CAPITULO II

LA muchacha que abrió la puerta era una escultura viviente de cabello rubio ceniza, ojos grandes y brillantes y labios que se abrieron en una gran sonrisa al reconocer al visitante.

—¡Donald! —exclamó—. ¿Cuándo has llegado?

—Esta mañana...

—Entra, no te quedes ahí.

El penetró en el apartamento decorado con tonos alegres. Flotaba un aroma indescifrable en el aire, tan sutil que tanto podía ser debido a uno de esos perfumes que cuestan un ojo de la cara, como a la fragancia fresca y vital del cuerpo de aquella mujer que al cerrar la puerta se había quedado apoyada en ella, mirando al visitante.

Savage gruñó:

—¿Qué pasa con Jean? Estuve llamando por teléfono y nadie respondió. Tampoco vino a esperarme al aeropuerto, como habíamos convenido...

La brillantez de aquellos ojos dorados se apagó de súbito.

—Estoy preocupada por ella, Donald —dijo la muchacha.

—¿Preocupada?

—No la he visto en dos días. Donald Savage arrugó el ceño.

—Ayer estaba aquí. Hablé con ella por teléfono desde Tokio.

—Ya sé que estuvo aquí, pero fue durante las horas que yo trabajo. Cuando regresé vi que se había llevado algunas cosas suyas. Vestidos, maquillajes... Cosas así.

—No me dijo que pensara emprender un viaje.

—A mí tampoco. Lo cierto es, Donald, que Jean lleva unos días muy nerviosa... Le pregunté qué le pasaba pero se negó a darme explicaciones. Ya sabes que este apartamento es suyo y que yo lo comparto pagando una parte del alquiler. Bueno, llegó a decirme que si no me gustaba compartirlo podía buscarme otro sitio.

—Eso no es propio de Jean.

—¿Crees que no lo sé? Por eso digo que no parecía la misma de un tiempo a esta parte. El encendió un cigarrillo.

—No me gusta eso —gruñó—. Jean suele ser bastante incongruente, pero no hasta ese extremo.

—¿Piensas que puede haberle sucedido algo desagradable?

—Ojalá lo supiera —de pronto clavó sus ojos duros en la bellísima rubia y le espetó—: No nos andemos con rodeos, Stella. ¿Sabes si había algún otro hombre por en medio?

—No, que yo sepa. ¿De dónde sacas esa idea?

—Del hecho de que preparase un reducido equipaje... Stella sacudió la cabeza.

—No saques conclusiones precipitadas, Donald. Pueden existir cien motivos distintos para ese maletín sin que haya ningún hombre involucrado en ello. Después de todo, iba a casarse contigo, ¿no? ’

—Aún no había nada decidido. Stella parpadeó.

—Pero tú la amas, estás enamorado de Jean...

Repentinamente, Savage se desplazó hacia el teléfono y disco un número. La misma voz femenina que ya conocía surgió del auricular, suave e impersonal.

—Habla Savage —dijo él.

—Un segundo, por favor.

Esperó hasta oír la voz de hombre.

—Aquí Savage —repitió—. Necesito una introducción para acudir a la policía, señor.

—¿Policía? Apenas acaba de llegar y ya se ha metido en un lío... Oiga, Savage, acabo de leer su informe y hay algunos datos que desearía discutir con usted personalmente.

—Le veré tan pronto pueda, pero ahora deseo que haga algo por mí si le es posible.

—Bien, ¿de qué se trata?

—Una amiga mía ha desaparecido. Pienso que quizá haya sufrido un accidente o algo así. La policía debe saberlo y...

—Comprendo. Lo arreglaré. Por supuesto, ante la policía usted es sólo un ciudadano

corriente, Savage. No lo olvide ni trate de actuar de otro modo.

—Naturalmente. Tome nota del teléfono que le daré. Podrá llamarme aquí tan pronto tenga algo concreto.

Dictó el número telefónico y las siglas correspondientes y colgó, ceñudo.

Stella runruneó:

—Otro misterio... ¿Por qué no puedes acudir por tus propios medios a la policía? El soltó un gruñido.

—Apenas me harían caso, ya sabes.

—Sigues siendo el hombre misterioso por lo que veo. ¿Qué quieres beber?

—Lo que tengas más a mano.

—Cerveza en lata.

—Bien.

Stella entró en la cocina y regresó con unas latas de cerveza fría. El abrió la suya y bebió directamente del recipiente.

La mirada de la muchacha escrutaba su rostro sombrío como si quisiera penetrar hasta sus más recónditos pensamientos.

El timbre del teléfono rompió el silencio cuando él terminaba de beber.

—Se ha dado prisa —rezongó. Descolgó el audífono y se identificó—: Savage al habla.

—Vaya a Jefatura y pregunte por el capitán Page —dijo la voz seca de su comunicante—. No le hará preguntas fuera de lugar.

—Gracias, señor.

—Y recuerde que sigo deseando hablar con usted personalmente. Sonó un chasquido y él también colgó.

—He de irme —dijo—. Si Jean sufrió algún accidente, cuanto antes llegue a su lado

tanto mejor.

—¿Te importa que te acompañe, Donald? Yo también estoy inquieta y preocupada por ella.

—Está bien, pero apresúrate.

—Sólo empolvarme la nariz —sonrió Stella, desapareciendo tras la puerta de su dormitorio.

Apareció unos minutos después. Había hecho algo más que empolvarse la nariz, puesto que el alegre y breve vestido que llevaba ahora no tenía nada que ver con la blusa y los pantalones que llevara anteriormente. Pero no por eso dejaban de quedar firmemente expuestos los sugestivos encantos de su soberbio cuerpo, con el aliciente de que con la falda mostraba también sus largas y hermosas piernas, cuya piel suave y dorada tenía brillos opacos, de fruta madura.

El capitán Page rondaría los cincuenta años, era de estatura mediana y sus plácidos ojillos ocultaban una inteligencia aguda y vivaz, de la que multitud de delincuentes hubieran podido dar fe, si no hubiesen estado alojados por cuenta del Gobierno en los distintos penales del Estado.

—Entiendo que busca usted a una mujer —aventuró cuando sus visitantes hubieron tomado asiento frente a su mesa.

—Ciertamente.

La mirada del policía examinó las largas piernas de Stella, que ésta había cruzado despreocupadamente. Eran todo un espectáculo.

—Se llama Jean Martin —añadió Savage—. Puedo facilitarle una fotografía y la descripción. Ignoro qué puede haberle sucedido, pero sea lo que fuere quiero saberlo.

—Naturalmente. Veamos esa fotografía si es tan amable.

Se la entregó por encima de la mesa. Page vio el busto de una muchacha que apenas si habría cumplido los veintidós años. Muy bella, su larga cabellera negra le caía sobre los hombros como una cascada de ébano.

—¿Su novia, señor Savage?

—Este... Pensábamos casamos.

—Comprendo. ¿Dice usted que su nombre era Jean Martin? .

—¿Era? Espero que aún siga siéndolo.

—Sí, claro, disculpe mi torpe manera de expresarme. Aguarden unos instantes, por favor.

El capitán Page abandonó el despacho. Stella dijo:

—Apenas ha mirado la fotografía, Donald... ¿Qué piensas?

—No quiero pensar nada. Si realmente le ha sucedido un accidente, no tardaremos en saberlo.

Lo supieron apenas diez minutos más tarde, cuando el capitán regresó. Algo había cambiado en su rostro. Era un cambio impreciso, pero notable a pesar de todo.

Fue a sentarse en su sillón basculante y miró fugazmente a la pareja.

—Tengo malas noticias para ustedes —empezó—. La señorita cuya foto usted me ha facilitado está muerta.

Donald Savage se levantó poco a poco, rígido. Stella ahogó un breve grito.

—¿Muerta? —gruñó Savage—. ¿De qué... quiero decir cómo murió?

—Eso es lo que convierte el asunto en algo oscuro y terrible... Supongo que querrán identificarla...

—Por supuesto.

—En ese caso les acompañaré al Depósito de Cadáveres. Allí podrán hablar con el médico que realizó la autopsia y él podrá informarles mejor que yo respecto a la manera como murió esa mujer.

Savage se controló con un violento esfuerzo. Volviéndose hacia Stella dijo:

—Esto no va a ser nada agradable, Stella. Si prefieres regresar a tu apartamento te llevaré allí.

—No te preocupes por mí..., podré resistirlo. ¿Olvidas que soy enfermera?

El capitán Page les precedió hacia el sótano donde estaba instalado el garaje de la policía. En el veloz coche de turbina del capitán partieron hacia la vieja Morgue, uno de los pocos lugares que apenas había cambiado nada en los últimos lustros de espectaculares avances en todos los terrenos, quizá porque la ciudad no poseía recursos suficientes para dedicarlos a los muertos.

Fue un corto recorrido. La fría atmósfera del lugar provocó un escalofrío en la muchacha, aunque no lo delató en ningún momento. Page cambió unas palabras con el guardián y encargado y éste dijo:

—¿Van a identificarla?

—Eso espero. ¿Está aquí el doctor Cartwright?

—Arriba, cambiándose.

—Llámele, por favor.

Señaló una puerta, y Savage y Stella le siguieron.

Un inmenso muro apareció ante sus ojos. Dividido en compartimentos cerrados por gruesas puertas de acero, era una moderna cámara frigorífica donde los cadáveres podían conservarse indefinidamente sin la menor alteración.

—Hablarán con el doctor Cartwright y él les explicará...

—¿Qué tiene que explicarme? Si murió de accidente, usted debe saberlo. Y si fue... asesinada, también... ¿Dónde está la dificultad, capitán? —dijo Savage, impacientándose.

El policía se encogió de hombros.

Stella pasó el brazo por el de Donald, apoyándose en él.

—Este lugar es estremecedor, ¿no crees?

—Los he visto peores.

El médico tardó unos minutos en aparecer. Era un hombre alto, distinguido, de mediana edad. Tras las presentaciones, el capitán gruñó:

—He preferido que fuera usted quien les hablara de ese cuerpo, doctor.

—Sí, claro... ¿Lo han visto ya?

—Aún no, estábamos esperándole.

El médico asintió con un gesto. Miró los números de las puertas de acero y resueltamente tiró de una de ellas.

Una silenciosa camilla se deslizó sobre sus guías. Los contornos del cuerpo se dibujaban bajo una blanca sábana.

Antes de descorrerla, el doctor explicó:

—Si la señorita prefiere retirarse... debo advertirla que lo que va a ver es algo que impresiona muy desagradablemente.

—Soy enfermera, doctor. He visto toda clase de intervenciones quirúrgicas en mi trabajo.

—Pero ninguna como ésta —refunfuñó el médico.

Descorrió bruscamente la sábana hasta la mitad del cuerpo.

Savage contuvo el aliento. Luego lo soltó y una suerte de desgarrado quejido escapó de su garganta.

Stella se quedó hierática, como paralizada. Luego, lanzó un alarido y se volvió de espaldas. En un instante estalló en sollozos, cubriéndose la cara con las manos.

Con voz ronca, el médico explicó:

—Como ven, le practicaron una total craneotomía. Levantaron toda la caja craneana y le extirparon el cerebro. Yo diría que lo sacaron completo, extrayendo al mismo tiempo su envoltura, conductos sanguíneos, nervios... Todo —añadió como colofón.

Donald Savage dirigió la mirada a aquel horror sin nombre. La cara de Jean estaba intacta, pero desde las cejas para arriba no había nada en absoluto. Ni cráneo, ni cabellos... Nada.

—No se encontró lo que falta —dijo el capitán como si adivinara sus pensamientos—. El cadáver fue descubierto en la bahía por pura casualidad.

—Hay algo más —dijo el doctor Cartwright—. Me refiero a la sangre...

—¿Qué...?

—Se la extrajeron hasta la última gota.

La cara de Donald Savage estaba rígida, como si de repente se hubiera petrificado. Bajo la tez extraordinariamente curtida y tostada por el sol, había palidecido y sus ojos acerados semejaban dos brasas al rojo vivo.

—¿Qué le sugiere eso a usted, doctor? —murmuró.

—No tengo la menor idea. De cualquier modo, sea lo que fuere, es una monstruosidad incalificable.

—Pero eso no es obra de un asesino vulgar, doctor... Por lo poco que yo sé de medicina, nadie sin conocimientos de cirugía podría hacerlo.

—Quien fuere no cabe ninguna duda que es un experto cirujano, señor. Un auténtico experto.

Poco a poco, volvió a cubrir aquella cabeza mutilada con la sábana y empujando la camilla hizo desaparecer el cadáver en el interior de la cámara.

—Supongo que falleció al ser intervenida... —musitó Stella—. ¿No es cierto, doctor?

—Sin duda. Pero hay algo que deseo puntualizar para su conocimiento. Fue preparada concienzudamente para la intervención, como si se tratara de una operación normal en cualquiera de nuestros hospitales. La autopsia lo ha revelado sin la menor duda. Murió al serle extirpado el cerebro y extraída toda su sangre. Y ahora, si me permiten...

Esbozó una inclinación de cabeza y se marchó. El capitán carraspeó, sintiéndose desbordado.

—Y bien, ¿es el cuerpo de Jean Martin?

—Seguro, es ella.

—Habrán de firmar una declaración y luego desearía hacerles algunas preguntas al respecto. Confieso que en toda mi larga vida jamás había tropezado con un crimen tan exótico y terrible como éste.

Les precedió hacia la oficina y esperaron hasta que el empleado hubo rellenado el impreso correspondiente. Luego, tras firmarlo los dos, emprendieron el regreso a jefatura y al despacho de Page, quien les ofreció cigarrillos y él encendió otro, pensativo.

Stella murmuró:

—Sólo puede tratarse de un demente, ¿no lo crees así, Donald?

—Supongo que tienes razón. Pero no son frecuentes los locos que al mismo tiempo sean hábiles cirujanos. Ya oíste al doctor.

—Ustedes deben conocer las amistades de esa desgraciada joven —intervino el capitán—. Necesitaré una lista, aunque sólo sea para encontrar a la última persona que la vio viva. También sería interesante averiguar qué lugares frecuentaba más asiduamente. Estoy seguro que ustedes dos pueden ayudarme a ese respecto.

Stella asintió, y Savage se encogió de hombros. Sin embargo, ambos se aplicaron a la tarea durante casi una hora.

Mientras el estenógrafo terminaba su trabajo, Donald se volvió hacia la muchacha y preguntó:

—¿Quién es Charleen?

—¿Charleen?

—Por lo que sé, se trata de una mujer espectacular. Debía ser amiga de Jean porque fueron vistas juntas hace dos o tres días tan sólo.

—Lo ignoro. Estoy segura que nunca la nombró... Por lo menos, delante de mí.

—¿No sabe usted el apellido de esa mujer? —indagó el policía.

—No, sólo el nombre.

—¿Y ninguno de ustedes sabe de quién se trata? No deja de ser sorprendente, tratándose del prometido y de la mejor amiga de la víctima...

—Un amigo mío me dijo que había visto a Jean en compañía de una mujer extraordinariamente atractiva, y que oyó como la llamaban Charleen, pero eso es todo.

—¿Le importaría darme el nombre de ese amigo suyo? Hemos de tener en cuenta que él puede reconocer a esa mujer si vuelve a verla alguna vez...

—Es Frankie Marvin, el reportero de la televisión. Ya sabe, los noticiarios de la noche. Page tomó nota del nombre y echándose atrás en el sillón basculante permaneció

pensativo unos instantes, mientras el estenógrafo abandonaba el despacho silen-

ciosamente.

—Voy a dedicar a todos los hombres disponibles a este caso —dijo de pronto—. Va a ser una tarea interminable, porque habrá que seguir centenares de pistas que no nos llevarán a ninguna parte, una rutina que desespera a los policías. Veamos..., ¿saben si esa joven tenía alguna afición particularmente preferida, algo que pudiera ser objeto de investigación? Quizá era aficionada a la música, por ejemplo, y asistió a un concierto poco antes de su muerte. ¿Comprenden? En ese caso, tal vez fue vista en compañía del asesino... Es sólo un ejemplo, pero muchas veces de esas pequeñeces surge la luz.

—No era aficionada a la música. Pero sentía auténtica pasión por la parapsicología.

Page se enderezó.

—¿Era ella también parapsicóloga?

—No... Por lo menos, nunca lo pensé. Pero le gustaba leer todo lo que caía en sus manos sobre esa ciencia —añadió Savage, ceñudo—. Poseía decenas de libros que a mí me aburrían soberanamente.

—Ya veo... Enfocaremos las investigaciones por ese frente también. Gracias por su colaboración —dijo Page, levantándose—. Les mantendré informados de nuestros progresos tan pronto los tengamos.

Era una despedida, de modo que estrecharon su mano y abandonaron el edificio

policíaco. Stella sobrecogida aún por el horror de lo que había visto.

Savage sumido en un hosco silencio, sombrío como el anuncio de una tempestad.