Capítulo V
TONY Carella retrocedió cautelosamente a medida que los dos pistoleros avanzaron.
Oyó la asustada exclamación de Niki a sus espaldas, pero no distrajo su atención de aquellos dos fornidos individuos que hasta entonces no habían pronunciado una palabra.
Ellos se encargaron de cerrar la puerta. Fue Niki Francino quien exclamó, rompiendo el silencio:
—¡Haga algo, Carella! ¿Quiénes son esos hombres?
—Le aseguro que no hemos sido presentados. Y también puedo jurarle que no forman parte de mi círculo de amistades.
Los dos asaltantes cambiaron una mirada perpleja.
—¿Oíste eso, Perry? —cacareó uno de ellos—. Hemos topado con un gracioso.
—Lo malo es que de ese payaso nadie nos había hablado. ¿Qué hacemos?
—Es una complicación.
Tony había comprendido al instante qué clase de enemigos tenía delante. Petulantes, deshumanizados, su credo lo constituía la violencia siempre que ellos llevaran la iniciativa. Y solían llevarla porque jamás abandonaban sus pistolas.
Miró a Niki de reojo. Le preocupó ver que estaba descomponiéndose por instantes. Eso indicaba que no podría contar con ella en caso de tener una oportunidad de pelear.
El tal Perry sugirió, indeciso:
—Llama por teléfono y dile cómo está la situación aquí.
—Eso no le gustará, Stanley.
—Llama de todos modos.
Perry miró en torno buscando el teléfono. Entre tanto Stanley siguió vigilando a Carella con el negro ojo de su pistola.
Perry encontró el aparato y disco un número. Niki casi chilló:
—¿Qué es lo que quieren de nosotros, Carella?
—Más bien vinieron por usted, Niki. Yo sólo soy una complicación adicional, si sabe lo que quiero decir.
—No bromee.
—Estoy hablando en serio, muchacha. Usted es su objetivo principal.
—Pero ¿por qué, qué quieren…?
—Es una buena pregunta. ¿La oyó, Stanley?
—Cierre la boca. Y tú también, nena. Perry habló por el teléfono.
—¿Patrón? Aquí Perry… Sí, estamos en su casa, pero no está sola. Hay un tipo con ella. ¿Qué? Espere… —se volvió sosteniendo el auricular en la mano y gruñó—. ¿Cuál es su nombre, payaso?
—Tony Carella.
Por el auricular, Perry repitió:
—Se llama Tony Carella…
Desde donde estaba, Carella oyó las violentas vibraciones del teléfono. Alguien gritaba con voz aguda. Tan aguda que Perry separó el auricular casi una pulgada de su oído, asombrado.
Al fin pudo hablar y dijo:
—De acuerdo, no me grite. Yo no lo invité, puede estar seguro… ¡Maldita sea, cálmese! Le liquidamos también y asunto terminado.
Carella arrugó el ceño. Niki no pudo contener un quejido de terror. Al fin comprendía cuáles eran las intenciones de los dos pistoleros.
—¡Están locos! —barbotó—. ¡Quieren matarnos!
Perry colgó el auricular y se quedó mirando a Carella asombrado.
—Amigo —farfulló—, no lo comprendo. El jefe por poco se traga el teléfono cuando oyó su nombre… ¿Quién demonios es usted?
—Si van a liquidarnos sobran las explicaciones. Pero me gustaría saber quién es su jefe antes de irme al infierno.
Stanley dijo entre dientes:
—Cuidado con lo que dices, Perry. Este tipo es muy listo.
—Nadie es listo cuando tiene un par de cañones apuntando a su barriga. Debieras haber oído a Corning cuando supo el nombre de este tipo.
—¡Cierra el pico!
—¡Qué diablos! No van a repetir eso a nadie…
Stanley soltó un salvaje juramento. De un bolsillo sacó un tubo silenciador y lo enroscó al extremo de su pistola.
—Terminemos de una vez —refunfuñó.
Niki empezó a gimotear. Perry buscó también en sus bolsillos hasta encontrar su silenciador.
Tony se dejó caer en una butaca, junto a la baja mesita de centro. Parecía muy asustado al fin.
—Quiero fumar… ¡Por favor! —balbuceó.
Sin esperar respuesta, se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió. Arrojó la cerilla en un gran cenicero de cristal tallado que estaba sobre la mesa.
Perry rió entre dientes.
—Me gusta ver nerviosa a la gente, Stanley —cacareó balanceando la pistola—. Empiezan a sudar, a retorcerse las manos, a suplicar… ¿Lo oyes, payaso? ¡Suplica, hombre!
Niki chilló:
—¡Basta! ¿Qué clase de monstruos son ustedes?
Perry volvió a reírse. Tony se quitó el cigarrillo de la boca aplastándolo en el cenicero.
Luego, con un movimiento que apenas pudo percibirse con la mirada, lanzó el pesado cenicero contra Stanley y él se impulsó hacia atrás derribando la butaca.
Todo sucedió en escasos segundos. El cenicero se estrelló contra la cara de Stanley y no se rompió porque era demasiado duro y demasiado grueso. Pero la cara del pistolero sí pareció estallar en sangre.
Perry gritó algo y disparó al mismo tiempo. Su pistola no hizo más ruido que un soplo de viento. La bala barrenó las entrañas de la butaca que aún estaba cayendo sobre Carella.
Este pareció rebotar en cuanto su espalda tocó el suelo. Se movía con precisión milimétrica, como si cada uno de sus movimientos hubieran sido ensayados una y mil veces, lo mismo que los de un bailarín.
Al levantarse elevó con él la butaca y la arrojó hacia Perry. Este disparó dos veces más y una de las balas atravesó el mueble y aulló al rebotar contra la pared. Luego, la butaca le atrapó de lleno y él se fue dando tumbos hasta caer bajo el peso del mueble.
Tony saltó hacia él como si volara en el espacio. Sus dos pies juntos cayeron sobre la cara de Perry, y lo que las duras suelas de los zapatos hicieron en aquel rostro no fue nada agradable de ver.
El pistolero bramó completamente cegado por el dolor y la sangre. Carella disparó el pie derecho y la punta del zapato reventó la boca del vociferante pistolero. Perry calló y perdió el conocimiento.
De un zarpazo, Carella se apoderó de la pistola. Oyó gritar a Niki y volviéndose vio a Stanley que se tambaleaba sobre los pies, pero que, no obstante, trataba de apuntar a la muchacha con el monstruoso cañón de su automática.
El asesino quería cumplir su cometido a toda costa…
Sin tiempo para otra cosa, Tony disparó y la pesada bala del «45» reventó la cabeza de Stanley esparciéndola en todas direcciones. Un último espasmo del pistolero al caer le hizo contraer el dedo del gatillo y disparó sin tino.
Niki se mordía los puños para no gritar. De pronto le asaltaron las náuseas y echó a correr hacia el baño.
Carella notó por primera vez el frío sudor que bañaba su cuerpo. Aplacó los nervios y dio un vistazo a la pesada pistola que empuñaba. Era un petardo capaz de derribar un elefante.
Encendió un cigarrillo, esta vez por pura necesidad, y aspiró el humo hasta llenarse los pulmones. Oyó a Niki en el cuarto de baño. La chica acababa de vivir un infierno en pocos minutos. Tenía sobrados motivos para estar descompuesta.
El apartó la mirada de la cabeza hecha pedazos del frustrado criminal y fue a sentarse en una butaca intacta.
Pensó en cuán sorprendente era el destino. Precisamente cuando había renunciado para siempre a su mundo habitual de intriga y violencia, la violencia se cruzaba en su camino del modo más inesperado.
Minutos después oyó los pasos de la muchacha a sus espaldas. Sin volverse indagó:
—¿Se siente mejor, Niki?
—¡Dios del cielo! Ha sido horrible…
—¿No sabe por qué esos dos bastardos vinieron aquí a matarla?
—Aún no puedo creer que eso haya sucedido…
—¡Cuernos! Pues sólo tiene que dar un vistazo a lo que queda de ese mono sin cabeza para convencerse de que las cosas han sucedido. Cuando el otro despierte le haré unas cuantas preguntas y tal vez salgamos de dudas.
—Voy a preparar algo de beber. Podría desmayarme por menos de un centavo.
—Nadie le pagaría por eso, así que prepare dos buenos tragos. Yo también necesito un estimulante.
—Oiga, Carella, ¿qué clase de tipo es usted?
Niki se había plantado ante él. Estaba lívida, pero su mirada relucía de nuevo con vivacidad.
Él se encogió de hombros.
—De la clase de tipos a quienes no les gusta que les hagan agujeros en la barriga.
—No me salga con chistes ahora. Le he visto pelear y matar a ese hombre sin apenas alterarse. Para usted era algo semejante a una exhibición deportiva… algo que parecía formar parte de sus actos habituales…
—Le aseguro que estaba muy asustado.
—¡Y un demonio! ¿Sabe lo que pienso? No me lo diga… usted disfrutaba peleando y matando…
—Niki, ha leído demasiadas novelas de aventuras. Nadie disfruta al matar a menos que se trate de un tarado mental, como ese Perry, por ejemplo. El sí disfrutaba con el miedo de sus víctimas.
—Voy a preparar las bebidas —gruñó Niki, desconcertada.
Carella terminó el cigarrillo. Tal vez cuando interrogase a Perry muchos de los misterios que envolvían aquel condenado embrollo quedasen claros…
Por supuesto, la presencia de Niki era un impedimento para el interrogatorio, porque con toda seguridad se vería obligado a emplear procedimientos un tanto salvajes para soltarle la lengua al pistolero…
Niki regresó con dos grandes vasos casi rebosantes de whisky y hielo. Bebieron hasta casi vaciarlos.
Carella se levantó, dejó el vaso sobre la mesa y dijo:
—Ya es hora de despertar a nuestra bella, durmiente. Y si es usted una chica impresionable, vaya a dar un paseo porque lo que haré con ese tipejo no va a ser nada agradable de ver.
—No le comprendo… Debemos llamar a la policía, Carella.
—Siempre hay tiempo para eso. Se inclinó sobre Perry.
Para éste se había terminado el tiempo.
La bala disparada por Stanley en los espasmos de la muerte había abierto un enorme boquete en su costado y estaba muerto.