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El viaje a Waterville transcurrió la mayor parte del tiempo en silencio. Shelley encendió la radio. Ya no sonaban apenas canciones de Navidad, en su lugar, se emitían los últimos éxitos musicales. Ella respondía con monosílabos a sus esfuerzos por iniciar una conversación. Al fin se dio cuenta de que era inútil intentarlo.

Llegaron a Waterville más rápido de lo que le habría gustado, la dejó en la parada del autobús. Había descartado su plan de comprar un coche o alquilarlo. Estaba segura de que ya no debía preocuparse por Tyrone.

Blake la acompañó a la estación de autobuses y se quedó con ella hasta que se subió al autobús que la llevaría a Boston. Cuando descubrió adónde iba, se ofreció a llevarla. Pasaría por Boston camino de Miami, pero ella no quiso. Obviamente, no podía esperar a librarse de él.

Y de repente se había quedado solo, se dirigió a su Porsche, se sentó y dejó el motor encendido. El familiar murmullo del motor no lo llenó de felicidad ni despertó en él ninguna otra emoción. La sensación de vacío era demasiado fuerte. En lugar de alegrarse porque pasaría el resto de sus vacaciones tranquila y recogidamente, esta perspectiva solo le hacía sentir rechazo. Sentarse en su apartamento de Miami a ver una película tras otra. ¿Esa era su idea de pasarlo bien?

Sacudió la cabeza. Su vida era más miserable de lo que pensaba, si eso era todo lo que se le ocurría. Tuvo la tentación de dar media vuelta y pasar el resto de la semana en el chalet. Pero tampoco tenía ganas de hacer eso. Quedarse solo en el lugar en el que había vivido días tan bonitos. Eso sonaba más a una tortura que a algo que realmente querría hacer.

Entonces, a Miami, .

Introdujo su destino en el GPS y partió. Recorridos un par de metros, apagó la radio. No importaba la canción que sonara, le recordaba a Shelley. Ya fuera porque la habían escuchado juntos o porque no lo habían hecho.

Pronto se dio cuenta de que no era por las canciones, es que no lograba desterrar a Shelley de sus pensamientos. Qué obstinada era, maldita sea. Sobre todo porque no quería tener nada que ver con él.

Tras recorrer un centenar de kilómetros, consideró seriamente la posibilidad de parar en Boston.

Siguió conduciendo.

Doscientos kilómetros. Boston se hallaba ante él. Una gran ciudad, como Miami. Realmente no le importaba en qué ciudad recluirse en un apartamento de lujo. Sin embargo, pasó de largo.

Trescientos kilómetros. La idea era completamente absurda. Ni siquiera tenía su dirección.

Cuatrocientos kilómetros y una llamada telefónica al detective que su bufete contrataba habitualmente. Ahora tenía su dirección.

Quinientos kilómetros. Necesitaba café y un plan. Un nuevo plan.

Cuando llegó a Boston, estaba completamente agotado. Había viajado setecientos kilómetros solo para pasar primero de largo por la ciudad y luego dar la vuelta para regresar. Era una idea bastante estúpida, estaba seguro de que lo era. Shelley no había querido ir hasta allí con él. No. Había preferido subirse a un autobús, que probablemente tardaría el doble de tiempo, antes que pasar más tiempo con él. Si esto no indicaba que no estaba interesada en él, no sabía que otras señales necesitaba. Sin embargo, allí estaba.

Lanzó su maleta sobre la cama y se acercó a la ventana. Entre tanto, ya había oscurecido. El Boston Common, el parque urbano más antiguo de los Estados Unidos, se erguía sumido en la oscuridad ante él. Solo unas cuantas farolas le proporcionaban una débil luz. En algún lugar de aquella enorme ciudad estaba Shelley. ¿Estaba tan sola como él? ¿O lo primero que había hecho era ir a visitar a sus parientes? ¿O a su cliente para darle el dinero?

Encogiéndose de hombros, se apartó de la ventana. Luego sacó su portátil. Era hora de averiguar dónde estaba la calle en la que vivía Shelley.