Capítulo XI

HABÍA un sencillo rótulo sobre el césped que se extendía delante de la entrada. El rótulo anunciaba:

 

FUNERARIA CARRILES

 

Era como tantas otras extendidas a lo largo y ancho del país. Una casa ni sencilla ni lujosa, discreta. En ella había unas oficinas, una sala de exposiciones y una pequeña capilla sin símbolos de ninguna clase.

Detrás estaba el taller y la sala de embalsamar. Y junto a ella el horno crematorio.

Carella empujó la puerta y penetró en una estancia que ya conocía. Había estado en ella dos años atrás.

Una muchacha que fingía estar muy atareada detrás de una máquina de escribir le sonrió alentadoramente.

Él dijo:

—Quiero hablar con el señor Carriles.

—Si se trata de un servicio, yo puedo atenderle perfectamente…

—No vengo a encargar un servicio fúnebre, linda. Se trata de otro negocio.

—Bien…

—Dígale que me llamo Carella. No creo que recuerde mi nombre, pero dígale que ya nos conocemos.

La muchacha desapareció más allá de unos pesados cortinajes. Cuando regresó le señaló una puerta que había a su derecha.

—Entre ahí, señor Carella. Le recibirá en un minuto.

—Gracias.

Penetró en el despacho del propietario de la funeraria. En las paredes había fotografías de distintos ataúdes, lápidas y cruces y algún que otro lujoso panteón. La publicidad no respeta ni la muerte.

Cuando el dueño del negocio entró, Carella advirtió que apenas había cambiado en esos dos años transcurridos. Seguía teniendo la misma cara afilada, los mismos ojillos astutos y codiciosos y una piel blanca y enfermiza casi transparente.

—¿Se acuerda de mí, Carriles?

—Cómo no, señor Carella. Siéntese, por favor.

Él se acomodó detrás de la mesa. La sombría mirada del visitante fija en él comenzó a ponerlo nervioso.

—Y bien, ¿qué puedo hacer por usted? —preguntó al fin.

—Aclararme un extraño misterio.

—No le comprendo.

—La resurrección.

Carriles hizo una mueca de alarma.

—¿Se encuentra usted bien? —barbotó—. Tal vez ha bebido más de la cuenta a pesar de lo temprano de la hora…

—Yo he visto resucitados, Carriles. Lo crea usted o no, eran gentes que habían muerto hace años. Sin embargo los vi vivos. Y yo no creo en fantasmas. Ni en aparecidos de otro mundo, así que dígame cómo pueden resucitar un hombre y una mujer que usted metió en su horno crematorio hace ahora un par de años.

El otro sacudió la cabeza, alarmado.

—No pueden —dijo—. Se convierten en cenizas.

—Lo que hace aún más difícil que reaparezcan. ¿Dónde está el truco, Carriles?

—Lamento tener que decírselo, pero opino que está usted completamente loco. ¿Qué es exactamente lo que quiere decirme? Y le recuerdo que tengo mucho trabajo.

—Oh, sí, la muerte no descansa nunca. Estoy diciéndole que yo asistí a la cremación de dos cadáveres aquí, en su funeraria. Usted se ocupa de los servicios fúnebres de la mayoría de latinoamericanos que mueren en la ciudad y sus alrededores y se ocupó de esos dos cadáveres. En vida se llamaban Acevedo. Enrique Acevedo y María Acevedo. Padre e hija. ¿Los recuerda también?

—Ciertamente.

—¿Por qué conserva tan fresco su recuerdo?

El otro suspiró pacientemente. Daba la sensación de que estaba hablando con alguien de mente enferma.

—Mire, no es frecuente que los sudamericanos deseen ser incinerados a su muerte. Sea por su religión, por sus creencias o por lo que sea, desean ser enterrados como ha venido haciéndose a lo largo de los siglos. Puedo asegurarle que desde que estoy establecido no habré incinerado más allá de quince o veinte latinoamericanos. Por eso puedo acordarme de casi todos ellos.

—Ya veo.

—En cambio, sus compatriotas piensan de otra forma.

—Bueno, sigo esperando que me aclare el misterio. Yo vi a los Acevedo, vivos, hace sólo un par de días.

—Imposible. Debió confundirlos con alguien parecido.

—No, Carriles. Eran los supuestos cadáveres incinerados. Le repito que yo no creo en fantasmas, así que el origen de las apariciones tiene que estar aquí, puesto que aquí está el horno crematorio al que ambos fueron introducidos.

—Creo que llamaré a la policía, señor Carella. No me gusta su actitud.

—Hágalo.

La delgada mano de Carriles cayó sobre el auricular. Estuvo allí quieta unos instantes y luego lo descolgó.

Comenzó a marcar un número. Carella dijo:

—El cadáver del hombre llamado Enrique Acevedo está ahora en poder de la policía. Le degollaron hace dos días, pero sus huellas dactilares existen. Y su fotografía… Cuénteles a los policías, cuando hable con ellos, cómo es posible que tengan entre manos el cadáver de un hombre que usted se supone que incineró hace dos años.

El hombre dejó de discar y al fin colgó el teléfono.

—No puedo creerlo —balbuceó.

—El cadáver del viejo está en la Morgue en espera de ser identificado.

Carriles se echó atrás en el asiento. De pronto parecía más tranquilo, como si acabara de quitarse un peso de encima.

—Creo que ya no tiene objeto seguir negando —murmuró.

—Ninguno.

—Venga, se lo mostraré y ahorraremos tiempo y palabras. ¿Qué hará usted después, denunciarme? No cometí ningún crimen… Por el contrario, salvé unas vidas amenazadas…

—Primero veamos el truco.

—Sígame.

Atravesaron el edificio sin volver a pasar por la sala donde la secretaria trabajaba.

El horno crematorio no tenía nada de siniestro. Visto desde fuera, era una simple pared refractaria y una portezuela de metal por la que eran introducidos los ataúdes. Había unos caballetes sobre los que se colocaban mientras los testigos y deudos que deseaban asistir a la ceremonia esperaban, rodeándolos.

—Usted vio entrar los ataúdes por esta puertecilla, ¿recuerda, señor? —dijo Carriles, abriéndola.

El interior del horno estaba oscuro. Sólo un leve resplandor allí donde la llama piloto seguía encendida. Frente a la puerta se iniciaba una sucesión de rodillos sobre los que el ataúd era empujado hasta el centro del rugiente fuego que lo convertía en cenizas.

—¿Ve usted? —siguió Carriles—. El ataúd se desliza por los rodillos automáticos hasta el centro. Allí se detiene…

—¿Y qué? Sigo sin entenderlo.

—Fíjese en el otro extremo del homo… Hay otra poterna, ¿la ve? Está cerrada, pero se distingue bien.

—Ciertamente.

—Es mayor que ésta y sirve para la limpieza de residuos y quemadores. Los rodillos terminan justamente delante de ella.

—¿Quiere decir que si usted quiere, el ataúd, una vez introducido, sigue deslizándose por los rodillos hasta la otra puerta y es sacado por ella intacto?

—Así es.

—Está mintiendo, Carriles. Cuando usted introdujo los ataúdes de los Acevedo, uno después del otro, el horno estaba al rojo vivo. Vi las llamas que rugían ahí dentro. Por rápido que el ataúd hubiera corrido sobre los rodillos, al llegar al otro lado habría estado ardiendo como una tea.

—Venga conmigo. Le haré una demostración.

El cerúleo individuo apretó uno de los botones de un tablero de control. Al instante, del interior del horno brotó el rugido de las llamas al prender los quemadores. Por la portezuela abierta, Tony vio crecer el fuego hasta convertirse en un infierno.

El sepulturero cerró la portezuela. Carella le siguió hasta una sala vecina donde había varios ataúdes expuestos, desde modelos sencillos y sin pretensiones, hasta lujosos túmulos que costaban una fortuna.

Carriles se dirigió a uno de ellos y lo abrió.

—Échele un vistazo —dijo, orgulloso de sí mismo.

—No veo que tenga nada extraordinario.

—Aparentemente, no. Pero entre la madera y el tapizado hay una gruesa protección de porcelana refractaria. Luego, ésta queda protegida por otra fuerte capa de amianto. Una vez cerrado el ataúd, y metido en el horno, se necesitarían horas para que el fuego dañara siquiera el cuerpo encerrado en él.

—Ya veo… y sacándolo por el otro extremo de la pista de rodillos, el ataúd apenas está unos segundos en contacto con el fuego.

—Aproximadamente, quince segundos. La madera exterior arde, por supuesto, pero eso es todo.

—Muy ingenioso, Carriles.

—Incluso así, el sujeto encerrado dentro no soportaría la experiencia a causa del terror al fuego. Por eso los Acevedo, y los demás que han pasado por esa experiencia, estaban en estado cataléptico en los ataúdes. Aparentemente muertos. Sólo aparentemente.

—Ahora, dígame por qué se sometieron a esta experiencia y habremos terminado.

—Querían desaparecer. Hay mucha gente importante en nuestros martirizados países que a cada golpe de estado deben huir. Si lo hacen con las manos vacías no ocurre nada. Nadie vuelve a preocuparse de ellos. Pero si, como los Acevedo, son gentes acaudaladas y consiguen colocar en otro lugar su fortuna, las cosas cambian. Los Acevedo colocaron más de dos toneladas de oro y joyas en este país. Fue una ironía, porque ustedes les ayudaron a escapar. Sabían que les habrían cazado de un modo o de otro, para obligarles a devolver esa fortuna. Muriendo, ya nadie se preocuparía de ellos. Para todo el mundo, murieron.

—Ya veo…

—Ahora que lo sabe, ¿qué piensa usted hacer?

—Imagino que no se arriesga usted en esta clase de aventura sólo por espíritu altruista, Carriles…

—Por supuesto que no.

—Entonces me ocuparé de que su negocio termine. Por regla general, los que huyen de los países latinoamericanos llevándose enormes fortunas, son los que han expoliado sin piedad a sus propios compatriotas, generalmente, por medio del terror y la violencia. Y usted está ayudándoles a que gocen de esas inmensas fortunas.

—Eso es lo mismo que está haciendo el gobierno de Washington —rió el sepulturero—. Él lo hace para proteger a las grandes compañías multinacionales, o a sus intereses estratégicos. Yo lo hago en mi propio beneficio.

—No puedo hundir al gobierno de este país, Carriles, pero sí le puedo hundir a usted.

—Tampoco, Carella. Tampoco podrá hundirme a mí.

El sepulturero levantó la mano derecha y en ella tenía una pistola que apuntaba sin temblar al estómago de Carella.

—Me tomó por más tonto de lo que soy, Carella —comentó el hombre con voz tranquila—. ¿De veras creyó que yo le diría toda la verdad sobre mi negocio, dejándole vivir después?

—De cualquier modo, no tiene usted escapatoria, y si fuera medianamente inteligente guardaría esa pistola y aceptaría lo que se ha ganado a pulso.

—Lo que he ganado… Importa más lo que voy a ganar, Carella. Dos toneladas de oro y joyas exactamente.

Carella dio un respingo. Eso resultaba una auténtica sorpresa.

—De modo que ésa era la gran idea —gruñó entre dientes.

—Y sigue siéndolo.

—Carriles, ha mordido usted un hueso demasiado duro para sus dientes. Ahora comprendo muchas cosas y…

—No le va a servir de mucho. Métase en ese ataúd.

—¿Qué?

—Entre en el ataúd. Asistirá usted a su propio funeral. Puedo meterle una bala y matarle, pero entonces tendría que manejar su cuerpo yo solo y es usted demasiado pesado. ¡Métase dentro!

Carella miró el sencillo ataúd que le señalaban. Era de los más baratos.

—Pudo destinarme uno de esos lujosos, Carriles.

—¿Para qué? Arderá de igual modo uno que otro. Y no crea ni por un momento que podrá sorprenderme. No soy fuerte, pero esta pistola equilibra las fuerzas. ¿No cree?

—De modo que piensa incinerarme…

—Y sin ataúd protegido. ¿Para qué cree que encendí el horno antes de venir a esta sala?

—Debí suponerlo.

—¡Adentro o disparo! Ya encontraré la manera de manejarlo después si he de matarle.

—Habla usted de matar con mucha naturalidad. No es lo mismo manejar cadáveres que fabricarlos.

—También en eso tengo experiencia. Ya maté a dos hombres, así que puedo volver a matar.

—¿Dos hombres? ¡Cristo! Fue usted… Mató a Granvy y al viejo Acevedo…

—Le aseguro que no pude hacer otra cosa. Teníamos al viejo para presionar a su hija y descubrir así el paradero del tesoro. Granvy creyó que podría hacer el negocio él solo y trató de dejarme de lado. Bueno, no lo consiguió. Y para entonces el viejo ya era sólo un estorbo… ya sabía dónde echarle mano al cargamento.

—En el yate.

—También sabe eso… Es usted muy listo, Carella, pero será muy tonto si cree que vacilaré en matarle. ¡Entre en el ataúd!

—Está bien, no se ponga nervioso.

Se deslizó dentro de la caja funeraria, siempre vigilado por los ojos implacables del enterrador y su pistola. Supo que si intentaba la menor resistencia el otro dispararía sin titubear.

De modo que se tendió en el ataúd con todos los nervios tensos como cables. Oyó la risita de Carriles mientras éste rodeaba el ataúd.

—No mueva ni un dedo, Carella. No intente nada…

De pronto la tapa cayó encima de él. Encerrado en el ataúd, Carella se encontró sumido en la oscuridad. El espantoso fin que le aguardaba apenas alteró sus facultades. Se retorció para sacar su propia pistola y al sacarla corrió el seguro.

Oyó cómo Carriles atornillaba un lado de la tapa. Oyó perfectamente su respiración agitada y pensó que el esquelético individuo gozaba incluso con la perspectiva de meterle vivo en el horno crematorio.

Calculó la posición del hombre por el ruido. Entonces apretó el gatillo una y otra vez. Los estampidos, dentro de su reducido habitáculo, le ensordecieron dolorosamente.

Vio abrirse los orificios en la madera y escuchó el alarido del asesino al otro lado, y después el golpe que dio al caer.

Se impulsó hacia arriba. La tana saltó astillándose allí donde ya dos tornillos la habían fijado.

Vio a Carriles derribado junto a uno de los lujosos túmulos de maderas finas. Estaba caído de bruces, retorcido sobre sí mismo y por debajo del cuerpo empezaba a deslizarse la sangre.

Saltó al suelo y fue a inclinarse sobre él.

Aún alentaba, pero tenía dos feos agujeros en el pecho y estaba acabándose.

—Se la ganó, enterrador —dijo rechinando los dientes.

Carriles le miró por entre el sucio velo que se espesaba ante sus ojos. Balbuceó algo ininteligible. Tony aún quiso saber:

—¿Quién es su cómplice, Carriles, el patrón del yate?

—Sí…

—¿No será Miguel Torrente?

—No… él… él…

Se estremeció y un hilillo de sangre surgió de sus labios abiertos. Había muerto.

Tony se irguió echando chispas. Contempló el ataúd en el que había estado a punto de emprender el gran viaje y sintió tentaciones de meter al enterrador en su propio horno.

Luego, se dirigió a la salida del taller y se alejó.

Tenía todo lo que necesitaba para acabar con la pesadilla…