sus facciones marcadas amenazaban con convertir en
pánico. Y contempló la cicatriz que lo desfiguraba y que le recordó
las otras marcas de su cuerpo, que eran mucho peor que
cicatrices.
–A veces, con los niños pequeños, las clases no tienen que
ser totalmente rígidas -continuó Fleur-. Esta tarde hemos hablado
de los dientes del cachorro y del motivo por el que son tan
pequeños y por qué se caen, como ocurre con los de Lady Pamela.
Hemos hablado del tamaño de la cabeza del perro y de cómo cambiará
cuando crezca. Le he explicado cómo sus mozos entrenarán al perro
para que pueda acabar viviendo en la casa. Hemos…
–No pensaba despedirla, señorita -la interrumpió-, aunque ha
sido una buena respuesta. ¿Cuál era el objetivo de la clase de
pintura?
–Le iba a describir las columnas corintias y los frontones
-explicó la institutriz, mirando hacia el pabellón-, y señalar que
todo se ve al revés al reflejarse. Pero su hija tiene cinco años,
Su Excelencia. Mi intención básica era permitirle disfrutar del
aire fresco y experimentar con las pinturas.
Fleur alzó el mentón orgullosa. Que le regañase si quería. La
niña disfrutaba de muy poca espontaneidad en su
vida.
–Buena respuesta, también. ¿Está especializada en
ellas?
No había respuesta para una pregunta
semejante.
–Supongo que se habrá fijado en que el templo es una réplica
exacta en miniatura de la sección central de la
casa.
–Exceptuando los escalones en forma de herradura -matizó
ella, volviendo la mirada hacia el lago que quedaba por debajo de
ellos-. ¿Ocurre lo mismo por dentro?
–Es muy parecido, incluso con la pintura que hay dentro de la
cúpula. Pero en el templo no hay galería. Se construyó para que
resultara pintoresco, como todo lo demás que hay en el parque, pero
se utiliza como pabellón musical en las fiestas del jardín. Y lo
utilizará la orquesta en el baile que hay dentro de tres días. ¿Le
han dicho que puede asistir?
–Sí, Su Excelencia.
El duque se volvió a hablar con su hija.
–Vamos caminando hasta la orilla del agua -comentó-. El
pabellón resulta más imponente desde allí. Y el puente se ve a lo
lejos, y parte de las cascadas. Coge al cachorro, Pamela. No puede
caminar tanto.
–Pero es hora de que vayamos a casa -interpuso
Fleur.
La mirada oscura se volvió hacia ella. El duque levantó una
ceja.
–¿Y quién lo dice?
Fleur sintió que se ruborizaba.
–La señora Clement estará esperándonos, Su
Excelencia.
–¿La niñera? Pues la niñera tendrá que esperar, ¿no le
parece?
Pamela bajó haciendo ruido por la pendiente en vez de coger
el camino que la rodeaba hasta llegar a una pendiente menos
empinada. El duque le dio la mano a Fleur para ayudarla a bajar, y
la chica volvió a entrar en el túnel. La oscuridad y el aire frío
la rodeaban: sólo veía la mano, los dedos largos y bonitos que se
habían deslizado entre sus mulsos, los habían abierto y que luego
se habían introducido en su interior, preparándola para la
penetración.
El duque bajó la mano y se volvió hacia
ella.
–Cójala despacio, a no ser que tenga pensado
nadar.
Y de alguna manera Fleur consiguió salir del túnel y obligó a
sus piernas a moverse para poder seguirlo por la pendiente hasta el
camino que había debajo, donde el cachorro estaba dando saltos en
círculo, contento de encontrarse en el suelo.
Tardaron una hora en volver a casa. Pasearon junto al lago y
subieron otra vez por el terraplén en otro lugar. El duque le
describió las distintas vistas a Fleur de un modo mucho más
concienzudo de lo que lo había hecho la señora Laycock. William
Kent, con el que el duque comentó que no tenía ningún parentesco,
había diseñado el parque para el abuelo de Su Excelencia,
sustituyendo los largos paseos y los grandes jardines planos con
parterre que lo habían precedido.
–Creo que mi abuela se escandalizó -comentó el duque-. Era
una dama del siglo dieciocho muy recatada. Creía que cuanto mayor
era el jardín de uno, mayor importancia tenía.
El duque llevó encima al cachorro la mayor parte del camino,
acariciándole el hocico con un dedo mientras el perro se acurrucaba
contra su pecho y se dormía. Le entregó el perro a Fleur antes de
ponerse a perseguir a Pamela a través de un césped amplio y echarla
al suelo, donde la niña se quedó riéndose y agitando los brazos y
las piernas.
Tanto el padre como la hija estaban un tanto arrugados cuando
subieron a la terraza que había delante de la
casa.
–¿Vendrán pronto los invitados de mamá, papá? – preguntó Lady
Pamela.
–Pasado mañana, a no ser que alguno se
retrase.
–¿Podré ver a las damas?
–¿Quieres verlas?
–¿Puedo? – suplicó-. Mamá dirá que no, sé que dirá que
no.
–Puede que mamá tenga razón -explicó él, soltándole la mano y
cogiendo al cachorro que llevaba Fleur-. No te gustaría conocerlas,
Pamela.
–Pero… -musitó la niña.
–Es hora de entrar -la cortó, mirando a Fleur a los ojos. La
miró fijamente cuando su mano rozó con la de la institutriz por
debajo de la tripita del cachorro. Fleur la apartó y dio un paso
precipitado hacia atrás-. Voy a devolver a Pequeñita a los establos.
–Ah -recordó Fleur-, nos hemos olvidado del caballete y las
pinturas. Tengo que volver a por ellos.
–Enviaré a un criado -comentó el duque impaciente-. No se
preocupe, señorita.
Fleur cogió a Lady Pamela de la mano y la subió al cuarto de
juegos. La niña estaba cansada e increíblemente sucia y despeinada,
lo cual la señora Clement no se abstuvo de observar y
comentar.
Diez minutos más tarde, Fleur estaba de pie junto a la
ventana de su habitación. Los oídos le resonaban por la cáustica
reprimenda que había recibido. Al parecer la señora Clement pensaba
informar a Su Excelencia la duquesa de la terrible insubordinación
que suponía haber dejado que la niña estuviera fuera de la casa una
hora más de lo permitido y por devolverla como un espantapájaros, y
tan agotada que sin duda al día siguiente estaría
enferma.
Fleur permaneció cerca de la ventana y miró en dirección a la
zona de césped de la parte de atrás, que producía una engañosa
sensación de paz. Pensaba que era un lugar tranquilo. Pensaba que
era el paraíso. Había empezado a relajarse y a sentirse más feliz
de lo que se había sentido desde su más tierna
infancia.
¿Debería marcharse antes de que la despidieran? ¿Pero adónde
iría y qué haría? Aunque tenía todo lo que podía necesitar en
Willoughby, aún no le habían pagado. El único dinero que tenía eran
las escasas monedas que quedaban del adelanto que le habían
entregado para comprarse ropa nueva. Ni siquiera tenía suficiente
para volver a Londres.
Se estremeció al pensar en Londres. Sólo había un futuro para
ella allí.
Apenas había reaccionado todavía ante la pesadilla de lo que
había sucedido. El trabajo se lo había dado el hombre que llenaba
todas sus pesadillas de terror. No había sido una casualidad
afortunada, en absoluto. Le había dado ese empleo porque la
compadecía, o al menos eso decía. No sabía si confiar en él o
no.
Y de repente aquel día había descubierto que habían vuelto
todos sus otros miedos. ¿La habían buscado? ¿La seguían buscando?
¿La colgarían si la atrapaban? ¿Aunque hubiese sido un accidente?
¿Aunque hubiera actuado en defensa propia? ¿Podían colgar a uno sin
importar las circunstancias si mataba a otro ser humano? Seguro que
no.
Pero Matthew había sido el único testigo. Y Matthew era barón
y juez de paz. Sería su palabra contra la de él. Y había levantado
la vista del cuerpo muerto de Hobson y la había llamado
asesina.
La colgarían. Le atarían las manos y los pies y le podrían la
bolsa sobre la cabeza y una soga alrededor del cuello. Fleur se
apartó bruscamente de la ventana.
No quería pensar en ello. Y decidió que tampoco quería pensar
en Daniel. No lo haría. Pero su sonrisa amable, sus ojos azules y
su pelo rubio y suave se aparecieron de todos modos ante ella, y
también su cuerpo alto y esbelto vestido con el elegante y oscuro
atuendo clerical.
Nunca la había besado. Sólo la mano, y sólo una vez. Ella
siempre había querido, pero él se negó la única vez que se lo había
pedido. Esbozando la dulce sonrisa que lo caracterizaba, le había
dicho que quería que fuese pura en el día de su
boda.
¿Y por un beso se habría vuelto impura? Fleur cerró los ojos
y se quitó las horquillas que le sujetaban el pelo de manera
remilgada en la nuca.
Si supiese lo que había hecho se escandalizaría. La miraría
con pena. ¿Acaso la perdonaría? Sin duda lo haría, como Jesús
perdonó a la mujer sorprendida cometiendo adulterio. Pero Fleur no
quería su perdón. Quería su amor y sus brazos protectores. Quería
paz.
Pero no podría haber paz, aunque durante dos semanas se había
convencido de que podría haberla. Había matado a un hombre y nunca
podría volver a casa. Si la atrapaban la colgarían. Y había hecho
lo que había hecho con Su Excelencia, el duque de Ridgeway. Y ahora
estaba atrapada en su casa como un pájaro en una
jaula.
Se cepilló el pelo enredado. Por mucho tiempo que pasase en
aquella casa, por muy a menudo que lo viese, nunca podría sentir
otra cosa que no fuese un terror muy profundo y una repugnancia
terrible cada vez que lo mirase.
Por muy elegante que fuera vestido, siempre lo vería tal y
como lo había visto en aquella habitación del Toro y el Cuerno:
alto, musculoso y desnudo, con un triángulo de vello oscuro
atravesándole el pecho y bajándole hasta el ombligo y unas heridas
espantosas de color morado, preso de una excitación aterradora que
la había penetrado y herido de manera virulenta, y que la había
violado de manera irrevocable.
Un hombre dotado de una masculinidad descarnada que ejercía
su implacable supremacía sobre la debilidad, la pobreza y la
desesperanza.
En su interior sabía que quizás era injusto odiarlo. Le había
pagado bien por lo que ella le había ofrecido libremente. Había
mostrado su generosidad al ofrecerle aquella comida y el
empleo.
Pero lo odiaba con un horror y una repugnancia tales que
todavía podía provocar que la expulsaran de la casa de improviso y
sin tener nada previsto, al igual que había huido de Heron House
hacía más de dos meses.
Fleur volvió a cerrar los ojos. En la mano sujetaba el
cepillo, y se imaginó su dedo acariciando delicadamente el pelo del
cachorro. Tuvo que tragar varias veces para superar la
náusea.
A la mañana siguiente, el duque de Ridgeway llamó a la puerta
de la salita de la duquesa y esperó a que su doncella personal le
dejara entrar, le hiciera una reverencia y saliera de la habitación
en silencio. Su mujer lo había mandado llamar. Rara vez entraba en
una de sus estancias privadas sin que lo invitara.
–Buenos días, Sybil, ¿cómo te encuentras
hoy?
Atravesó la habitación para cogerla de las manos y besarla.
Como de costumbre, ella le puso la mejilla.
–Mejor -contestó la duquesa-. Esta noche he tenido un poco de
fiebre, pero esta mañana me encuentro mejor.
Apartó las manos de las de él. Tenía unas manos pequeñas y
delicadas que antes al duque le gustaba coger y
besar.
–Tienes que cuidarte -le advirtió él-. No me gustaría que
volvieses a estar enferma como estuviste en
invierno.
–He ordenado a Houghton que le pague a la señorita Hamilton y
la despida -le espetó ella con la respiración entrecortada,
mirándolo con sus enormes ojos azules-. Me ha dicho que debía
consultártelo primero. ¿Qué vas a hacer al respecto,
Adam?
–Preguntarte el motivo por el que quieres despedir a la
institutriz, supongo. ¿Qué ha hecho o dejado de
hacer?
–Me refiero a Houghton -se explicó la duquesa. Las lágrimas
empezaron a brotarle de los ojos. Llevaba una bata ondulante de
seda y encaje blanco, y tenía el pelo rubio suelto en la espalda.
De manera bastante desapasionada, su marido pensó que resultaba
impresionante y encantadora. Y tan frágil como la jovencita en
quien había depositado su corazón cuando se marchó a Bélgica-. ¿Vas
a permitirle que me hable de ese modo?
–Houghton es mi secretario personal, y sólo responde ante mí,
Sybil. Lo despediría en un instante si lo olvidase hasta el punto
de aceptar órdenes de cualquier otra persona de la casa sin
consultármelo primero.
Sybil se ruborizó.
–Así que tu secretario es más importante para ti que yo. No
siempre fue así, Adam. Una vez me amaste, o eso creía. Al parecer
me engañaba.
–Ya deberías saber que tienes que hablar personalmente
conmigo cuando tengas un problema. Si lo hicieses no te humillarías
tanto. Un secretario eficiente no puede recibir órdenes de dos
personas. ¿Qué es lo que ocurre con la señorita
Hamilton?
–No deberías tener que preguntármelo -protestó, retorciendo
un pañuelo en las manos-. Debería bastar con que yo quiera que se
marche. No creo que sea adecuada para cuidar de mi hija. Por favor,
despídela, Adam.
–Ya sabes -suspiró él-, que no despido ni al más humilde de
mis criados sin un buen motivo, Sybil. No sé si eres consciente de
lo cerca que viven los criados del límite de la pobreza. No
despediré a nadie para satisfacer un mero
capricho.
–¡Un capricho! – exclamó la duquesa. Abrió los ojos y se le
volvieron a llenar de lágrimas una vez más-. Soy tu esposa,
Adam.
–Sí. – La miró fijamente-. Lo eres, ¿no es
así?
Ella bajó la vista y se sentó elegantemente en el extremo del
diván.
–Soy la duquesa de Ridgeway -afirmó en voz
baja.
–Esa descripción se ajusta mucho más a ti -comentó Adam. Su
voz tenía un cierto deje de cansancio-. ¿Siempre hemos de tener
esta clase de conversación, Sybil? ¿Siempre tengo que parecer yo el
tirano? Lamento mi sarcasmo. ¿Qué problema tienes con la señorita
Hamilton?
–Ayer por la tarde hizo salir a Pamela -se lamentó Sybil-,
pese al viento frío y la luz directa del sol. Le insistió a la
niñera hasta que accedió, pero sólo una hora. Y volvió más de dos
horas después. Pamela estaba sucia y agotada, y esta mañana está
demasiado cansada como para levantarse siquiera de la cama, la
pobrecita. Desobedeció a la niñera deliberadamente, Adam. Ni
siquiera tú puedes defenderla de eso.
–Estaban conmigo -explicó él-. No las dejé volver a casa
cuando la señorita Hamilton iba a volver.
Sybil lo miró adoptando una expresión
severa.
–¿Estuvo contigo? – preguntó, llevándose el pañuelo a los
labios-. ¿Más de dos horas?
–No estuvo -la corrigió-. He dicho que estuvieron conmigo:
Pamela, la señorita Hamilton y el cachorro. Si Pamela estaba sucia,
fue porque estuve rodando por la hierba con ella. Si estaba
cansada, es porque corrí y jugué con ella y le di más de dos horas
de sol y aire fresco. Los niños deberían estar cansados después de
salir y revolcarse por ahí.
La duquesa estaba muy pálida.
–Esto es intolerable. Ya te lo he advertido antes, Adam: eres
demasiado rudo con Pamela. Es una niña delicada y debería quedarse
a mi cuidado y al de la tata. ¡Y el perro! Puede contagiarle sabe
Dios qué enfermedades. Ah, sabía que ocurriría esto en cuanto
volvieras a casa. No tienes ninguna consideración por mi
sensibilidad en absoluto. ¡Eres tan tan egoísta! ¡Cómo me has
engañado!
Él continuó mirándola fijamente hasta que ella volvió a bajar
la vista.
–Continuaré pasando tanto tiempo con Pamela como pueda
-declaró Adam-. Necesita la atención paterna más que los mimos de
una niñera anciana, Sybil. Y necesita actividad, tanto física como
mental. Y déjame ver si lo entiendo: ¿la señorita Hamilton recibe
órdenes de la niñera?
–Sí, claro que sí. Mi niña es sólo un bebé.
–En adelante, será justo al revés. Confío en que informes a
la niñera del cambio. Se pondrá a hacer pucheros cuando se lo
digas, aunque tú también. Informaré a la señorita Hamilton de la
nueva regla.
Dos lágrimas brotaron de los ojos de la
duquesa.
–Eres un hombre cruel y despiadado. Harás cualquier cosa para
frustrar mis deseos, ¿no es así, Adam? ¿Sólo porque una vez te
portaste bien conmigo, tengo que estar en deuda para
siempre?
Él la miró sin responder.
–Ya sabes que nunca he pensado eso. Y nunca lo pensaré. Sólo
en tu imaginación, Sybil. A veces casi llegas a convencerme de que
soy un tirano y un villano.
Sybil se frotó los ojos con el pañuelo y lo dobló poniéndolo
en su regazo.
–Así que tengo que soportar que apartes a mi hija de mis
cuidados y de los de su niñera y la pongas en manos de tu
concubina. Pues muy bien, Adam. Estoy demasiado débil para pelear
contigo.
–¿Mi concubina? Ten cuidado, Sybil. Parece que te resulte
improbable que yo pueda desear los servicios de una concubina. – El
lado derecho del rostro del duque sonrió fugazmente cuando ella
levantó la vista hacia él, perpleja-. No, ya me parecía que esa
idea no te resultaría atractiva.
–A veces pienso que me obligarás a odiarte -susurró con el
hilo de voz que brotaba de sus lágrimas.
–Te pones muy pesada…
La contempló mientras tosía y se reclinaba en los cojines del
diván, llevándose el pañuelo a los labios.
–Hace meses que debería haber insistido en que otro médico te
mirara esa tos -añadió Adam en voz baja-. Hartley parece incapaz de
curarla. Déjame que llame a un médico de Londres, Sybil. Déjame
hacer algo por ti. Déjame que haya un poco de amabilidad entre
nosotros para variar.
–Me gustaría estar sola. Necesito descansar.
–Esto no lo tenía previsto -comentó él, cansado-. No tenía
previsto que llegaríamos a pelearnos y a oponer nuestros deseos. No
preví que llegarías a considerarme un tirano y que a veces me vería
obligado a actuar como tal. Esperaba que fuese un buen matrimonio.
No preví que podríamos llegar a odiarnos.
–A veces -continuó ella, hundiendo el rostro en el pañuelo y
con un hilo de voz que reflejaba su sufrimiento-, te odio por haber
fingido que habías muerto y volver vivo. Te odio por hacer que
Thomas se marchara cuando sabías que habíamos llegado a ser el uno
para el otro. A veces me cuesta no odiarte, Adam, aunque intento no
hacerlo. Eres mi marido.
La duquesa volvió a toser otra vez y no podía parar. Pálido,
Adam cruzó la habitación hacia ella, sacó su propio pañuelo, plantó
una rodilla en el suelo ante la duquesa y se lo quiso dar. Pero
ella le apartó la mano.
–Sybil… -musitó el duque, y apoyó delicadamente una mano en
la nuca de su esposa mientras tosía.
Pero Sybil se zafó de él, se puso en pie, y huyó al vestidor,
cerrando de un portazo al entrar.
El duque de Ridgeway permaneció con una rodilla en el suelo y
la cabeza inclinada hacia delante. Y se preguntaba, como había
ocurrido muchas veces antes, si lo había amado alguna vez. ¿Le
había dicho que lo amaba sólo porque quería ser su duquesa y la
dueña de una de las casas más espléndidas del reino? ¿Acaso todos
los besos, todas las miradas enternecedoras y las dulces sonrisas,
habían sido un mero artificio?
Adam se había criado sabiendo que se esperaba que se casara
con ella. Y la idea nunca le había inquietado. Pero no se enamoró
de ella hasta que volvió a casa procedente de España y la encontró
convertida en una mujer adulta, encantadora y frágil, con unos ojos
azules que rezumaban admiración por él. Se había enamorado
profunda, totalmente de ella.
¿Y esos sentimientos habían sido unilaterales? ¿Acaso sus
declaraciones de amor habían sido únicamente mentiras? O quizás
ella también se había visto obligada por las expectativas generadas
durante años. Quizás había intentado enamorarse de él o al menos
tenerle cariño. Quizá lo había intentado.
Suponía que debía de haber sentido cierto cariño por él
entonces, cuando tenía la cara sin desfigurar, cuando quizá podrían
haberlo descrito como un hombre atractivo. Nunca olvidaría la
expresión de repugnancia profunda en el rostro de Sybil cuando la
tomó entre sus brazos la primera vez que se vieron después de su
retorno y le hizo dar vueltas y la besó.
Le había dolido mucho. Pero esperaba que la expresión de
repugnancia desapareciese una vez se hubiera adaptado a su nueva
apariencia. Nunca fue así. Pero claro, para cuando volvió se había
prometido a Thomas. En un primer momento no le dio mucha
importancia a ese hecho.
El duque se puso cansinamente en pie y se guardó el pañuelo
en el bolsillo. Si alguien le hubiese dicho aquella primavera de
Waterloo y la primavera siguiente, cuando volvió a casa, que su
amor por Sybil llegaría a desaparecer algún día, se habría echado a
reír burlándose de ello. Un amor como el suyo no podría desaparecer
jamás mientras existiera la vida.
Y después hablan del amor, pensó con
cinismo.
Se volvió hacia la puerta, a sabiendas de que su mujer
estaría tosiendo en su vestidor. Al duque no le quedaba ni la más
mínima chispa de amor. Sólo cierta compasión por lo que
indudablemente había sufrido ella, y la vaga esperanza de que
pudiera haber cierta paz entre ellos. La esperanza de no parecer
siempre el villano en la vida que compartían.
Pero parecía que ni siquiera la paz se le iba a
conceder.