CAPITULO VII
—TENEMOS un nombre, Savage: Lawrence Heller.
—¿Quién es ese individuo?
Su jefe se recostó en el sillón y encendió un cigarrillo.
—Un cirujano. Un neurocirujano, para ser exactos. O, por lo menos, lo fue mientras ejerció.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Bueno, no le abrumaré con los detalles ni la larga lista de nombres que hemos reunido. Después de un exhaustivo trabajo de eliminación, sólo ha quedado ese Lawrence Heller. Fue expulsado de la profesión médica y declarado oficialmente loco. Vivió dos años encerrada en una institución mental y luego desapareció. Tal vez haya muerto...
—¿Por qué sólo ha quedado ese nombre, señor?
—Porque teniendo en cuenta lo que usted me contó, me ha parecido el único que podría haber intentado una salvajada tan incalificable... El sostenía la teoría de que la mente humana no muere con el cuerpo. Se le sorprendió con macabras intervenciones en cerebros de pacientes recién fallecidos en el hospital donde ejercía, sin tener permiso ni estar autorizado.
—Comprendo.
—Se armó un buen escándalo por aquellos años, aunque hubo interés en echar tierra al asunto por lo que las salpicaduras podían desacreditar a la profesión médica.
—Claro. ¿Qué es lo último que se sabe de ese hombre?
—Nada.
—Eso no es muy alentador...
—Lo último que hemos podido averiguar es que abandonó la institución mental y nunca más nadie volvió a verle ni a oír su nombre, por lo menos en los círculos médicos del país.
—¿Tenía medios de fortuna propios?
—Al parecer, sí.
—¿Dónde?
—Ya hemos investigado también esta faceta. De haber dispuesto de su fortuna a través de algún Banco hubiera sido fácil seguirle la pista. Pero si disponía de dinero, lo llevó consigo cuando abandonó el manicomio.
—Lawrence Heller... —murmuró Savage—. Una aguja en un pajar, sobre todo si es nuestro hombre, porque en este caso tendrá sumo interés en permanecer oculto.
—¿Piensa usted iniciar su búsqueda, Savage?
—En cuanto salga de aquí.
—¿Sabe el riesgo que va a plantear a la organización?
—Lo sé.
—Ya veo.
Savage se levantó.
—¿Existen fotografías de Heller?
—Debe haber alguna en los periódicos de la época, o en el sanatorio... Y, por descontado, en la Asociación de Médicos.
—La conseguiré. Y tal vez haga las cosas de modo que sea él quien me busque a mí. Salió apresuradamente, con un arriesgado proyecto danzando en su mente.
Un proyecto que haría saltar hasta el techo al capitán Page y a cuantos policías estaban trabajando en el caso.
Una hora más tarde disponía de una fotografía del doctor Heller. La fotografía databa de unos diez años atrás, y mostraba a un hombre de ojos saltones y desorbitados, frente ancha y despejada y cabellos revueltos en los que ya entonces brillaban algunas canas.
Con la fotografía en su poder, y su complicada idea danzando sin cesar en su cerebro, Savage desperdició más de dos horas para localizar a Frankie Marvin.
Finalmente, lo encontró en un tugurio de mala fama interrogando a cierto indeseable, con una botella vacía entre los dos y espesos vapores de alcohol enturbiando el ambiente.
—Tengo algo grande para ti, Frankie —le espetó Savage, obligándole a abandonar aquella mesa—. Algo como no has soñado nunca.
—Déjame terminar con es tipo, Donald... He invertido una buena cantidad en él y no voy a desperdiciar mi dinero.
—Cinco minutos. Después de ese tiempo ofreceré mi notición a tus competidores.
—¡Tú no puedes hacerme eso a mí, maldita sea!
—Cinco minutos.
—Está bien. Empieza a cronometrar, bastardo del demonio...
Cinco minutos más tarde, la bola empezaba a rodar. Y era de tal magnitud que el reportero, estupefacto, creyó que a su paso arrasaría a los competidores hasta borrarlos de la faz de la tierra.
Incrédulo, balbuceó al final:
—Donald, no queda tiempo para hacer comprobaciones antes de que mi programa salga al aire..., de modo que si toda esta historia es una burla, o un truco, me hundes para el resto de mis días. ¿Te das cuenta?
—Lo sé. Y todo es cierto, hasta el último detalle.
—¡Los televisores sacarán chispas...!
—Y tú también, porque tan pronto hayas soltado el reportaje la policía te caerá encima como una manada de lobos. Ellos mantienen todo el caso en secreto por el momento.
—¡Al diablo! Ya me ocuparé de ellos cuando aparezcan. Vamos, y si todo esto resulta cierto pídeme lo que quieras.
—Todo lo que te pido es que lo lances al espacio.
—Eso está hecho.
Salieron disparados del tugurio, rumbo al estudio de grabación del más difundido programa informativo de los que poblaban las cadenas de televisión.
* * *
Heller había quedado igual que paralizado, estático, los ojos desorbitados fijos en la pantalla televisiva empotrada en la pared.
Jadeaba igual que si le faltara el aliento y se sentía incapaz de hablar.
Eso era una ventaja para Cassey y la hermosa rubia, que no estaban menos asombrados que él.
Al fin fue la mujer quien balbuceó:
—¿Cómo han..., cómo han podido encontrarla? Cassey pareció encogerse sobre sí mismo.
El profesor Heller boqueó hasta que recuperó la voz. Entonces dijo con voz que era un rugido:
—¡Estúpidos ineptos! ¿Se dan cuenta de lo que eso significa-? ¡La han encontrado y ese individuo sabe incluso a quién debe buscar!
—No puede ser cierto. ¿Cómo va a saber ese tal Savage...?
—¡Cállate! —bramó Heller—. ¡Te dije que lastraras el cuerpo, para que jamás saliera a flote! ¿Qué hiciste, arrojarla sin más ni más a la bahía?, —¡No pude hacer otra cosa! Llegó un coche cuando... Bueno, iban una pareja en él y casi me sorprendieron. No podía volver atrás ni entretenerme en atarle hierros a los pies...
Heller se llevó las manos a la cabeza. Deseaba estrangular al jorobado, y tal vez lo hubiera hecho de no mediar Charleen.
—No perdamos la cabeza, profesor —dijo, serenándose—. Todo lo que ese hombre sabe es que el cadáver de la mujer fue mutilado por un hábil cirujano. Lo demás es retórica, relleno de los reporteros para dar emoción e intriga a su programa.
—Ese Savage sabe mucho más que eso —Heller dio un puñetazo sobre la mesa, lleno de cólera—. Asegura que sabe incluso a qué cirujano debe buscar...
—Pero no ha mencionado ningún nombre. Un simple b l u f f , estoy segura.
El profesor se paseó de un lado a otro de la estancia como una fiera enjaulada. Rechinaba los dientes cada vez que su mirada caía sobre el jorobado, pero éste no se daba cuenta porque evitaba mirarle en todo momento.
De pronto, Heller barbotó:
—Hay que eliminar ese peligro, Charleen.
—¿Se refiere a Savage?
—Evidentemente —gruñó, sarcástico—. No puedo referirme a nadie más. Cassey puede hacerlo.
—Ni lo sueñe. ¿Cómo piensa que puedo vencer a un individuo semejante?
—No lo sé. ¡Ni quiero saberlo! Es asunto tuyo y lo harás aunque sólo sea para reparar en parte el daño que has provocado con tu estúpido comportamiento.
—¡Pero ese Savage es un atleta! ¿No lo ha visto usted?
—Las balas acaban igual con los atletas si van bien dirigidas.
—En mi vida he disparado un arma, profesor. No cuente conmigo. Charleen terció esforzándose por suavizar la situación:
—Hay otros medios, Cassey. Gente dispuesta a hacerlo por dinero.
El jorobado dio un respingo.
—¡Tienes razón, Charleen!
—No quiero que intervengan extraños en este asunto, y eso es definitivo —Heller les miró alternativamente y añadió—: Cuanta más gente conozca lo que no debe conocer, más riesgos para mí.
—No tiene por qué aparecer usted en ningún momento —insistió Charleen—. Cassey conoce toda clase de gente... Hará las cosas como si se tratara de algo personal, exclusivamente suyo. ¿No es cierto, Cassey?
—Por supuesto que sí. Todo es cuestión de pagar a los hombres adecuados, profesor. Heller aún titubeó. Estaba fuera de sí, y pensaba única y exclusivamente en el éxito de sus trabajos.
—Muy bien —accedió al final—. Pero esta vez asegúrate de que haces un buen trabajo, porque si fracasas también...
El jorobado se estremeció y por un instante la ira relampagueó en su mirada. Luego, levantándose, preguntó:
—¿Hasta qué cantidad de dinero puedo ofrecer?
—Lo que sea necesario, no importa la suma.
—Muy bien.
Salió con una profunda sensación de alivio. Sentía un temor casi supersticioso por el profesor, y al mismo tiempo le detestaba con toda su alma.
El personalmente hubiera preferido alquilar asesinos para matar a Heller. Pero si lo hiciera, jamás volvería a obtener la generosa paga de que gozaba todos los meses...
De modo que los asesinos se ocuparían del tal Savage.
Heller habría de esperar hasta que hubiera terminado sus experimentos.