11

Cuando se despertó a la mañana siguiente, ya había luz. A través de los cristales de las ventanas podía ver la capa de nieve blanca y brillante, que cubría las laderas de las montañas y los árboles como una sábana de color claro. La nieve brillaba a la luz del sol como mil diamantes. Parecía como si sobre el mundo entero allí afuera una hada madrina hubiera esparcido todas sus joyas para crear un paisaje que parecía un cofre de tesoros.

Tuvo que sonreír. Normalmente nunca habría tenido pensamientos tan cursis. ¿Un hada? ¿Un paisaje encantado? Probablemente era porque había pasado el día de Navidad más bonito de su vida hasta el momento. No era en lo que solía pensar. En todos los años que habían transcurrido desde la muerte de su padre, siempre había relacionado la fiesta con el dolor. Con un acontecimiento que cambió toda su vida de golpe y convirtió la magia de la Navidad en una maldición.

Ahora había redescubierto aquella magia. Y eso solo porque había pasado el día con Shelley. El ambiente navideño en el chalet, los aromas de las galletas y la carne asada, los regalos que se habían intercambiado y las conversaciones que habían mantenido. Todo aquello era algo especial, algo que lo hacía emocionarse en cuanto pensaba en ello. Le hubiera gustado pasar aun más días con Shelley en aquella cabaña. Le hubiera gustado que hubiera nevado aun unas semanas más. Entonces habría tenido la oportunidad de superar la distancia que se había establecido entre los dos desde la noche anterior.

Tras aquella conversación, ella se había acostado y había dicho algo así como que estaba fatigada y necesitaba dormir. Pero él sabía exactamente lo que pasaba. Sus palabras le habían hecho darse cuenta de que él solo buscaba una aventura. Pasar un par de horas agradables en una cabaña, alejado de su vida cotidiana. Solo una hora de trayecto en coche, y llegarían a la siguiente gran ciudad. La dejaría allí y no la volvería a ver.

Blake se incorporó para sentarse en la cama y se pasó las manos por la cara, luego, fue al baño a ducharse. Cuando después se dirigió con pasos pesados a la cocina, Shelley ya estaba de pie junto a la cocinilla. Le llegó un olor a bacon asado y a café.

―Buenos días, estoy preparando el desayuno ―dijo Shelley y le sonrió. Como si todo fuera bien.

―Gracias. Eso es genial.

―Siéntate. El café estará listo enseguida. ―Señaló una silla al lado de la barra americana de la cocina. Obedientemente, se dejó caer en la silla. ¿Trataba de hacerle sentir culpable a base de pura amabilidad? Si era así, su estrategia funcionaba.

―Ya no nieva ―comentó él precavidamente, porque a pesar de que ella sonreía, tenía la sensación de que se movía sobre un terreno plagado de minas.

―Parece que hoy mismo podremos irnos. ―Ella se acercó a él, colocó una jarra de café sobre la mesa y se sentó frente a él.

―Sí. Yo también lo creo.

―Greg nos recogerá por la tarde. Acabo de recibir un mensaje de WhatsApp suyo. Ha parado de nevar y ya están trabajando para despejar las carreteras. Greg espera que lo estén a mediodía.

―Eso está bien. Muy bien ―dijo, aunque sus sentimientos decían otra cosa. Le susurraban que debía prolongar su estancia con Shelley en aquella cabaña.

―Me alegro de que por fin vaya a regresar a casa y pueda finalmente entregarle a Lila el dinero.

―¿Qué pasa con Tyrone? ¿Y si te está esperando allí?

Shelley sacudió la cabeza.

―No creo que lo haga. En Estados Unidos, las leyes son diferentes a las de Canadá. Aquí puedo meterlo en la cárcel por no pagar durante años la manutención de su hijo. No se atreverá a cruzar la frontera. Además, le enviaré un correo electrónico. Tengo fotos del dinero en su caja fuerte. Había al menos un millón de dólares en efectivo. No creo que quiera arriesgarse a presentar una denuncia ante el IRS. Y eso es exactamente lo que yo haré si no me deja en paz.

―¿De verdad crees que eso será suficiente?

―Sí. Confía en mí, conozco a esa clase de hombres.

―Sin embargo, tal vez deberíamos quedarnos aquí un poco más. Un par de días. Podrías enviarle este e-mail a Tyrone y esperar a ver cómo reacciona.

―Quiero irme a casa. ―Ella lo miró con aquella precisa tranquila mirada que indicaba que era inútil discutir. Era justo lo que él se había supuesto. Todo había acabado.