Capítulo 3


Peter Houghton estaba revisando la correspondencia del duque de Ridgeway y apartando las invitaciones que pensaba que su señor desearía aceptar cuando, al oírlo entrar en casa, antes incluso de que llegara al estudio, supo que estaba de mal humor. Había algo en su tono de voz, aunque no pudiera oír sus palabras exactas, que traicionaba su estado de ánimo.


Y el secretario, poniéndose en pie y hundiéndose otra vez en la silla cuando el duque le hizo un gesto impaciente con la mano para que volviera a sentarse, vio que además cojeaba ligeramente. Normalmente Su Excelencia hacía grandes esfuerzos por no cojear.

–¿Algo importante? – preguntó, señalando hacia la pila de correo.

–Una invitación para cenar con su Majestad.

–¿Prinny? Excúsame -le pidió el duque.

–Es una cita real para cenar y jugar a las cartas -insistió el secretario tosiendo.

–Sí, lo entiendo. Excúsame. ¿Hay algo de mi esposa?

–Nada, Su Excelencia -respondió Houghton, mirando hacia la pila.

–Nos marchamos a Willoughby -ordenó Su Excelencia de manera cortante-. Veamos… he prometido acompañar a los Dennington a la ópera mañana por la noche con su sobrina. No se puede cancelar nada más, ¿verdad? Nos marcharemos pasado mañana.

–Sí, Su Excelencia. – Peter Houghton disimuló una sonrisa mientras su señor salía dando zancadas de la habitación. Habían pasado dos semanas desde que habían mandado a su querida en la diligencia. El duque había mostrado mucha fortaleza al esperar tanto antes de encontrar una excusa para ir tras ella.

El duque de Ridgeway subió las escaleras de dos en dos, tal y como solía hacer, pese a que el costado y la pierna le dolían. Distraído, se frotó el ojo izquierdo y la mejilla. Era por la humedad. Las viejas heridas siempre le molestaban cuando empeoraba el tiempo. ¡Maldita Sybil! Se había negado sistemáticamente a acompañarlo a Londres desde hacía cuatro años, cuando se vio obligado a enfrentarse a ella y poner fin a la indiscreción más salvaje en la que se había embarcado. Y sin embargo parecía que casi cada vez que se había instalado en Londres sólo para tener unos pocos meses de paz, ella había decidido organizar una gran fiesta en el campo, invitando a todos los miembros de la alta sociedad, hombres y mujeres, a los que lograba convencer para que se marcharan de Londres y fueran a Dorsetshire. Rara vez le parecía necesario informarle de sus planes. Sólo le quedaba averiguarlo, si es que lo averiguaba, accidentalmente. En una ocasión dos años atrás no lo supo hasta que volvió a casa y descubrió que todos los invitados habían estado allí y se habían marchado excepto uno que se había quedado rezagado. Y ese rezagado había tenido la amabilidad de hacer un favor a las doncellas dejando libre su propia habitación de invitados y compartiendo la de la duquesa. El duque había expulsado a ese caballero en particular menos de una hora después de haber vuelto, y el hombre pareció tomarse muy en serio el consejo de no dejarse ver ni en Willoughby ni en Londres al menos durante los próximos diez años.

Y había reprendido a la duquesa por no mostrar decoro delante de los criados y los que dependían de ellos, lo que había provocado que la duquesa palideciera y acabara sumida en un mar de lágrimas. Sybil siempre parecía más bonita de lo habitual cuando lloraba. Y ella le había acusado de tener el corazón de piedra, de abandonarla, de mostrarse tirano… todas las acusaciones habituales.

Aquella vez Su Excelencia se había enterado de la fiesta de Sybil en White's por boca de Sir Hector Chesterton. El hombre se había mostrado agradecido por su invitación mientras resollaba por la faja crujiente que le oprimía.

–No hay mucho que hacer en la ciudad estos días, querido amigo -le explicó-, excepto comerse con los ojos a las jovencitas. Y sus madres se aferran a ellas como sanguijuelas, así que lo único que uno puede hacer es mirar. Sybil ha sido muy amable al invitarme.

–Sí -el duque había sonreído fríamente-, le encanta rodearse de compañía.

Y por tanto debía volver a Willoughby muchas semanas antes de lo previsto. Llamó con la campana y se quitó el abrigo mientras esperaba que llegara su ayuda de cámara. Por el bien de los criados y por el bien de Pamela, tenía que volver. No sería justo permitirles que presenciaran los libertinajes de Sybil y sus amigos.

¡Por Dios! Tiró de su pañuelo y lo arrojó a un lado. La había amado. Una vez, hacía una eternidad, la había amado. Había amado a la dulce, frágil, rubia y hermosa Sybil. Había soñado con ella, suspirado por ella durante el tiempo que estuvo en Bélgica esperando la batalla que se había convertido en la Batalla de Waterloo. Había vivido del recuerdo de sus sonrisas radiantes, de sus dulces declaraciones de amor, de la timidez con la que había aceptado su propuesta de matrimonio, de sus cálidos besos de doncella.

¡Por Dios! Tiró del botón superior de la camisa y vio cómo salía disparado por la habitación y tintineaba contra el cuenco de porcelana del lavabo.

–Que alguien cosa bien estos botones infernales -le ladró a su ayuda de cámara, que tuvo la mala fortuna de entrar por la puerta en aquel momento.

Pero su ayuda de cámara llevaba con él desde que era niño, y lo había acompañado a la guerra y había sido su ayudante personal en España y en Bélgica. Era un hombre resistente.

–Le duelen la pierna y el costado, ¿verdad, señor? – le preguntó alegremente-. Me imaginaba que sí, con este tiempo… échese y déjeme que les dé un masaje.

–¿Y eso cómo ayudará a que los botones no se desprendan de las camisas, maldita sea? – le espetó el duque.

–Servirá, confíe en mí -lo tranquilizó el ayuda de cámara-. Échese, ahora.

–Quiero mi ropa de montar -exigió el duque-. Voy a galopar por el parque.

–Después de que le dé el masaje -insistió el hombre, como una niñera hablando a un niño-. ¿Vamos a volver a Willoughby, señor?

–Houghton se ha dedicado a hacer correr la voz, ¿no? – comentó Su Excelencia, echándose obediente en un sofá del vestidor y permitiendo a su ayuda que le quitara la ropa y se pusiera manos a la obra con sus manos fuertes y expertas, que siempre lograban aliviar el dolor-. ¿Te alegrarás de volver a casa, Sidney?

–Así es -afirmó el hombre-. Y usted también, señor, si se decide a admitirlo. Willoughby siempre ha sido su lugar favorito del mundo entero.

Sí. Lo había sido. Se había criado siendo consciente de que un día todo sería suyo. Y su amor por Willoughby estaba profundamente arraigado en él. Le había acompañado durante los años de escuela y universidad y durante los años que había pasado en el ejército. Se había empeñado en ocupar su lugar en un regimiento de infantería pese al hecho de que era el hijo mayor y el heredero y pese a la oposición de su padre y de casi todo el mundo que lo conocía.

Pero Willoughby había permanecido en su sangre. Era aquello por lo que había luchado: por Willoughby, su hogar, Inglaterra en miniatura.

Y aun así odiaba volver allí. Porque Sybil estaba allí. Porque la vida nunca podría ser cómo había soñado que sería cuando era joven.

Pero tenía que irse. Y algo en su interior estaba perversamente feliz de que tuviera que hacerlo. Willoughby a finales de la primavera y en verano: cerró los ojos y sintió que lo invadía esa añoranza profunda que siempre había sentido por su hogar cuando estaba lejos y se permitía pensar en él.

Y luego estaba Pamela. Pese a su actitud protectora, pese al hecho de que no soportaba dejarlo estar cerca de la niña, Sybil no se preocupaba mucho por ella. Casi no pasaba tiempo con su hija. Pamela lo necesitaba. Necesitaba algo más que una niñera.

Y tenía algo más que una niñera. Tenía una institutriz. Fleur… La había apartado de su mente tras acallar la voz de su conciencia encontrándole un empleo. Y Houghton le había asegurado que parecía capacitada para ser institutriz. Houghton la habría entrevistado a fondo.

El duque no quería pensar en ella. No quería volver a verla. No quería recordarlo. Sólo había sido infiel a Sybil aquella vez, aunque había muy poco a lo que ser infiel.

¿Por qué había hecho que mandaran a Fleur a Willoughby? Tenía otras propiedades. Podría haberla mandado a una de ellas para que trabajara de criada.

¿Por qué Willoughby? Para que estuviera en la misma casa que su esposa. Para que educara a su hija.

Una puta educando a Pamela.

–¡Ya basta, maldita sea! – protestó, abriendo los ojos-. ¿Pretendes que me duerma?

–Eso intentaba, señor -respondió Sidney, sonriendo alegremente-. Cuando está dormido no hay que sufrir su temperamento, señor.

–¡Serás insolente! – se irritó el duque, sentándose y frotándose otra vez el ojo-. Vete a buscar mi ropa de montar.


Fleur no conoció a la niña que tenía que cuidar ni a la duquesa el día que llegó a Willoughby Hall. Al parecer habían ido de visita por la tarde, llevándose a la niñera con ellas.

–La señora Clement fue la niñera de Su Excelencia la duquesa -explicó la señora Laycock-. Están muy unidas. Me temo que le molestará su presencia tanto como a la duquesa, señorita Hamilton. Debe recordar que es Su Excelencia el duque quien paga su sueldo -le explicó rápidamente, de modo que a Fleur le dio la impresión de que no era la única criada que debía recordar ese hecho.

Al parecer Su Excelencia estaba ausente de casa. Era probable que estuviera en Londres para la temporada si el señor Houghton que la había entrevistado era su secretario personal. La señora Laycock no sabía cuando se esperaba que volviera.

–Aunque sin duda vendrá si se entera del hecho de que Su Excelencia está planeando otra fiesta -explicó la mujer-, y un gran baile.

Utilizó un tono de desaprobación, aunque no dijo nada más al respecto. Y añadió que aprovecharía que la duquesa no se encontraba allí para mostrarle a Fleur parte del piso de arriba de la casa.

La mansión era tan magnífica y estaba construida a una escala tan colosal que Fleur iba a la zaga de la señora Laycock, mirando asustada y sin decir prácticamente nada. Todas las habitaciones de uso común, de la familia y los despachos estaban en el piano nobile, mientras que el cuarto de estudio, el cuarto de juegos y las habitaciones de los criados se encontraban en las habitaciones más pequeñas de abajo. Fleur ya había visto su propia habitación: pequeña, cuadrada, luminosa y ventilada, y situada junto al cuarto de estudio. Daba a una zona de césped y a unos árboles en la parte de atrás. La habitación le parecía un paraíso en comparación con la que tenía en Londres.

El circuito por la casa empezó en el gran salón abovedado de la entrada con su linterna y su triforio en lo alto justo por debajo de la cúpula, que inundaban la habitación de luz, y la cúpula pintada con ángeles voladores. Una galería ocupaba el círculo debajo de la linterna.

–En las grandes ocasiones es el sitio de la orquesta -explicó el ama de llaves- Cuando hay un baile, las puertas hasta la galería alargada y el salón se dejan abiertas para hacer una gran sala de baile con un paseo. Ya verá si llueve el día del baile de Su Excelencia. Tiene que celebrarse al aire libre junto al lago, y nos invitaran, señorita Hamilton, al tratarse de una actividad al aire libre. Pero lo trasladarán al interior si el tiempo se muestra inclemente, claro está.

Fleur miró hacia arriba y trató de imaginarse una orquesta sentada allí y la reverberación de la música en la entrada circular con columnas. Se imaginó multitudes vestidas con sus mejores galas para la noche, alegres, risueños y bailando. Y sonrió. ¡Ah, qué feliz sería! Pese a lo que la señora Laycock había insinuado sobre la duquesa y la niñera de Lady Pamela, sería feliz. ¿Cómo podría no serlo? Había conocido el infierno y había sobrevivido a él.

La galería alargada ocupaba entera una de las alas, en la parte delantera de la casa. Uno de sus lados estaba formado enteramente por ventanas largas y antiguos bustos romanos colocados en nichos. El friso revocado cóncavo y el techo producían la impresión de gran altura y esplendor. La larga pared enfrente de las ventanas estaba repleta de retratos con marcos dorados.

–Es la familia de Su Excelencia desde hace generaciones -explicó la señora Laycock-. Necesitaría al señor mismo para que se lo explicara todo, señorita Hamilton. No hay nada de Willoughby que no sepa.

Fleur identificó un Holbein, un Van Dyck, un Reynolds. Pensó que debía de ser maravilloso imaginarse a unos antepasados como aquellos. La señora Laycock le explicó también que el duque de Ridgeway era el octavo duque de su familia.

–Todos esperamos un heredero -comentó, con cierta dureza-. Pero hasta ahora sólo ha tenido a Lady Pamela.

Le indicó a Fleur que las oficinas y la mayoría de las habitaciones de invitados estaban detrás de la galería alargada, pero no iba a llevarla allí.

El salón grande era el eje central detrás de la entrada. Tenía dos pisos de altura y de las paredes pendían colgaduras de terciopelo escarlata de Utrecht. Los muebles pesados estaban colocados ordenadamente alrededor del perímetro de la habitación, forrados del mismo material. Los grandes marcos de las puertas con frontón y la cornisa y la repisa de la chimenea estaban recubiertos de dorado, y el techo estaba pintado con una escena de una batalla mitológica que la señora Laycock no logró identificar. Había grandes pinturas de paisajes con marcos pesados colgando de las paredes.

El comedor, el salón, la biblioteca, otras habitaciones y las habitaciones privadas de la familia estaban en la otra ala, la que servía de contrapeso al ala de la galería.

Fleur estaba impresionada por todo. Se había criado en una casa grande. Su padre había sido el propietario hasta que murió en el incendio de una posada con su madre cuando Fleur tenía ocho años. Tanto la casa como el título habían pasado a su primo, el padre de Matthew, y ella se había convertido en una mera pupila del señor, que la trataba con amabilidad pero sin prestarle demasiada atención: su esposa y su hija no la querían y les molestaba, y Matthew la había ignorado hasta hacía pocos años.

Pero Heron House no era una de las grandes joyas de Inglaterra. Evidentemente, Willoughby Hall sí lo era. Y pese a lamentar que se hubiera desvanecido el sueño de una casa acogedora y una familia pequeña, estaba emocionada. Viviría en aquella mansión magnífica. Formaría parte de su agitada vida, sería responsable de la educación de la joven hija del duque y la duquesa.

Después de todo, parecía que la buena fortuna iba a acompañarla. Puede que fuese a conocer un poquito del cielo para compensarla por otras experiencias recientes.

–La llevaría a dar un paseo por el parque -comentó el ama de llaves-, pero veo que está agotada, señorita Hamilton. Tiene que subir arriba y descansar un rato. Quizá Su Excelencia querrá hablar con usted más tarde y quizá quiera que conozca a Lady Pamela.

Fleur se retiró gustosamente a su habitación. Estaba un tanto abrumada por todo aquello, por los sucesos de los últimos dos meses, por la gran suerte que había tenido al encontrar un puesto como aquel cuando no había ido a la agencia de empleo durante una semana, por el descubrimiento inesperado de que el puesto no era en absoluto ordinario. El viaje había resultado largo y agotador.

Y aquella mañana había conseguido olvidarse de uno de sus grandes miedos: no estaba embarazada.

Sentada junto a la ventana de la habitación y disfrutando del paisaje pacífico que se veía fuera y de la suave brisa que levantaba las cortinas y le acariciaba las mejillas, pensó que en conjunto era mucho más afortunada de lo que podría haberse esperado sólo dos meses atrás.

Podrían haberla colgado. Todavía podían colgarla. Pero no quería pensar en ello. Hoy había empezado su nueva vida, y sería más feliz de lo que lo había sido en cualquier otro momento de su vida… desde que tenía ocho años.

Se quitó el vestido, lo dobló cuidadosamente y lo puso en el respaldo de la silla, y se echó encima de las mantas en camisa. Volvió a pensar en lo distinto que era de su habitación en Londres mientras miraba hacia el dosel cubierto de seda que había encima de la cama, observaba la pulcritud y la limpieza que la rodeaban y escuchaba solamente el silencio, a excepción del gorjeo lejano de los pájaros.

Cerró los ojos para dejarse llevar por una somnolencia dichosa, y lo volvió a ver: volvió a ver su rostro oscuro, angular y duro, la cicatriz lívida que le cruzaba la cara desde la altura del ojo hasta el mentón, inclinándose de nuevo sobre ella, con sus ojos oscuros y fríos mirando directamente a los suyos.

Le puso las manos encima, primero entre los muslos y en su rincón más secreto y luego por debajo. Y esa otra parte de él se abrió camino, abrasador e implacable, hacia lo más profundo de su interior. Sintió cómo la rompía en pedazos.

–Puta -le susurró-. No vuelvas a pensar en escapar a esa etiqueta. Eres una puta ahora y lo serás el resto de tu vida, por mucho que corras o por muy rápido que vayas.

–¡No! – Fleur meneó la cabeza en la cama, apoyó los pies con mayor firmeza en el suelo, y trató de zafarse de sus potentes manos para que no la penetrara tan profundamente-. ¡No!

–Esto no es una violación -insistió él-. Has venido a mí por propia voluntad. Te vas a llevar mi dinero.

–Porque me estoy muriendo de hambre -le suplicó-. Porque llevo dos días sin comer. Porque tengo que sobrevivir.

–Puta -susurró él otra vez-. Es porque lo disfrutas. Lo estás disfrutando, ¿no es así?

–No. – Ella se retorció para librarse de las fuertes manos que la sujetaban mientras se saciaba de ella-. No.

No. No. Ya no le quedaba nada. Ninguna dignidad. Ninguna intimidad. Ninguna identidad. Privada de su ropa. Con las piernas abiertas por sus rodillas y los poderosos músculos de sus muslos. Invadida hasta lo más profundo de su ser.

No. ¡No, no, no!

Estaba sentada en la cama, sudando, temblando. Era un sueño recurrente. El sueño que la atormentaba cada noche. Uno podría haber pensado que sería el rostro muerto de Hobson el que le vendría a la mente en cuanto dejara de controlar su conciencia, pero no era así. Era el del caballero con la cicatriz fea que se había cernido sobre ella, que le había arrebatado la última posesión que le quedaba por dar… o vender. Fleur se levantó cansinamente de la cama y se puso de pie ante la ventana para refrescarse la cara. ¿Acaso nunca lo olvidaría? ¿No se olvidaría de su imagen? ¿De cómo la había tocado?

¿Realmente le había dicho aquellas palabras? Ya no se acordaba. Pero su cuerpo y su rostro las habían dicho aunque no las hubiera pronunciado en voz alta.

Pensó que no podía haber un hombre más feo y más malvado en el mundo. Y no obstante, recordó que le había comprado comida y había insistido en que se la comiera. Le había pagado tres veces más de lo que le había pedido fuera del teatro. No le había hecho nada que ella no hubiera consentido libremente.

Y le había dado un paño frío para que se limpiara la sangre y aliviara el dolor.

Apoyó la cara en las manos. Debía olvidarlo. Debía aceptar el regalo de una nueva vida que algún poder benevolente le había concedido.


–Qué bonito, cariño -exclamó la duquesa de Ridgeway, inclinándose para besar a su hija en la mejilla y mirando sonriente lo que la niña había pintado para que lo examinara-. Voy a ir a verla, tata. Tiene que quedarle claro que debe subordinarse a ti y que no debe obligar a Pamela a hacer nada que no desee hacer.

–Espera empezar a trabajar esta mañana, milady -comentó la niñera-. Le he explicado que a Lady Pamela le gusta estar tranquila en el cuarto de juegos por las mañanas.

–¿Tengo que conocer a mi nueva institutriz hoy, mamá? – preguntó la niña enfurruñada-. ¿La ha enviado papá?

–Lo ha hecho para provocarme, ¿no? – le dijo la duquesa a su niñera-. Debe de haberse enterado de mis planes y se le ha ocurrido vengarse enviando a una vulgar y aburrida institutriz para mi niña querida. Pero tengo derecho a tener compañía, ¿no? Tanto como él. Está disfrutando de la temporada en Londres. ¿Cree que puedo vivir aquí sola y aburrida? ¿Cree que no necesito yo también compañía para que desaparezca este aburrimiento interminable? – Y entonces tosió con sequedad y buscó un pañuelo.

–Ayer le dije que se pusiera la capa, querida -le amonestó la niñera-. Aunque brille el sol, todavía es primavera. Nunca se librará del catarro si no se cuida.

–No te preocupes tanto, tata -la cortó la duquesa, enfadada-. Tengo esta tos desde el invierno, aunque entonces siempre iba bien abrigada, como tú me mandabas. ¿Crees que él vendrá si se entera?

–Imagino que sí, querida -respondió la niñera-. Suele hacerlo.

–No le gusta que tenga ningún placer ni compañía -protestó Su Excelencia-. Lo odio, tata, de verdad que sí.

–Silencio -le espetó la niñera-, no delante de Lady Pamela, querida.

La duquesa miró a la niña y le tocó un suave tirabuzón oscuro.

–Bueno, pues envíala a mi salón, a la señorita Hamilton. Puede que Adam la haya contratado, tata, pero tiene que saber que tendrá que rendirme cuentas a mí. Al fin y al cabo, Adam…

–Silencio, querida -afirmó la niñera.

La duquesa besó otra vez a la niña en la mejilla y salió deslizándose de la habitación, con su bata moviéndose a su paso.

Su hija ya la miraba marcharse con expresión de añoranza.

–¿Crees que le ha gustado mi cuadro, tata? – preguntó.

–Claro que sí, cariño. – La niñera se inclinó para abrazarla-. Mamá te adora y adora todo lo que haces.

–¿Y le gustará a papá? – insistió la niña-. ¿Va a venir a casa?

–Lo guardaremos bien hasta que venga -respondió la señora Clement.

Cuando poco después llevaron a Fleur al salón de la duquesa, se lo encontró vacío. Se quedó de pie dentro, junto a la puerta, y esperó en silencio con las manos juntas delante del cuerpo. Era una habitación pequeña, pero bastante exquisita y de forma oval. Tenía una cúpula pintada como techo y estilizadas columnas corintias doradas que sujetaban el cornisamento. Unos paneles decorativos sobre una superficie color marfil, pintados en tonos rojos, verdes, rosas pálidos y pan de oro hacían que las paredes resultaran delicadas y femeninas.

No tuvo que esperar mucho. Se abrió la puerta al otro lado de la habitación y entró una dama menuda y afectada con un delicado vestido azul de muselina y el cabello rubio platino recogido en suaves rizos y tirabuzones en la cabeza y por el rostro. Fleur pensó que la duquesa era extremadamente hermosa y parecía tener menos de los veintitrés años que tenía ella misma.

–¿La señorita Hamilton? – preguntó la duquesa.

Fleur hizo una reverencia.

–Su Excelencia…

Se percató de que los ojos azul cielo de la duquesa la estaban analizando abiertamente de la cabeza a los pies.

–¿Mi marido la ha hecho venir para que sea institutriz de mi hija? – Tenía una voz dulce y entrecortada.

Fleur inclinó la cabeza.

–¿Se da cuenta de que a los cinco años todavía no tiene necesidad de que la eduquen? – preguntó Su Excelencia.

–Pero incluso un niño tan pequeño puede aprender muchas cosas sin sentarse realmente con un libro durante todo el día, Su Excelencia -contestó Fleur.

La duquesa alzó el mentón.

–¿Se atreve a estar en desacuerdo conmigo? – preguntó. Tanto su voz como su rostro eran agradables y de algún modo discrepaban con sus palabras.

Fleur permaneció en silencio.

–Mi marido la ha enviado. ¿Qué relación tiene con él, si se puede saber?

Fleur se ruborizó.

–No conozco a Su Excelencia -explicó-. Fue el señor Houghton quien me entrevistó en la agencia de empleo.

La duquesa volvió a mirarla de arriba abajo.

–Como habrá deducido -empezó-, no estoy de acuerdo con mi marido en que mi hija necesite que le den clases. Es una niña pequeña y delicada que sólo necesita el amor de su madre y los cuidados de su niñera. No le llenará el cerebro de conocimientos inútiles, señorita Hamilton, y recibirá órdenes de la señora Clement, la niñera de Lady Pamela. Se considerará una de las criadas de esta casa y se quedará en su propia habitación o en el salón de los criados cuando su presencia en el cuarto de estudio no sea necesaria. No espero verla en esta planta de la casa a no ser que yo la llame expresamente. ¿Me entiende?

Dijo todo aquello con un tono de voz suave y amistoso mientras su rostro frágil y bello la contemplaba con grandes ojos azules. Fleur pensó compasiva que era una madre amantísima temerosa de que su hija dejara de ser un bebé, pese a la naturaleza imperiosa de las palabras que había pronunciado.

–Sí, Su Excelencia -respondió.

–Ahora puede marcharse y pasar media hora con mi hija bajo la vigilancia de la señora Clement -ordenó Su Excelencia.

Pero cuando Fleur se volvió para irse, Su Excelencia volvió a hablarle.

–Señorita Hamilton -le comentó-, me parece correcto el modo en el que se ha vestido está mañana y el modo en el que se ha arreglado el pelo. Espero que su manera de vestir siempre me resulte satisfactoria.

Fleur volvió a inclinar la cabeza y salió de la habitación. Y dado que iba vestida con una de sus nuevas adquisiciones, un austero vestido de algodón gris con un pequeño cuello de encaje blanco, y que llevaba el pelo totalmente retirado de la cara y enroscado en un moño grueso en la nunca, pensó que entendía perfectamente a la duquesa.

¿Significaba eso que el duque era la clase de hombre que acosaba a sus criadas jóvenes? ¿Era ese el motivo por el que Su Excelencia le había preguntado sobre su relación con él en Londres? Esperaba fervientemente que se quedara allí durante mucho tiempo.

Al recordar, con un ligero escalofrío, las palabras y la actitud de la duquesa, Fleur pensó que le habían advertido que ni Su Excelencia ni la señora Clement se alegrarían de verla. Y no debía quejarse. Ninguna de las dos se había mostrado abiertamente hostil hacia ella. Estaba segura de que cambiarían de opinión cuando se percataran de que no tenía ninguna intención de pasarse el día vigilando a Lady Pamela con un palo en un cuarto de estudio cerrado.


El señor Snedburg terminaba un largo día de trabajo. Se había relajado lo bastante como para tomar asiento en un salón de St. James Street e incluso para aceptar una copa de oporto.

–Muchas gracias, señor -musitó, cogiendo la copa de la mano de su anfitrión-. Me duelen los pies de tanto caminar y tengo la garganta seca de hacer tantas preguntas. Sí, así es, es la señorita Fleur Hamilton. Demasiada coincidencia para que no fuera la misma joven, ¿no le parece? Y encaja con la descripción.

El señor Snedburg no añadió que sus dos informantes, la señorita Fleming y la casera de la joven, habían descrito a Fleur Hamilton como una joven de aspecto muy ordinario con un pelo rojizo muy ordinario también. Entendía que a su cliente le gustaba bastante su prima aunque fuese una asesina y una ladrona de joyas. Y había que perdonar a los hombres enamorados si en ocasiones se ponían poéticos. Era como la luz del sol y del crepúsculo juntas, claro que sí. Con eso bastaba para que al agente le entraran ganas de devolver.

–¿Y? – Lord Brockehurst lo observaba intensamente, con su propia copa de oporto a media altura de los labios. Pese a su reputación, el agente había tardado más de una semana en elaborar su primer informe.

–Y la han contratado como institutriz de la hija de un tal señor Kent de Dorsetshire. Lo hizo un -el agente hizo una pausa para que tuviera más efecto-, un caballero que la esperó en la agencia cuatro días enteros, a la pelirroja Fleur. La muchacha ya se ha puesto camino.

Lord Brockehurst frunció el ceño. La copa seguía a varios centímetros de su boca.

–No puede haber muchos Kent en Dorsetshire -explicó el señor Snedburg-. Investigaré el asunto a ver si podemos asociar a nuestro hombre con un solo punto del mapa, señor.

Lord Brockehurst bebió, sumergido en sus pensamientos.

–¿Kent? – preguntó-. No serán los Kent de Ridgeway, ¿verdad?

–¿Como el duque de Ridgeway? – preguntó el agente, levantando una mano para rascarse la parte de atrás del cuello-. ¿Es un Kent?

–Conocí a su medio hermano -comentó Lord Brockehurst-. Vivían en Dorset. En Willoughby Hall.

El señor Snedburg se metió el dedo meñique en la oreja.

–Veré qué puedo averiguar que sea sólido, señor. La encontraremos enseguida, se lo aseguro.

–Fleur… -murmuró el otro, observando los remolinos que formaba el contenido de su copa-. Solía tener pataletas de niña porque mi madre y mi padre no la llamaban así. Al parecer era el nombre que empleó hasta que murieron sus padres. Me había olvidado.

–Bueno, sí, como usted diga, señor -concedió el señor Snedburg, acabándose lo que le quedaba en la copa de un trago y poniéndose en pie-. Veré lo que puedo averiguar de ese duque y su institutriz.

–Quiero que la encuentre pronto -pidió Lord Brockehurst.

–Muy pronto, hoy mismo -añadió el otro eficiente-. Tiene mi palabra, señor.

–Bien, me dijeron que usted era el mejor. Aunque ha tardado mucho en averiguar esto…

Snedburg decidió no comentar nada del halago ni de la crítica. Saludó de un modo casi militar y salió a toda prisa del salón.