7

Nieve. Nieve. Y más nieve.

Aun no se veía otra cosa que un muro blanco de copos de nieve. Blake se alejó. La vista era preciosa. Un idilio navideño propio de un cuento ilustrado, nada con lo que quisiera estar relacionado.

Shelley se afanaba en la cocina. Había murmurado algo acerca de hornear unas galletas.

Fue hacia donde estaba, no porque quisiera estar con ella, sino porque sus pies habían desarrollado un automatismo propio que simplemente lo condujo en su dirección. Hasta que se plantó de pie junto a ella.

―¿Estás haciendo galletas? ―preguntó innecesariamente, porque podía ver que era precisamente eso lo que hacía.

―Sí. ―Shelley observó la masa que acababa de estirar. Sus ojos brillaron. Le divertía estar allí y preparar la masa para las galletas. No se precisaba ser psicólogo para verlo. Una cálida sensación se propagó por su estómago. Se veía tan hermosa con sus mejillas ligeramente enrojecidas, los ojos brillantes y un mechón de pelo colgando de su cara.

Entonces miró su barriga. La burbuja romántica que lo había traído hasta allí estalló en su cabeza al notar su forma redonda.

―¿Te gustaría ayudarme? ―preguntó ella.

―Sí, ¿por qué no?

Le colocó un cortador en la mano. Papá Noel con un saco al hombro. Bueno, ¿qué otra cosa podría ser?

―Toma, puedes darle forma a las galletas.

―De acuerdo.

Mientras Shelley estiraba otro trozo de masa a su lado, él cortaba las galletas. Trabajaban uno al lado del otro en silencio. Aunque Blake no miraba a Shelley, cada fibra de su cuerpo era consciente de su presencia. Como si irradiara algo que lo atraía irresistiblemente. Cuando extendió su mano para colocar las figuras que había recortado en la chapa de metal, le tocó el brazo. El breve roce fue como una descarga eléctrica.

―Lo siento ―murmuró.

―No hay problema ―respondió ella. Su voz sonaba más profunda. Diferente de lo usual. La miró brevemente por el rabillo del ojo. Sus mejillas estaban más rojas que antes. Tal vez tenía calor. Pero tal vez ella, al igual que él, había percibido lo cargada que estaba la atmósfera que ambos compartían. Nuevamente la observó mientras amasaba. Sus manos estaban cubiertas de harina. A la punta de su nariz había ido a parar una poca más. Blake alargó la mano y se la limpió. Shelley lo miró sorprendida.

―Solo había algo de harina ―le explicó.

―Oh. Gracias.

No lo hubiera creído posible, pero la atmósfera se hizo aun más intensa. Le hubiera gustado atraer a Shelley hacía sí. Tan cerca, que su cuerpo se apretara contra el suyo. Y luego la besaría. Degustaría la dulce masa, que acababa de probar, en sus labios. Introduciría sus manos por debajo de su camiseta, las deslizaría por encima de su suave piel....

Tuvo que parar. Shelley había dejado bien claro que no quería nada de él. Su mirada recelosa cuando dijo que no confiaba en él, todavía estaba muy presente en su mente. Así que volvió a su tarea. Cortó un estúpido Papá Noel tras otro. Luego colocó las últimas galletas en una bandeja de hornear engrasada.

―Ya se puede poner la bandeja en el horno, en la barra del medio. Está precalentando ―dijo Shelley.

―De acuerdo. ¿Cuánto tiempo tienen que estar dentro?

―Diez minutos deberían ser suficientes.

Blake introdujo el tiempo. Luego cruzó los brazos delante de su pecho y se apoyó contra la encimera de la cocina. Shelley probablemente no estaba aun muy satisfecha con la masa. Seguía trabajándola.

―¿No está ya suficientemente plana?

―No del todo, pero casi. ―Alzó la vista― Espero ansiosa a que las galletas estén listas. Me encantan las galletas de Navidad.

―Hmmm. ―Es todo lo que Blake pudo decir. Poco a poco la cocina se iba impregnando con el olor de las galletas que estaban en el horno. Olía a pan de jengibre, canela y azúcar vainillado. Se le hizo agua la boca. No importaba lo que pensara de la Navidad, le gustaban las galletas recién horneadas.

―Ahora puedes continuar. ―Ella se apartó para dejarle espacio en la superficie de trabajo― Voy a preparar el glaseado para las figuras de jengibre.

―De acuerdo.

Mientras Blake volvía a llenar otra bandeja con Papá Noeles, Shelley abrió algunos armarios de la cocina.

―Tiene que estar aquí, en alguna parte ―murmuró. Se aupó sobre sus pies y abrió uno de los armarios superiores. Blake la observaba. Si se estiraba un poco más, el suéter quedaría lo suficientemente alto como para que se pudiera ver una franja de piel desnuda. Solo un poco más.

Se sentía como un adolescente intentando mirar por debajo de la falda de una chica. Aun así, no podía quitarle los ojos de encima.

―Ahh, ahí están ―exclamó triunfante Shelley y se estiró más hacia arriba para alcanzar una de las jarras de plástico azul que estaban en el estante. Apoyándose contra la encimera de la cocina, se las arregló para bajar una. Por un momento, su barriga quedó completamente aplastada. Sin que ella se diera cuenta.

―¿Shelley?

―¿Sí? ―Se volvió hacia él, sosteniendo triunfalmente su hallazgo― Es ideal para batir las claras a punto de nieve.

―Bien. Pero, ¿qué le… ehm… ha pasado a tu figura? ―Blake señaló la parte central de su cuerpo. Una sonrisa se dibujó en su rostro. Acababa de comprimir por completo aquella extraña parte de su cuerpo de manera que ya no se veía. Pero aquello no era todo, porque su "barriga" estaba torcida a la altura de las caderas.

―¿Mi...? ¿Qué? ―Shelley bajó la vista para contemplarse. Cuando levantó la vista, su cara tenía un color rojo intenso― Esto es... tan...

―¿Por qué no me dijiste que llevabas relleno? ¿Uno que te hiciera parecer embarazada?

―¡Porque no es asunto tuyo! ―Shelley lo miró desafiante.

―Tienes toda la razón, no es asunto mío. Aun así, sería bueno saber que confías en mí. No tienes que esconderte o disfrazarte aquí. Por la simple razón de que no hay nadie más que nosotros. Entonces, ¿para qué todo esto?

―No había pensado en ello. ―Se encogió de hombros― Además, me he acostumbrado tanto que no se me pasó por la cabeza.

―¿Oh? ¿En serio? ―Aunque no fuera asunto suyo, porque Shelley podía hacer lo que quisiera, estaba enojado. Lo había engañado. Probablemente porque pensó que el embarazo fingido era suficiente para evitar que le acudieran a la mente pensamientos estúpidos.

Lanzó el cortador de galletas sobre la encimera, se dirigió precipitadamente a la antesala, se puso los zapatos y abrió la puerta. El aire frío mezclado con copos de nieve le golpeó la cara. Justo lo que necesitaba en aquel preciso momento.

Tan pronto como la puerta se cerró detrás de Blake, a Shelley la embargó la mala conciencia. Blake dijo que podía confiar en él. Desde que lo había conocido, se había comportado como un consumado caballero. No solo la había recogido en la carretera, sino que también la había hecho sentir protegida. Pero en vez de decirle la verdad, había continuado con aquella farsa. Como si Blake fuera el tipo de hombre que se abalanzaría sobre ella en cuanto dejara de correr por ahí con la apariencia de un enorme tonel.

Ahora estaba afuera y descargaba su furia contra la madera, que partía con un hacha. Shelley se acercó a la ventana. Qué espectáculo. Blake estaba de pie bajo el voladizo, con una simple camiseta. Con cada golpe del hacha podía admirar lo desarrollados que estaban los músculos de sus brazos. Luego la cosa se puso aun mejor, Blake impaciente se quitó la camiseta por la cabeza. Su piel resplandecía de sudor. La parte superior de su cuerpo era una escultura muscular bien definida.

Hacía más calor y no se debía a las galletas que estaban en el horno. No, aquel calor lo provocaba las vistas que él le ofrecía. Como si no hubiera hecho otra cosa el resto de su vida, Blake colocó un tronco sobre un tocón de madera, levantó el hacha y lo partió en dos mitades con un solo movimiento. Luego le tocó el turno a otro y, luego, a otro. Sus músculos estaban perfectamente sincronizados.

De repente, ella se alegró de que él hubiera descubierto su disfraz. De que supiera la verdad. Entonces se miró a sí misma. La falsa barriga aun le arruinaba la figura.

―Oh, Dios. ―Mientras tuviera aquellas pintas, no tendría que preocuparse por nada. Ningún hombre la tocaría, ni siquiera pensaría en verla desnuda.

Al dirigir su mirada a Blake, vio que la pila de madera partida aumentaba. Sus movimientos se ralentizaban. Pronto dejaría de cortar leña. Shelley se dio la vuelta y se fue a su habitación. Era hora de deshacerse de aquel disfraz.