Capítulo XII

MIGUEL Torrente Adduci miró a los tres hombres con ojos en los que fulguraba la cólera. Desde una butaca, la hermosa muchacha dijo:

—Sigue usted con sus desvaríos, señor. Carella enseñó los dientes en una mueca.

—Mis desvaríos nunca fueron cosa grave. Yo la vi a usted y supe quién era… María Acevedo. Por supuesto, usted no podía admitirlo. Estos caballeros han creído mi historia y están aquí para solucionar todo el asunto definitivamente. Son inspectores del Gobierno, ¿saben?

—No me importa quiénes sean, puesto que este yate me pertenece, tengo la documentación en regla y además poseo influyentes amistades entre los políticos de este país. Mi sobrina y yo sólo pretendemos gozar de un crucero de placer que…

—No siga. Si María Acevedo es su sobrina yo soy la reina de Java. Tal vez su amante. Y lo que ustedes pensaban realizar era el traslado de dos toneladas de oro y joyas que están a bordo. Pero hay algo que usted no sabe, Torrente. Alguien más pretendía echarle mano al cargamento. Este yate hubiera sido hundido poco después de zarpar. Unos cuantos muertos y asunto resuelto. Dentro de unos días, un par de hombres— rana sacarían las cajas y el negocio hubiera sido redondo para el enterrador y su propio patrón… al que hemos echado el guante.

Torrente y la muchacha cambiaron una mirada estupefacta.

—¿Está diciéndome que Ken Dobson se proponía hundir el yate?

—Si Dobson es el capitán, así es. Un agente le mantiene en el camarote, interrogándole. Debe haber alguna carga explosiva en la sala de motores y es preciso desactivarla. En cuanto al cargamento, espero que el gobierno sepa qué hacer con él… aunque mucho me temo que no volverá a manos de sus legítimos propietarios.

—¡Los propietarios éramos mi padre y yo! —rugió la muchacha. Al fin se quitaba la careta.

Tony sonrió.

—¿De veras? Me gustaría mucho conocer los medios de que se valieron para acumular dos toneladas de oro y joyas, en un país sumido en la miseria y el subdesarrollo… Pero eso es otro asunto que ya no me concierne. Son suyos, caballeros.

Los dos hombres del Gobierno se movieron con precisión matemática. Cerraron sólidas esposas en las muñecas del hombre y de la mujer antes que éstos atinaran a reaccionar.

—Antes de irme —dijo Carella—, debo decirles una cosa más… Se hubieran salido con la suya de no haber intentado matar a Niki Francino. Yo no habría descubierto a tiempo nada de lo que planeaban y hubieran podido hallarse a mil millas de aquí antes de correr el menor riesgo. Pero enviar asesinos a sueldo por medio de Corning fue un detonante… porque estuvieron a punto de liquidarme también a mí.

María dio un respingo.

—¡Yo no hice nada de eso! —estalló.

—Tal vez no… pero lo hizo su «tío». Pagó a Corning, supongo que por la sencilla razón de eliminar al único testigo del cambio de maletas a su llegada… Cosa perfectamente inútil, porque la pobre Niki “jamás hubiera relacionado una cosa con la otra.

—¿Tú hiciste eso, estúpido? —exclamó la muchacha encarándose con Torrente.

Tony se dirigió a la puerta de la cámara. El yate se mecía suavemente sobre el quieto mar bañado de sol.

Se detuvo sobre cubierta. Un hombre sudoroso apareció por una escotilla.

—Lo encontramos —dijo, secándose la frente con un pañuelo—. Había una bomba de tiempo en la sala de máquinas.

—Dígaselo a sus jefes. Yo he terminado aquí.

Descendió al muelle. El viejo guardián le miró arrugando el ceño, porque él era el primer sorprendido ante el despliegue de coches policíacos y de agentes que controlaban la zona.

Tony condujo su coche rumbo al apartamento. Ahora podría pensar en paz en la mejor manera de reanudar su vida al margen de la intriga y de la violencia. Una vida de paz, sosiego y rutina.

Pensó que no estaba muy seguro de que la cosa le gustara tanto como hubiera cabido esperar.

Bien, quizá Niki le ayudase a la readaptación.

Decidió preguntárselo en cuanto llegara al apartamento. Sólo que no lo hizo.

Niki estaba tendida en la terraza, desnuda, dejándose acariciar por el sol y el aire en aquellas alturas donde ninguna mirada indiscreta podía importunarla.

De modo que al entrar él, la muchacha se levantó para recibirle y la visión de tan increíble belleza barrió cualquier pensamiento que él hubiera podido albergar.

Luego, cuando la estrechó entre sus brazos, los pensamientos que acudieron a su mente no tenían nada que ver con la tranquilidad ni la paz. Eran mucho más rotundos e inmediatos.

Y exigían ponerlos en práctica al instante… cosa que le llevó una eternidad de tiempo.

F I N